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Vinnengael había vencido. Se había derrotado a los taanes, se los había aniquilado. Dagnarus ordenó que no se dejara a ninguno con vida, y se obedeció su mandato. Se destruyó a los taanes, pero a un terrible precio. El río Arven se contaminó por la sangre que fluyó a su corriente. Un horrible color marrón enturbió el agua, que olía a muerte.

Los cadáveres de los taanes abarrotaban las calles. Los guardias cargaban los cuerpos en carros y se los llevaban, pero se tardaron días en quitarlos todos. Las ratas poceras y las colarrosas salieron a raudales de las alcantarillas para alimentarse de los muertos y propagaron enfermedades que la falta de agua potable agravó. Los cadáveres se quemaban en una pira gigantesca levantada al sur de la ciudad para aprovechar que el viento predominante del norte se llevara el humo.

A los vinnengaleses que habían muerto en batalla se los enterró en una fosa común fuera de las murallas de la ciudad porque no había tiempo ni fuerzas ni material para construir tantos ataúdes y tumbas ni para celebrar ritos individuales.

Al principio el viento del norte se llevó el humo de la muerte lejos de Nueva Vinnengael, pero a los dos días de la batalla —el día previsto en principio para la coronación de Dagnarus— el viento cambió al sur y arrastró el nocivo humo y las pavesas hacia la ciudad. La ceniza cubrió cualquier superficie con una capa de hollín negro que tenía un horrible tacto grasiento. Los ciudadanos llevaban tiras de tela atadas sobre la boca y la nariz y prohibían a sus hijos jugar fuera. La ceniza cubrió la reluciente fachada blanca de palacio y penetró en recovecos y ranuras de la ornamentada manipostería del templo. Los ciudadanos restregaron y frotaron, pero el agua no sólo no limpiaba el hollín sino que lo extendía como una pringue.

Los adoquines de las calles estaban manchados de sangre que no se podía quitar. La gente trabajó durante días restregando las manchas del empedrado del Paseo del Buen Día, pero resultó una tarea inasequible. La sangre se había filtrado por las grietas entre los adoquines y al parecer no había nada que pudiera quitarla.

Tras haber visto a los taanes y haber presenciado la salvaje bestialidad con que combatían, los neovinnengaleses se estremecían al recordarlo y se consideraban inconmensurablemente afortunados de no haber corrido peor suerte tanto ellos como su ciudad. Debían agradecérselo al nuevo rey, y estaban preparados para hacerlo de todo corazón. Todos, desde el noble de más alta cuna en su casa palaciega hasta el granujilla que limpiaba los establos de los establecimientos de hospedaje más destartalados, arrimaron el hombro y trabajaron con afán para limpiar Nueva Vinnengael a tiempo para la coronación de Dagnarus.

Las horripilantes manchas que no se pudieron quitar se cubrieron con yeso. Los malos olores que no se pudieron eliminar se disimularon con flores.

Siete días después de su victoria sobre el ejército enemigo que él mismo había dirigido, Dagnarus fue coronado rey del imperio vinnengalés. Sería una nación majestuosa, reverenciada y honrada por todas las otras naciones, que se inclinarían ante ella. Todos los pueblos se inclinarían ante su rey.

En el amanecer del día de su coronación, Dagnarus entró solo en el Salón de las Glorias Pasadas. Había mandado retirarse a los criados y a los cortesanos para que siguieran con los preparativos.

La iglesia presidiría la coronación. Dagnarus había trabajado esforzadamente para tener garantizada su participación —su participación de buen grado—, y Tasgall había asegurado su éxito. Dagnarus estaba complacido con el mago guerrero. Le recordaba mucho al capitán de la guardia de su padre, un hombre que se había interesado en el joven Dagnarus cuando ningún otro se había tomado la molestia, un hombre que, esencialmente, había contribuido a educarlo.

El capitán Argot habría merecido una suerte mejor. Había perecido en la batalla de Antigua Vinnengael, y Dagnarus había lamentado sinceramente su muerte cuando se enteró. El rey decidió que Tasgall sí sería recompensado. Aún no era un candidato aceptable para convertirse en vrykyl, pues carecía de instrucción en los métodos del Vacío. Pero eso llegaría con el tiempo. Entretanto, lo nombró mago prior tras la dimisión de la ex regente por motivos de salud.

Como estaba estipulado que todos los cabezas de las órdenes presentaran su dimisión cuando se elegía un mago prior, los otros tuvieron que hacerlo. Por costumbre el nuevo mago prior se limitaba a rechazarlas. Tasgall, siguiendo el consejo de Dagnarus, las había aceptado todas y había puesto en los cargos a gente que le era leal.

Tasgall tenía conciencia, y esa conciencia le estaba causando agudos remordimientos porque había ocupado el puesto de mago prior sin apenas renuencia. Lo había tomado porque había visto el daño que sobrevendría si la iglesia y la corona se enfrentaban o si una de las dos se volvía demasiado poderosa y dominaba a la otra. Tasgall creía que Dagnarus y él trabajaban en equipo por el bien de Vinnengael. El rey aún no lo había sacado de su error sobre eso. Dagnarus había aprendido a tener paciencia a lo largo de sus doscientos años, y también había aprendido a ser sutil.

Todo progresaba estupendamente, hasta lo relativo a la recuperación de los fragmentos de la Gema Soberana. La verdad es que había problemas, pero cuando fuera emperador se solucionarían.

Valura había informado desde el reino elfo que la guerra civil había llegado a un punto muerto. Las fuerzas del Divino seguían conservando, pertinaces, ciertas áreas de Tromek, incluido el extremo occidental del Portal, que defendían guerreros de la casa Kinnoth, que eran especialmente duros y tenaces y que se habían mostrado inmunes a las intentonas de hacerlos cambiar de bando.

En consecuencia, algunas de las casas que apoyaban al Escudo empezaban a vacilar, pero Valura manifestaba su confianza en que un asesinato aquí y un escándalo allí pondrían firmes a las casas. Dagnarus le ordenó que siguiera en Tromek hasta que la guerra hubiera terminado y la situación estuviera resuelta a su satisfacción. Después, tenía planes que mantendrían a Valura en el reino elfo —y lejos de él— para siempre.

A ella no le gustaría, pero obedecería. Estaba obligada a obedecer.

En el salón del trono, situado en la planta baja, se estaba congregando la gente: miembros de la iglesia de alto rango, los barones, nobles de segunda fila, caballeros con sus damas, mercaderes acaudalados e influyentes, los embajadores de gobiernos que aún estaban aliados con Vinnengael (pocos), los músicos reales; y distinguidos invitados, como el joven soldado de pensamiento ágil que había actuado con tanta rapidez para cortar las cuerdas que bajaban las puertas.

El joven Havis no estaría presente. Lo habían mandado lejos. Al cabo de unos seis meses se sabría en Vinnengael que el pobre niño había sucumbido a algún tipo de enfermedad; el sarampión, quizá. Para entonces, a nadie le importaría mucho.

Se reunirían todos en el salón del trono para esperar a su rey, el conquistador. Las gentes de Vinnengael se habían alzado con la victoria. Por desgracia, en esa victoria habían sufrido su mayor derrota. Podían intentar hacer desaparecer el humo y la sangre, pero nunca borrarían de su memoria el recuerdo. Desde aquel día, ningún vinnengalés recorrería las calles de la capital sin ver aquellas horripilantes manchas. Ninguno de ellos podría dormir de noche sin oír el eco de los gritos de los moribundos. Ninguno podría olvidar los montones de cadáveres apilados en la plaza del mercado ni el hedor del humo de las piras funerarias.

Al llevar la guerra a Nueva Vinnengael, Dagnarus había impuesto los horrores de la guerra a todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad. Y lo había hecho por una razón. Cuando lo coronaran, prometería a la afligida y desolada población que si juraban serle leales y obedientes él se comprometía a protegerlos de todo daño y peligro.

Se lo prometerían humildemente. De buena gana. Postrados en sangre le jurarían lealtad. Jamás lo olvidarían.

Dagnarus no dejaría que lo olvidaran.

Levantó la corona de Vinnengael del cojín de terciopelo sobre el que descansaba, preparada para que la transportara el mago prior a la capilla, donde rogaría a los dioses que dieran sus bendiciones al rey.

Los dioses las darían o no, como decidieran. En realidad a Dagnarus no le importaba. No necesitaba a los dioses. Tenía el Vacío. Y sólo quería una bendición.

Dagnarus se encaminó hacia el mural en el que antes se veía a los dos reyes de Vinnengael, padre e hijo, Tamaros y Helmos. La pintura se había rehecho. El artista y sus ayudantes habían trabajado día y noche para tener terminado el mural para aquella ocasión histórica. La sala apestaba a pintura fresca y a aceite de linaza.

En el retrato actual, el rey Tamaros estaba junto a su hijo menor, el príncipe Dagnarus. El semblante del padre irradiaba orgullo. El príncipe aparecía apuesto, encantador.

Vestido con sus galas reales, preparado para bajar al salón del trono y recibir las aclamaciones de su pueblo, Dagnarus cayó de rodillas delante del mural.

—Lo he conseguido, padre —dijo—. Soy rey de Vinnengael. Haré que te sientas orgulloso de mí, padre. Lo juro. Ya no tendrás que avergonzarte de mí.

Su padre parecía tan cerca de él… Dagnarus esperó un instante, temiendo y deseando al mismo tiempo oír algún susurro procedente de la tumba.

No oyó nada, pero Dagnarus tuvo la seguridad de recibir la aprobación de su padre. Se puso de pie y abandonó la sala para ser recibido por aclamaciones resonantes de los caballeros y barones reunidos que esperaban para proporcionarle una escolta de honor.

A lo largo de la extensa y a veces tediosa ceremonia de coronación, el rey recién coronado imaginó que podía sentir la mirada de su padre posada con orgullo en él, en Dagnarus, el hijo amado.

Rigiswald no había asistido a la coronación aunque había recibido invitación. Tasgall le había dicho que Dagnarus se había mostrado muy interesado en conocer al «anciano caballero» que había manifestado interés por los vrykyl.

—Gracias, pero voy a estar muy ocupado —había alegado Rigiswald.

—¿Haciendo qué? —fue la pregunta de Tasgall.

—Todavía no lo he decidido.

Tasgall había fruncido el entrecejo, pero no había añadido nada más.

En las calles se oía todavía el ruido del jolgorio. La celebración había durado toda la noche y aún continuaba después de haber salido el sol. Rigiswald dobló cuidadosamente su mejor túnica de lana a fin de enrollarla e introducirla en una bolsa de cuero. Lo interrumpió una llamada a la puerta.

Al abrirla halló a un paje joven de aspecto avispado, vestido con ropas llenas de frunces y bordados dorados. El pajecillo le tendió un pliego doblado, con un precinto de lacre colgado de una cinta.

—Para vos, señor.

Rigiswald lo aceptó y le dio al chico una moneda por las molestias. El paje se alejó, lanzando alegremente la moneda al aire y recogiéndola de revés.

El viejo mago empezó a cerrar la puerta y entonces vio a Tasgall de pie al otro lado del pasillo, mirándolo. Rigiswald hizo un leve gesto de asentimiento y se dio media vuelta. Tasgall interpretó el cabeceo como una invitación y lo siguió al interior del cuarto.

Rigiswald soltó el pliego sobre la mesa, metió la túnica enrollada en la bolsa, la alisó y la roció de aceite de cedro para protegerla de las polillas.

—Eso es una llamada al Palacio Real —comentó Tasgall al mirar el pliegue precintado.

—Sí, supongo que lo es.

—¿Es que no pensáis ir?

—No, no pienso ir.

—Eso contrariará a su majestad.

Rigiswald se puso a enrollar y hacer una bola con los calcetines.

—Su majestad tiene a tantos centenares de personas esperando que repare en ellas, que no echará en falta a un viejo.

—Sé a qué viene esto —dijo Tasgall.

—Da la casualidad de que yo también lo sé —respondió Rigiswald.

—No conseguiréis nada con no ir.

—Tampoco conseguiré nada si voy.

—A su majestad le ha molestado que el barón Shadamehr no asistiera a la coronación —dijo Tasgall—. Shadamehr era el único barón que no estaba presente. Su ausencia fue notoria.

Rigiswald metió la bola de calcetines en el fondo de la bolsa. Sosteniendo un pequeño disco de plata pulida, se miró en él. Se peinó la recortada barba y el cabello y después guardó el disco y el peine en la bolsa.

—Si el barón Shadamehr no acude inmediatamente a presentar sus respetos y a jurar lealtad a su nuevo rey, será declarado traidor —manifestó el mago prior, exasperado—. Se lo exiliará y se lo condenará a muerte si regresa a Vinnengael. Sus tierras y su castillo se confiscarán para la corona. Su majestad requiere cierta garantía de que el barón vendrá.

Rigiswald metió en la bolsa varios libros, algunos que había comprado recientemente y otros que había llevado consigo. Los colocó con cuidado para que no arrugaran la túnica ni aplastaran los calcetines. Acabado de hacer el equipaje, levantó la bolsa, la cerró y ajustó las correas. Después se puso la capa de viaje.

—No soy el secretario del barón Shadamehr —dijo mientras cerraba el broche de oro que sujetaba la capa—. No llevo su agenda de compromisos.

—Sois su amigo, señor. Deberíais aconsejarle que rendir honores a su rey es algo que debe hacer.

Rigiswald levantó la bolsa y no le tendió la mano para estrechársela.

—Adiós, Tasgall. Enhorabuena por vuestro ascenso.

Se dirigió hacia la puerta.

Tasgall cogió el pliego y jugueteó con él.

—La familia del barón ha poseído esas tierras desde hace generaciones. Sus ingresos provienen de lo que produce esa tierra y de la tarifa que recauda de los que viajan río abajo. Si Shadamehr pierde su baronía, será un exiliado empobrecido que no tendrá adonde ir ni amigos que intercedan por él ni refugio.

Rigiswald se paró y se volvió hacia el mago prior.

—Me han contado que el cabeza de la Inquisición murió ayer.

Tasgall no respondió.

—Murió de… ¿Qué fue? ¿Un ataque al corazón? —insistió Rigiswald.

Tasgall mantuvo fija la mirada en el sobre.

—Llevaba un tiempo que no se sentía muy bien. Una investigación ha establecido que murió por causas naturales.

—De encontrarme en vuestro lugar, Tasgall, estaría atento a esas causas naturales —dijo Rigiswald, que esbozó una sonrisa tirante—. Tengo entendido que se están propagando.

Tasgall cruzó el cuarto en tres zancadas y agarró al otro mago por el brazo.

—Decidle al barón que lo único que tiene que hacer es doblar la rodilla y jurar lealtad al rey Dagnarus.

—¿Lo único? —Rigiswald miró plácidamente al mago prior—. Amigo mío, eso lo es todo.

Rigiswald recorrió solo las calles de la ciudad, que todavía se estaban restregando, y salió por las puertas, que todavía se encontraban en reparación. Miró hacia atrás y vio las nuevas banderas de Vinnengael, que representaban un fénix dorado que surgía de unas llamas rojas como sangre aleteando en el aire lleno de humo.