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Durante muchos días Cuervo había caminado al lado de la muerte andante que encarnaba el taan vrykyl. Tal vez el contacto prolongado con aquel horror lo había hecho inmune a los espantos que presenció en las ruinas de Antigua Vinnengael. O tal vez los años pasados en campos de batalla lo habían endurecido. Sentía una fría piedad al ver a los inocentes que habían perecido, pero un guerrero sabía que el dios de la guerra no se molestaba en diferenciar entre los que cobraban por derramar sangre y los que caían involuntariamente en sus garras. Cuervo no sintió nada cuando llegaron junto a los cadáveres sin enterrar de los soldados; únicamente elevó una plegaria silenciosa para pedir que la suerte no le deparase el mismo destino o, si lo hacía, que el dios de la guerra aceptara su espíritu a pesar de todo.
K’let y él avanzaban por una ruta diferente de la tomada por los Señores del Dominio. No habían subido por la rampa. Al ver que el grupo ascendía por ella, K’let señaló con un gesto a Cuervo una escalera de piedra. El vrykyl empezó a subir por ella y Cuervo lo siguió. Ignoraba su suerte, pero la aceptaba y había hecho las paces con ella.
Su punto de destino se hallaba en alguna parte en lo alto de los acantilados sobre los que se había construido la ciudad. Cada vez que se paraban, K’let volvía la vista en aquella dirección. El trevinici no tenía la menor idea de lo que había allí arriba. Sabía poco o nada sobre la urbe. Había oído historias de su destrucción, pero no recordaba los detalles. Las ciudades bajo asedio guardaban poco interés para los guerreros trevinicis. Las batallas se libraban en espacios abiertos, con ejércitos cargando uno contra otro hasta chocar con un resonante estruendo de armas. Lanzar brea inflamable sobre gente indefensa, atrapada tras unas murallas, no era la idea que el pueblo trevinici tenía de la guerra.
Hubiera lo que hubiese allá arriba, K’let tenía prisa por llegar a ello. El taan trepaba rápida y ansiosamente y se valía de las manos y de los pies para subir por los escalones medio desmoronados. Al carecer de la fuerza y la resistencia inagotables del vrykyl, Cuervo trepaba más despacio y hacía paradas frecuentemente para recuperar el aliento. Notaba la mirada furibunda de K’let sobre él cada vez que se detenía y, puesto que encontrarse con la mirada de los ojos muertos del taan no era nada agradable, Cuervo se obligaba a continuar y a mantener el paso lo mejor posible.
Se hallaban más o menos a mitad de camino a la cumbre cuando el trevinici notó un roce en el brazo y oyó un grito. Desenvainó el cuchillo y escudriñó rápidamente a su alrededor. No vio nada. El vello de la nuca se le erizó. Los trevinicis no contaban relatos de fantasmas. Su respeto por los muertos era demasiado grande y Cuervo no era de los que daban rienda suelta a su imaginación.
—Telarañas —se dijo, y siguió adelante.
Las manos lo empujaron, le dieron empellones e intentaron derribarlo escalera abajo. Las voces le retumbaban en los oídos; aullaron y chillaron hasta que casi lo dejaron sordo. Procuró hacer caso omiso del enemigo invisible y continuó escalando, pero se iba quedando más y más atrás. La lucha minó sus fuerzas. Respiraba en jadeos. Cada instante era una pugna. La escalera parecía interminable, con el escarpado risco envuelto en la niebla irguiéndose sobre él.
Cuervo se desplomó, incapaz de continuar. Se agazapó en los escalones al tiempo que se debatía contra los puños y los pies invisibles y los maldecía y los golpeaba.
Una mano se cerró sobre su brazo.
Cuervo dio un respingo, se estremeció y gritó de dolor. Era la mano de un vrykyl y su tacto era el roce del Vacío. La mano abrasaba con un helor espantoso que amenazó con pararle los latidos del corazón.
Las uñas de K’let se clavaron en la carne del trevinici y unos hilillos de sangre le resbalaron por el brazo. K’let lo incorporó de un fuerte tirón.
Cuervo intentó soltarse el brazo, pero el taan lo aferraba con fuerza y le resultó imposible.
—Suéltame —dijo Cuervo con los dientes apretados para aguantar el dolor abrasador del contacto del vrykyl—. Puedo arreglármelas solo.
Los oscuros y vacíos ojos de K’let lo miraron fijamente.
—Puedo hacerlo —repitió Cuervo—. Los espíritus se han ido.
K’let lo observó unos instantes más y después, con un gruñido, lo soltó y reanudó la subida por la escalera.
Cuervo se miró el brazo. Allí donde se marcaba la huella de la mano, la carne tenía una palidez cadavérica. Se frotó esa zona en un intento de devolverle color, pero la tenía insensible, ni siquiera notó el masaje. Era como tocar la carne de un hombre muerto. Por lo menos todavía podía utilizar las manos, y las usó con un buen motivo. Trepó rápidamente, impulsado por el miedo que le prestaba fuerzas.
Si todavía quedaban fantasmas alrededor, no le infundían terror. Ya no.