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Una de las primeras lecciones que recibía un mago trataba del acto de dormir. Puesto que la capacidad de dormir era inherente en todos los seres vivos, la idea de que había que aprender a dormir les parecía ridicula a aquellos cuya vida o sustento no dependía del uso de la magia. A la magia se la tenía por un «don» divino —que lo era—, un poder semejante al de los dioses que se le entregaba a la humanidad para que lo utilizara. Pero el término «don» no implicaba que, como algunos legos creían erróneamente, la magia se podía usar sin pagar por ello.
Esgrimir magia era duro, agotaba al hechicero. La única forma de renovar esa fuerza era dormir; dormir profunda, sosegada e ininterrumpidamente. En consecuencia, los magos debían saber cómo dejar a un lado todas las preocupaciones y todos los pensamientos materiales y encontrar fuerza y renovación en el sueño.
Los magos guerreros en particular tenían que aprender a hallar paz y relajación en circunstancias que estaban lejos de ser tranquilizadoras o relajantes. Así, Tasgall fue capaz de arrumbar el torbellino mental de preocupaciones, ansiedades, temores y dudas con unos pocos instantes de silenciosa oración. Durmió bien y profundamente, y se despertó con el alba, sintiéndose descansado, para encontrar sus preocupaciones, ansiedades, temores y dudas exactamente donde las había dejado la noche anterior.
La campana que despertaba a los habitantes del templo y los ponía en marcha para iniciar sus tareas cotidianas apenas había repicado cuando sonó una llamada en la puerta de Tasgall. Se le convocaba a una reunión con la regente. Se le convocaba a una reunión con el inquisidor. Se le convocaba a una reunión con ambos, la regente y el inquisidor.
Mandó recado de que se reuniría con los cabezas de las órdenes, de que la reunión sería breve y de que hablaría sólo él.
Eso no les gustó, por supuesto. Tasgall sabía que no les iba a gustar, pero no podía permitirse el lujo de dedicarles el tiempo que necesitaría para explicar su plan, discutirlo y debatirlo, contemplarlo desde todas sus vertientes, del derecho y del revés, y después intentar decidir si llevarlo a cabo y cómo.
Tenía pensado hablar en privado con una sola persona esa mañana, y esa persona era Rigiswald. Tasgall buscó a su antiguo maestro en la biblioteca.
Entró y recorrió con la mirada las mesas y a los silenciosos lectores que proseguían tenazmente con sus estudios incluso en pleno tumulto de un ambiente de guerra. Vio a Rigiswald sentado cerca de una piedra luminar. Se acercó y posó la mano en el hombro del mago mayor.
Rigiswald alzó los ojos, y al ver quién era cerró inmediatamente el libro y acompañó a Tasgall a la sala en la que habían hablado la vez anterior.
—No tengo mucho tiempo —dijo Tasgall. No se sentó y tampoco lo hizo Rigiswald—. He de reunirme con los cabezas de las órdenes dentro de unos minutos para explicarles el curso de acción que hemos de tomar mañana contra los taanes. No les va a gustar —añadió, sombrío—. A mí no me gusta. Y, sin embargo, es la única forma que veo de que salgamos vivos de ésta.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó Rigiswald.
—Conocéis a ese hombre, Dagnarus.
—Yo no lo diría así —repuso el mago mayor.
—Lo habéis estudiado…
—Hasta donde es posible. He estudiado lo que se ha escrito sobre él, pero es, como lo somos todos, un individuo complejo.
Tasgall desestimó todo eso con un ademán impaciente. Acto seguido procedió a exponer a grandes rasgos el plan de Dagnarus para ocuparse de los taanes. Al acabar miró intensamente a Rigiswald.
—¿Y bien? —demandó.
—Y bien ¿qué? —replicó, irascible, el anciano mago, poco inclinado a entrar en materia—. Es obvio que ya habéis tomado la decisión de secundar su plan, Tasgall. No entiendo que queréis de mí. ¿Mi aprobación?
—No. Por lo que sabéis sobre él, ¿es esto una tra…?
—Pues claro que es una trampa.
—Pero ¿una trampa para quién? —inquirió el mago guerrero, tenso—. ¿Para los taanes? ¿O para nosotros?
Rigiswald se quedó callado, pensativo.
—¿Creéis ahora que el niño rey es uno de los vrykyl de Dagnarus? —preguntó después.
—No sé qué creer —contestó, impaciente, Tasgall—. Ayer, en cierto momento, sí, tal vez lo pensé. Pero ahora no estoy seguro y, de todos modos, ¿acaso importa eso? Ese niño ya no es rey.
Rigiswald podría haber argumentado que importaba mucho pero, naturalmente, no tenía importancia. Para Tasgall, que tenía en sus manos miles de vidas, no. El viejo mago suspiró profundamente.
—Dagnarus garantiza con su vida que actúa de buena fe —argumentó Tasgall, que parecía querer convencerse a sí mismo tanto como a Rigiswald—. Se ha ofrecido como rehén para que lo matemos si nos traiciona.
—Si es el manipulador de la daga del vrykyl, tiene tantas vidas como vrykyl hay en el mundo, ya que cada uno de ellos le legó la suya al morir. Quizá tendríais que matarlo cuarenta veces para acabar realmente con él —manifestó secamente Rigiswald.
—¡Es mortal! —replicó Tasgall—. Se cortó y derramó sangre roja.
—¿Y os permitió que le curaseis la herida?
—No. Dijo que… —El mago guerrero se interrumpió.
—Claro, por supuesto que no os dejó. Y no os dejó curarlo porque no habríais podido. Dagnarus es el Señor del Vacío y, como tal, está contaminado por él. Ni toda la magia de la Tierra del mundo podría curarlo. Si os sirve de consuelo, Tasgall, a mí también me pareció encantador, simpático, incluso comprensivo. Los dos sabemos lo que es y sin embargo nos sentimos atraídos hacia él. Es como una de las pócimas amargas que los sanadores tienen que mezclar con miel para que los pacientes se la traguen. Sólo que él es veneno.
—¿Y ese veneno cubierto de miel es para nosotros? —preguntó Tasgall, que de repente parecía extenuado, harto.
El viejo mago vaciló.
—Más que las mentiras lo que me preocupa son las verdades.
Tasgall resopló, exasperado.
—Creo a Dagnarus cuando afirma que esta trampa es para los taanes —dijo Rigiswald—. Le creo cuando dice que no se volverá contra nosotros ni nos entregará a esos monstruos. Por lo que he estudiado sobre él y por lo que vi ayer, su más caro deseo es ser lo que fue su padre: el dirigente amado y venerado de Vinnengael. No conseguirá ese objetivo traicionándonos y poniéndonos en manos de los taanes.
—Así es como lo interpreto yo también —dijo Tasgall—. Pero tengo otra preguntar para vos: ¿por qué han de entrar los taanes en Vinnengael? Prometió que mandaría fuera a la mitad de sus fuerzas y, por informes que he recibido esta mañana, lo ha hecho así. Cinco mil taanes partieron hacia el sur con las primeras luces. ¿Por qué no mandarles marchar a todos?
—Quiere que veamos a los taanes en acción. Quiere que veamos lo brutales que son, lo bien que combaten. Sí, puede que los derrotemos ahora, pero no será una batalla fácil. Quiere que sepamos que en cualquier momento que considere oportuno puede soltar a sus perros rabiosos y echárnoslos al cuello.
—También es ésa mi deducción —convino Tasgall—. Y tendré que embuchárselo a los cabezas de las órdenes. Gracias por discutir el problema conmigo. Necesitaba estar seguro de que había tomado la decisión correcta.
—Yo no estoy seguro de que lo hayáis hecho, Tasgall. Me parece que estaríamos mejor dentro de una olla de los taanes. Claro que tampoco teníais mucho donde elegir.
—Vos mismo habéis dicho que en el fondo quiere el bien para Vinnengael. A lo mejor no es tan malo tener un monarca fuerte, para variar —repuso el mago guerrero con irritación—. Uno que esté dispuesto a encumbrar a Vinnengael a su gloria de antaño y le devuelva la consideración y el respeto del mundo.
—¿Encima de un gran osario?
El jefe de los magos de combate miró intensamente el mago anciano.
—Como vos habéis dicho, señor, no tengo mucho donde elegir.
Dejó a Rigiswald, agradecido por el consejo pero lamentando haberle preguntado. El viejo mago le había hecho recordar sus sueños. No en lo sustancial, pues de eso seguía sin acordarse, sino en lo emocional, que lo dejaba con una inquietante sensación de derrota, pérdida e inminente fatalidad.
La reunión del consejo fue como había esperado. Tasgall presentó la propuesta de Dagnarus, manifestó que estaba a favor y después se echó hacia atrás y esperó que estallara la tormenta. Los otros tenían el convencimiento de que Dagnarus se proponía destruirlos, abrir las puertas a los taanes podría ser tanto como abrirla a la perdición. Tasgall se mantuvo en su trece, inconmovible, en medio del vendaval que lo sacudía, sin hacer caso de las recriminaciones y las palabras que lo ponían en entredicho, respondiendo siempre a sus argumentos mediante la reafirmación de su posición. Venció a fuerza de resistencia, de aguantar más que nadie. Una y otra vez preguntó si alguien tenía un plan mejor y, finalmente, sólo les quedó admitir que nadie tenía ninguno.
Al final de la reunión, la regente sufría palpitaciones y hubo que ayudarla a salir de la sala. La llevaron directamente a la Casa de Salud. Tasgall permitió que los demás se marcharan sólo después de que le hubieron prometido que lo ayudarían o, al menos, que no lo estorbarían. El cabeza de la Orden de los Hospitalarios era el que más trabajo tenía, ya que las salas de la Casa de Curación tendrían que estar preparadas para acoger a muchos heridos.
El resultado de la reunión que más desconcertó a Tasgall fue el hecho de que el inquisidor se pusiera de su parte. A Tasgall nunca le había caído bien el inquisidor, ni siquiera en su época de estudiantes. El mago guerrero suponía que la única razón de que el inquisidor lo respaldara era que así tendría la oportunidad de introducirse en las reuniones con Dagnarus. El mago guerrero los había visto a la regente y a él cuchichear; no le cabía duda de que ahora se encontraba bajo sospecha.
Estupendo. Que sospecharan que el Vacío lo había atraído. Al convertirse en un mago de combate había jurado a los dioses defender Vinnengael y a su pueblo con la vida. Cumpliría el juramento aunque con ello se ganara enemigos entre sus compañeros.
Aunque su propio corazón recelara.
Tasgall condujo a sus magos de combate a palacio a la hora acordada. Eran cincuenta en total, un número en el que se incluían algunos de los magos más poderosos vivos. Todos habían recibido un excelente entrenamiento y eran muy diestros. La mayoría eran veteranos porque habían luchado contra los karnueses en Delak’Vir y contra los enanos en numerosas ocasiones, pues esa raza hacía incursiones continuamente al territorio vinnengalés. La mayoría esgrimía magia de Tierra y de Fuego, que era el arma preferida por los magos guerreros por su naturaleza extremadamente destructiva.
El jefe de magos guerreros se sintió orgulloso de los suyos. Hombres y mujeres acogieron a Dagnarus con fría reserva y actitud profesional. Tenían que hacer un trabajo y, fueran cuales fuesen sus opiniones y sentimientos sobre Dagnarus y ese repentino cambio de poder, se las callaron. Como había previsto Tasgall, el inquisidor pidió cortésmente que se le permitiera asistir a la reunión. La petición era una mera formalidad, ya que Tasgall no podía negarse. Su única esperanza era que al inquisidor le importara lo suficiente la gente de Nueva Vinnengael para no hacer nada que la pusiera en peligro. Conocedor de su fanática observancia del deber, era una esperanza remota.
Dagnarus estaba de un humor excelente. ¿Y cómo no? Por fin había conseguido su mayor deseo. Se acercó a saludar personalmente a todos los magos. Insistió en estrecharles la mano, les preguntó el nombre y después los escoltó a la sala de reuniones. Todo ello con un aire regio, sin dejar de mostrarse cordial aunque manteniendo las distancias, de manera que se las arregló para ser a un tiempo rey y compañero.
Tasgall advirtió que se estaba ganando la simpatía de sus magos y lo comprendía. Él mismo tenía que esforzarse para no dejarse fascinar por Dagnarus; una fascinación que nada tenía que ver con la magia.
Dagnarus los condujo a una sala amueblada con una mesa redonda en la que había extendido un mapa detallado de la urbe. Los magos contemplaron el mapa con asombro, ya que ninguno había visto nada parecido.
—Tuve a un equipo de cartógrafos trabajando en esto toda la noche —dijo Dagnarus—. Sabía que lo necesitaríamos, ¿comprendéis? Es una auténtica locura entrar en combate sin conocer el terreno. ¿Es correcto?
Parecía esperar ansioso su encomio y se alegró como un crío con sus elogios.
—Gracias. O, más bien, gracias a vuestros cartógrafos. Unos tipos estupendos, todos ellos. Los mandé a casa con una bolsa de tam de plata para cada uno. Bien —Dagnarus se frotó las manos—, pongámonos a trabajar. —Se inclinó sobre el mapa—. Los taanes entrarán por aquí…
Siguió hablando y señalando distintos escenarios a medida que explicaba su plan. Los magos estaban concentrados en la exposición, atentos al mapa. De repente Dagnarus levantó los ojos y miró directamente al inquisidor. El rey continuó hablando sin asomo de titubeo, y quizá fue Tasgall el único que lo notó, aparte del inquisidor. El rostro huesudo de éste no cambió de expresión; él no se movió ni hizo el más mínimo gesto. Sin embargo, entre ambos se había transmitido algo, de eso no le cabía duda a Tasgall.
Dagnarus sonrió ligeramente y después bajó la vista al mapa y siguió con el plan. El inquisidor permaneció callado, indescifrables sus emociones, salvo por el tic nervioso de un músculo en la mandíbula y los nudillos blancos de las manos prietas. Tasgall habría dado una bolsa de tam de plata por saber qué había ocurrido. Podía preguntar, claro, pero seguramente el inquisidor no se mostraría inclinado a contestar. Por las apariencias, lo que fuese que hubiese pasado entre ellos no había sido del agrado del inquisidor.
La discusión y el desarrollo del plan de batalla se prolongaron ininterrumpidamente durante horas. Dagnarus tenía muchas buenas ideas, pero otras no lo eran tanto, casi siempre debido a su concepción errónea de las capacidades de un mago guerrero. Se mostraba bien dispuesto a escuchar, captaba rápidamente las cosas, planteaba preguntas inteligentes y cedía de buen grado ante conocimientos superiores.
Al cabo de dos horas mandó hacer un descanso. Ordenó a los criados que prepararan comida y bebida para sus invitados en el comedor, tras lo cual reanudarían las discusiones. Estaba complacido por el modo en que el plan iba cobrando forma y no tenía la menor duda de que saldrían victoriosos al día siguiente. Lamentó que el inquisidor no los acompañara en las siguientes sesiones, pero comprendía que el deber era lo primero. El rey encabezó la marcha hacia el comedor y en el camino fue conferenciando con varios magos guerreros.
Tasgall se disculpó y consiguió alcanzar al inquisidor antes de que el hombre saliera del palacio. Se puso al paso con el hombre.
—¿Qué ha ocurrido ahí dentro, inquisidor? —preguntó.
—Nada.
—Oh, ya lo creo que sí. Vi el intercambio que hubo entre los dos. Fuera lo que fuera, necesito saberlo. Escuchadme —añadió Tasgall exasperado mientras agarraba al hombre por la manga y lo obligaba a detenerse para que lo mirase a la cara—. Yo no soy el enemigo.
—¿No? —dijo fríamente el inquisidor—. Parece que estáis a partir un piñón con vuestro nuevo rey. Presto en reírle los comentarios ingeniosos y deshaciéndoos en elogios con él.
—Me reí porque lo que dijo era divertido —gruñó Tasgall—. En cuanto a elogiarlo, su plan de batalla es bueno, y así se lo dije. Confío en él tan poco como vos. Dejé eso bien claro en nuestra reunión de esta mañana, si es que me estabais escuchando. Creía que también había dejado claro que éste no es el momento para que la mano izquierda se pregunte qué hace la derecha. Estamos en esto juntos, o deberíamos estarlo. ¿Qué pasó ahí dentro?
El inquisidor se quedó mirando a la nada largos segundos y después sus ojos demasiado grandes se encontraron con los del mago guerrero.
—Le lancé un hechizo, un hechizo destinado a perturbar la magia del Vacío.
Tasgall estaba impresionado. Él no era manco en lo tocante a la magia y sin embargo, a pesar de encontrarse a su lado, no había notado en absoluto que el inquisidor hubiera estado realizando un conjuro.
—¿Con qué propósito? —le preguntó.
—Experimental —dijo el inquisidor—. Si es el Señor del Vacío, como afirma la historia, pensé que quizá el conjuro podría obligarlo a revelar su verdadera naturaleza, a desenmascararlo.
—Y lo que reveló vuestro conjuro fue un hombre atractivo, inteligente y encantador —replicó Tasgall—. Una de dos, o vuestro hechizo falló o quizá es cierto que se ha redimido, como afirma.
—¡Gilipolleces! —dijo en tono cortante el inquisidor—. Mi conjuro no falló. Mi conjuro chocó contra un muro y se hizo añicos.
—Entonces ¿qué intentáis decirme, inquisidor? —demandó Tasgall, cada vez más impaciente por tener que estar sacándole la información con cuentagotas—. O no decirme, que también podría ser.
—El conjuro que lancé era del Vacío —repuso el inquisidor con voz gélida—. El único modo de contrarrestarlo era con otro conjuro del Vacío, uno muy poderoso. Pensad en eso, mago de combate, la próxima vez que le riáis sus gracias.
—¿Y qué proponéis que haga? —replicó Tasgall—. ¿Dejo que entren los taanes y nos degüellen a todos? Grito: «¡Ja, ja, señor, menudo chasco os vais a llevar! Vamos a morir todos sólo para fastidiaros». ¿Es eso lo que queréis que haga?
El inquisidor hizo una pausa y se volvió despacio. Cuando habló lo hizo en voz baja, la mirada perdida, como vuelta hacia adentro:
—Toda mi vida he luchado contra el Vacío. He hecho el trabajo de los dioses. Un buen trabajo, o eso creo. A fin de realizar mi labor tuve que aprender magia del Vacío. —Arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza— Esto no lo entenderéis, Tasgall, pero jamás vi la paradoja en eso. Nunca entendí, hasta ahora, cuando lo miré a los ojos, que me había convertido en lo que más desprecio.
»Mientras Dagnarus rija Vinnengael, Tasgall, ocurrirá lo mismo con todos nosotros. —Se encogió de hombros—. Haced todo lo que creáis necesario hacer. Da igual. Al final no importará. Perdimos esta batalla hace doscientos años.
Tasgall regresó a la sala de reuniones echando chispas. Para Rigiswald y el inquisidor estaría muy bien toda esa sublimación de pensamientos y esa elocuencia al hablar de martirio, pero ¿qué tendría que decir al respecto la madre vinnengalesa de veinticinco años con tres niños pequeños aferrados a su falda? ¡Seguro que también ella sería jodidamente elocuente!
Al girar en un recodo casi chocó con Dagnarus, que venía en dirección contraria. Una flotilla de cortesanos navegaba en su estela asediándolo con cumplidos y halagos. Al ver a Tasgall, Dagnarus no dejó pasar la ocasión, lo agarró del brazo y lo arrastró consigo para tener una charla en privado. Los cortesanos se quedaron detrás, meciéndose en las olas hasta el momento en que su majestad reanudara la singladura en su dirección.
—Tasgall, quería informaros que mando al joven príncipe Havis lejos del peligro. Por su propia seguridad, naturalmente, y para asegurarnos de que Vinnengael siga teniendo un rey por si acaso, no lo quieran los dioses, nuestros planes salen mal. El príncipe me ha contado que su padre tenía un pabellón de caza en las montañas Illanof. Creo que allí estará a salvo, ¿no os parece?
—No sé, majestad —respondió Tasgall, incómodo—. Hay que pensar en el ejército taan…
—Sé la disposición de ese ejército, Tasgall —lo interrumpió Dagnarus, sonriente—. Se apiña a la orilla del río. No hay nadie al oeste. Me ocuparé de que su alteza viaje por una ruta segura. Lo acompañarán su séquito y todos los hombres de armas de los que podamos prescindir.
—No serán muchos, majestad —comentó Tasgall.
—Tampoco hará falta un destacamento numeroso. El príncipe no correrá peligro, lo garantizo. Bien, volvamos al trabajo. Estoy impresionado con vuestros magos, Tasgall. Creo que hemos arrancado de un modo excelente y vamos por buen camino, ¿no os parece?
—Sí, majestad.