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R igiswald cenó solo en un ambiente depresivo. La hora del ocaso se acercaba, aunque el único referente que se tenía era la luz cada vez más plomiza, porque las densas nubes que soltaban cortinas de agua sobre la ciudad no dejaban ver el sol.

La voz se corrió, por supuesto. Los barones y caballeros se congregaron en una taberna para discutir el asunto y, a pesar de que se retiraron a una sala privada, al alzar la voz los oyeron todos los que se habían apiñado en la taberna en busca de noticias. El cabeza de la Asociación de Gremios de Mercaderes convocó a sus miembros a una sesión de emergencia. Se reunieron en la Cámara Gremial, un edificio enorme e imponente de vigas oscuras y paredes encaladas que se encontraba al final de una calle conocida como Ringla de la Cámara Gremial. Los encargados de cuidar los caballos y los conductores de carruajes se apiñaban en la puerta para enterarse del desarrollo de la reunión y comunicaban lo que oían a los guardias, quienes se suponía que tendrían que haber estado patrullando las calles.

Rigiswald estaba en la escalera del templo y observaba el gentío que empezaba a congregarse delante de palacio. La idea del toque de queda había quedado relegada al olvido. Los guardias de la ciudad que deberían haber impedido que hubiese gente por las calles se hallaban entre los que se apiñaban contra las verjas de hierro que rodeaban el recinto de palacio y estiraban el cuello para ver al hombre que afirmaba ser hijo del rey Tamaros, muerto largo tiempo atrás.

Los barones y los caballeros salieron de la reunión y se encontraron atascado el camino de vuelta a palacio. En el momento en el que la multitud reparó en su presencia empezó a pedir noticias a voz en cuello. Finalmente, comprendiendo que no podrían llegar al palacio de otro modo, los barones se apresuraron a elegir a uno de ellos para que hablara. Alguien acercó rodando un carro grande que usaba una de las cervecerías para transportar barriles. El portavoz se subió al carro y la multitud guardó silencio, atenta.

El barón empezó por referir todo lo que Dagnarus había dicho. Hizo una reseña bastante fiel. Resultaba obvio que simpatizaba con la causa de Dagnarus y no tardó en poner de su parte a la multitud. Hubo enérgicos cabeceos de asentimiento en muchos sitios y sonó una aclamación cuando llegó a la parte de «¡Los soldados vinnengaleses son los más arrojados, los mejores y los más leales que hay en el mundo!», pues en la muchedumbre había muchos que habían servido en la milicia de la ciudad y que, incluso entonces, tenían amigos y familiares que estaban de servicio en las murallas.

Cuando se refirió al niño rey, el tono de su voz se suavizó y el gentío murmuró compasivo, en especial las mujeres.

—Pero, a pesar de lo mucho que amamos a nuestro monarca —proclamó el barón—, es joven, sólo es un niño. No tendrá edad para gobernar durante muchos años. Entretanto, todos sabemos quién es el verdadero poder que está detrás del trono.

Lanzó una mirada sombría al templo. La multitud siguió la dirección de su mirada y un runrún bajo, como un gruñido quedo, recorrió la multitud.

—Hipócritas —les reprochó Rigiswald desde su aventajada posición en la escalinata del templo—. No hay uno solo entre vosotros que no haya acudido quejumbroso a la iglesia en algún momento de su vida. Queréis que se os cure, queréis magia que levante piedras con las que construir vuestras casas, queréis protección. Sí, hemos cometido errores, los dioses nos valgan, pero vosotros estáis a punto de cometer el error más grande de vuestra vida.

—¡Apoyamos al príncipe Dagnarus! —gritó el barón.

La multitud lanzó un vítor que sacudió el suelo y espantó a las palomas, que levantaron el vuelo hacia el cielo, asustadas. Los barones y caballeros se encaramaron al carro, y la multitud los escoltó en una gran procesión hasta las puertas de palacio.

Rigiswald, indignado, giró sobre sus talones y regresó al interior del templo. En el vestíbulo encontró a algunos novicios y acólitos agrupados que escuchaban con los ojos muy abiertos y expresiones conmocionadas.

—¿Es verdad, reverendo hermano? —preguntó una joven de nariz respingona que no se sentía intimidada por nadie, y menos por un maestro anciano—. ¿Realmente apoyan al Señor del Vacío?

—Vuelve a tus estudios —aconsejó Rigiswald—. Vas a necesitarlos.

Fuera se oía a la multitud aclamar: «¡Dagnarus! ¡Dagnarus!». Alguien gorroneó una cacerola y siguieron entonando el nombre con el ritmo, de manera que lo separaban en tres sílabas y entremedias sonaba un golpe de la cacerola. «¡Dag-na-rus!». ¡Pum! «¡Dag-na-rus!». ¡Pum!

—Bien, eso hará que se sienta como en casa —reflexionó Rigiswald mientras volvía a su cuarto en la zona de dormitorios.

Una vez en el cuarto cerró la puerta de golpe para no oír el ruido y la atrancó. El silencio que sobrevino lo tranquilizó, le dio ocasión de pensar. Se preguntó qué hacer. Su intención era informar a Shadamehr, pero ¿debía avisarle ya o debía esperar hasta que el asunto de Dagnarus fuera definitivo? Rigiswald decidió que no había prisa. El barón se encontraría en algún punto en mitad del océano, con suerte navegando de prisa y todo lo lejos posible de Nueva Vinnengael. En cuanto a Dagnarus, su coronación era cosa hecha, a su modo de ver. Tenía curiosidad por ver cómo su nuevo rey planeaba librarse de diez mil monstruos babeantes sedientos de sangre vinnengalesa.

Y¿cómo enfocaría Dagnarus el asunto de la iglesia? Por ahí no esperaría tener respaldo. ¿O tal vez sí?

—Lo tendrá —decidió Rigiswald, tendido en la cama, rendido por el ajetreo del día—. Acabará ganándoselos para su causa y a los que no, se librará de ellos. Si estuviera en tu lugar, Clovis, me guardaría las espaldas.

Se estaba quedando dormido cuando se le vino a la cabeza la idea de que más valía que se guardara las espaldas él. Había cometido la estupidez de mencionar a los vrykyl y a Dagnarus no le había hecho pizca de gracia; recordar la expresión de su mirada sobresaltó a Rigiswald de tal manera que lo sacó del sopor. Tanteó entre los pliegues de la túnica hasta encontrar un frasquito de tierra, echó un poco debajo de la puerta y masculló unas palabras mágicas.

El conjuro de salvaguardia no detendría al Señor del Vacío, pero no parecía probable que Dagnarus fuera a ocuparse en persona de un molesto viejo, y el hechizo sí detendría a uno de sus secuaces. O si no, le daría tiempo para defenderse.

Tras guardar el frasquito, se dio media vuelta en la cama y se durmió.

El príncipe Dagnarus no salió de palacio. Lo escoltaron hasta una cámara privada donde le facilitaron comida y vino. Como se alimentaba del Vacío, Dagnarus no necesitaba sustento y, de hecho, ver lado, estaba sentado en el trono y daba golpes en las patas con los talones.

Dagnarus sonrió para sus adentros al verlo. «Y bien, Shakur —le dijo mentalmente, asida la daga del vrykyl que llevaba oculta debajo de la capa ondeante—, ¿qué ha pasado en este tiempo?».

«Intenté hablar con vos antes, milord…». Shakur parecía dolido.

«Ya estás hablando conmigo ahora y no disponemos de mucho tiempo». Dagnarus avanzaba despacio por el paso mientras inclinaba la cabeza a izquierda y a derecha y se paraba de vez en cuando para estrechar la mano de alguien o para recibir la aprobación de otro.

«Hubo una trifulca espantosa, milord —informó Shakur—. Los barones, el ejército y los mercaderes están de vuestra parte. Nunca les ha gustado el poder que ha manejado la iglesia y ven en esto una forma de derrocar al clero. La regente arguyó, como podéis suponer, que erais un mentiroso, una vil creación del Vacío que los arrastrará a todos a él. La acallaron con abucheos y, después de mucho gritar y discutir, los barones ordenaron que los altos cargos de la iglesia fueran expulsados de palacio a la fuerza. Durante un momento pareció que se iba a desatar una lucha, pero el mago guerrero Tasgall intervino. Dijo que mientras él respirara no llegaría el día en que un vinnengalés derramara la sangre de otro vinnengalés, sobre todo habiendo un enemigo a las puertas. Pidió que se le concediera un rato a solas con sus colegas de la iglesia.

»Estuvieron hablando en privado alrededor de una hora. El resultado fue que accedieron a aceptaros como dirigente de Vinnengael con la condición de que cumpláis vuestra promesa de libraros de los taanes que amenazan la ciudad. A decir verdad, tampoco tenían muchas alternativas sin iniciar una guerra civil. Estoy convencido de que conspiran contra vos, milord».

«Pues claro que lo hacen, Shakur». Dagnarus casi había llegado al final de las filas y se acercaba al estrado.

«Se los podría eliminar…».

«No, Shakur, mi intención es usar miel con estas moscas».

El príncipe llegó al estrado y se paró delante del pequeño Havis, que respondió a la sonrisa de su señor con inocente encanto y unos ojos muertos, vacíos.

«Una pregunta, milord, antes de que comience esta farsa —dijo mentalmente Shakur—. ¿Qué va a ser de mí? No puedo seguir encerrado para siempre en este cuerpo de niño».

«Me gustas mucho como niño, Shakur —respondió el príncipe con ánimo burlón—. Podríamos pasarlo muy bien juntos, tú y yo. Jugaríamos al batepelota y al rey de la montaña».

«Milord…». Shakur echaba chispas.

«Oh, vamos, Shakur, démonos un beso como buenos primos».

Hincando una rodilla, Dagnarus se postró ante Havis, el cual se levantó del trono. El rey se acercó y dio un beso en la mejilla a Dagnarus.

Los vítores retumbaron en el salón y los oyó el populacho que aguardaba en el exterior, que se unió a las aclamaciones de buena gana aunque no tenía ni idea de a quién o por qué vitorcaban.

«¿Y bien, milord?», demandó ásperamente el vrykyl.

«No te preocupes, Shakur. Me encargaré de que quedes libre. De hecho, te necesito en otro sitio».

«De acuerdo, milord».

Havis tendió la mano para tomar en ella la de Dagnarus y se volvió para quedar de cara a la multitud.

—Que todos los aquí presentes sepan —empezó el niño en voz alta—, y que se proclame a los ciudadanos de Vinnengael, que yo, Havis Tercero, rey de Vinnengael, abdico voluntariamente al trono que me legó mi padre, Havis Segundo, a favor de mi primo, el príncipe Dagnarus, hijo del rey Tamaros, heredero legítimo al trono de Vinnengael.

Havis se quitó la corona (que era demasiado grande para él y necesitaba relleno para que no se le colara hasta la nariz), y se la entregó a Dagnarus a la par que hacía una reverencia.

Dagnarus la sostuvo un momento mientras la contemplaba fijamente con expresión seria y grave. La corona databa de unos ciento ochenta años atrás y era moderna de diseño y elaboración. La antigua y pesada corona de Vinnengael, con sus cien magníficos zafiros, cada uno rodeado de diamantes, se había perdido en la destrucción de la ciudad. Dagnarus había buscado esa corona, así como el orbe con gemas incrustadas y el cetro y otras valiosas piezas de las joyas reales, en su peligrosa excursión a las ruinas, pero no las había encontrado. Supuso que Helmos las había escondido en lugar seguro cuando la ciudad fue atacada. Dagnarus se proponía hallarlas, pero eso vendría después.

De momento, sostenía en sus manos doscientos años de sueños, deseos, lágrimas y sangre. Miró a los reunidos. Vio que los gordos barones sonreían e intercambiaban miradas y gestos de asentimiento. Pensaban que lo tenían en el bolsillo. Vio a los cortesanos preparados para lanzarse a adularlo del mismo modo que habían adulado a la regente, preparados para cambiar su adhesión en la dirección que soplara el viento. Vio a los magos, rebeldes, hirviendo de ira y probablemente tramando ya su caída. Todos hincarían la rodilla y lo proclamarían rey, pero lo harían con guiños y codazos o con miradas iracundas o con risitas tontas.

¡No! Por los dioses o por el Vacío, quienquiera que aceptara su juramento. Los quería postrados ante él, todos rendidos y humillados, extraída hasta la última gota de arrogancia, arrebatadas todas las ganas de lucha. Quería que le ungieran los pies con lágrimas de agradecimiento. Quería su anuencia sin que fuera a regañadientes.

Necesitaban unos azotes.

—Gracias, alteza —dijo Dagnarus—. Acepto esta corona, pero sólo en fideicomiso…

La gente empezó a murmurar. Los barones parecían inquietos, los magos, cautelosos.

—… hasta que haya demostrado que soy digno de ser vuestro soberano. Y eso no sucederá hasta que dirija la batalla que aplaste al enemigo que os amenaza.

Dagnarus se dirigió hacia el anciano cenobita, que observaba con ojos brillantes por la curiosidad y el interés, en la superficie, oscuros e inescrutables en el fondo. Le tendió la corona al monje.

—Os pido que guardéis esto en mi nombre, Custodio de los Tiempos, hasta que llegue el día en que me alce victorioso sobre mis enemigos y los haya reducido a polvo bajo mis pies.

Los presentes en el salón creyeron que se refería a los taanes. A saber lo que pensó el cenobita.

El monje asintió levemente con la cabeza y dijo algo a los omarah en lo que supuestamente era el idioma de dichos guardianes. Los omarah respondieron con una especie de gruñido. Uno se acercó y tomó la corona. Asiendo el preciado objeto en una mano enorme y no demasiado limpia, la guardó sin miramientos debajo de la zamarra, tras lo cual ocupó de nuevo su puesto, vigilante, sin que su expresión impávida cambiara. Habríase dicho que guardaba un pollo pelado, no el símbolo del reino más poderoso de Loerem.

Detrás de Dagnarus el salón bullía; muy pocos de los presentes sabían qué pensar de su acción, y todos especulaban con entusiasmo con la persona que tenían al lado.

Dagnarus no les hizo caso. Su mirada se dirigió hacia el mural, al que representaba a su padre, Tamaros, de pie junto a Helmos, con porte enorgullecido.

Contempló largamente a su padre, largamente a Helmos, el hijo amado.

Ya no.

Dagnarus llamó con un gesto a un cortesano.

—Mandad llamar al artista que pintó ese mural.

—Al momento, majestad —contestó el hombre con una esmerada reverencia—. Si pudiera darle alguna idea de los deseos de vuestra majestad…

Dagnarus sonrió.

—Tiene que cubrir esa pintura con yeso y en su lugar pintar mi retrato.