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Situada en las montañas Illanof, a unos ochocientos kilómetros al nordeste de Krammes (a vuelo de dragón), Mardurar era una ciudad minera, famosa no sólo por sus minas de oro y plata, sino también por el espíritu apasionadamente independiente de sus habitantes. Así era como se consideraban los marduranos: independientes. Otros utilizaban otro apelativo: forajidos.

Las minas pertenecían a la corona, que designaba a los administradores que las gestionaban. Estar destinado en Mardurar tenía una gran ventaja: la persona que supervisaba el traslado de esas vastas cantidades de riqueza extraída de las montañas podía sacar muy buen provecho de ello. Por otro lado, tenía una gran desventaja: estar en Mardurar.

El primer problema que habían de afrontar los mimados funcionarios reales, procedentes del soleado clima de Nueva Vinnengael, era el tiempo. Hacía un frío increíble y de la nieve mejor ni hablar. Empezaba a caer en otoño y paraba un breve período durante los tres meses soleados de verano, tras lo cual empezaba a caer de nuevo. A los nativos no les molestaban en absoluto la nieve ni el frío. Los magos de Tierra mantenían abiertos los pasos de montaña a fin de que la riqueza minera siguiera bajando de la montaña a lo largo de todo el año. Los nativos se ataban palos a los pies y se deslizaban por la ladera de la montaña o se trasladaban de un sitio a otro en trineos tirados por reatas de perros o de alces. El administrador real se quedaba sentado en su casa de troncos, tiritando, incapaz de entrar en calor.

Mardurar era el hogar de muchísimos magos, muchos más que en cualquier otra ciudad del mismo tamaño. La mayoría de los mineros eran magos de Tierra que utilizaban sus habilidades para extraer los minerales de la montaña. Cualquiera pensaría que un gran número de magos prestaría un aire de refinamiento y elegancia a la ciudad.

Pues se equivocaría. Esos magos no eran los estudiosos de biblioteca del templo. Pocos mineros sabían leer o escribir. La mayoría había aprendido su oficio de sus padres, que a su vez lo habían aprendido de los suyos, y así sucesivamente de generación en generación. Los hechizos que utilizaban a menudo se entonaban a la par que los mineros realizaban su tarea diaria de obligar a la montaña a entregar su riqueza. Grandes y musculosos, bebedores empedernidos y hechos a llevar una vida dura, rápidos a la hora de usar los puños y sueltos de lengua, los magos de Mardurar se consideraban los dirigentes del lugar y pobre de quien pensara lo contrario.

Un grupo que pensaba así era el de los soldados del ejército real. Apostados en la ciudad para garantizar que las riquezas mineras bajaran de las montañas y no fueran a parar a los bolsillos de funcionarios corruptos o de jefes de bandidos, los soldados del bastión de Mardurar, conocidos despectivamente entre los mineros como los bastardos del bastión, eran tan duros como los mineros e igualmente rápidos y diestros con los puños.

Los dos grupos se tenían un saludable y recíproco odio, pero también cierto respeto reticente. Las reyertas eran el pan nuestro de cada día. Sin embargo, cuando un túnel se derrumbaba en las minas, soldados y mineros trabajaban codo con codo para sacar a las desafortunadas víctimas. Como era de esperar, el otro grupo numeroso de magos de Tierra ubicado en Mardurar era el de sanadores.

Mardurar también era famosa por la encrucijada de Meffeld.

Situada a unos quince kilómetros de la ciudad, en la vertiente oriental de las montañas Illanof, la encrucijada de Meffeld era el cruce de dos calzadas principales. Una conducía hacia el oeste a través del famoso paso de Meffeld, la única ruta conocida por aquel entonces a través de la cordillera de las montañas Illanof, que dividía el país de Vinnengael por la mitad. La otra calzada llevaba a la propia ciudad de Mardurar. El cruce de caminos era un conocido punto de encuentro a pesar del hecho —o quizá por ello— de saberse que las encrucijadas estaban malditas.

Los magos de Tierra mantenían abiertas ambas calzadas durante el invierno. Usaban su magia para crear grandes seres hechos de roca, a los que llamaban «asesinos terrizos». Masas pétreas animadas, los monstruosos autómatas medían seis metros de altura y se encontraban bajo el control absoluto de los magos de Tierra. A su orden, los asesinos terrizos avanzaban estruendosamente calzada adelante, lanzaban grandes nubes de nieve al aire con sus inmensos «brazos» a derecha y a izquierda mientras los pedruscos que eran los «pies» aplanaban el suelo de la calzada. Los magos debían mantener un cuidadoso control sobre sus creaciones mágicas, ya que los asesinos terrizos llevaban un nombre muy adecuado y eran capaces de causar estragos si llegaban a ser incontrolables, pues pisoteaban y machacaban a cualquier ser vivo que pillaran.

El día que Ulaf y su grupo llegaron a Mardurar, las calzadas se acababan de limpiar; la última nevada se había allanado y apartado a los lados. Al no ser necesario su servicio ya, el asesino terrizo se había convertido de nuevo en un inofensivo montón de piedras apilado cerca de la encrucijada, a la espera de que lo reanimaran al caer la siguiente nevada.

Las piedras parecían un gigantesco túmulo, y para los recién llegados resultaba un cuadro desconcertante y a veces alarmante, más que nada a causa de su cercanía al cruce de caminos. Aunque los funcionarios reales de Mardurar sostenían resueltamente que jamás se había enterrado a un suicida en ese importante cruce, muy pocos les creían.

El mago y su grupo llegaron a la encrucijada avanzada ya la tarde. Caía una ligera nevada, justo lo suficiente para que los caballos agitaran las orejas y parpadearan cuando los fríos copos les rozaban los ojos. La nevada no iba a durar, pues las nubes eran poco densas. De hecho, a veces el sol las atravesaba, de manera que hacía resplandecer los copos de nieve y deslumbraba.

En el cruce, Ulaf sofrenó su caballo.

—Vosotros seguid cabalgando hasta llegar a Mardurar —instruyó—. Buscad habitaciones en El Martillo y las Tenazas. Me despediré de Jessan y Abuela y después me reuniré con vosotros.

Los otros se marcharon por la calzada a Mardurar pensando en una cálida lumbre y el vino caliente con especias y azúcar por el que era famosa la posada El Martillo y las Tenazas. El mago se volvió hacia sus compañeros.

—Aquí nos separamos, Jessan. Esa calzada —señaló Ulaf— desciende por la vertiente occidental de la montaña hasta la llanura. Una vez que hayáis dejado atrás las montañas, mantened la marcha hacia poniente y llegaréis a Karnu. ¿No tendréis dificultad para viajar por territorio de Karnu?

—No. —Jessan sacudió la cabeza—. Muchos de los míos sirven en el ejército karnués. A los trevinicis se nos respeta y se nos tiene en gran estima. Ningún karnués será tan tonto como para atacarme. —Miró hacia atrás, a Abuela—. Ni a quienes están bajo mi protección.

—Ningún karnués, quizá —adujo gravemente el mago—, pero ¿quién sabe si siguen gobernando en su tierra? Hemos oído comentarios de que los taanes han estado luchando para conquistar Karnu. Cabe la posibilidad de que lo hayan conseguido a estas alturas.

Ulaf instó de nuevo a Jessan a que siguieran viajando con él y con sus hombres, aunque sabía que gastaba saliva en balde, y no le sorprendió que el joven trevinici rehusara. Jessan estaba decidido a regresar a su hogar, como también Abuela Pecwae. Tanto daba si era un viaje largo —quizá de un año o más— o que tuvieran que atravesar territorios peligrosos. Heridos en cuerpo y alma, tanto Jessan como Abuela anhelaban los poderes curativos del hogar.

—De acuerdo, si insistes en marcharos, al menos acepta esto. Te he hecho un mapa esquemático. —El mago le tendió un rollo de cuero. Jessan lo desenrolló y extendió el trozo cuadrado de piel sobre el cuello de su caballo—. No debes viajar muy hacia el norte, porque te meterías en territorio elfo y eso no sería aconsejable.

Jessan asintió. Sabía sobre los elfos lo suficiente para no querer tener nada que ver con ese pueblo. Ulaf continuó dándole consejos en cuanto a las mejores rutas y a cómo evitar sitios donde podía haber combates. Aunque impaciente por seguir camino, Jessan se obligó a prestar atención. Con el tiempo había aprendido que en el mundo había diferentes tipos de guerreros. No todos tenían que enarbolar una lanza y cargar contra el enemigo para demostrar su arrojo o su valía. Había llegado a respetar al mago durante el viaje y le agradecía sus consejos.

—Habría cruzado con vosotros el paso —añadió Ulaf mientras Jessan enrollaba el mapa—, pero quiero parar en Mardurar durante un par de días para enterarme de las últimas noticias y para reabastecerme en el Templo de los Magos.

—Entonces ha llegado el momento de despedirnos —manifestó Jessan—. Buena suerte. Saludad de mi parte al barón. Pienso en él a menudo, viajando con la Gema Soberana. Él es quien corre verdadero peligro. Espero que le vaya bien.

—Así será —dijo Abuela—. Ése es uno de los predilectos de los dioses. Aunque…

Abuela no acabó de decir lo que pensaba. Volvió la cabeza y miró fijamente la calzada por la que habían llegado. Levantó el bastón de ágatas recién tallado y lo giró a un lado y a otro para que los ojos echasen un buen vistazo.

—Maldad —dijo de repente—. Viene hacia aquí. —Sacudió el bastón con fuerza—. Ahora al menos tienes la decencia de avisarme por anticipado.

Ulaf miró hacia la calzada. No vio ni oyó nada, pero eso no significaba gran cosa. El sonido de unos cascos se podía amortiguar en la nieve.

—¿Un vrykyl?

—No lo sé —contestó Abuela, que se encogió de hombros—. Tal vez sí.

—¿Es posible que el vrykyl nos siga todavía? —-preguntó Jessan, alarmado.

—Lo dudo —repuso el mago—. Ya no tienes el puñal sanguinario ni la Gema Soberana, así que no veo razón para que te persiga. Con todo, más vale que lo comprobemos. Tú y Abuela seguid camino adelante. Yo me quedaré por aquí y veré si aparece alguien detrás. Si hay peligro, os alcanzaré y os lo haré saber.

—De acuerdo —convino Jessan con alivio. Aquello les ahorraría a los dos una larga e incómoda despedida—. Será mejor que nos demos prisa. —Agitó la mano, y Abuela y él reanudaron la marcha a caballo.

Ulaf hizo volver grupas a su montura y guió al animal entre las rocas desmoronadas del asesino terrizo hacia una pinada que se alzaba detrás del montón de piedras.

Jessan y Abuela siguieron calzada adelante, encaramados en la grupa. El caballo portaba unas andas con el cadáver de Bashae dentro del suave capullo. Las andas arrastraban por la calzada y dejaban un rastro muy claro que sería difícil pasar por alto.

El mago esperó largo rato, tanto que los pies empezaron a dormírsele por el frío. Comenzaba a lamentar haber confiado en un bastón, y entonces, justo cuando empezaba anochecer, apareció un jinete solitario. El jinete, como la mayoría de los viajeros, iba arrebujado en una gruesa capa con la capucha echada. Si era un vrykyl, viajaría disfrazado, de modo que Ulaf no le prestó demasiada atención a la persona montada. Los atalajes del caballo despertaron su interés mucho más; nunca había visto nada parecido, sobre todo la gualdrapa, roja y rematada con un borde dorado en forma de lenguas de fuego.

Ulaf habría apostado cualquier cosa a que esa gualdrapa era mágica. La capa del jinete estaba manchada del barro y del aguanieve que había en la calzada, mientras que la gualdrapa aparecía tan limpia y resplandeciente como si acabaran de hacerla ese mismo día.

Si el jinete perseguía a Jessan se detendría en el cruce para examinar la calzada e intentar determinar qué dirección había tomado el trevinici. El jinete se paró, pero no estudió la calzada. Se giró en la silla y escudriñó el bosque del entorno con una intensidad que hizo que el mago se apretara contra las rocas y respirara lo más silenciosamente posible.

Al no hallar lo que buscaba, el jinete siguió sentado en su caballo justo en el centro de la encrucijada. Obviamente esperaba a alguien.

Picada la curiosidad, Ulaf movió los dedos de los pies para restablecer la circulación y se acomodó para la espera. Ojalá el encuentro tuviese lugar pronto; en caso contrario, se veía yendo a casa caminando sobre bloques de hielo. En momentos como aquél deseaba haber sido un mago de Tierra.

El jinete parecía tan impaciente como Ulaf porque, justo cuando el sol se metía detrás de la montaña, empezó a rebullir en la silla con ansiedad. Por suerte, ni la paciencia del jinete ni los dedos helados del mago fueron puestos a prueba mucho tiempo. Ulaf oyó que alguien más se acercaba al galope. El primer jinete condujo a su caballo fuera de la calzada y se apostó en las sombras, desde donde podría ver al desconocido.

Ya en el cruce, el recién llegado paró el caballo, miró a su alrededor y divisó al jinete a un lado de la calzada.

—Una noche estupenda para viajar, ¿no es cierto, señor? —dijo en voz alta—. Fría y despejada.

Puesto que el cielo estaba encapotado, Ulaf dedujo que el saludo era una contraseña. Su suposición se confirmó cuando el primer jinete salió de las sombras.

—¿Eres tú, Klendist? —preguntó una voz profunda.

—¿Eres tú, Shakur? —preguntó a la vez el otro.

¡Shakur! Aquel nombre le provocó un hormigueo en la columna vertebral. Shakur era el vrykyl más antiguo y el más poderoso. Si existía algo parecido a un comandante entre las filas de los vrykyl, ése sería Shakur. Ulaf se olvidó de los pies helados.

—¿Me traes órdenes? —preguntó Klendist.

—Tienes que dirigirte lo más rápido posible a Antigua Vinnengael y allí esperar la llegada de lord Dagnarus. Habrás de hacer el viaje en quince días.

—¡Quince días! ¿Estás loco…?

Shakur le tendió un estuche de pergaminos.

—Aquí se indica la ubicación de un Portal anómalo. Acortará el tiempo de tu viaje a Antigua Vinnengael. Su señoría quiere que estés allí lo antes posible, así que sugiero que partas de inmediato.

—Antigua Vinnengael —masculló Klendist en tono sombrío—. ¿Qué quiere su señoría que hagamos en ese lugar maldito?

—Ya lo descubrirás a su debido tiempo. Aténte a las órdenes…

—No tan de prisa, Shakur —lo interrumpió Klendist con un timbre cortante en la voz—. A mis hombres y a mí no nos contrataron para ir a Antigua Vinnengael.

—¿Qué ocurre, Klendist? —se mofó Shakur—. ¿Te asustan los fantasmas?

—Los fantasmas son los que menos me preocupan —repuso fríamente el mercenario—. En cierta ocasión pensé que se podría hacer negocio en Antigua Vinnengael. El tesoro de un imperio yace enterrado allí. Llevé a cabo algunas indagaciones y decidí que no merecía la pena. Para empezar, hay bahk viviendo allí. Centenares. No entraré en Antigua Vinnengael ni en ningún punto cercano a ella hasta que sepa más de lo que se supone que he de hacer una vez que haya llegado.

Shakur no respondió de inmediato. Tal vez pedía instrucciones a Dagnarus o quizá intentaba que Klendist se cansara de esperar una respuesta. De ser así, fracasó. El mercenario aguantó con hosca determinación. Había caído la noche y las dos figuras eran manchones negros contra la blanca capa de nieve recién caída. Ulaf se sopló los dedos con intención de calentárselos. Finalmente, el vrykyl habló:

—Su señoría dice que no hace falta que entres en Antigua Vinnengael. Cuatro Señores del Dominio viajan hacia la ciudad en ruinas. Quiere que los apreses antes de que lleguen a su destino.

—¿Señores del Dominio? —Klendist se echó a reír—. No sabía que todavía quedara alguno. ¿Por qué los quiere?

—No los quiere a ellos, sino lo que llevan consigo —dijo Shakur.

—¿Y qué es?

—Algo que robaron a su señoría. No tientes a la suerte, Klendist.

Al percatarse del timbre de advertencia en la voz del vrykyl, por lo visto Klendist decidió que tenía toda la información que necesitaba.

—Así que cabalgamos hacia Antigua Vinnengael en busca de esos Señores del Dominio. ¿Cómo sabemos que llegamos todos al mismo tiempo?

—El Vacío está con nosotros. Se encontrarán allí.

—Si tú lo dices. —El mercenario se encogió de hombros—. ¿Los matamos?

—No, los apresaréis con vida y los mantendréis así. Su señoría quiere interrogarlos.

—Capturar cuesta más trabajo que matar —comentó pensativo Klendist—. Espero que se nos recompense en consecuencia.

—No tienes motivos para protestar del trato recibido en el pasado —replicó Shakur.

—Tú díselo, ¿vale? Bien, ¿qué aspecto tienen esos Señores del Dominio?

—El Vacío te guiará hacia ellos.

—Obtener información de ti es como exprimir agua de una roca, Shakur —declaró Klendist, irritado—. Estamos todos en el mismo bando, ¿sabes? Y, a propósito, ¿qué hacen los gigs aquí?

—¿Los qué? —Saltaba a la vista el desconcierto del vrykyl.

—Los gigs. Los taanes. —Klendist gesticuló con una de las manos enguantadas—. Hemos divisado un grupo aquí, en las montañas. Andan merodeando por esas frondas que hay al norte.

—¿De veras? —Shakur giró la cabeza en la dirección indicada, como si pudiese ver a través de la noche y de los pinos—. ¿Cuántos?

—Un grupo pequeño, por lo que nos ha parecido. Una partida de caza, tal vez.

—¿Os vieron?

Klendist resopló como si lo hubiese insultado.

—Ni que fueran capaces. ¿De modo que su señoría no los ha enviado aquí?

—No —contestó el vrykyl al cabo de un momento—. No lo ha hecho.

—¿Quieres que los matemos? —se ofreció el mercenario—. No tardaríamos mucho. Podemos hacerlo antes de marcharnos por la mañana.

—Os marcharéis ahora, Klendist —indicó fríamente el vrykyl—. Llama a tus hombres. No hay tiempo que perder. En cuanto a la presencia de los taanes, no tiene importancia. Ya tienes tus órdenes.

Haciendo girar la cabeza al caballo, Shakur partió al galope hacia el norte; los cascos de su montura levantaban pegotes de tierra helada.

—Conque no tiene importancia, ¿eh? —Klendist soltó una risita y después frunció el entrecejo—. De modo que nos espera toda una noche de cabalgada después de haber pasado casi todo el día encima de la silla. A los chicos no les hará gracia. Con todo, habiendo una recompensa de su señoría en perspectiva…

Se guardó el estuche de pergaminos en la pechera de la túnica e hizo volver grupas a su caballo, en la misma dirección por la que había llegado.

El mago se apartó de las piedras y echó a andar hacia donde había dejado el caballo, cojeando por tener los pies helados. El dolor al volverle la circulación de la sangre fue espantoso y tuvo que contener un gemido. Dedicó unos segundos a decidir qué hacer, pero sólo unos instantes. Subió a su montura y cabalgó en pos de Jessan.

A Ulaf no le preocupaba localizar al trevinici. Imaginaba que Jessan sería el que lo encontraría a él, y tenía razón. Había cabalgado poco menos de diez kilómetros en dirección oeste desde la encrucijada cuando Jessan salió de las sombras del bosque y se plantó delante. Ulaf sofrenó al caballo.

—Era un vrykyl —informó el mago, que se apoyó en el cuello de su montura—, pero no te persigue. Ese demonio venía a encontrarse con un capitán mercenario, un tipo llamado Klendist. Él y sus hombres vendrán a caballo en esta dirección dentro de poco. Se dirigen hacia un Portal anómalo. Voy a seguirlos para descubrir la ubicación de la entrada de ese Portal. Necesito que regreses a la calzada de Mardurar y alertes a los hombres de Shadamehr. Diles que me sigan a caballo. Los esperaré en el Portal. Tendrás que darte prisa, así que desata las andas y déjalas a un lado de la calzada. Abuela puede quedarse aquí, con el cadáver de Bashae, mientras tú vas a Mardurar.

—¿Qué pasa? —preguntó Jessan—. ¿De qué hablaron?

—El barón y Damra se dirigen hacia una trampa. He de intentar dar con ellos y advertirles. —Ulaf esbozó una sonrisa circunspecta.

»El vrykyl dijo que el Vacío colaboraba con ellos, pero no fue el Vacío el que me llevó a esa encrucijada a tiempo de oír lo que maquinan…

Una piedra golpeó a Ulaf en el pecho con tanta fuerza que lo derribó del caballo. Por suerte llevaba un grueso coselete y una chaqueta forrada con vellón, o quizás el impacto le habría parado el corazón. Así y todo, yació aturdido en la calzada, incapaz de moverse o reaccionar cuando dos figuras, oscuras en contraste con el cielo nublado, se inclinaron sobre él.

Unos labios esbozaron una espantosa mueca que dejaron a la vista unos dientes afilados. Un puño se estrelló contra la mandíbula del mago y Ulaf perdió el sentido.

Abuela chilló una advertencia. Jessan asió la empuñadura de su espada, pero antes de poder desenvainar el arma unas manos fuertes lo agarraron y le sujetaron los brazos contra los costados. Un rostro bestial surgió ante él, a gran altura, con una mueca burlona.

Jessan estrelló la cabeza contra la del taan.

El taan lo soltó y reculó a trompicones mientras el trevinici sacaba la espada y se volvía hacia los atacantes. El grito de Abuela se cortó bruscamente. Dos taanes adoptaron una postura defensiva, sin quitar ojo a Jessan y esperando que hiciera el primer movimiento. El joven blandió la espada y dio un salto hacia adelante.

Un golpe lo alcanzó por detrás; el dolor fue tan intenso que tuvo la sensación de que el cerebro le estallaba, pero se debatió para dominarlo, para seguir de pie. Trató de volverse para enfrentarse a la nueva amenaza, pero se descargó otro golpe y Jessan se desplomó en la nieve.

Los taanes lo miraron un instante y, aunque él jamás lo sabría, le hicieron el máximo cumplido.

—Comida fuerte —dijo uno.