6

6

Las gentes de Nueva Vinnengael hacían preparativos para la feria anual de primavera. Habían trabajado con empeño para borrar todo rastro de la invasión taan, para lo cual se repararon edificios que habían sufrido daños y se limpiaron los muros exteriores para quitar el hollín, negro y grasiento, que había caído del cielo incluso días después de haberse incinerado los cadáveres. Se restregaron y quitaron casi todas las manchas de sangre de las calles. Los heridos ya se encontraban recuperados, aunque las cicatrices de la batalla las llevarían marcadas de por vida. Unos pocos las mostrarían o presumirían de ellas ante sus nietos. Ninguno se sentía orgulloso de lo que había hecho aquel día. Todos anhelaban la llegada del fragante viento primaveral que arrastraría y se llevaría el persistente hedor a muerte, y de las suaves lluvias de primavera, que harían que las flores brotaran en la tierra empapada de sangre.

A pesar de que todavía faltaba un mes para la feria, los propietarios de comercios mandaban a sus aprendices enjalbegar las paredes enlucidas con una nueva capa de cal. Los pintores de letreros rehacían o retocaban los carteles de vivos colores de las tiendas. Las modistas manejaban la aguja a la luz de las velas, porque todas las damas de alcurnia debían lucir un vestido nuevo en las holganzas primaverales de su majestad.

El ruido de martillos y sierras se oía desde el amanecer hasta el ocaso, ya que los carpinteros instalaban casetas en el recinto de la feria. Los niños se dedicaban a recorrer cada palmo del terreno para limpiarlo de piedras y palos. Los posaderos, taberneros y hospederos se abastecían de provisiones, pues aquélla era la época más atareada del año para todos ellos. A la Feria de Primavera acudía gente de todas las partes de Vinnengael. Los mercaderes viajaban desde Dunkarga, Nimra y Nimorca. Incluso con la actual guerra civil, se esperaba la asistencia de los mercaderes elfos, procedentes de Tromek, y unos pocos mercaderes enanos realizarían el viaje desde Saumel. Barcos orcos repletos de mercancías ya habían empezado a atestar el puerto.

En ese momento el tiempo era gris y plomizo, lluvioso y frío, pero en la Feria de Primavera el sol brillaba siempre. La gente oía la lluvia gotear de los aleros y cerraba los ojos e imaginaba el cálido sol y las risas infantiles.

Corrían buenos tiempos para los habitantes de Nueva Vinnengael. Estaban contentos con su nuevo rey y tenían razones para ello. Dagnarus habría pasado por encima de centenares de cuerpos destrozados y retorcidos para ascender el trono, pero, una vez allí, se lavó la sangre de las manos e intentó con todas sus fuerzas hacer lo que consideraba correcto.

—Algún día hablarán de «el rey Dagnarus, a quien los dioses tengan en su gloria» —se dijo a sí mismo, de pie ante el retrato de su padre—. Bueno, quizá no «que los dioses tengan en su gloria», porque no estaré muerto. No seré un recuerdo, sino un rey vivo que gobernará a lo largo de las eras y conducirá a Vinnengael a una eterna prosperidad.

Había meditado largo y tendido cómo explicar a su pueblo el hecho de que nunca envejecería, nunca moriría. Naturalmente, no podía decir la verdad, que vivía de las vidas robadas a través de la daga del vrykyl. En realidad, desde que era rey había encontrado dos personas que accedieron de buena gana a entregar su alma al Vacío a cambio de los favores de su real amo. Los favores que habían recibido no fueron exactamente los esperados. La daga del vrykyl los había considerado candidatos aceptables y ahora Dagnarus tenía dos vrykyl más, uno de ellos un noble que espiaba en el Consejo de Estado, y el otro, un mago del templo.

Dagnarus había decidido decirles a sus súbditos que los dioses le concederían juventud eterna a cambio de recobrar sana y salva la bendita Gema Soberana. La iglesia se escandalizaría. Dejaría que los magos despotricaran y echaran pestes, y silenciaría a aquéllos que se volvieran demasiado fastidiosos. Contaba con sus seguidores, que no le fallarían. Entretanto, el pueblo vería a su joven y apuesto rey con la mano sobre la sagrada gema, por fin juntas las cuatro partes, como debía haber sido desde el principio. Con el tiempo, el clamor disminuiría y la oposición acabaría desapareciendo. Los que en la actualidad eran bebés de pecho se harían viejos bajo su mandato y le encomendarían a sus hijos en sus lechos de muerte.

Todo estaba dispuesto para acoger a la Gema Soberana. Había ordenado tallar un nuevo altar de mármol donde ponerla. Había despertado una gran curiosidad para qué sería ese altar, pero la única explicación de Dagnarus era que estaba destinado a cobijar el mayor regalo que los dioses habían hecho a la humanidad.

Dagnarus se hallaba reunido con su Consejo de Estado cuando sintió que la daga del vrykyl adquiría una agradable calidez contra su carne. Siempre la llevaba encima, metida en un cinturón debajo de la camisa de seda. El calor significaba que uno de sus vrykyl quería ponerse en contacto con él. Esperaba que fuera Shakur, porque el último informe recibido de Gareth indicaba que los cuatro Señores del Dominio que portaban las partes de la Gema Soberana se acercaban a las ruinas de Antigua Vinnengael.

—Caballeros —dijo Dagnarus mientras se ponía de pie—. No, por favor, no os levantéis. He de pediros que me disculpéis un momento. Detesto interrumpir la conversación, pero necesito ir al privado. No sé por qué me pasa lo mismo siempre que nos reunimos, caballeros —añadió con una sonrisa—. Empiezo a pensar que por eso a este consejo también se lo llama «consejo privado del rey».

Los consejeros rieron de buena gana. Siempre reían los chistes del rey.

Dagnarus se las arregló para librarse de cortesanos, sirvientes y oportunistas que le seguían los pasos constantemente. Recordó a Silwyth, tan inclinado a llenar la vida real de cortesanos cuando se los necesitaba y tan presto a despedirlos cuando no se quería su presencia. El chambelán elfo le había enseñado todo cuanto sabía de intrigas en la vida de la corte. Dagnarus suponía que los elfos tenían un don innato para ese tipo de cosas. Su actual chambelán era un burro. Dagnarus anotó mentalmente ponerse en contacto con el Escudo para pedirle que le enviara un elfo para que cubriera ese puesto.

Al llegar a los aposentos reales, Dagnarus ordenó al chambelán que cerrase la puerta, y le dijo a su guardia que no dejase entrar a nadie. A pesar de su actitud campechana, Dagnarus, que defendía celosamente su intimidad, había mandado instalar un retrete privado para él. En el cuarto sin ventanas, con sus muros y suelo de piedra y sus gruesas puertas, respondió a la llamada de la daga.

—Ha surgido un problema, milord —dijo Shakur—. Klendist no ha llegado al punto de reunión. Os advertí que no era de fiar…

—¿Qué le ha pasado? Tiene que haberle ocurrido algo.

—Ni idea, milord. Cuando fui a su campamento, lo hallé vacío. Hacía días que no había nadie allí, por las apariencias. Esperé un día más, pero no acudió a la cita.

—¿Y los Señores del Dominio? ¿Y la Gema Soberana?

—No tengo ni idea —repuso secamente el vrykyl—. Les perdí la pista. No era responsabilidad mía…

—Si en algo valoras tu lengua, Shakur, deja de menearla —lo interrumpió Dagnarus.

—Sí, milord.

—No tendría que haber dejado este asunto en manos de subordinados —rezongó—. Sin embargo ¿cómo abandonar mis responsabilidades de aquí? Existen ciertas desventajas en ser rey. Reduce la libertad de movimientos. ¡Por el Vacío! Ojalá pudiera hallar el modo de dividirme en dos, de estar en dos sitios a la vez.

—Sí, milord. ¿Qué órdenes tenéis?

—Iré a hacerme cargo de la situación. Es lo que tendría que haber hecho desde el principio.

—Sí, milord. Por cierto, milord, K’let ha llegado junto con una fuerza numerosa de taanes.

—Si piensas que vas a desconcertarme con esa noticia, Shakur, te equivocas. Conozco los planes de K’let. El taan es listo, pero desconoce la sutilidad. Me encargaré de él después de que me haya ocupado de los Señores del Dominio.

—De acuerdo, milord.

—Me reuniré contigo dentro de poco, Shakur —dijo Dagnarus, y el contacto acabó.

Por suerte ya había hecho preparativos para su ausencia. Había dejado caer que la caza le entusiasmaba. El anterior rey había utilizado un pabellón de caza en las montañas Illanof y, alegando que necesitaba escapar de los rigores de la vida cortesana, anunciaría que se iba de caza. El dragón del Vacío, uno de los cinco que vivían en la Montaña del Dragón, aguardaba ya la llamada de Dagnarus para llevarlo rápidamente a Antigua Vinnengael. Una vez allí, buscaría y hallaría a los cuatro Señores del Dominio.

Pasó ligeramente el dedo por el filo de la daga del vrykyl.

—¿Dónde está Silwyth? —preguntó Shadamehr.

—Creía que os estaba ayudando a ti y a la capitana con el bote —respondió Damra al tiempo que miraba en derredor.

—Y yo pensaba que se había adelantado con vosotros para explorar —comentó Shadamehr—. Y ahora, por lo visto, no está en ninguna parte.

Siguiendo el consejo de Silwyth, los Señores del Dominio habían dejado el bote en una playa a cierta distancia de las ruinas de Nueva Vinnengael. Habían echado a andar por una antigua calzada que corría a través de la Costa del Cereal, una extensión de rica tierra apodada la «cesta del pan de Vinnengael». Incluso en la actualidad todavía se apreciaban los vestigios de pueblos agrícolas. Los pueblos no habían sufrido los efectos de la explosión mágica, pero no habían escapado de los estragos de la guerra. Las tropas de Dagnarus habían asaltado las granjas, robado los víveres, matado al ganado, prendido fuego a todo lo que no habían podido llevarse.

—Buena tierra —comentó Shadamehr, que se agachó para tomar un puñado de tierra oscura que luego dejó escapar entre los dedos.

—Me sorprende que nadie haya vuelto para cultivarla —comentó Damra—. Está lejos de las ruinas de la ciudad, y podrían embarcar sus productos río abajo.

—Ésa es la razón —dijo Shadamehr señalando a un lado de la calzada—. Huellas de bahk. Recientes.

—Son enormes —se maravilló la elfa—. Podría tenderme sobre una y cabría entera.

—Sí, son unos bicharracos desagradables esos bahk. Luché contra un par de ellos en mis buenos tiempos. No me divertí mucho.

—Es de suponer. Y llevando encima los fragmentos de la Gema Soberana, tendremos a esos inmensos monstruos babeando por nosotros —comentó Wolframio, que volvía de hacer una visita a unos arbustos.

—Tranquilo, Hijo del Lobo —dijo la capitana en tono sonoro—. Sólo te babearán después de descuartizarte.

—¡Wolframio! —insistió secamente el enano—. Te lo vuelvo a repetir. Es Wolframio.

La capitana sonrió y se encogió de hombros como hacía siempre que el enano la corregía, algo que ocurría tres veces al día como mínimo. La orca había inventado nombres para todos ellos. Shadamehr era Sombrío[1], y Damra, Dama Rah. A la capitana le gustaban mucho esos nombres y los seguía usando. Al único que le molestaba era al enano. Por lo visto el mote le tocaba un punto sensible, detalle que no se le pasó por alto a la orca. Al que no había puesto apodo era a Silwyth, y se debía a que la capitana rara vez hablaba directamente con él, aunque pasaba mucho tiempo observándolo con expresión grave y preocupada.

Leía los augurios adondequiera que fueran, y ahora, mientras los demás contemplaban las huellas de los bahk, la capitana salió de la senda y se abrió paso ruidosamente entre los arbustos. Regresó con el cadáver de una ardilla, murmuró algunas palabras y después se quedó mirándola fijamente, con los labios fruncidos.

—¿Qué resultado hay? —preguntó el barón.

—No lo sé. —La capitana sacudió la cabeza—. Mi chamán no está aquí.

Había dejado a los demás orcos con el bote e instrucciones de que la esperaran durante medio ciclo de la luna. Si para entonces no había vuelto, tenían que regresar con su gente y elegir un nuevo capitán de capitanes.

—Puede que no lo esté leyendo bien.

—Pero ¿son buenos o malos? —insistió Shadamehr.

La capitana le tendió el cuerpo del animal, plagado de gusanos.

—Velo por ti mismo.

—Veo que los augurios para la ardilla eran malos —dijo el barón, que torció el gesto.

La capitana sacudió la cabeza.

—¿Nos atacarán los bahk? —preguntó Damra—. Nunca he tropezado con uno, pero sé que les atraen los objetos mágicos y, como dice Wolframio, nosotros llevamos los cuatro objetos mágicos más poderosos del mundo.

—Depende de dónde tengan sus guaridas. Silwyth dijo que sabía…

Shadamehr se volvió y se encontró con el elfo a su lado.

—¡Maldición! —El barón retrocedió un paso de forma involuntaria—. No te acerques a mí a hurtadillas. Del susto me has quitado diez años de vida. Contando, claro, con que me queden diez años para desperdiciar, cosa que en estas circunstancias no parece muy probable. Mi querido amigo, tendrías que hacer algo de ruido, en serio —añadió seriamente—. Un eructo o un estornudo o algo. Un muerto metería más jaleo que tú.

Silwyth inclinó la cabeza y retrocedió un paso.

—Perdón si os he ofendido en algo.

—No, no, no pasa nada. —Shadamehr se enjugó la frente con la manga—. ¿Has visto las huellas de los bahk?

—Sí, barón. Las seguí unos dos kilómetros. —Silwyth señaló hacia el norte—. Van en esa dirección, hacia las ruinas. Corresponden a un solo bahk, seguramente uno mayor a juzgar por el tamaño y la profundidad de las pisadas.

—¿Y se dirige a Antigua Vinnengael?

—Sí —contestó el elfo—. Hay muchos bahk en la zona. El rastro de éste se une a varios más, todos encaminados hacia el norte. Mi deducción es que tienen sus guaridas en aquellas escarpas que hay al este. Son de piedra caliza y están plagados de cuevas.

—¿Por qué se encuentran aquí? —inquirió Damra.

—Había una zona en la ciudad conocida como Misterium, donde se podían comprar artefactos mágicos procedentes de todo Loerem. Cientos de esos artefactos todavía se encuentran entre los escombros. Los bahk se sienten atraídos hacia ellos y los buscan.

—Entonces ¿cómo los esquivamos? ¿Y qué hacemos si topamos con uno de ellos?

—Correr —fue la sucinta respuesta de Shadamehr—. Y hablo muy en serio. Los bahk son seres colosales. Se mueven con relativa lentitud y la mayoría de las veces puedes dejarlos atrás al correr.

—No entraremos en Misterium, así que confío en que no tengamos un encuentro con ellos —dijo Silwyth—. Aun así, si topamos con alguno, el consejo del barón es sensato.

Antigua Vinnengael se encontraba al norte de su posición. Al este estaban las ricas tierras aluviales, rodeadas de escarpaduras de piedra caliza. Al oeste se extendía el lago Ildurel. Las aguas del lago tenían un profundo color azul, frías y oscuras bajo el temprano sol de primeras horas del día. Una densa bruma envolvía las ruinas de la ciudad, hecho que extrañó a Shadamehr porque hacía un día cálido y seco, y no se alzaba niebla del inmóvil lago.

—¿De dónde sale esa niebla? —preguntó.

—De las cataratas —contestó Silwyth—. Antaño formaban arcos iris, pero ya no. Ahora sólo hay esa bruma gris.

Siguieron caminando en silencio, cada cual pensando, tal vez, en los arcos iris.

—Fue un bahk el que le arrebató la Gema Soberana a Dagnarus —musitó el elfo, casi como si hablara consigo mismo.

—¿Qué? —exclamó Wolframio, bruscamente—. ¿Cómo lo sabes?

—Es lo que cuenta la leyenda de mi pueblo —respondió Silwyth mirando de soslayo al enano—. No lo sé con seguridad, naturalmente.

—Bueno, pues vuestra leyenda no se equivoca —manifestó Wolframio—. Me encontraba con lord Gustav cuando murió. Había hallado la Gema Soberana en el cadáver de un bahk.

—Vamos, Silwyth, cuéntanos esa leyenda —propuso Shadamehr.

El semblante del elfo se ensombreció. Parecía lamentar haber hablado.

—Según lo que me contaron, la explosión mágica que destruyó gran parte de la ciudad no acabó con la vida de Dagnarus. ¿Que cómo es eso posible? Sólo el Padre y la Madre lo saben.

—O el Vacío —apuntó fríamente Damra.

Silwyth la miró, pero no le contestó nada y siguió con la historia.

—Dagnarus recobró el sentido y se encontró en un terreno boscoso que no conocía. Estaba gravemente herido, pero vivo, y tenía el trofeo por el que había hecho tantos sacrificios, el trofeo que debería haber sido suyo en justicia. Tenía la Gema Soberana.

—¿Que debería haber sido suyo en justicia? —repitió Damra—. Creía que estabas de nuestra parte, Silwyth.

—Cuento la leyenda como la oí, Damra de Gwyenoc —dijo el elfo.

Damra y Shadamehr intercambiaron una mirada.

—No me gusta mucho cómo suena eso —susurró el barón, que tenía fruncido el entrecejo.

Silwyth siguió hablando en voz suave e inexpresiva.

—Dagnarus dio gracias a los dioses por entregarle la gema y juró que se haría merecedor de la confianza puesta en él. En ese momento, un monstruo como jamás se había visto en esta tierra salió del bosque: un bahk. Atraído por la magia de la Gema Soberana, el bahk atacó a Dagnarus. Luchó con las últimas fuerzas que le quedaban para salvar lo que los dioses le habían entregado. Sin embargo, estaba demasiado débil. El bahk le arrancó la gema de la mano y se la llevó. Dagnarus perdió el sentido. Se hallaba demasiado exhausto y muy mal herido para ir en pos de la gema. La buscó durante largos años, pero fue en vano. —Alzó la vista hacia ellos.

»Así lo cuenta la leyenda.

—Qué extraño. Nunca había oído esa historia —dijo Damra.

—No pertenecéis a la casa Kinnoth —-repuso él—. Deberíamos apretar el paso. No hay tiempo que perder. Supongo que no querréis que la noche os sorprenda en Antigua Vinnengael.

—¿Adónde nos dirigiremos una vez que estemos allí? —inquirió Shadamehr—. ¿Al templo? ¿A palacio? ¿A tu taberna favorita?

—Nos encaminaremos al Templo de los Magos, o lo que queda de él —contestó el elfo—. Al Portal de los Dioses.

—¿Y es allí donde vamos a reunimos con Dagnarus? —preguntó Shadamehr de improviso.

Silwyth no se inmutó. No cambió su expresión, aunque captar una expresión en aquella masa de arrugas que era su cara resultaba difícil. Los almendrados ojos de Silwyth, tras las ranuras de piel fruncida, se encontraban siempre encubiertos, velados. En los últimos días el elfo había cogido la costumbre de no mirar a nadie directamente a los ojos, algo que a Shadamehr le resultaba muy curioso.

Lo miró a los ojos con la esperanza de atisbar un asomo de sorpresa de enojo, de miedo… De algo, no sabía muy bien qué. Lo que vio lo dejó tan estupefacto que casi se le olvidó la pregunta.

—No sé a qué os referís —dijo Silwyth y su voz sonó tranquila. Sin embargo, había vacilado una fracción de segundo antes de contestar.

—Estoy… eh… seguro de que debes recordarlo —dijo Shadamehr, que se había recobrado del sobresalto con un gran esfuerzo—. Lo que hablamos en la cueva, respecto a que lord Dagnarus…

—Ahora es rey —lo corrigió el elfo.

—Mis disculpas para el rey —dijo Shadamehr—. Respecto a que su majestad, el rey Dagnarus, nos había tendido una trampa. Wolframio nos lo contó. Mi amigo Ulaf se lo había advertido. Tienes que acordarte…

—Debéis perdonar a un viejo que a menudo olvida las cosas —dijo Silwyth. Alzó la vista hacia el sol de forma harto significativa; el astro empezaba a descender hacia el oeste—. Deberíamos darnos prisa. Nos quedan por recorrer varios kilómetros más antes de que anochezca. Será mejor que entremos en la ciudad por la mañana, y tardaremos todo el día en llegar a nuestro punto de destino. No sería agradable quedarnos atrapados allí después de oscurecer.

—Y a propósito de trampas —dijo Shadamehr con aire despreocupado—, me preguntaba si Dagnarus nos estaría tendiendo la trampa en el Portal o en otro sitio.

—Puede que a los demás les parezcan divertidas vuestras payasadas, barón —replicó el elfo—. Me temo que yo no les encuentro la gracia. A cada uno de los cuatro se os ha dicho que debéis llevar los fragmentos de la Gema Soberana al Portal de los Dioses. Os guiaré hasta allí o no lo haré, como queráis. —Encogió los estrechos hombros—. Si creéis que es una trampa, no vayáis.

Hizo una reverencia y echó a andar calzada adelante. El enano fue tras él a zancadas y la capitana se acomodó a su paso. Damra estaba a punto de seguirlo, pero Shadamehr la agarró del brazo y la detuvo.

—¡Mírale los ojos! —le susurró.

—¿Qué? —La elfa lo contempló fijamente.

—Lo he mirado a los ojos. Ha sido igual que aquella otra vez, en el palacio de Nueva Vinnengael, cuando tomé en brazos al joven rey…

—¿Quieres decir que Silwyth…?

—No es Silwyth —la atajó el barón en tono grave—. Ya no. Es un vrykyl.