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La gran capitana de capitanes había cumplido los cincuenta años. De constitución recia, con el cabello de color gris acerado, que lucía tejido en una larga trenza, parecía ser parte de la mar, en la que había pasado la vida. Tenía los ojos del color de las olas en una mañana gris de invierno. Se desplazaba con una forma de andar semejante al movimiento de las olas al romper en la orilla. Llevaba al cuello un collar de conchas marinas y de dientes de tiburón. Los pendientes eran aros de oro. Vestía como cualquier marinero orco, con polainas de cuero y una camisa amplia que el viento agitaba como una vela. Iba descalza y desarmada. Toda la piel que se le veía aparecía repleta de tatuajes de delfines, gaviotas, ballenas y estrellas de mar.

El trayecto en el pequeño bote —remontando las crestas de las olas y hundiéndose en los senos— había revuelto el estómago a los elfos. Tanto Damra como Griffyd sufrieron de nuevo mareos y casi no se sostenían de pie cuando bajaron de la silla de marinero de agua dulce.

—Es el momento de que despliegue mi considerable encanto —dijo Shadamehr mientras se frotaba las manos.

—Hasta ahora te ha funcionado estupendamente —comentó Alise con mordacidad—. Según recuerdo, en las pasadas semanas te han abofeteado, te han acuchillado y te han tirado por la borda.

—Me caí por la borda —rectificó Shadamehr con aire digno.

—Podríais tratar de descubrir si somos invitados o prisioneros —sugirió Griffyd. Estaba pálido, pero sereno, y se sentía más seguro ahora que en el pequeño bote.

—A lo mejor no os gustaría la respuesta —dijo Shadamehr—. Chitón, ahí viene.

La capitana de capitanes avanzó a zancadas por la cubierta y se les acercó sin ceremonias. Los superaba en estatura por más de una cabeza y los miraba desde su aventajada altura. Su expresión era severa y el duro brillo acerado de sus ojos no ayudaba a que sus invitados se sintiesen cómodos.

—Barón Shadamehr a vuestro servicio —se presentó éste con una reverencia—. Conocer a la capitana de capitanes es un gran honor.

La capitana lo miró de arriba abajo y gruñó. Obviamente, el reconocimiento no era correspondido.

—El capitán Kal-Gah me habló de vos —dijo. Su mirada se desvió hacia los elfos—. Y de ellos.

—Tengo el placer de presentaros a Damra de Gwyenoc —dijo Shadamehr—. Su esposo, Griffyd. Ésta es Alise.

La capitana los miró de uno en uno, largamente, con intensidad.

—Eres un hechicero —le dijo a Griffyd.

—Tengo el honor de ser uno de los wyred —contestó el elfo.

Los ojos de la capitana pasaron de Alise a Shadamehr, y de éste de nuevo a la mujer.

—¿Eres su compañera?

—No, no lo soy —respondió Alise en tono gélido.

—Eres lista —manifestó la capitana.

Tenía una voz profunda, pero bien modulada, no áspera, como eran algunas voces orcas. Hablaba la lengua ancestral con fluidez y un ligero acento que Shadamehr reconoció como nimranés. Según Kal-Gah, la capitana de capitanes había crecido en un barco que hacía la ruta comercial entre Nimra y los territorios orcos. Kal-Gah no les había dado mucha más información, excepto que la capitana era viuda, con hijos mayores que ya navegaban en barcos propios. Llevaba siendo capitana de capitanes veinte años. Era una heroína para su pueblo por haber hundido dos barcos karnueses y capturado otros tres.

—Ahora que todo el mundo se ha presentado —dijo el barón—, os traje esto en honor de nuestro encuentro.

Le presentó a la capitana el anillo de amatista.

Ella lo tomó, lo sostuvo a la luz y contempló cómo resplandecía.

—Un buen augurio —manifestó, y depositó el anillo en sus amplios pechos.

—De nada —contestó Shadamehr—. Bien, me preguntaba si podríais decirnos por qué el capitán Kal-Gah ha partido de manera tan repentina…

—Se ha marchado por el mal augurio —explicó la capitana, ceñuda—. La tromba.

—Oh —dijo el barón, frustrado—. Entiendo.

—Los augurios eran buenos hasta que aparecisteis entre nosotros —arguyó la capitana, que había estrechado los ojos—. ¿A qué se debe tal cosa?

—Eh, no, eso lo habéis interpretado mal —protestó Shadamehr—. Yo no traje el mal augurio. Mis augurios son buenos todos, como podéis ver claramente por ese anillo. Podéis preguntar a Kal-Gah. Bueno, no podéis preguntarle porque se ha ido. Pero no hubo un solo mal augurio achacable a mí en todo el viaje. Igual que con mis amigos. Son muy, muy afortunados. Lo somos todos.

—Tal vez yo pueda dar una razón del mal augurio —intervino suavemente Griffyd. Ahora que se encontraba a bordo de la nao, que era muchísimo más estable que aquel cascarón de nuez que era el bote, Damra y él empezaban a sentirse mejor—. Tengo la impresión de que surgió porque los dioses intentan deciros que estáis atacando a la gente equivocada. No tendrías que atacar Krammes. Vuestra guerra no es con Vinnengael, sino con Karnu.

—Iríamos a la guerra contra ellos si esos hijos de comadreja nos combatieran en alta mar, barco contra barco y de hombre a hombre —gruñó la capitana—. Esas sabandijas se esconden detrás de las murallas de sus fuertes, tierra adentro, tanto que hemos de marchar durante días para llegar hasta ellos, y entonces, en vez de entablar una batalla honrosa y justa, presentan formaciones en cuadro y columnas y marchan hacia allí y se desplazan veloces hacia allá y vienen sobre nosotros desde todas direcciones. Nosotros no sabemos cómo se lucha en tierra firme.

La capitana señaló con un gesto de la cabeza en dirección a Krammes, donde los zarcillos de humo aún se elevaban en el aire.

—He oído que algunos de los mejores generales de todo Loerem están en Krammes. ¿Cómo llaman a ese sitio…, una escuela de caballos?

—Academia Real de Caballería —dijo Shadamehr—. Pero «escuela de caballos» lo resume bastante bien.

La capitana le asestó una mirada hosca.

—Tenía planeado pedirles que nos ayudaran a aprender a combatir a nuestro enemigo en tierra firme. Cómo afrontar esas columnas de piqueros y hordas de arqueros y de caballos. Vamos a la guerra para pelear contra humanos, no contra caballos, pero es a éstos a los que nos enfrentamos.

Asomó los colmillos —que estaban afilados hasta dejarlos puntiagudos— por encima del labio y volvió a señalar a Krammes con la cabeza.

—Como decía, iba a pedirles ayuda, entonces aparecisteis trayendo vuestros malos presagios.

—Pero no estabais pidiendo ayuda —adujo, confusa, Alise—. Los estabais atacando. Estabais prendiendo fuego a la ciudad.

—Sí ¿y qué? —replicó la capitana.

—No se le da una paliza a alguien al que se va a pedir un favor… —empezó el barón, pero dejó la frase en el aire cuando se dio cuenta de que, de hecho, podría tratarse de una costumbre orca.

—Respondedme a esto, barón —dijo la capitana a la par que le daba con el índice en el pecho—. Si entro renqueando en esa maravillosa escuela de caballos suya, mostrando mis heridas y pidiendo a los profesores de caballos que me ayuden, ¿qué dirían?

—Bueno… —comenzó Shadamehr.

—«Orca herida», dirían con lástima, «estás manchando de sangre nuestra alfombra. Vete, por favor».

—No creo que…

—Me presento ante ellos blandiendo una espada flamígera porque quiero que digan: «¡Estos orcos son luchadores! Merecedores de nuestras enseñanzas». —La capitana soltó un resoplido feroz—. Y entonces aparecéis vos y lo echáis a perder —rezongó.

—¿Puedo conferenciar con mis compañeros un momento? —pidió el barón—. Para explicarles todo esto. Es que no hablan orco.

La capitana agitó la mano y se alejó unos pasos.

—En cierto modo, aunque sea retorcido, tiene razón —comentó Damra.

—Si crees lo que dice… —intervino Griffyd con escepticismo.

—Me parece imposible que alguien sea capaz de inventarse una mentira así —suspiró Shadamehr, que se rascó la cabeza—. Quizá he fastidiado terriblemente las cosas.

—No te preocupes, querido —le dijo Alise en tono tranquilizador—. No es la primera vez y estoy convencida de que no será la última.

—¡Ésa es mi chica! —exclamó el barón, campechano, mientras la rodeaba con el brazo y la estrechaba contra sí—. ¡Cómo me consuela! Aun así, creo que tengo la solución para remediarlo.

»Capitana —llamó—. Conozco a muchos oficiales en la… eh… escuela de caballos, y creo que podría persuadirlos de que os ayudaran. Vos y yo podríamos ir a tierra con bandera de tregua y hablar con ellos. Les explicaríamos lo de la espada flamígera y todo lo demás.

—¿Creéis que os escucharán? —inquirió ella, que lo observaba con los ojos entrecerrados.

—He donado bastante dinero para esa escuela a lo largo de los años —respondió Shadamehr—. Creo que me escucharán. A mí y a la gran capitana de capitanes, por supuesto.

—Ummmm… —La capitana se mordisqueó el labio inferior—. Lo pensaré. —Se cruzó de brazos sobre el generoso busto y echó la cabeza hacia atrás—. El capitán Kal-Gah me dijo que os llevaba a Krammes. ¿Qué os trae a la ciudad?

—Hacer una travesía por mar —respondió Shadamehr con prontitud—. Es bueno para la salud.

Para su sorpresa la capitana soltó una gran carcajada.

—Eso dijo Kal-Gah —comentó y, sin dejar de reír, se alejó.

Los orcos escoltaron a los cuatro a un camarote bajo cubierta, similar en todos los aspectos al que tenían en el barco de Kal-Gah: cuatro pequeños cuchitriles abiertos en las paredes; una mesa en la que había un poco de pan seco y un trozo de queso, un cuenco de agua y varias jarras de loza.

—¿Qué piensas que Kal-Gah le dijo realmente de nosotros? —preguntó Damra.

—Kal-Gah es un amigo leal, pero la principal lealtad de un orco es para con su capitán de capitanes. Podemos suponer sin temor a equivocarnos que le ha contado todo lo que sabe —respondió el barón—. Lo que incluye habernos encontrado a Alise y a mí, medio muertos y contaminados por el Vacío, en las alcantarillas de Nueva Vinnengael. ¿Alguien quiere queso? Creo que es de cabra.

—Y debe de haberle dicho todo lo que pasó en el alcázar —observó Alise, que se encontraba recostada en la puerta, y cada dos por tres la entreabría para constatar que no había nadie escuchando a escondidas—. Algunos de los orcos que iban a bordo estuvieron con nosotros en el alcázar. La llegada de Damra, una elfa, que viajaba en compañía de un pecwae y un trevinici fue la comidilla de todo el mundo allí.

—Y nunca hemos ocultado que Damra es una Señora del Dominio —añadió Griffyd, que intercambió una mirada con su esposa.

—Hasta un corto de mollera llegaría a la conclusión de que Bashae transportaba algo valioso en la mochila —dijo Shadamehr mientras echaba la mochila en la litera antes de hacer él lo mismo—. Algo tan valioso que una Señora del Dominio lo iba protegiendo. Y aunque los orcos tienen su propia forma de pensar, desde luego no son tontos. No confío en esta capitana. —Miró a Damra—. ¿Los orcos tienen Señores del Dominio en la actualidad? Sé que tenían hace años.

—Si los hay, yo no he conocido a ninguno. Dejaron de asistir a las reuniones del consejo después de la caída del monte Sa’Gra. El problema empezó cuando nos pidieron a los Señores del Dominio que los ayudáramos a recuperar su montaña y nos negamos.

—¿Por qué pensaron que los ayudaríais? —inquirió Shadamehr, que se incorporó sobre un codo.

—Porque la parte orca de la Gema Soberana se encuentra en el monte Sa’Gra —contestó Damra.

—Entiendo. —El barón tenía un aire grave.

—Se supone que la gema se encuentra a salvo y bien escondida —añadió la elfa—. Al menos, eso es lo que los orcos dijeron al Consejo.

—Pero aun así os negasteis —intervino Alise.

—Teníamos una buena razón —manifestó Damra—. El deber de un Señor del Dominio es intentar traer la paz entre las razas, no apoyar a una raza en la guerra contra otra. Tratamos de explicárselo a los orcos, pero no llegamos muy lejos. Sus Señores del Dominio se fueron y no han regresado desde entonces.

»Entretanto, Dagnarus se está empleando a fondo para encontrar las cuatro partes de la Gema Soberana. Sus vrykyl se han infiltrado en gobiernos de otras razas. No veo motivo para que sea distinto con los orcos. Lo que nos lleva de vuelta a nuestra teoría original de que se ha ofrecido a ayudarlos a recobrar el monte Sa’Gra a cambio de atacar Krammes desde el mar a fin de mantener ocupados a sus defensores mientras que él marcha por tierra.

—He de admitir que esto tiene más sentido que soltar un soplamocos a la gente de Krammes con una mano y tenderle la otra para darse un apretón —comentó Griffyd.

—Aun así, hay en ello cierta lógica maravillosa que me gusta —opinó Shadamehr.

—Entonces ¿qué hacemos?

—Nosotros no podemos hacer nada —repuso el barón, que se recostó en la litera con la cabeza apoyada en los brazos—. Mantendremos a buen resguardo las dos piezas de la Gema Soberana hasta que lleguemos a Krammes…

—Griffyd —dijo Alise de repente—, ¿no quieres lavarte la cara?

—¿La tengo manchada? —preguntó el elfo, sobresaltado—. ¿Dónde…?

—Sí, la tienes sucia. Lávate en ese cuenco de agua —instó la maga con timbre urgente a la par que señalaba—. Ese bonito y refrescante cuenco de agua…

—¡Ah! —gritó Griffyd—. Gracias por advertírmelo.

El wyred tomó el cuenco y lo tiró al suelo. El recipiente se hizo añicos y el agua le salpicó los zapatos y el repulgo de la túnica.

—¿Tienes por costumbre romper la loza? —preguntó Shadamehr, que se había sentado en la cama y lo miraba de hito en hito, pero Griffyd no le hizo caso.

—Caí en el mismo truco cuando era estudiante —comentó secamente—. Tuve que vivir sólo de agua durante una semana para aprender la lección, pero obviamente una semana no fue suficiente.

—Si alguien quisiera explicarme lo que… —empezó Shadamehr.

Alise se agachó y recogió un trozo del cuenco.

—¿Recuerdas ese mensaje que Rigiswald te envió? Quai-ghai miraba un cuenco de agua y podía escuchar…

—… todo lo que el otro orco le decía —acabó el barón. Se acercó para mirar el estropicio—. Bien hecho, Alise, aunque quizá te has pasado un poco de lista.

—Tiene un aspecto muy inofensivo —comentó Damra al tiempo que recogía con cuidado otro de los trozos rotos—. Quizá estamos dejando que nuestros temores nos dominen. ¿Hay alguna forma de confirmar que estaban utilizando esto para espiarnos?

—Ahora no —dijo Griffyd—. El hechizo se ha disipado.

—¿Qué hacemos? —inquirió Alise.

—Poco podemos hacer. —Shadamehr sacudió la cabeza—. Hemos hablado de sobra sobre gemas soberanas, nos hemos ido de la lengua sin freno. Ya es demasiado tarde para retirar lo que se ha dicho. ¿Estás completamente seguro de que fuiste tú el que creó la tromba, Griffyd?

—Sí, ¿por qué?

—Sólo es una comprobación. No sé vosotros —añadió Shadamehr con aire sombrío—, pero es la última vez que juego con los malos augurios.

El camarote tenía una pequeña portilla. La puesta de sol era espectacular: en el horizonte, el astro trazaba un rastro llameante, color naranja purpúreo, sobre la superficie del agua azul dorada, pero ninguno de los cuatro tenía ánimo para disfrutarlo. Griffyd recogió los fragmentos del cuenco roto y los amontonó en la mesa; tenía pensada una disculpa si los orcos preguntaban qué había pasado con el recipiente.

Los orcos no preguntaron. No los molestaron. Los elfos se tumbaron en sus literas e intentaron en vano conciliar el sueño. Shadamehr —que no podía ponerse completamente derecho sin darse en la cabeza— paseaba agitadamente de un lado al otro del camarote mientras oía los crujidos del barco y los ruidos de pies que corrían, chasquidos de velas y el soniquete que acompañaba todas las faenas de la vida a bordo.

—Al menos no hemos zarpado —comentó el barón al tiempo que se asomaba por la portilla.

—Cierto —convino Griffyd—. No han levado anclas.

—Eso tampoco tiene por qué ser una buena señal —argumentó Alise—. Si tu teoría es correcta, la capitana podría estar esperando la llegada del ejército taan.

—Tienes razón, lo había olvidado —admitió Shadamehr, sombrío.

Sonó una llamada en la puerta y después un corpulento orco asomó la cabeza afeitada y tatuada.

—La capitana dice que requiere vuestra presencia para cenar.

—No seremos el plato fuerte, ¿verdad? —preguntó Shadamehr.

—No —sonrió el orco—. ¡Tenemos calamar!

Al oír aquello Damra, que se había puesto de pie, volvió a sentarse con pesadez.

—No, gracias. No tengo hambre —dijo.

La sonrisa del orco se borró un instante.

—Vendréis —dijo luego—. Todos vendréis. Lo ordena la capitana.

—Por lo menos no son higos secos —le susurró Shadamehr al oído mientras salían del camarote.

El camarote de la capitana estaba situado en la proa de la nao, y era espléndido según los parámetros orcos. Una gran ventana proporcionaba una impresionante vista del océano. En la mesa, hecha con una tabla apoyada en unos caballetes, podían acomodarse diez orcos o catorce humanos. Un mapa enorme del continente de Loerem y de todos los mares circundantes colgaba en la pared. Otro mapa —éste más pequeño y más detallado, que representaba los Estrechos Sacros, el estuario, Krammes y Antigua Vinnengael—, se encontraba extendido sobre un escritorio y sujeto por distintos instrumentos náuticos. Tan interesado estaba Shadamehr en los mapas que hubo que persuadirlo para que dejara de mirarlos y ocupara su sitio a la mesa.

La capitana de capitanes estaba sentada en la cabecera, con sus invitados ubicados en hilera a ambos lados. También se hallaban presentes dos oficiales. Los otros asistentes eran chamanes.

La comida se había preparado para los paladares orcos, humanos y elfos, con calamar frito y guiso de pescado para ellos y una sopa purpúrea para los elfos. Los orcos bebían cerveza, pero la capitana proporcionó vino a los humanos y a los elfos, un capricho del que no habían disfrutado desde que habían salido de Nueva Vinnengael. Los orcos no tomaban vino por considerarlo una bebida adecuada únicamente para los niños muy pequeños, y además, enfermos.

Shadamehr aceptó la copa generosamente llena que le sirvieron, lo probó y lo saboreó. Era un vino tinto, aromático, con cuerpo, del sur de Dunkar, y sabía estupendamente, sobre todo después de semanas de beber agua almacenada en barriles. Vaciló un instante antes de echar un trago y pensó las cosas detenidamente. Ahora creía saber lo que pasaba. Sonriendo para sus adentros, se llevó la copa a los labios y bebió el vino. Lo apuró y pidió más.

La conversación fluyó a la par que la bebida. La capitana habló de la situación política en el mundo. Shadamehr se quedó impresionado por sus conocimientos. Tenía la sensación de que debería sentirse preocupado por ciertas cosas que la orca dijo, pero el vino era demasiado bueno para echarlo a perder con una discusión. Estaba enterada de lo de Dagnarus. Shadamehr trató de descubrir lo que pensaba la capitana de él, pero ella se mostró evasiva salvo con una excepción.

—Si nos hubiesen dejado a los orcos hacer las cosas a nuestro modo hace doscientos años, Dagnarus no sería un problema para vosotros, los humanos —manifestó la capitana al tiempo que partía un trozo de pan y lo usaba para mojar y rebañar el guiso.

—¿A qué os referís? —preguntó cortésmente Shadamehr, que presintió que se avecinaba una historia.

—Cuando se entregó la Gema Soberana al rey Tamaros, éste invitó a todos los representantes de las cuatro razas a compartirla. Se celebró una gran ceremonia. A ella fue invitado nuestro capitán de capitanes. No sabía si acudir o no porque los augurios eran muy malos. Su chamana le aseguró que los malos augurios eran para los humanos, no para los orcos, así que el capitán asistió. Durante la ceremonia ocurrió el peor augurio que podía darse para los humanos. El principito, Dagnarus, tomó una de las partes de la Gema Soberana para entregársela a su hermano mayor, Helmos. Cuando se la pasó, la gema resbaló y cortó a Helmos, de forma que le hizo sangre.

Los orcos guardaban silencio, solemnes y serios antes una señal tan terrible de los dioses.

—El rey Tamaros prosiguió con la ceremonia —continuó la capitana—. Supongo que no le quedaba más remedio. El capitán de capitanes y la chamana se quedaron un rato por allí para actuar como testigos para la ejecución del joven príncipe, porque, naturalmente, al haberse derramado sangre entre hermanos, a Dagnarus no se le podía permitir vivir. Sin embargo, no ocurrió nada, excepto la fiesta. El capitán estaba deseoso de regresar a su barco, así que le preguntó al rey Tamaros cuándo pensaba matar al príncipe y expresó su esperanza de que lo hiciera antes de la siguiente marea alta. Incluso se ofreció a hacerlo él, si con ello aceleraba el proceso. Imaginaos la conmoción del capitán cuando oyó contestar a Tamaros que no pensaba matar a Dagnarus. Que sólo había sido un «accidente».

Los chamanes sacudieron la cabeza por la vergonzosa estupidez de los humanos. La capitana masticó enérgicamente el pan.

—Sangre derramada entre hermanos. No nos sorprendió que estallara la guerra. Si Tamaros hubiese hecho caso a los orcos, su reino no se encontraría en ruinas.

—Esto pide otro vaso de vino —dijo Shadamehr, que se inclinó hacia el elfo y musitó entre dientes—: Cambia de tema.

—¿Es cierto, capitana, que tenéis chamanes orcos expertos en todas las formas de magia elemental? —preguntó Griffyd.

—Es cierto —asintió la capitana.

—La mayoría de los orcos consideran que cualquier magia excepto la de Agua es una abominación. Sin embargo, vos tenéis orcos que practican magia de Fuego, de Tierra y de Aire.

—Y magia del Vacío —dijo la capitana.

—¿De veras? ¿Magia del Vacío? —repitió Griffyd, inquieto—. Pero vosotros, los orcos, despreciáis el Vacío.

—Y hay orcos que desprecian a los elfos y elfos que desprecian a los orcos —comentó la capitana—. Sin embargo, aquí estáis. El Vacío es el centro del gran círculo de la vida. Sin la nada no puede existir algo. El Vacío tiene sus utilidades —añadió con suficiencia—. Al igual que los elfos. O eso me han dicho.

—Más vino —pidió Griffyd.

Shadamehr sirvió el vino rojo rubí a sus amigos y a sí mismo. Levantó la copa en un saludo a la capitana de capitanes. Mientras bebía el vino oyó la campana del barco tocar el cambio de guardia. Miró a Alise, cuyo cabello rojo relucía como fuego a la luz de la lámpara de aceite que colgaba sobre sus cabezas. La lámpara se mecía con el suave balanceo del barco…

La lámpara empezó a dar vueltas y vueltas…

Las paredes empezaron a dar vueltas y vueltas…

Un grito, un golpe.

Alise tendida en el suelo. Damra tendida en el suelo.

Griffyd de pie, alargando las manos…

Griffyd en el suelo.

Vueltas y vueltas. En un círculo.

En el centro estaba el Vacío.