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Alise se despertó con la jaqueca más espantosa que había sufrido en toda su vida. Sentía como si le hubiesen rellenado la cabeza con piedras cuyas aristas y picos se le clavaran dolorosamente cuando intentaba moverse. De haber podido elegir no se habría movido; habría preferido muchísimo más quedarse quieta hasta que la muerte viniera por ella, cosa que sin duda no tardaría en ocurrir. Pero bajo el dolor y la náusea alentaba una sensación insistente de peligro que la impelió a abrir los ojos y alzar la cabeza de la almohada.
Gimió y volvió a tumbarse. La intensa luz del sol que entraba a raudales por la ventana le penetraba hasta el fondo del cráneo. Allí tendida, trató de entender qué notaba extraño y finalmente lo comprendió.
La cama no se movía.
Entrecerrando los ojos con un gesto de dolor, se los resguardó con la mano y recorrió el cuarto con la mirada. Los objetos le daban vueltas y sólo después de hacer un intenso esfuerzo de concentración se las arregló para conseguir que dejaran de reptar y menearse ante su vista. Se confirmaron sus sospechas. La ventana era una ventana, no un ojo de buey. Se encontraba en una habitación de paredes encaladas y poco más, salvo camas toscas y una silla.
Un hombre mayor estaba sentado en esa silla. Llevaba la barba recortada y aseada. Vestía ropas de lana delicadamente cardada y la miraba con gesto inexpresivo.
—Rigiswald… —dijo Alise, aturdida mientras intentaba sentarse.
—Tómatelo con calma —aconsejó Rigiswald—. Has tenido una mala noche y me temo que el día no va a ser mucho mejor.
El miedo le despejó la cabeza.
—¡Shadamehr! —exclamó con voz pastosa. Le costaba trabajo mover la lengua hinchada. Miró en derredor y no lo vio en la habitación—. ¿Dónde está? ¿Qué le…?
—No está aquí —dijo Rigiswald—. El y la Señora del Dominio elfa se han marchado.
—¿Y Griffyd?
—Está aquí, en la habitación de al lado, durmiendo.
Alise se miró, vio el cabello pelirrojo despeinado, el vestido arrugado y sucio.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó, aturdida—. Esto no es el barco…
—No. Estamos en Krammes, en una posada, El Alegre Borrachín.
—¿Dónde está Shadamehr? —demandó firmemente Alise, que se sentó en la cama.
—Creo, querida, que los orcos los tienen a él y a la mujer elfa. Se me olvida cómo se llama.
—Damra —dijo Alise. Se puso de pie y caminó a trompicones por la habitación; se agarró al alféizar de la ventana para sostenerse y miró hacia el mar. Estuvo contemplándolo hasta que los ojos le dolieron y las lágrimas le resbalaron por la cara.
—El barco… El barco de la capitana…
—Se fue —informó tajantemente el mago—. Zarpó. Deberías volver a la cama y tumbarte antes de que te desplomes.
Alise se dio la vuelta, pero no regresó a la cama.
—Contadme qué ha pasado. ¿Cómo me encontrasteis? ¿Cómo nos encontrasteis? —se corrigió al recordar a Griffyd.
—He andado ojo avizor —explicó Rigiswald—. El mensaje de la orca indicaba que el barco se acercaba a Krammes. Tengo amigos entre los orcos de aquí e hice correr la voz de que agradecería que se me informara de la llegada de mis amigos. Les di tu descripción y la de Shadamehr.
»Anoche vino un orco a mi cuarto, alrededor de medianoche. Me dijo que debería acompañarlo de inmediato, que una de las personas por las que había preguntado tenía problemas. Me trajo aquí, a este establecimiento. ¿Seguro que no quieres sentarte?
—Me siento mejor de pie. Porque estoy de pie, ¿verdad?
Rigiswald asintió con la cabeza.
—Esperaba que fuera así. Ojalá el suelo dejara de moverse —deseó Alise.
—Aún no te has adaptado a la estabilidad de tierra firme —le dijo el mago—. Cuando llegué me encontré con cuatro marineros orcos. Uno te cargaba al hombro y otro llevaba al elfo. Sostenían una discusión con el propietario de este sitio que él llama «posada». Los orcos argüían que se habían hecho arreglos para albergaros a ti y al elfo durante la noche, y que se había pagado ya, según entendí.
»El dueño sostenía que el dinero no era suficiente, que él dirigía un negocio respetable y que no quería tener nada que ver con unas “frescales ebrias”. He de añadir que los orcos le habían puesto a tu amigo Griffyd un pañuelo en la cabeza. Al no vérsele las orejas pasaba por una mujer bastante atractiva.
—¡Oh, dioses! —gimió Alise. Hizo un débil intento de retirarse el cabello de la cara, pero se dio por vencida—. Me despierto como si me hubiese pasado por encima una carreta y me hubiesen dejado tirada en un callejón para morir, y me encuentro con vos aquí, con que Griffyd va vestido como una mujer y que Shadamehr no está. —La voz le tembló.
»Creo que voy a sentarme —dijo y regresó tambaleándose a la cama—. ¿Qué pasó después? ¿Les preguntasteis a los orcos?
—Lo hice. Afirmaron que te habían conocido en un bar de los muelles, que todos «lo habíais pasado bien» hasta que tú y tu amiga perdisteis el conocimiento por haber bebido demasiado. Les encargaron que os trajeran aquí. Les pregunté que quién se lo encargó, quién les dio el dinero, etcétera, etcétera… En respuesta me entregaron esto con el encargo de que te lo diese.
Rigiswald rebuscó en su bolsita y sacó un anillo que sostuvo en alto frente a Alise. La amatista brillaba con la luz del sol. Alise lo tomó con dedos temblorosos.
—¿Dijeron algo más? —preguntó con voz temblorosa.
—Que el anillo le pertenecía a la «mujer de Shadamehr». —Una leve sonrisa asomó a los labios del viejo mago.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Alise.
—Así es —musitó para sí misma—. En verdad es así.
Cerró la mano fuertemente en torno al anillo.
—¿Adónde creéis que los han llevado los orcos? ¿Se los…? —-Tragó saliva para obligar a pasar las palabras que se le habían atascado en la garganta—. ¿Se los llevarán a Dagnarus?
—Lo ignoro —respondió seriamente Rigiswald—. Pero me temo que sí. Al fin y a la postre, ambos son portadores de fragmentos de la Gema Soberana. —Le dio unas palmaditas en la mano—. Con todo, debemos conservar la esperanza. Las cosas no están tan negras como parece. El mensaje que te mandan con el anillo no suena como si proviniera de alguien con malas intenciones.
Alise se apartó de nuevo el cabello de la cara.
—No lo sé. Sabían que llevábamos con nosotros la Gema Soberana. Los orcos sabían que llevábamos esos fragmentos y retuvieron a los dos portadores. ¿Qué otra razón podría haber salvo ponerlos en poder de Dagnarus?
Alise suspiró profundamente y permaneció en silencio unos instantes al tiempo que apretaba el anillo.
—¿Alguna noticia de Ulaf? —preguntó después—. ¿Cuándo los esperáis a él y a los otros?
—No he sabido nada de él —respondió Rigiswald—. Respecto a cuándo llegará, no tengo ni idea. Iba a reunirse con varios Señores del Dominio a lo largo del camino.
—¿Alguno de ellos ha aparecido aquí, en Krammes?
—No —fue la seca respuesta del mago—. Ni espero que lo haga ninguno. Dudo que Ulaf encuentre vivo a alguno. Dagnarus y sus vrykyl se habrán ocupado de eso.
—Entonces ¿qué vamos a hacer? —preguntó Alise.
—Trasladaros a ti y al elfo a otra posada —dijo el viejo mago a la par que asestaba una mirada despectiva al cuarto.
—¿Y luego? —insistió la joven sin poder contener una sonrisa. Al menos algunas cosas de su vida seguían igual.
—Tengo intención de acabar de leer mi libro —dijo Rigiswald, impertérrito—. Tú eres la dinámica, así que probablemente deberías rondar por los muelles para ver qué información puedes obtener entre los orcos. No te dirán nada, pero al menos te sentirás útil.
—Gracias —repuso secamente Alise, que se llevó la mano a la dolorida cabeza—. ¡No puedo entender que los dejásemos que nos drogaran! Tendríamos que haberlo previsto, era tan condenadamente obvio… Los orcos no probaron el vino. Sólo ese detalle debería habernos puesto sobre aviso de que algo iba mal.
—A veces nos engañamos a nosotros mismos —respondió sentenciosamente el viejo mago.
Alise lo miró de hito en hito, consternada.
—¿Estáis diciendo que Shadamehr sabía que lo estaban drogando y no hizo nada para evitarlo? Pero ¿por qué?
Rigiswald no respondió y se limitó a mirarla intensamente.
—Piensa en el mensaje, querida —dijo después.
—¡Oh, no! —gritó Alise—. No haría eso. Ese… Ese…
—Sabía adonde tenía que dirigirse, ¿no es verdad?
—¡Tonterías! No habría sabido discurrir todo eso —manifestó Alise, que sacudió la cabeza y al instante lamentó haberlo hecho.
—Sabía adonde tenía que ir. Sabía que sólo él era responsable de la gema. Debía de estar bastante seguro de que ningún Señor del Dominio acudiría a Krammes. Y sabía que tú correrías peligro si ibas con él. Y también sabía que si insistía en que lo dejaras marchar…
—Sabía, sabía, sabía —dijo la joven, impaciente—. No sabe nada. No me conoce como él cree que me conoce. Ni tenía derecho a apartarme. Lo odio —añadió mientras se sentaba erguida y se enjugaba las lágrimas—. Lo odio con cada fibra de mi ser. Lo he odiado desde el primer momento que lo vi. Lo he odiado en el pasado y voy a odiarlo en el futuro. Es el hombre más exasperante del universo.
Apretó el anillo de amatista con fuerza, con mucha fuerza.
—Y ahora —dijo—, voy a despertar a Griffyd y los dos nos pondremos en camino para descubrir qué ha pasado… Qué ha pasado…
Se puso de pie; o mejor dicho, lo intentó. El cuarto daba vueltas, el suelo se deslizaba bajo sus pies. Dispuesta a caminar hasta la puerta, Alise cayó de bruces en la almohada.
—Oh, Shadamehr —-gimió quedamente—, ¿cómo pudiste dejar que unos orcos te secuestraran?
—Aquí estaré cuando te despiertes —dijo Rigiswald, que sacó otro libro de la bolsa.
—Decidle a Shadamehr… cuando lo veáis… que lo odio —farfulló Alise mientras se le cerraban los ojos.
—Lo haré —contestó el viejo mago.
La capitana de capitanes estaba sentada en la popa de un bote de desembarco con la mano sobre la caña del timón para guiar la embarcación que ascendía lenta y silenciosamente estuario arriba. Los remos del bote estaban envueltos en trapos para amortiguar el ruido. Los seis marineros orcos que bogaban el bote tenían cuidado de hundir despacio los remos en el agua para que salpicaran lo menos posible a fin de que no se detectara su presencia. Era de noche y en ese momento pasaban delante de la fortaleza que tanto los había fastidiado durante el ataque a Krammes con proyectiles de fuego negro.
A la capitana no la preocupaba demasiado que los descubrieran. Los augurios habían sido excepcionalmente buenos esa noche, como lo habían sido toda la semana. No contaba aquel ridículo intento del elfo de ejecutar un presagio falso. La capitana soltaba una risita cada vez que pensaba en la tromba formándose en un cielo despejado, limpio de nubes por completo. ¡Hasta un albatros se habría dado cuenta del engaño!
Los augurios de aquella noche habían anunciado la capa de nubes que ocultaría la luna y las estrellas y que prometía lluvia, la cual taparía el sonido de un bote que se deslizaba a hurtadillas ante las narices de los humanos.
Y llegó la lluvia, que se precipitaba como una cortina sesgada sobre el agua. Un orco iba en la proa escrutando la oscuridad, alerta a cualquier obstáculo en el estuario. La capitana no esperaba ninguno. Los orcos habían surcado ese estuario en sus grandes barcos a lo largo de siglos. Habían cartografiado cada remolino y cada obstrucción. Los orcos remaban a buen ritmo, con ligereza, a la par que entonaban entre dientes su compás de boga, en vez de hacerlo a voz en cuello. El chamán de la capitana estaba sentado cerca y a sus pies había dos grandes bultos cubiertos con lonas para mantenerlos secos y calientes.
Uno de los bultos empezó a roncar sonoramente. El chamán dirigió una mirada preocupada a la capitana.
—Vuélvelo boca abajo —dijo la capitana.
El chamán lo hizo, con el resultado de que los ronquidos cesaron.
—Hasta sumido en el sopor sujeta la mochila con fuerza —dijo con admiración.
—Sí, en efecto —convino la capitana.
—¿Y es ahí donde esconde la Gema Soberana?
—Lo es —respondió la capitana.
—¿Y la otra?
—Es una Señora del Dominio. La llevará protegida con la armadura.
El chamán asintió, comprendiendo.
—¿Cuánto tiempo dormirán? —preguntó la capitana.
—Todo el que queráis —contestó el chamán—. Lo único que he de hacer es volver a lanzar el hechizo.
—Estupendo. —La capitana gruñó—. Que duerman largo y tendido. Necesitarán estar descansados… allí adonde nos dirigimos.
El chamán asintió con la cabeza y el resto de la noche transcurrió en silencio mientras el bote se deslizaba estuario arriba sin ser detectado.