2
2
Luz! ¡Hace falta luz! —ordenó Alise, que trataba de dominar el temblor de miedo en la voz, de mantener el pánico a raya.
Posó la mano en el cuello de Shadamehr y buscó el pulso; lo encontró. Seguía vivo, pero estaba helado y respiraba trabajosamente. Lo habían herido; Alise había visto la sangre en la camisa mientras corría desde palacio. Con su desenfado habitual y una sonrisa socarrona Shadamehr le había asegurado que «sólo era un rasguño». No había habido tiempo para nada más.
Al haber escapado de palacio saltando por una ventana a plena vista de la gente y de un gran número de guardias, el barón había causado cierto revuelo. Se dio la alarma, y los guardias salieron en su persecución. Con Alise y Jessan a remolque, Shadamehr había dado esquinazo a los perseguidores metiéndose por callejones hasta que llegaron a esa taberna. Había llegado hasta el cuarto del fondo y luego, casi de inmediato, se había desplomado. La habitación era un almacén sin ventanas. Tenían que mantener cerrada la puerta por si acaso la guardia realizaba un registro, y a ninguno se le había ocurrido llevar algo de luz.
—Vuelve a la sala, Jessan. Coge una vela, una linterna, cualquier cosa que haya a mano. Trae agua y brandy. ¡Y no digas una palabra a nadie!
Comprendió que era una advertencia innecesaria. El taciturno guerrero trevinici debía de haber intercambiado unas veinte palabras con ella durante las semanas que se conocían, y había sido para responder a preguntas directas. Jessan no era desabrido ni huraño. Como todos los trevinicis, no veía la necesidad de perder el tiempo con chácharas. Decía lo que era importante decir, y se acabó.
Ahora, por ejemplo, no malgastó saliva en hacer preguntas. Salió a buscar una luz, sencillamente. Alise lo oyó tropezar con cajas y barriles en la oscuridad. Lo oyó toquetear el picaporte de hierro de la puerta, y oyó el sonido rasposo de la hoja de madera al abrirse.
Luz, humo de tabaco y ruido inundaron de golpe el cuarto. Alise se inclinó sobre Shadamehr y le miró la cara; el miedo le atenazó el corazón, se lo estrujó de tal modo que casi le dejó de latir. Estaba blanco como la cera, sin el más leve vestigio de color en la tez. Los labios tenían un tono azulado, y las mejillas estaban hundidas. Un sudor frío le perlaba la frente y le empapaba el cabello rizado. Cuando le puso la mano en la frente, él se estremeció y se encogió de dolor.
La puerta se cerró y la luz desapareció. Alise se quedó sola en la oscuridad. Sola con Shadamehr, el exasperante, irritante, insoportable, insensato Shadamehr, de corazón generoso, noble de espíritu, un maldito idiota. Amado, detestado, un grano en el culo, y moribundo. Alise sabía que Shadamehr se estaba muriendo con tanta certeza como sabía que era su señor y ella era su dama, tanto si lo admitían como si no. Se estaba muriendo y ella no podía hacer nada para salvarlo porque no sabía qué lo estaba matando.
Un arañazo, había dicho.
La puerta se abrió, la luz volvió. Alise oyó la voz de una mujer que preguntaba si podía servirles en algo. Jessan le contestó que no, y la puerta se cerró. La luz continuó. Jessan se adelantó con una linterna en una mano, un cubo de agua en la otra y un jarro de peltre sujeto a una correa de cuero que llevaba al cuello. Dejó la linterna encima de un barril y la colocó de forma que la luz cayera sobre Shadamehr. Soltó el cubo en el suelo y le tendió el jarro a Alise.
El trevinici se acuclilló junto al barón, lo miró y sacudió la cabeza.
Ahora que había luz Alise pudo examinar a Shadamehr. Desgarró la tela ensangrentada de la camisa y vio exactamente lo que él le había dicho que vería: un arañazo irregular, estrecho, que se extendía sobre la caja torácica. La cuchillada se había asestado con precipitación. Destinada a traspasar el corazón, la hoja se había desviado al chocar con una costilla. Alise desgarró una tira del bajo de su camisa de lino, mojó la tela en el agua y limpió la sangre.
El arañazo parecía hecho por una hoja tan fina como una aguja de zurcir. La herida había rasgado la piel, pero no había profundizado; de otro modo, habría habido más sangre. Nada serio, a primera vista; nada que causara esa reacción. Alise se inclinó más y entonces se fijó en que los bordes de la piel alrededor del corte estaban blancos como tiza, casi como si hubiesen envuelto la herida con nieve.
La maga había vivido con Shadamehr y sus seguidores muchos años. Se había visto involucrada en numerosos peligros y huidas arriesgadas, y se había acostumbrado a trabajar su magia curativa con heridas de todo tipo, desde puñaladas hasta mordiscos, pasando por zarpazos de necrófagos. Jamás había visto nada como esto.
¿O sí? De repente recordó a Ulien, el amigo de Shadamehr, al que se había asesinado misteriosamente. Shadamehr y ella habían realizado las investigaciones. Recordaba el aspecto del cadáver del hombre tendido en la morgue. Había muerto de una puñalada en el corazón, una herida que era pequeña, sin apenas hemorragia, y espantosamente blanca alrededor de los bordes.
—Oh, dioses —susurró. Las manos empezaron a temblarle.
«No hagas esto —se exhortó—. Te necesita. No te derrumbes ahora».
—Jessan, ¿qué ocurrió en palacio? Cuéntamelo todo. ¿Cómo hirieron a Shadamehr? ¿Viste…? —Miró al joven directamente a la cara—. ¿Viste un vrykyl? Sabes qué es, ¿verdad?
—Lo sé —respondió el trevinici, y a sus ojos asomó una expresión acosada. Sacudió la cabeza otra vez—. No vi ningún vrykyl. En cuanto a lo que ocurrió…
—Has de ser breve —lo interrumpió Alise—. No creo que… —Tragó saliva—. Me temo que el barón corre un gravísimo peligro.
Jessan evocó la pelea, ordenó sus ideas para hacer un resumen lo más sucinto posible.
—Nos arrestaron y nos llevaron ante el niño rey y la mujer, que es la persona que manda realmente en Nueva Vinnengael, o eso es lo que Shadamehr nos dijo.
—La regente.
—Sí. Shadamehr dijo que sospechaba que la regente era una vrykyl, pero que podía adoptar la apariencia de cualquier persona que hubiera matado. Shadamehr creía que el niño rey estaba prisionero de la vrykyl, que ella lo tenía bajo su control. Planeó rescatar al niño rey, ponerlo a salvo. Los dos elfos que arrestaron junto a nosotros, Damra y su esposo, accedieron a ayudar. Los guardias nos condujeron a una habitación. La regente me echó un hechizo y lanzó otro a la Señora del Dominio elfa. La regente dijo que buscaba la Gema Soberana. Descubrió el fragmento que lleva Damra, pero en mí no descubrió nada. Eso pareció sorprenderla y enfurecerla. Había otro hechicero que llevaba armadura y espada…
—Un mago guerrero —comentó Alise—. De prisa, Jessan, por favor. De prisa. ¿Qué pasó?
—Todo fue muy confuso —contestó, sombrío, el trevinici—. Damra empezó a gritar palabras extrañas. De repente la habitación se llenó de elfas que eran exactamente igual que ella.
—Un conjuro ilusorio —masculló Alise.
Jessan se encogió de hombros. A los trevinicis no les gustaba la magia, desconfiaban de quienes la esgrimían.
—Su marido escupió al mago guerrero, que chilló y se desplomó. Uno de los guardias atacó a Shadamehr. Acuchillé al guardia. Shadamehr agarró al niño rey en brazos y de repente… —Hizo una pausa para recordar.
»De repente el barón hizo un ruido raro, una especie de jadeo estrangulado, y dejó caer el niño en el suelo. Entonces gritó que teníamos que huir. Me agarró y lo siguiente que recuerdo es que corría hacia la ventana, arrastrándome tras él. Pasamos a través de los cristales. El suelo estaba muy abajo. Pensé que íbamos a morir con los sesos desparramados en el pavimento, pero descendimos flotando como vilanos…
—Eso es porque Griffyd os lanzó un hechizo —explicó Alise—. ¿Eso es todo?
—Sí. Nos reunimos con vos y vinimos aquí.
Alise bajó la vista hacia Shadamehr. Abrió el frasco y dejó caer un poco de brandy en los labios del hombre.
—¡Milord! —llamó en voz baja—. ¡Shadamehr!
Él gimió y rebulló, pero no recobró el sentido. Alise suspiró profundamente.
—¿La regente lo apuñaló? —le preguntó a Jessan.
—No creo. No la vi empuñar un cuchillo.
—Dices que Shadamehr cogió al niño rey y que entonces hizo un ruido raro y lo dejó caer. Y que luego ordenó la retirada. No volvió a hablar de raptar al niño. —Evocó las palabras que Shadamehr había dirigido a los elfos cuando les mandó que se marcharan.
No hay nadie que proteja a Vinnengael. Ni siquiera los dioses.
Un escalofrío de terror le puso el pelo de punta en la nuca y en los brazos.
—¡Dioses! ¡El joven rey es el vrykyl! —dijo quedamente—. El vrykyl asesinó al rey y después mató a su hijo y adoptó la apariencia del chico, ocupando su puesto. No es de extrañar que Shadamehr dijera que nadie puede proteger a Vinnengael.
»Ahora entiendo lo que debió de pasar. Shadamehr agarró a quien creía que era el joven rey pero, en cambio, tomó en brazos al vrykyl. —Sin poder evitarlo, Alise se echó a reír.
»¡Qué susto tuvo que llevarse ese ser! No es de extrañar que te apuñalara. Oh, Shadamehr, qué típico de ti. ¡Un vrykyl en el cuarto y tú lo agarras para llevártelo!
La risa dio paso a las lágrimas. Hundió el rostro en las manos un momento, lo suficiente para recuperar el control de sí misma. Con resolución, respiró hondo, se limpió los ojos y empezó a plantearse qué hacer.
—¿Queréis decir que el vrykyl lo apuñaló? —preguntó Jessan.
—Sí, eso es lo que ocurrió.
—El caballero Gustav fue herido por el puñal de un vrykyl —explicó Jessan—. Abuela no pudo hacer nada para salvarlo. El caballero luchó contra el Vacío durante varios días, pero, al final, murió. Los espíritus de mis héroes combatieron al Vacío y le salvaron el alma, según dijo Abuela.
Alise se encogió. Jessan entendía y aceptaba la muerte con el talante trevinici. No recurría a las tópicas mentiras, no intentaba quitar filo a la daga de la verdad. No tenía ni idea de que le había traspasado el corazón.
—Acerca el cubo —dijo la mujer, que mojó el paño en el agua.
—Convocaré a los espíritus de los héroes para que luchen por Shadamehr —ofreció Jessan—. Cuando llegue su hora.
—Su hora no ha llegado —repuso secamente Alise—. Todavía no.
Jessan la miró y cuando habló de nuevo lo hizo en un tono más suave.
—A lo mejor Abuela puede salvarlo. El caballero era viejo, y Shadamehr es joven. Iré a buscar a Abuela y la traeré.
Alise se las ingenió para conseguir que sus labios helados esbozaran una sonrisa.
—No creo que pueda hacer nada, pero tienes razón, Jessan. Deberías ir a buscar a tus amigos. Los pecwaes han desaparecido, deambulan por la ciudad. Nuestra gente los está buscando, pero los pecwaes te conocen y confían en ti. Contigo se dejarán ver, mientras que a los otros los rehuirán. Deberías estar con ellos, tu deber es para con ellos. Yo me quedaré con mi señor.
—Traeré a Abuela —repitió el trevinici al tiempo que se ponía de pie.
Alise se dio cuenta de que sería inútil discutir con él. El tiempo se le acababa rápidamente y necesitaba librarse del joven.
—Los nuestros quedaron en reunirse en una taberna que se llama El Atigrado Rechoncho. No está lejos de aquí. Vuelve a la calle principal y síguela hasta que llegues a una tienda de un fabricante de velas. La reconocerás por el letrero que cuelga delante, con una vela pintada. Gira a la izquierda en esa esquina. El Atigrado Rechoncho se encuentra al final del callejón. Será el único edificio con luces encendidas a esta hora de la noche. Si Ulaf está allí, mándamelo. Y dile que se dé prisa. Pero no se lo digas a nadie más. No le cuentes a nadie lo que le pasa a Shadamehr, excepto a Ulaf.
Jessan asintió con un brusco cabeceo. Repitió en voz alta las señas que la mujer le había dado y después se marchó, sin perder tiempo en frases de buenos deseos ni en largas despedidas.
Cuando se hubo ido, Alise parpadeó para contener las lágrimas.
«He de ser fuerte —se dijo para sus adentros—. Él sólo me tiene a mí».
Se puso de pie y miró a su alrededor mientras hacía planes. Tomó la linterna y se dirigió hacia la puerta, a la que echó el pestillo, y se aseguró de que estuviera bien cerrada. Segura ya de que nadie la molestaría, regresó junto a Shadamehr y se arrodilló a su lado.
Alise se había entrenado en la práctica de la magia de la Tierra, la magia de la curación, pero también tenía conocimientos de otra magia letal. Era uno de los pocos hechiceros que la iglesia había considerado capacitados para manejar la poderosa y destructiva magia del Vacío. Los inquisidores le enseñaron magia del Vacío con el propósito de que se convirtiera en un miembro de su Orden, encargada de buscar practicantes de esa magia perversa para llevarlos ante la justicia. A Alise le pareció desagradable ese tipo de trabajo, porque significaba tener que espiar a amigos, familia, incluso compañeros de hermandad.
Un antiguo tutor, un mago llamado Rigiswald, le presentó al barón Shadamehr. Noble acaudalado, libre pensador y aventurero, Shadamehr era la única persona en la historia, que se supiera, que había superado las pruebas para convertirse en uno de los poderosos y mágicos Señores del Dominio y que después se había negado a pasar la sagrada Transfiguración, lo que le valió las iras de la iglesia, de su rey y, muy probablemente, de los dioses.
Shadamehr nunca decía su edad, pero Alise calculaba que andaba a mitad de la treintena. Tenía la nariz como el pico de un halcón, el mentón como una hoja de hacha y los ojos azules como el cielo de Nueva Vinnengael, además de un bigote largo y negro del que se sentía desmesuradamente orgulloso.
Alise le retiró suavemente el cabello de la cara y reparó en alguna que otra hebra plateada entre los oscuros rizos, como también pelos grises en el bigote.
«Tengo que gastarle bromas con eso», pensó mientras se acomodaba a su lado.
Temerario y arrojado, el barón Shadamehr tenía ideas muy peculiares. Proclamaba que las distintas razas del mundo deberían dejar de matarse entre sí y aprender a llevarse bien. Afirmaba que los hombres debían dejar de gimotear a los dioses para que su vida fuera mejor y ponerse a trabajar en mejorarla ellos mismos.
¡Qué propio de él discurrir un plan tan descabellado como raptar al joven rey en las narices del vrykyl! Qué propio de él convencer a una inteligente y sensata Señora del Dominio para que lo secundara.
—Quizá esta vez has aprendido la lección —le dijo, aunque no tenía muchas esperanzas de que fuese así. Y, pensándolo bien, tampoco quería tenerlas.
Echó una mirada a la puerta. ¡Ojalá llegara Ulaf!
Alise no podía utilizar su magia curativa con Shadamehr. Había lanzado un conjuro del Vacío a fin de rescatarlos a él y a sus compañeros de la guardia de palacio, y ahora estaba contaminada por la infecta esencia de la magia que sólo destruía, que nunca se podría usar para salvar o para crear. Si intentaba curarlo con magia de la Tierra, el hechizo se desmenuzaría entre sus dedos como una galleta quemada.
A lo mejor Ulaf podía ayudar a Shadamehr, ya que también era un diestro mago de la Tierra. Pero no podía depender de él. Había salido a buscar a los pecwaes y, aun en el caso de que Jessan lo encontrara a tiempo y lo mandara allí, Alise dudaba que Ulaf fuera capaz de sanar esa herida.
La magia de los dioses no podía salvar a Shadamehr, pero tal vez lo haría la magia que lo había herido.
Alise hizo memoria del infecto conjuro.
La magia del Vacío era peligrosa y destructiva no sólo para sus víctimas, sino también para el hechicero que la ejecutaba, ya que exigía un sacrificio: un poco de la propia esencia vital de conjurador para activar el hechizo, de forma que lanzarlo resultaba doloroso y debilitador. Hasta el hechizo más sencillo acarreaba lesiones y pústulas en la piel, mientras que los conjuros poderosos podían infligir tal dolor que el mago se desmayaba o moría.
Puesto que la terrible naturaleza de su magia les impedía usar las artes curativas, los hechiceros del Vacío habían desarrollado un conjuro con el que podían transferir parte de su propia esencia vital al cuerpo de otra persona a fin de salvarla. Se decía que el conjuro se había perfeccionado en la antigua Dunkarga, una tierra donde se practicaba la magia del Vacío sin trabas. Ese conjuro no se utilizaba con frecuencia, sólo en circunstancias extremas, ya que si se ejecutaba mal, o el hechicero cometía un error, el resultado podía ser fatal para ambos, el conjurador y el paciente.
Sobre todo, los libros de texto advertían: «El hechicero nunca debe lanzar el conjuro si está solo, sin la presencia de alguien que lo ayude, porque, a fin de ejecutarlo, el hechicero ha de ponerse en contacto físico con la persona que va a recibir los beneficios. Cuando se lanza el conjuro, la magia del Vacío absorbe la esencial vital del hechicero y la hace fluir al cuerpo del paciente.
»El conjurador debe saber cuándo parar el hechizo e interrumpir el contacto, y ahí es donde se necesita un asistente. A medida que va perdiendo la esencia vital, el mago se debilita progresivamente. Si perdiera el sentido estando en contacto con la víctima, el conjuro seguiría extrayéndole esencia vital hasta absorbérsela por completo. Por ende, se hace esta advertencia: ¡No ejecutes jamás este conjuro estando solo! Al menos han de hallarse presentes dos hechiceros: uno para realizarlo y el otro para interrumpir el contacto si el conjurador está inconsciente».
Alise nunca lo había utilizado. Lo había estudiado, por supuesto, pero nunca se aprendió de memoria un conjuro tan terrible. Detestaba el uso de la magia del Vacío. No le importaba tanto el dolor, aunque resultaba muy desagradable, ni las pústulas y lesiones que desfiguraban al hechicero. Lo que odiaba era cómo sentía la magia en su interior, como si unos gusanos estuviesen alimentándose con su alma.
Pero no tenía alternativa. Shadamehr tenía gris la piel, y la respiración agitada e irregular había dado paso a jadeos estrangulados. Tiritaba de frío y se retorcía de dolor. Tenía las uñas azules y estaba helado, como si la muerte ya se hubiese enseñorcado de él.
Alise volvió la cabeza para echar una ojeada a la puerta.
¡No ejecutes jamás este conjuro estando solo!
Veía las palabras escritas muy grandes en los libros, oía a su tutor advirtiéndoselo una y otra vez. ¡Ojalá llegara Ulaf!
Pero no iba a aparecer. Eso tenía que admitirlo sin remedio. Ulaf estaba buscando a los pecwaes, tal vez afrontaba sus propios peligros. No podía esperar. Shadamehr estaba más muerto que vivo.
Ajustando la luz de la linterna, Alise buscó en un bolsillo secreto que llevaba cosido en el vestido y sacó un librito pequeño y fino, encuadernado en cuero gris, de aspecto corriente. Por fuera el libro tenía un aspecto totalmente inofensivo. Aunque se abriera, habría que ser estudiante de magia para identificar que el precio de ese librito era su vida. Si la iglesia descubría ese volumen con conjuros prohibidos, la sentenciaría a la horca.
Ya mientras pasaba las páginas, Alise empezó a sentir que la abyecta magia se deslizaba bajo su piel.
Leyó el conjuro, sintió revuelto el estómago y tuvo que taparse la boca con la mano para no vomitar. El mero hecho de recitar las palabras mentalmente le provocaba náuseas, la dejaba tan débil y mareada que casi no podía concentrarse. No quería imaginar siquiera el horror y el dolor que le sobrevendrían al pronunciarlas.
Alise se inclinó y besó suave, dulcemente, a Shadamehr en los labios. Aferrándolo de la mano, apretó la del hombre contra su pecho y empezó a articular en voz alta las espantosas palabras plagadas de gusanos.