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Fundada por Verdic Ildurel en el año uno, la ciudad de Antigua Vinnengael había sido construida a orillas del lago que llevaría su nombre en el futuro. Una fortaleza en sus orígenes, la ciudad creció rápidamente y tuvo que expandirse hacia arriba, por los acantilados. Con los años, magos diestros en la manipulación de la piedra construyeron rampas y escaleras que se extendían de un nivel a otro y proporcionaban acceso tanto a carretas como a transeúntes. Los precipicios los salvaban puentes. Los orcos construyeron maravillosas grúas que subían y bajaban mercancías demasiado pesadas para transportarlas en carretas. La riqueza fluyó en la ciudad por barco desde el mar, y por tierra a través de las llanas calzadas creadas por los magos de Tierra y que vigilaba el ejército vinnengalés.
La ciudad ya era el centro de Loerem cuando, durante el reinado del rey Tamaros, los Portales mágicos la convirtieron en el centro del universo. Forjados por los magos de todos los elementos, los Portales se extendían a las tierras de otras razas y llevaban hasta Vinnengael a elfos, orcos y enanos. Los viajes que habría costado meses o años realizar se acortaron en días y semanas. Los comerciantes de todas las razas acudían a la ciudad. Aunque los humanos no les cayeran bien, sí les gustaba el brillo plateado de sus monedas, llamadas tam en honor al rey de Vinnengael, Tamaros.
Imaginando un mundo en el que todas las razas podrían vivir en paz, el rey Tamaros animó a todos los pueblos a acudir a Vinnengael y puso todo su empeño en hacer que se sintieran bienvenidos. La ciudad alcanzó la cumbre de su gloria por aquel entonces.
El magnífico palacio del rey, recortado contra el telón de fondo de siete cataratas, era una de las maravillas del mundo conocido y mucha gente realizaba el largo ascenso por las empinadas escaleras que conducían de acantilado a acantilado, y allí lo contemplaba boquiabierta y sintiendo envidia de los afortunados que vivían en tal esplendor. Esa envidia se habría trocado en lástima si hubiesen sabido los celos, la maldad y el pesar que albergaban aquellos relucientes muros entre los resplandecientes arcos iris. Pero nadie podía saberlo y, en consecuencia, se marchaban pensando lo grande y sabio que era su monarca, y que su firme reinado, como evidenciaba el castillo, nunca se tambalearía.
El hijo menor de Tamaros, Dagnarus, decidió que él debía ser rey y, desafiando a los dioses, fue elegido por el Vacío. Se convirtió en Señor del Vacío y recibió la daga del vrykyl. Expulsado del reino por su hermano mayor, Helmos, Dagnarus regresó un año después para reclamar el trono y desencadenó muerte y destrucción en la ciudad. Con ayuda de Gareth, su amigo de la infancia que se había convertido en un poderoso hechicero del Vacío, Dagnarus secó el río Orejas de Martillo, con el que Vinnengael contaba para la defensa de sus murallas, y marchó con sus tropas por el lecho del río para entrar en la ciudad por la parte de atrás. Mientras, conducidos por los vrykyl, a los que pocos se podían resistir, sus ejércitos atacaron por el frente. Las torres de asedio arrojaron la pez inflamable de los orcos y a no tardar los incendios ardían por las calles de Vinnengael.
Los dos objetivos de Dagnarus eran conseguir la Gema Soberana y convertirse en rey. Para lograrlo, tenía que deponer a su hermano mayor, Helmos. Dagnarus buscó a su hermano en palacio, pero no lo halló. Llegó a la conclusión de que su hermano tenía que haber corrido a pedir ayuda a las deidades, así que se dirigió al Portal de los Dioses, situado en el Templo de los Magos.
Según la leyenda, Dagnarus y su hermano Helmos se encontraron y lucharon por la gema. Las fuerzas mágicas desatadas en aquella terrible batalla escaparon a todo control y se desgarraron con el seco chasquido de un látigo. La explosión resultante derrumbó el templo y los edificios aledaños y propagó ondas expansivas por la ciudad. Los edificios se hundieron y cayeron en las calles, que estaban abarrotadas de gente que huía y de soldados que combatían. Se abrieron grietas en las rampas, que lanzaron a la muerte a la gente que estaba en ellas. Las grandes grúas se desplomaron y aplastaron a muchos.
La muerte y la ruina se abatió sobre Vinnengael y sus habitantes. Los supervivientes huyeron y la ciudad quedó para los fantasmas.
Los Señores del Dominio y su maligno guía llegaron a las afueras de la ciudad al amanecer. Se encontraban al borde del lago, donde las aguas crecidas lamían la tierra a sus pies. Los restos de lo que en tiempos habían sido los ajetreados muelles de la gran urbe se desmoronaban a su alrededor.
Esa parte de la ciudad había sido la más alejada de la explosión, por lo que ésta apenas les había ocasionado daños. Allí el enemigo había sido el fuego. Los incendios iniciados con la brea inflamable de los orcos arrasaron los muelles de madera, destruyeron los almacenes con sus copiosas provisiones de mercancías, quemaron tabernas, burdeles y los hogares de marineros y pescadores. Los restos de los muelles se veían todavía cual dedos ennegrecidos de madera carbonizada que penetraban en el lago Ildurel, como manos negras de las desdichadas víctimas abrasadas que se habían lanzado al agua helada en un intento de mitigar el terrible dolor. La mayoría había hallado alivio al ahogarse.
—La gente corría desde los niveles altos hasta el nivel del lago para huir de las llamas —relató Silwyth al tiempo que señalaba los acantilados, apenas visibles tras la extraña bruma gris que permanecía suspendida sobre las ruinas—. Los que tropezaban morían aplastados bajo los pies de la aterrorizada muchedumbre. Los que llegaban al lago no tenían adonde ir, porque no había barcas. Se encontraban atrapados en la orilla, con las profundas aguas del lago delante y el fuego detrás.
Los Señores del Dominio estaban en mitad de los escombros, callados, decaídos. Siempre habían oído hablar de la terrible tragedia de aquel día, pero era una leyenda, un cuento relatado a la luz del crepúsculo. Ahora se encontraban dentro del cuento. El olor a madera quemada se les colaba, penetrante, en la nariz. El agua que lamía la orilla estaba sucia, cubierta de desperdicios. La niebla gris de las cataratas se helaba sobre su piel y dejaba todo húmedo al tacto, de forma que las ropas parecían mojadas. El aire era frío. El sol brillaba sobre el lago, pero no podía traspasar la acuosa bruma que hacía parecer deforme cualquier objeto. Las calles habían desaparecido bajo montones de escombros que antaño fueron edificios. Los Señores del Dominio contemplaban todo impresionados, abrumados por el atroz nivel de destrucción. A todos se les ocurrió la misma idea: «¿Cómo vamos a encontrar el camino en medio de esto?».
La práctica y pragmática capitana lo expresó en voz alta.
—Si las rampas que conducen a los niveles altos están destruidas, ¿cómo llegaremos al templo?
—Yo no dije que estuviesen destruidas —repuso Silwyth—. Dije que tenían grietas abiertas. Las rampas siguen ahí y se puede ascender por ellas con un poco de coraje.
—Pero si tenemos que gatear y arrastrarnos y abrirnos paso a través de todo ese desorden tardaremos días, quizá meses, en llegar a nuestro destino —adujo Shadamehr.
—Y nos has advertido que la noche no debe sorprendernos aquí —puntualizó Wolframio, que hizo un gesto hacia los grandes montones de escombros—. ¡Ja!
—Sin embargo, existe un camino —dijo Silwyth—. Quedaos aquí mientras lo busco.
—¡Espera, Silwyth! —llamó Shadamehr—. Voy contigo…
Silwyth desapareció. Wolframio se zambulló en la niebla para ir tras él, pero regresó solo.
—Se ha esfumado como por ensalmo —informó Wolframio—. Lo perdí en la niebla.
—Me parece que ha sido él quien ha creado la niebla —comentó la capitana.
—O algo peor —dijo Damra, que miró a Shadamehr—. ¿Se lo decimos?
—¿Decirnos qué? —demandó el enano.
—Que Silwyth ya no es Silwyth —contestó el barón—. Creemos que el verdadero Silwyth ha sido asesinado y que éste es un vrykyl.
—Entonces debemos matarlo. —Wolframio llevó la mano a la espada.
—¿Qué os ha hecho pensar eso? —inquirió la capitana mientras paraba al enano poniéndole la mano sobre el hombro.
—Ha cambiado —repuso Damra—. Cuando nos encontramos la primera vez confié en él a pesar de no fiarme. Ahora… —Sacudió la cabeza—. No confío en absoluto en él.
—Yo nunca lo hice —manifestó Wolframio.
—Estoy de acuerdo con Dama Rah —dijo la capitana—. Ha cambiado. Yo confiaba en el Silwyth que pesqué en mi red, pero no en el que nos ha traído aquí.
—La cuestión es ¿qué hacemos? —preguntó Shadamehr—. ¿Le planteamos el asunto cara a cara y nos arriesgamos a que se revuelva contra nosotros?
—Sí —contestó Wolframio mientras enarbolaba la espada.
—Creo que debemos hacerlo —convino Damra.
—No —dijo la capitana, cruzada de brazos—. No le diremos nada.
—Yo opino como ellos dos —manifestó Shadamehr—. ¿Por qué hemos de seguir a esa criatura perversa?
—A todos se nos ha dicho que llevemos nuestra parte de la Gema Soberana al Portal. —La capitana encogió los macizos hombros—. Y eso es lo que debemos hacer. ¿Alguno de vosotros conoce el camino a ese «Portal Divino»?
—Pero lo más probable es que el vrykyl nos conduzca hacia una trampa —arguyó el barón.
—Tanto mejor —fue la respuesta de la capitana.
—¡Un momento! —Shadamehr alzó la mano—. Me caí cuando giraste en esa curva. A ver, explícamelo otra vez.
—Si el elfo es un vrykyl y su intención hubiese sido matarnos podría haberlo hecho en cualquier momento —declaró la capitana—. Sin embargo, el vrykyl promete llevarnos al Portal de los Dioses. Seguramente, como tú has dicho, Sombrío, para que caigamos en una trampa de su Señor del Vacío. En consecuencia, el vrykyl se ocupará de que lleguemos al Portal sanos y salvos.
—A fin de matarnos cuando estemos allí —dijo Shadamehr.
—El pescado que has comido últimamente te ha mejorado el cerebro, Sombrío —comentó la capitana mientras asentía con la cabeza en un gesto de aprobación—. Al llegar al Portal será cuando nos enfrentemos al vrykyl y a ese Señor del Vacío, y haremos lo que tengamos que hacer.
—Ya me gustaría a mí enfocarlo con esa tranquilidad. No obstante, hombre prevenido vale por dos —dijo Shadamehr, pensativo—. Por lo menos estaremos preparados. —Se encogió de hombros y dio un puntapié a un trozo de madera chamuscada que había a sus pies—. Me quedaré aquí y esperaré a nuestro amigo. A los demás quizá os apetece echar un vistazo por los alrededores y comprobar si hay señales de algún bahk.
El grupo se dividió. Wolframio y la capitana fueron a investigar las ruinas de un gran edificio, mientras que Damra recorría la orilla del lago, que estaba cubierta de cascos de barco quemados, hierros retorcidos y oxidados y redes podridas. Pisó algo y, al bajar la vista, vio que había tropezado con una calavera medio enterrada en la arena.
Los elfos veneraban la muerte porque en ella el alma era libre para regresar con el Padre y la Madre y morar con ellos en el maravilloso y fastuoso reino de los cielos. A los elfos muertos se los trataba con un respeto inmenso; el cuerpo se incineraba para que el alma quedara libre para volar al cielo en el hálito de los dioses. La calavera parecía negar todo aquello en lo que Damra creía.
«No hay dioses —parecían decir las cuencas vacías—. La muerte es el Vacío y más allá no hay nada».
Al oír su grito Shadamehr corrió hacia ella, la estrechó contra sí en un abrazo fuerte, cálido y reconfortante.
—Siento haberte asustado. Es sólo una… calavera. Pero hay tanta muerte aquí, tanto terror y desesperación… —Damra se apretó los ojos con las manos—. Es demasiado horrible, demasiado triste, para soportarlo.
—Lo sé. —Shadamehr estaba serio y tenía el corazón en un puño—. Lo comprendo.
—¿De veras? —Ella alzó la vista hacia el hombre, fruncida la frente—. No te creo. Nunca te tomas nada en serio.
—Te contaré un secreto. Si me río es para que los dientes no me castañeteen.
Alzó la vista a los acantilados que tendrían que escalar, a los edificios derrumbados, a las calzadas resquebrajadas, a las escaleras que se desmoronaban. En la distancia se alcanzaba a oír el estruendo de las cascadas, un fragor amortiguado por la húmeda niebla que envolvía la ciudad como un sudario.
—Te diré algo más, Damra —añadió gravemente—. De aquí en adelante las cosas sólo irán a peor.
—¡He oído algo! —dijo Wolframio, que señaló hacia las ruinas del edificio—. Sonó por allí.
—Yo también lo oí —dijo la capitana. Sacó en enorme sable que llevaba metido en el ancho cinturón de cuero.
—Posiblemente eso era un almacén —comentó el enano mientras observaba con desconfianza los escombros.
—Fuera lo que fuese, ya no lo es —sentenció la capitana.
Los dos se acercaron sin apartar los ojos de los montones de cascotes.
—¿Qué oíste tú? —preguntó Wolframio en voz baja—. ¿A qué te sonó?
—Como si se moviera una tabla. No veo nada. ¿Y tú?
Tres de las cuatro paredes del almacén todavía se sostenían en pie. Construidas con ladrillos, las paredes habían resistido el fuego que había destruido otras estructuras de las inmediaciones. No obstante, el tejado se había desplomado y había arrastrado consigo en la caída casi toda la fachada del edificio. Espada en mano, Wolframio escudriñó la oscuridad a través de la niebla. Aguzó los oídos, pero no percibió más ruidos, ningún sonido aparte de la respiración áspera de la orca.
—¿Por qué los orcos no respiráis por la nariz, como el resto de la gente? —inquirió Wolframio, irritado—. No oigo nada con esos resoplidos que parecen de un fuelle.
—Tenemos la boca más grande que la nariz —dijo la capitana—. De esta forma inhalamos más aire.
Wolframio reflexionó el razonamiento. No encontraba fallo en su argumentación, así que abandonó el asunto. Hurgó en los cascotes.
Una tabla se desplazó. Algo se movió y el enano retrocedió de un brinco.
—¡Ahí! —exclamó.
—Una rata —dijo la capitana mientras guardaba el sable con gesto de asco.
—¿Qué ocurre? —preguntó Shadamehr, que se acercaba con Damra.
—Oímos algo. Resulta que era una rata —explicó la orca.
—Tal vez lo era —argumentó Wolframio, que no había quitado ojo a los cascotes—. Y tal vez no. A mí me sonó a algo más grande.
Echó un largo y penetrante vistazo a las sombras envueltas en la niebla, pero no vio nada. Hasta la rata había huido.
—Qué lista, la puñetera —rezongó—. Más que nosotros.
—Hace mucho que Silwyth se marchó —observó Damra, que temblaba con el frío y húmedo aire—. A lo mejor no va a volver.
—Yo en su lugar no volvería —comentó Wolframio.
—Pero no estáis en mi lugar, enano. He regresado y he encontrado un camino entre las ruinas —anunció Silwyth, que surgió en la niebla—. El camino nos conducirá a la primera de las rampas. A partir de allí, treparemos. Os mostraré el camino.
Echó a andar y entonces se dio cuenta de que caminaba solo. Miró a su espalda.
—¿Venís o preferís quedaros a cazar ratas?
—Ya hemos encontrado una —repuso Shadamehr—. Y con una hay de sobra. Adelante, Silwyth, te seguimos.
A un gesto de K’let, Cuervo salió de las sombras del almacén envuelto en niebla en el que se habían refugiado y echó una ojeada para comprobar si el enano y sus compañeros se habían distanciado. Al trevinici le había sorprendido ver a Wolframio, pero estaba de más el seco chistar de K’let para que guardara silencio. El enano pertenecía a otro mundo, a otro tiempo. No tenía nada que ver con él, y él no quería tener nada que ver con el enano. Estaba harto de enanos y humanos, orcos y elfos. Que siguieran su camino, y él seguiría el suyo.
La Ciudad de los Espíritus era una urbe de silencio, en cualquier caso. Hablar en voz alta entre aquellas ruinas ennegrecidas sería tan irrespetuoso como gritar en una tumba.
Cuervo advirtió que a K’let no le había sorprendido ver al enano y a su extraña variedad de compañeros recorrer las ruinas de aquí para allí. Era como si K’let hubiera esperado que aparecieran allí, incluso que los hubiera buscado, ya que los dos habían vigilado la ciudad desde días antes de que el extraño grupo entrara en ella. El taan vrykyl había conducido a Cuervo al almacén en ruinas, donde se acuclillaron en las sombras y presenciaron cómo el enano y sus amigos llegaban a los muelles destruidos, charlaban unos minutos y después seguían su camino.
Seguro de que se encontraban solos, Cuervo regresó al almacén, donde K’let lo esperaba.
El vrykyl se mostraba con su forma taan, como había hecho a lo largo de todo el trayecto. Cuervo tenía la sensación de que a K’let no le gustaba mucho su negra armadura del Vacío, cosa que él agradecía. El trevinici casi podía convencerse de que se hallaba con un taan, no con uno de los espantosos vrykyl.
El viaje juntos había sido raro. K’let no podía hablar la lengua ancestral, aunque Cuervo tenía la impresión de que el vrykyl entendía casi todo lo que decía. Por su parte, él no podía hablar el lenguaje de los taanes, ya que era incapaz de modular con la garganta los sonidos chasqueantes, explosivos y silbantes, pero se sabía muchas palabras. Así que se las arreglaron para mantener una especie de comunicación.
—Se han marchado —informó el trevinici.
Estaba a punto de añadir algo cuando sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Los maderos podridos y chamuscados se sacudieron y oscilaron.
K’let hizo otro sonido siseante, con el labio superior curvado hacia arriba, de forma que mostraba los dientes. Volvió a recular a las sombras e hizo una seña a Cuervo para que lo siguiera.
—¡Bahk! —dijo al tiempo que señalaba.
Una criatura enorme, de unos seis metros de altura, avanzaba con pesadez y lentitud por la calle desmoronada. Cuervo había oído contar historias de esos monstruos a guerreros que habían luchado contra ellos, pero nunca había dado crédito a esos relatos. Hasta ese momento.
La enorme cabeza del bahk, con los pequeños ojos ocultos bajo las sombras proyectadas por el prominente arco ciliar, se movía atrás y adelante al ritmo de los pasos. Tenía los hombros encorvados y redondos. Unas protuberancias óseas incrementaban la longitud de su espina dorsal. Los inmensos pies provocaban temblores en el suelo al caminar. El bahk se paró al llegar cerca del almacén y giró la cabeza en esa dirección; los ojos, pequeños y sin lustre, escrutaron las sombras.
K’let emitió un quedo y profundo gruñido. Cuervo se mantuvo inmóvil, sin atreverse siquiera a respirar. El bahk soltó un gruñido y siguió caminando hacia la ciudad en ruinas. Durante largo rato después de que el bahk hubo pasado, Cuervo continuó oyendo el crujido y los chasquidos de maderos y los golpes secos de piedras al caer; era el bahk, que despejaba su camino de escombros.
K’let husmeó el aire y pareció satisfecho. Salió del almacén e hizo un gesto a Cuervo para que lo acompañara.
El trevinici no se movió y sacudió la cabeza.
—Me entiendes, ¿verdad, K’let? Llevas mucho tiempo entre humanos y, aunque no puedes hablar nuestro idioma, entiendes lo que digo. Quiero saber qué hacemos en esta maldita Ciudad de los Espíritus.
Cuervo se obligó a mirar directamente a los ojos vacíos del vrykyl, aunque era igual que mirar un pozo de oscuridad.
K’let adelantó un paso y tocó con el garrudo índice el pecho de Cuervo. Al producirse el contacto, el trevinici pudo ver a través de la fachada de carne y piel taanes que ocultaban al muerto viviente: el cráneo bestial, marcado por grietas y fisuras dejadas por viejas heridas; los dientes amarillentos, las cuencas vacías. Le llegó el hedor a putrefacción y podredumbre. El vrykyl le dio golpecitos con el dedo en el pecho.
—Te nombré nizam. A cambio, me prometiste tu vida.
Cuervo no contestó. Siguió mirando los oscuros ojos.
—Es hora de que cumplas tu promesa —dijo el vrykyl. Frunció el entrecejo y le lanzó una mirada maliciosa—. ¿O acaso no eres más que otro xkes perjuro?
—Yo cumplo mis promesas —dijo Cuervo.
—Bien —gruñó K’let, que giró sobre sus talones y echó a andar hacia la densa niebla.
Cuervo permaneció inmóvil un instante y pensó en Dur-zor, en su pueblo.
—Cumplo mis promesas —repitió antes de ir en pos del vrykyl.