7
7
Shadamehr se sentó pesadamente en una de las sillas y apoyó la cabeza en los brazos. Tenía que dar otro adiós, y éste le rompería el corazón y le dejaría un deprimente vacío, culpabilidad y amargo arrepentimiento. Luchando para mantenerse a flote en aquellas aguas oscuras, se sintió atrapado por una corriente de resaca que lo arrastraba hacia el fondo. Le faltaban fuerzas para luchar. Parecía mucho más sencillo rendirse y dejar que las negras aguas se cerraran sobre su cabeza.
Contempló con envidia el cadáver de Bashae y el semblante despejado de todo dolor y toda preocupación. Shadamehr anhelaba hallar esa misma bendita paz, pero no podía permitirse tal lujo. Había hecho una promesa a Alise y había hecho una promesa a Bashae. Tenía la Gema Soberana. Se le había traspasado la responsabilidad y ahora tenía que decidir qué hacer con ella.
El Consejo de los Señores del Dominio había sido disuelto por orden de la nueva regente.
De todos modos esa pandilla de viejos chochos sería incapaz de hacer nada, pensó, y acto seguido se lo reprochó. No estaba en situación de culparlos por no renovar la Orden con sangre joven. A él se le había ofrecido la oportunidad y la había desdeñado despreocupadamente.
El Señor del Vacío y sus ejércitos de diabólicos taanes levantaban el campamento a las afueras de la ciudad de Nueva Vinnengael. El rey era un vrykyl enmascarado en el cuerpo de un niño, un vrykyl que había asesinado al rey —un amigo querido— y a su inocente hijo a fin de robar el trono. Shadamehr sabía la verdad, pero ¿cómo podía convencer a alguien? Era un hombre buscado por la justicia por haber osado poner las manos encima al joven rey. A buen seguro existía una sentencia de muerte dictada contra él, porque el vrykyl habría dado la orden de que lo mataran nada más verlo.
Y dentro de unos instantes tendría que decirle adiós a Alise, a la mujer a la que había amado durante años, la única mujer a la que podría amar jamás.
—Me falta entereza —dijo, abatido—. No puedo hacerlo. Bashae… Alise… Depositasteis vuestra confianza en la persona equivocada y pagasteis con la vida por ello. No sé qué hacer. No sé adonde ir…
—¡Shadamehr!
Alzó la cabeza y abrió los ojos. Ulaf se encontraba a su lado y le sacudía el brazo.
—Siento despertaros —empezó.
—No estaba dormido —dijo Shadamehr.
—Milord, es Alise.
Shadamehr se quedó pálido. Tenía que ser fuerte. Era lo menos que le debía a ella.
—¿Ha llegado la hora? —preguntó.
—Creo que deberíais venir —contestó quedamente Ulaf.
El barón se levantó con trabajo, pero rehusó la ayuda de Ulaf y echó a andar él solo. Iba recobrando fuerzas. Los horrores del Vacío persistían, flotaban en la superficie del agua oscura junto con el resto del naufragio de su vida, pero iba recuperando la fuerza corporal. Entró en el almacén y al hacerlo advirtió que Ulaf se quedaba atrás.
Caminó entre barriles y cajas hacia donde había dejado a Alise y se encontró con una escena extraña.
Parecía como si una tienda de circo se hubiese tragado a Alise.
Extendida sobre los hombros y el torso de la mujer había un montón de tela de vivos colores y decorada con cuentas y campanillas. Shadamehr tenía la vaga idea de haber visto aquello antes, y entonces, al mirar a Abuela, lo recordó. La anciana se había quitado la falda de adornos tintineantes y había arropado a Alise con ella.
El barón se preguntó si aquello sería algún tipo de ritual pecwae para los muertos o si sería que Abuela se había vuelto loca, que la muerte del nieto le había hecho perder la razón. Aferrándose con todas sus fuerzas a su propia cordura, Shadamehr pensó que no podría soportar aquello.
No se veía el rostro de Alise, amortajado con su propio cabello brillante. Ya no sufría. Tenía el cuerpo relajado, las extremidades permanecían inmóviles y tranquilas. Parecía dormida, y Shadamehr dio las gracias por poder recordarla de ese modo. Se arrodilló a su lado, le tomó la mano y se la besó.
—Adiós, amor mío…
Abuela alargó la mano y apartó el cabello despeinado de Alise para dejarle la cara al aire.
Shadamehr dio un respingo.
El rostro de Alise estaba terso, sin heridas. Al notar el roce de Abuela, Alise abrió los ojos. Vio a Shadamehr, sonrió con aire somnoliento y después volvió a cerrar los ojos y se durmió otra vez.
—¡Es obra vuestra! —exclamó el barón mientras miraba de hito en hito a Abuela, cuyo rostro arrugado como una nuez le pareció de repente el más hermoso de todo Loerem.
—Tal vez ayudé —contestó la anciana a la par que sacudía la cabeza y se encogía de hombros—. Pero el trabajo lo hicieron los dioses. —Suspiró y después alzó la vista para preguntar en voz queda—: ¿Y Bashae?
—Ha muerto, Abuela. Lo siento. —Shadamehr le mostró la mochila—. Me entregó la Gema Soberana. Me ocuparé de que su misión se lleve a cabo. Le hice una promesa.
La anciana asintió en silencio y se puso a toquetear la falda alisando los pliegues y ordenando algunas gemas. Sólo llevaba puesta una camisola que estaba desgastada y deshilachada. Las campanillas de la falda tintinearon suavemente.
—Dormirá mucho tiempo —dijo Abuela—. Cuando se despierte, se encontrará igual que siempre. —Miró de nuevo a Shadamehr; los brillantes ojos resplandecían con la luz de la linterna—. Te ama mucho.
—Y yo la amo a ella —contestó Shadamehr sin soltarle la mano a Alise, como si no pensara soltarla nunca.
—Dos imanes —dijo la anciana mientras levantaba los puños apretados uno contra otro—. Los dos poseen mucha atracción, pero si se los pone juntos ¿qué pasa? —Los puños se apartaron bruscamente—. Los dioses los hicieron para que estuvieran separados siempre.
—Nunca he tenido en gran estima a los dioses —contestó el barón, que pasó la mano por los rizos empapados de sudor de Alise.
—Pues deberías. —Abuela gruñó. Con un movimiento ágil quitó la falda que cubría a Alise y se la metió por la cabeza. Meneó el cuerpo y la falda se deslizó hasta las huesudas caderas y los pliegues cayeron alrededor de las piernas en medio de un ruidoso tintineo de campanillas—. Los dioses la trajeron de vuelta.
—Pero no trajeron a Bashae —argumentó Shadamehr—. Les pediste que curasen a Bashae y se negaron.
Abuela no dijo nada. Se llevó las manos a la cara y se limpió los ojos.
—¿Por qué no estáis enfadada por eso? —demandó el barón—. Los dioses salvaron a esta mujer, una extraña para vos, y se llevaron a Bashae. ¿Por qué no gritáis y les chilláis hasta que vuestra voz aturda los cielos?
—Lo echo de menos —respondió simplemente la anciana. En su rostro se reflejaba el dolor y la angustia, pero su voz sonaba tranquila, casi serena—. He enterrado a todos mis hijos y a muchos de mis nietos. Bashae era mi preferido de todos ellos. Era tan joven, apenas había empezado a vivir. Por eso les pedí a los dioses que lo trajeran de vuelta. Incluso les pedí que me llevaran a mí a cambio. Pensaba que era yo la que tenía que morir en este viaje, aquí, en mi ciudad del sueño, pero… —-Se encogió de hombros y las campanillas tintinearon suavemente—. Los dioses decidieron otra cosa.
»Un recién nacido grita y chilla cuando llega a este mundo. Llora al ver la luz. Si le dieses a elegir, el bebé regresaría a la cálida y segura oscuridad. Sin embargo, decimos que la vida es un don. —Abuela sacudió la cabeza—. Tal vez la muerte es un don mayor. Al igual que el bebé, tenemos miedo de dejar lo que conocemos.
Shadamehr no habló porque no quería discutir con ella. En su opinión los dioses —si es que había dioses— eran arbitrarios e insensibles y actuaban a su antojo.
Abuela le golpeó la frente con la palma de la mano.
—¿A qué viene eso? —preguntó él, sobresaltado.
—Eres un niño mimado, barón Shadamehr —dijo Abuela con aire severo—. Se te ha dado todo lo que quieres y todavía te revuelcas en el polvo chillando y llorando y dando patadas porque pides más. No sé por qué te aguantan los dioses.
Pasó a su lado empujándolo en medio del tintineo de campanillas. Se paró en la puerta del almacén y se volvió a mirarlo.
—Deben de quererte mucho.
Shadamehr albergaba sus dudas respecto a eso y, de momento, tampoco le importaba. Los dioses amaban a Alise, y él también, y eso era todo lo que necesitaba saber. Levantándola en brazos, la estrechó contra sí y se deleitó con la calidez renovada que le recorría el cuerpo.
—Milord —llamó Ulaf, que se acercó y se puso en cuclillas a su lado—, tenemos que…
—¡Va a vivir! —dijo Shadamehr a la par que abrazaba con más fuerza a Alise.
—¡Gracias a los dioses! —manifestó fervientemente Ulaf—. Pero, milord, tenemos que pensar en lo que vamos a hacer ahora. Si el ejército de taanes de Dagnarus no está aquí ya, no tardará en estarlo. No nos interesa quedarnos atrapados en una ciudad sitiada. —Sabedor de las reacciones imprevisibles de su señor, a Ulaf le pareció que lo mejor sería añadir—: ¿Verdad?
—No, no nos interesa —respondió el barón en tono enfático. Su mente estaba trabajando de nuevo. Se sentía lo bastante fuerte para nadar incluso contra la oscura corriente que había intentado arrastrarlo al fondo—. Hay un barco orco esperándonos en el puerto. Ya mandé allí a la Señora del Dominio elfa y a su esposo. Los orcos tienen orden de esperar hasta el amanecer antes de zarpar. Llevaré a Alise, al trevinici y a Abuela a bordo del barco. Mientras tanto, tú y los demás viajaréis por tierra para llevar mensajes a los Señores del Dominio y decirles lo que ha ocurrido y que nos reuniremos con ellos en la ciudad de Krammes. La Academia Real de Caballería se encuentra allí. Tenemos el fragmento humano de la Gema Soberana. Eso tiene que valer de algo. Reuniremos un ejército y regresaremos para reconquistar Nueva Vinnengael del Señor del Vacío.
—Entonces, ¿creéis que la ciudad caerá?
—Sí —fue la breve respuesta del barón.
—¿Cómo encontraré a los Señores del Dominio? Conozco a uno de ellos, lord Randall, pero…
—Rigiswald los conoce a todos. Fue al templo para leer cosas sobre la Gema Soberana. Probablemente aún sigue allí. Ya sabes cómo es cuando mete la nariz en un libro. Llévalo contigo.
—Oh, vamos, milord. ¡Preferiría viajar con el vrykyl! —protestó muy en serio Ulaf—. Ese anciano es el viejo más irascible que haya existido jamás. Tiene una lengua que podría talar pequeños árboles.
—Entonces, nunca te faltará leña —respondió Shadamehr en tono apaciguador—. Lo lamento, querido muchacho, pero Rigiswald es el único que puede ayudarte en esto. Conoce a los Señores del Dominio y sabe dónde es más probable que se los pueda localizar.
—De acuerdo —aceptó Ulaf, sombrío—. Iré a reunir a los demás. ¿Recordáis que hay toque de queda, milord?
—Ésa es la razón de que los dioses inventaran el sistema de alcantarillado —contestó Shadamehr—. Ésa será mi ruta. ¿Qué harás tú?
—Jamás conseguiría meter a Rigiswald en una alcantarilla, y lo sabéis. Hay un portero que me debe un favor —añadió Ulaf con un guiño de ojo—. Cuidaos vos y cuidad de Alise, milord. Yo me ocuparé de los otros, incluido Rigiswald.
—Excelente. Ve a pedir unas mantas a esa buena mujer. Quiero arropar a Alise para que esté caliente. —Cuando la mirada de Shadamehr se detuvo en la sala principal de la taberna, la expresión del barón se suavizó—. También necesitarás una mortaja para el cadáver. Voy a llevarlos a casa.
—Bashae es responsabilidad mía —adujo Jessan, lacónico—. Bashae y Abuela.
Shadamehr y Ulaf intercambiaron una mirada sobresaltada. Ninguno de los dos había oído entrar al guerrero detrás de ellos.
—Podrían viajar conmigo y con el resto de los nuestros, milord —sugirió Ulaf—. Mis compañeros y yo viajamos hacia el este —le dijo a Jessan—. Como milord dice, la calzada puede ser peligrosa. No nos vendría mal otra espada. ¿Vendrás?
La desconfianza ensombreció el semblante del trevinici.
—He tenido pruebas de sobra de tu valor, Jessan —añadió Ulaf—. Cabe la posibilidad de que vayamos directamente a los brazos de los taanes. En tal caso no se me ocurre nadie mejor para tener a mi lado.
—Entonces iré contigo, si Abuela está de acuerdo —asintió Jessan.
Ulaf persuadió a la afligida Maudie, que sucumbía a las lágrimas cada vez que miraba el cadáver de Bashae, para que se calmara y le llevara mantas con las que arropar a Alise.
—Me preocupa qué hacer con Maudie —comentó Shadamehr mientras acompañaba a Ulaf hasta la puerta—. Dentro de uno o dos días esta ciudad estará sitiada o algo peor.
—Está más segura aquí que en cualquier otro sitio —opinó Ulaf, objetivo—. Decidle que invite a sus parroquianos más recios a ayudarla a defender su propiedad.
—Supongo que tienes razón —admitió el barón—. Tendría que hacer algo, cualquier cosa, para ayudar, y sin embargo me marcho.
—Tenéis la Gema Soberana —le recordó Ulaf—. Debéis pensar en eso. Le he dicho a Jessan y a Abuela que estén preparados para salir por la mañana. Adiós, milord. Que tengáis buen viaje.
—Y tú —deseó Shadamehr, que estrechó la mano de su amigo—. Con suerte, los guardias de la ciudad aún estarán preocupados por la reyerta en El Atigrado Rechoncho. Deberías poder llegar al templo sin que te pararan. Saluda de mi parte a Rigiswald cuando lo veas.
Cuando Shadamehr regresó al interior descubrió que Abuela había envuelto a Alise en una manta ajustando bien la pieza de tejido y remetiendo los picos del mismo modo que una madre arrebujaría a su bebé recién nacido. Alise siguió durmiendo profundamente durante todo el proceso. Llegó el momento difícil, la hora de las despedidas.
Jessan estaba arrodillado junto a Bashae y velaba en silencio el cadáver de su amigo. Abuela se hallaba sentada, prendida la mirada en el hogar donde las llamas danzaban alegremente, indiferentes a todo.
Shadamehr posó la mano en el hombro del trevinici. El joven se puso de pie y los dos se apartaron hacia el fondo de la sala.
—Ulaf me contó lo del combate. Me dijo que atacaste al vrykyl con peligro de tu propia vida. Nadie duda que hicieras todo lo posible por salvar a tu amigo. No tienes nada que reprocharte.
—No me reprocho nada —respondió sencillamente Jessan—. Bashae tuvo la muerte de un guerrero. Mi pueblo le hará grandes honores. Culparme por su muerte sería quitarle su victoria. Lo echaré de menos porque era mi amigo —añadió en tono más quedo—, pero ésa es mi pérdida y debo afrontarla yo.
—Ojalá fuera tan sencillo —murmuró Shadamehr. Iba a desear un viaje seguro al joven guerrero y entonces recordó a tiempo que eso no se le deseaba a un trevinici.
»Que combatas muchas batallas. Y que te alces victorioso sobre tus enemigos.
—Os deseo lo mismo, milord —contestó Jessan.
El barón hizo una mueca.
—No me gusta mucho la parte de lo de las batallas —reconoció—. Pero me quedo con lo de la victoria sobre los enemigos.
Regresó hacia la chimenea para despedirse de Abuela. Había llegado a apreciarla mucho en el corto tiempo que habían pasado juntos y la iba a echar de menos. La rozó suavemente en el hombro.
—Abuela, vengo a despedirme y a deciros cuánto lamento vuestra pérdida. Siempre honraré a Bashae como una de las personas más valientes que he conocido. Si salimos vivos de esto, haré que la historia de su coraje y lealtad se conozca en todo el mundo.
Abuela alzó la vista; las llamas parecían seguir titilando en sus ojos, apagado su brillo por el humo.
—Mientras guardéis su historia aquí, me basta —dijo al tiempo que se llevaba la mano al corazón—. Al resto del mundo no le importará gran cosa, salvo quizá como una curiosidad.
Toqueteó los pliegues de la falda y los bolsillos buscando algo y finalmente sacó una turquesa. Examinándola con ojo experto para asegurarse de que no tenía defectos, puso la gema en la mano de Shadamehr. Era un regalo valioso, porque los pecwaes creían que las turquesas poseían poderes especiales de protección. El barón sabía que la anciana las usaba para protegerse a sí misma y no quería privarla de una.
—Abuela, os lo agradezco, pero no puedo aceptar…
—Oh, sí que puedes —lo interrumpió y a continuación señaló con un brusco cabeceo hacia el fuego—. He visto hacia dónde te diriges y la vas a necesitar.
Shadamehr bajó la vista hacia la turquesa, azul como el cielo y con vetas plateadas. Después de todo, podía venirle bien. Guardó la turquesa en la mochila que contenía la Gema Soberana y se inclinó para besar la arrugada mejilla de la anciana pecwae.
—Gracias, Abuela. Que tengáis un buen viaje.
—Te desearía lo mismo, pero sería en balde.
«Muy probablemente», pensó Shadamehr.
Levantó a Alise, envuelta cálidamente en los pliegues de la manta, se colgó en un hombro la mochila y se cargó el cuerpo inerte de la mujer en el otro. La sujetó por las piernas y dio las gracias fervientemente porque estuviera desmayada; de haber estado despierta, la mujer habría protestado a voz en cuello e indignada porque la transportara como un saco de harina.
Shadamehr aceptó la linterna sorda que Maudie le ofreció. Manteniendo la pantalla cerrada para tapar la luz, abrió la puerta de la posada y escudriñó la noche. Calculó que disponía de unas tres horas hasta que amaneciera. La calle se encontraba vacía. Un intenso resplandor iluminaba el cielo a no mucha distancia. El Atigrado Rechoncho seguía ardiendo. Casi todas las patrullas se hallarían concentradas en esa área para sofocar el fuego.
Tras dar un último y quedo adiós, Shadamehr asió firmemente a Alise y la mochila que contenía la Gema Soberana y se deslizó en la oscuridad.