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Los barones y su cohorte de seguidores estaban comprensiblemente ansiosos de saber cómo planeaba Dagnarus derrotar al ejército taan. Durante el día la fuerza enemiga había quedado engullida por la penumbra, y hubo quienes esperaron que se hubiese marchado al completo. Cuando cayó la noche las hogueras de campamento volvieron a verse como borrones anaranjados en las tinieblas. Dagnarus les aseguró a los neovinnengaleses que tenía un plan y que su intención era ponerlo en práctica al día siguiente.

Su primera orden como rey fue que esa noche se celebrara un espléndido banquete en su honor, con muchas viandas y bebida, y al que los presentes estaban convidados, incluido el cenobita, pero éste declinó la invitación. Dagnarus le preguntó si los aposentos que le habían dado eran de su agrado, a lo que respondió afirmativamente, y él y sus omarah se retiraron. Dagnarus gozó con la idea de que lo que había hecho ese día quedaría registrado en la arrugada piel del monje, y después se centró en el asunto que tenía entre manos.

Los cabezas de las órdenes rechazaron su generosa invitación al banquete. La regente preguntó fríamente si tenían permiso para retirarse a sus tareas en el templo, permiso que Dagnarus les dio. Aquello provocó miradas iracundas de los barones, quienes opinaron en voz alta que a los eclesiásticos habría que tenerlos vigilados e incluso habría que arrestarlos. Dagnarus se volvió hacia ellos.

—Caballeros —empezó en tono severo—, ese tipo de conversación me ofende porque es un insulto al clero. Mostraréis el mismo respeto a la iglesia que el que mostráis hacia mí.

Su reproche pareció sobresaltar a los barones; algunos incluso adoptaron un gesto hosco.

—Vamos, caballeros —añadió, la sonrisa recobrada—. Tenemos mucho que celebrar. Dirigios al salón de banquetes, donde me reuniré con vosotros a no tardar y brindaremos por mi coronación y por la derrota de nuestros enemigos.

Los barones se marcharon haciendo elogios del nuevo rey. La sala se fue quedando vacía hasta que sólo quedaron los miembros de la iglesia.

—Sé que no confiáis en mí, reverenda hermana, y es comprensible —le dijo Dagnarus a la regente—. Pero confío en que con el tiempo podamos ser amigos. Os aseguro que siento el más profundo respeto y veneración por los dioses que con tantos favores me han bendecido.

La regente, con la tez cenicienta y aspecto de sentirse mal, no respondió.

—¿Tengo vuestro permiso para marcharme, majestad? —preguntó al tiempo que hacía una reverencia.

—No necesitáis mi permito, regente —contestó en tono amable Dagnarus—. Vos y cualquier otro miembro de la iglesia sois bienvenidos a palacio en cualquier momento. Podéis ir y venir libremente.

—Gracias, majestad. —La mujer salió de la estancia, y los demás hicieron una reverencia y echaron a andar tras ella.

—Mago de combate —llamó Dagnarus.

Tasgall, el gesto severo y cauteloso, miró hacia atrás.

—Querría hablar con vos sobre mi plan concerniente a los taanes.

El mago guerrero regresó y se detuvo delante del trono. Allí miró directamente a los ojos a Dagnarus, en silencio, y aguardó con expectación.

Dagnarus mandó salir a los criados y, cuando Tasgall y él se encontraron solos, bajó del estrado.

—Demos una vuelta por el salón, reverendo mago. Me resulta más fácil pensar mientras camino.

El mago guerrero se puso a su lado y se acomodó a su paso.

—¿Cómo os llamáis, señor? —preguntó Dagnarus—. Disculpadme, sé que nos han presentado, pero no se me da bien recordar nombres.

—Tasgall, majestad.

—¿Y de apellido?

—Fotheringall, majestad. Mi familia procede de una aldea en las estribaciones de las Montañas del Orco.

—Hay un paso a través de esas montañas, creo recordar. ¿Han usado los orcos ese paso alguna vez? —preguntó Dagnarus con evidente interés.

—Alguno que otro grupo asaltante, majestad, nada más —contestó Tasgall.

—Tengo entendido que los orcos han amenazado con declararnos la guerra por lo que consideran complicidad de nuestra parte en el asunto de la toma de su montaña sagrada. Se me ocurre que podrían atravesar por ese paso en gran número. ¿Nos hace falta una guarnición allí?

—Yo no derrocharía efectivos en eso, majestad —contestó finalmente el mago—. Los orcos tienen poco aguante para la guerra en tierra firme. Eso resulta evidente por el hecho de que aún no han intentado reconquistar su montaña.

—Sabía que era así antaño —comentó Dagnarus—, pero ignoraba si sus costumbres y usanzas habían cambiado de entonces a ahora. Mi intención es acudir a vos, Tasgall, en busca de consejo y de información de este tipo. Confío en que podré contar con vos.

—Me complace poder seros útil, majestad. Está bien que por fin alguien se… —Tasgall se interrumpió y cerró la boca.

—¿Que alguien se interese en temas militares? No, no es menester que me respondáis. Lo entiendo.

—En cuanto a los taanes, majestad… —insinuó Tasgall.

—De los que van directos al grano, ¿verdad, Tasgall? Me gusta eso en un hombre. Tengo un plan para abordar el asunto de los taanes. Para llevarlo a cabo necesito la ayuda de vuestros magos de combate, a todos, tantos como podáis reunir en veinticuatro horas. Es primordial que estén familiarizados con la magia del Vacío, que sepan identificarla y combatirla. Me reuniré con ellos mañana para explicarles mi plan. Los traeréis a mi presencia aquí, en palacio, cuando el sol alcance el cénit.

Tasgall, que había aflojado el paso durante la conversación, acabó por pararse y miró a su nuevo monarca sumido en un silencio caviloso.

—Sí, ya sé —dijo Dagnarus, que había seguido caminando y se volvió para mirar al mago guerrero—. Sé lo que estáis pensando. Que éste podría ser un buen modo de deshacerme de algunos enemigos muy peligrosos que no tienen motivo para apreciarme.

Tasgall contiuó callado y mirando intensamente a su nuevo soberano.

—No soy un buen hombre —reconoció Dagnarus—. He hecho cosas terribles en mi vida. Cosas que lamento profundamente. Podría pretextar que era joven e irresponsable, y sería verdad. Podría argumentar que era ambicioso y me gustaba el poder, y eso también sería verdad.

Se encogió de hombros, esbozó una sonrisa maliciosa y su mirada se oscureció.

—Podría decir que los dioses me han castigado, que he sufrido a consecuencia de mis actos, y eso sería asimismo verdad. Pero sabed esto, señor. —Dagnarus alzó la vista, abrió los ojos de manera que Tasgall pudiera ver en su interior, ver la oscuridad y la diminuta chispa de luz.

»Hice lo que hice por una razón, Tasgall. En todos los actos perversos que he cometido, me motivaba un deseo que era puro y sin tacha, un deseo que ha guiado todo cuanto he hecho desde que fui lo suficientemente mayor para comprenderme a mí mismo. Ser rey de Vinnengael, guiarla hacia la grandeza y la gloria, colocarla en una posición prominente en este mundo, verla gobernar, indisputablemente, sobre todas las demás naciones. Ése es y siempre ha sido mi más caro deseo. Os juro, Tasgall, que todo cuanto he hecho y todo cuanto haré es por Vinnengael.

»Sé que creéis que soy rey porque sostengo un cuchillo contra vuestro cuello, Tasgall —continuó con gran seriedad—. Sé que no os fiáis de mí. Me propongo ganarme esa confianza, pero llevará tiempo. Un tiempo del que no disponemos. Sólo diré esto: si mi verdadera intención fuera perjudicar a Vinnengael, habría utilizado ese cuchillo. Habría soltado a los diez mil taanes contra la ciudad. Los taanes son guerreros feroces y terribles cuya máxima aspiración en la vida es hallar una muerte gloriosa en batalla. Habrían tomado Nueva Vinnengael. No teníais la menor posibilidad. Pero no lo hice. En consecuencia, os pido que me deis la oportunidad de probar mi merecimiento salvando la ciudad y la nación que amo.

Tasgall estaba conmovido y Dagnarus se dio cuenta, así que aprovechó para insistir.

—Os haré una promesa, Tasgall. Pongo mi vida en vuestras manos. Si un solo vinnengalés muere por mi traición, me mataréis.

—Vuestra vida ya se ha prolongado doscientos años… —empezó el mago mientras sacudía la cabeza.

—¡Por voluntad de los dioses! ¡Pero a pesar de todo soy mortal! —argumentó, anhelante—. Dadme vuestra espada.

Sin apartar la vista de Dagnarus, Tasgall desenvainó la espada y se la tendió a su rey con la empuñadura por delante.

Sosteniéndola con la mano derecha, Dagnarus ciñó la izquierda sobre la hoja desnuda, con fuerza, y después, pausadamente, deslizó la mano a lo largo de la afilada cuchilla.

—¡Majestad! —exclamó Tasgall. Instintivamente, dio un paso adelante con la mano extendida para impedírselo.

—¡Atrás! —ordenó Dagnarus. Hizo un leve gesto de dolor, pero eso fue todo. Abrió la mano y soltó la espada.

La hoja de acero estaba manchada de sangre. Sangre roja, brillante, le llenaba la palma doblada y goteaba en el suelo del Salón de las Glorias Pasadas.

—¿Veis? Soy mortal —dijo.

Tasgall miraba fijamente la sangre de la mano herida de su rey y que seguía goteando en el suelo.

—Los magos de combate estarán preparados y reunidos para lo que mandéis, majestad.

—Excelente —contestó Dagnarus. Valiéndose de la espada, cortó una larga tira de su capa y la usó para vendarse la herida.

—Podría curaros eso, majestad —ofreció Tasgall.

—Oh, vamos, caballero —dijo Dagnarus sonriendo—, ¿qué sentido tendría esta exhibición si os permito que me curéis? No. La herida será un recordatorio constante para ambos de la promesa que os he hecho.

Dagnarus limpió la hoja de la espada con el borde de la maltratada capa y después se la devolvió a Tasgall con una floritura. El mago la tomó solemnemente y la envainó en la funda.

Convencido de haberse ganado la admiración de Tasgall, ya que no su absoluta confianza todavía, Dagnarus procedió a explicar su plan para aniquilar el ejército taan. A medida que escuchaba, el mago guerrero se sentía más y más intrigado. Distraídos, ajenos al paso del tiempo, siguieron hablando en el Salón de las Glorias Pasadas hasta que uno de los barones apareció para llevar a Dagnarus a comer y a festejar.

En cuanto a los taanes, en vez de la batalla que se les había prometido, vieron a su dios, Dagnarus, Señor del Vacío, cabalgar solo y entrar en la ciudad; la misma que se disponían a atacar tras haber viajado desde muy lejos. Los taanes sabían las raras costumbres de los derrhuth, que tenían que hablar antes de una batalla «para evitar un derramamiento de sangre», o eso les había dicho su dios, pero no lo entendían.

Puesto que ellos vivían para derramar su sangre en la batalla, no veían la necesidad de perder tiempo intercambiando palabras. El hecho de que esos derrhuth hicieran cualquier cosa con tal de evitar la lucha convenció más aún a los taanes —que no necesitaban mucho convencimiento— de la debilidad de esa especie. Regresaron a sus hogueras de campamento y a su topaxi y a sus relatos sobre valerosos guerreros. El topaxi era más fuerte de lo habitual y la celebración se tornó más tumultuosa. Al necesitar descargar la agresividad, los taanes empezaron a agredirse unos a otros. Las luchas no eran en tono amistoso, sino brutales, violentas, y más de un nizam tuvo que intervenir para cortarlas.

Nb’arsk recorría el campamento y observaba que la moral de los suyos estaba cada vez más baja; no entendía qué se traía entre manos Dagnarus. Ésta no era la primera vez que demostraba que no estaba en buena armonía con los taanes, que no los comprendía por mucho que afirmara ser su dios.

A los otros derrhuth que había en el campamento —los mercenarios humanos que servían a Dagnarus— no les importaba esa falta de acción. Hablaban jocosamente de asedios que duraban meses, incluso años, durante los cuales la actividad de los ejércitos enemigos se limitaba a hacer alguno que otro disparo al azar desde uno y otro lado de las murallas. Nb’arsk había pensado al principio que estaban contando embustes dirigidos a hacer reír a los otros —lo de bromear era otro rasgo misterioso de los derrhuth— pero al final se había convencido de que decían la verdad. Realmente los derrhuth luchaban de esa forma.

Nb’arsk vio a los humanos, que reían y maldecían a costa de los juegos de azar, los vio revolcarse en los arbustos con algunas de sus hembras, o tendidos en el suelo, envueltos en las mantas y roncando. Los miró con aversión, los despreció por cobardes. Le extrañaba que su dios soportara estar con ellos y, no por primera vez, Nb’arsk cuestionó aspectos de su dios.

Dagnarus luchaba como un dios de los taanes, tenía el coraje de un taan, la ferocidad de un taan, la astucia de un taan. Por todo eso Nb’arsk lo reverenciaba. Sin embargo había un misterio sobre él que nunca lograba entender. Cuando no llevaba puesta la milagrosa armadura negra que lo señalaba como Señor del Vacío, Dagnarus el dios elegía mostrarse en la piel de un derrhuth.

Ahora había entrado en esa ciudad de derrhuth; una ciudad opulenta, según él, con almacenes de armaduras de acero y armas de acero, con cofres de tesoros repletos de piedras preciosas que los taanes encantaban primero con magia del Vacío y después se las ponían debajo de la piel, y con muchos derrhuth a los que tomar como esclavos y usarlos como alimento. Todo eso les había prometido su dios. Sin embargo, lo mejor que les había prometido era una batalla contra un enemigo bien armado, la oportunidad para que los guerreros jóvenes probaran su valía y subieran de rango, y para que los guerreros veteranos ganaran gloria.

Tres veces había salido el sol sobre esa ciudad y tres veces se había puesto, y no se hablaba de batalla. Sólo se hablaba.

Nb’arsk era una kyl-sarnz, una vrykyl. Tres taanes habían sido «tocados por dios», que era como llamaban los taanes a ser transformado en vrykyl. El más antiguo de ellos, K’let, un taan albino, había sido uno de los primeros taanes que habían conocido a Dagnarus cuando éste entró en su mundo. Dagnarus había matado a K’let con la daga del vrykyl, lo había transformado en un muerto viviente, uno de los demonios del Vacío, ladrones de almas.

Los vrykyl estaban vinculados a Dagnarus a través de la daga, obligados a hacer su voluntad o afrontar la desaparición en la nada del Vacío. Todos los vrykyl estaban obligados a obedecer a Dagnarus, excepto K’let. Cuando Dagnarus trató de forzarlo a obedecerlo, el vrykyl lo desafió. K’let vio entonces —como Nb’arsk empezaba a ver ahora— que a Dagnarus no le importaban los taanes, que simplemente los utilizaba para sus propios fines.

K’let rompió con Dagnarus; fue el primer vrykyl y el único que hizo algo así. K’let dejó el ejército de Dagnarus y se llevó consigo taanes que le eran leales. La meta de K’let era demostrar a los taanes que Dagnarus no era un dios, que sólo era un derrhuth que se hacía pasar por un dios.

Nb’arsk lo sabía porque se mantenía en contacto con K’let a través del puñal sanguinario, algo de lo que Dagnarus no estaba enterado.

Nb’arsk no había creído a K’let. La complacía y la honraba encontrarse entre los «tocados por dios» y se sentía orgullosa de servir a Dagnarus. Nb’arsk tendría que haberle dicho a Dagnarus que estaba en contacto con K’let, pero guardó para sí sus dudas.

Y sus dudas habían crecido durante la marcha a través de las tierras de los gdsr, los elfos, una raza de derrhuth tan débiles y larguiruchos que no servían para esclavos. Las ciudades de los gdsr eran ricas y estaban llenas de joyas y acero, y los taanes estaban ansiosos por conquistarlas. Dagnarus lo prohibió. Los taanes pasaron por las tierras de los gdsr a través de un «agujero en el aire» mágico. Libraron una batalla y fue por uno de esos agujeros.

Nada de ciudades ni esclavos ni armaduras ni joyas. Sólo cháchara. Dagnarus anunció que los gdsr se iban a rendir, que sería su dirigente y, en consecuencia, quería que las ciudades estuvieran intactas y que a sus habitantes se los dejara en paz.

Después de eso los taanes habían entrado en las tierras de los xkes, los humanos, y fue entonces cuando Nb’arsk entró en contacto con K’let. No estaba de acuerdo con todos sus puntos de vista —para ella Dagnarus seguía siendo su dios— sin embargo sus dudas empezaron a aumentar.

Dagnarus no volvió con su ejército esa noche. Nb’arsk no temía que le hubiera pasado algo; después de todo, era un dios. Cuando oyó los gritos y el clamor procedentes de la ciudad se sintió complacida. Esperaba que en cualquier momento se llamara a los taanes a la batalla. Los guerreros se apresuraron a tomar sus armas y esperaron la llamada.

No se produjo esa llamada.

Nb’arsk abordó a uno de los semitaanes, una raza despreciable pero cuyos miembros eran útiles porque podían hablar tanto el idioma taan como el xkes. Ordenó a la acobardada semitaan que la acompañara y entró al campamento de mercenarios, donde buscó a su jefe, un humano llamado Klendist. Klendist había tomado el mando del ejército a raíz de la muerte del anterior jefe mercenario, Gurske, ejecutado tras la funesta batalla en el Portal elfo.

—¿Qué pasa? —demandó Nb’arsk a través de la intérprete, y señaló hacia la ciudad amurallada—. ¿Qué significa ese jaleo? ¿Ha empezado nuestro dios a matar sin esperarnos?

—¡En absoluto! —Klendist empezó a reírse, pero cerró la boca de golpe. No tenía miedo a los vrykyl como les ocurría a la mayoría de los humanos, pero no le gustaba Nb’arsk, no le hacía gracia estar cerca de ella—. Lo que se oye son vítores. No sé qué estará pasando, pero ha de ser algo bueno. Seguramente la ciudad se ha rendido.

La semitaan tradujo lo mejor que pudo, ya que los taanes no tenían una palabra equivalente a «rendirse». Sin embargo, Nb’arsk lo había entendido.

La vrykyl taan asestó una mirada torva a la ciudad, que emitía un intenso y dulce olor a carne humana.

—Así que tampoco vamos a luchar esta vez.

—¿Quién sabe? —contestó Klendist, que se encogió de hombros—. Su señoría nos lo dirá, ya sea de un modo u otro.

—Esto no me gusta —gruñó Nb’arsk.

—No es a ti a quien tiene que gustarle, vrykyl —replicó Klendist—. Haréis lo que vuestro dios os diga que hagáis.

La semitaan cayó de hinojos antes de traducir lo que el humano había dicho, rogando para que la vrykyl no creyera que eran palabras suyas. Nb’arsk sabía que no lo eran.

Giró sobre sus talones, dispuesta a marcharse, cuando de repente se le ocurrió algo.

—Dagnarus no es vuestro dios, ¿verdad?

La pregunta sorprendió a Klendist primero y después le hizo gracia.

—No —repuso, conciso.

—¿Quién es vuestro dios?

—No creo en los dioses —contestó Klendist—. En esta vida, uno ha de valerse por sí mismo.

Nb’arsk reflexionó sobre eso.

—Ninguno de vosotros, xkes, cree que Dagnarus es un dios. ¿Por qué? Es tan poderoso como un dios.

—Supongo que porque nació humano —dijo Klendist—. Le ocurriera lo que le ocurriera después, empezó igual que nosotros. Seguramente su viejo le atizó fuerte en el trasero, igual que me hizo mi viejo a mí. Así que, no, no lo considero un dios.

El humano se alejó; iba sacudiendo la cabeza por la estupidez de los «salvajes».

Nb’arsk lo siguió con la mirada. Ya le había dado que pensar la irreverencia de los humanos con anterioridad, pero siempre lo había achacado a que eran de una raza impía. Para ellos no había nada sagrado, a no ser sus placeres físicos. A menudo se había encolerizado por la falta de reverencia en torno a Dagnarus, pero ahora, al recordarlo, se daba cuenta de que éste no había hecho nada para fomentar la reverencia hacia él entre los xkes. Al contrario que con los taanes.

—¿Y si K’let tiene razón? —musitó, helada—. ¿Y si no es un dios? ¿Qué significa eso para nosotros?

Nb’arsk caminó entre los taanes, que dormían profundamente después de estar de juerga. Se pasó toda la noche meditando esas cuestiones.

Por la mañana, tenía la respuesta.

Dagnarus regresó con su ejército al tiempo que la luz del sol iluminaba el cielo oriental, aunque la oscuridad todavía envolvía la tierra; los guerreros taanes dormían. Los obreros taanes estaban despiertos y en pie, preparando los alimentos que serían el desayuno. Envuelto en el Vacío, Dagnarus emergió de la neblina que se alzaba del río y pareció materializarse justo delante de Nb’arsk.

La vrykyl se sobresaltó, impresionada e incómoda. Parecía una deidad, haciendo jirones la niebla que se aferraba a él como manos fantasmales. La negra armadura del Vacío brillaba con la plomiza luz que precede al alba. Al reparar en Nb’arsk le indicó con un gesto que se acercara.

Ella no sabía qué pensaba porque no le veía la cara. Llevaba el yelmo bestial de Señor del Vacío y mantenía oculto el rostro. Los rasgos de los derrhuth era débiles, suaves y blandos, y en ellos se reflejaban todas las emociones, todos los pensamientos. Dagnarus siempre llevaba puesto el yelmo cuando hablaba con los taanes, muy consciente de que perdía algo cuando se presentaba ante ellos en su forma humana.

Volvió la bestial cara metálica hacia Nb’arsk, que vio unos ojos oscuros que irradiaban un fuego interior, y por un instante se acobardó al temer que él hubiese visto sus ideas rebeldes. A punto estuvo de hincar la rodilla, de pedirle que la perdonara, pero entonces Dagnarus habló y su actitud era enérgica, eficiente. Se comunicaban a través de la daga del vrykyl, de mente a mente, y por ello no era necesario un intérprete.

—Tengo órdenes para ti, Nb’arsk. Tomarás a cinco mil taanes y marcharás al sur hacia la ciudad llamada Delak’Vir. Mandaré a uno de los sabios taanes que te traiga mapas. Atacaréis y tomaréis la ciudad y el Portal que hay allí. Una vez que hayáis conquistado la ciudad y matado o hecho esclavos a todos los habitantes, dejarás a mil taanes para guardarla. Los demás entraréis por el agujero en el aire. El Portal os conducirá al país de Karnu, donde os reuniréis con el otro taan vrykyl, Lnskt, y reforzaréis a los taanes que ya combaten allí.

Nb’arsk se sentía complacida y aliviada. Nada de cháchara derrhuth sobre negociaciones o rendición. Ésa era una forma de hablar que los taanes entendían: tomar, conquistar, matar, esclavizar.

—Partiréis de inmediato —siguió Dagnarus—. Despierta a los taanes y que se pongan en marcha. Quiero al ejército en camino con las primeras luces.

Los taanes siempre estaban preparados para levantar campamento y ponerse en camino, de modo que una marcha rápida no representaba ningún problema. Sin embargo, ¿por qué dividir las fuerzas? ¿Qué iban a hacer los taanes que se quedaban?

—Mañana, con las primeras luces, entraremos en Nueva Vinnengael —contestó él.

—¿Entrar, Ko-kutryx? —inquirió Nb’arsk con desagrado—. ¿Nada de atacar?

—No es necesario atacar. La ciudad se ha rendido a mí. La gente me ha hecho su dios.

—Me alegro por vos, Ko-kutryx, pero para los taanes eso significa que no habrá esclavos. Ni piedras preciosas ni armaduras.

—Todo lo contrario —dijo Dagnarus—. Los que viven en esta ciudad son arrogantes. Hay que bajarles los humos, doblegarlos tanto física como anímicamente. Tienen que aprender que soy su dios y que mi palabra es ley. Me propongo servirme de los taanes para enseñarles lo que significa el respeto a mi autoridad.

—¿Y cómo se logrará eso, Ko-kutryx? —Nb’arsk parecía escéptica—. ¿Cómo entraremos en la ciudad sin combatir?

—En su arrogancia, creen que están preparando una trampa para los taanes. Una trampa en la que los taanes se meterán sin darse cuenta porque los taanes sólo son bestias ignorantes.

Dagnarus se rió por eso último, al igual que Nb’arsk.

—Me gustaría ser parte de la trampa, Ko-kutryx —manifestó ella con ansiedad—. Igual que todos los taanes. —Hizo un gesto desdeñoso—. Ya conquistaremos ese agujero en el aire otro día.

—Te he dado una orden, Nb’arsk. No estoy acostumbrado a que mis órdenes se cuestionen. Partiréis con las primeras luces, como he mandado que hagáis.

—Sí, Ko-kutryx —contestó Nb’arsk, escarmentada—. No era mi intención poner en duda nada.

—No estaré aquí para veros partir, ya que he de regresar a la ciudad. Recuerda que debes estar en camino con las primeras luces. Gloria en la batalla, Nb’arsk.

—Gloria en la batalla, Ko-kutryx.

Nb’arsk despertó a los taanes y les dio la orden de prepararse para marchar. Los taanes se movieron con rapidez para desmontar el campamento y, en menos tiempo del que habrían necesitado los humanos para salir de sus tiendas con los ojos legañosos, los taanes habían recogido todo y estaban listos para partir. Tenían ante sí la perspectiva de más esclavos, más armaduras y una gran batalla. Con la moral muy alta, los taanes vitorcaron a Nb’arsk mientras ésta ocupaba su sitio al frente de la columna y daba la orden de partir.

Nb’arsk miró hacia atrás a la ciudad y se avergonzó de sus anteriores dudas y deslealtad. La taan vrykyl y la mitad del ejército de taanes se encaminaron hacia el sur, en dirección a Delak’Vir.