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Cuervo tuvo buen cuidado en evitar su campamento al regresar, por miedo a que Dag-ruk lo desafiara. Impuso un paso vivo, y Dur-zor se las arregló para no quedarse atrás a pesar de tener que sujetarse la muñeca rota y escudriñar entre los párpados casi cerrados. Cuervo estaba preocupado por ella, pero no tenía tiempo para mimarla y, de todos modos, ella tampoco habría esperado que lo hiciera. Cuervo no creía que Dag-ruk fuera a protestar por él a K’let, pero siempre cabía la posibilidad. En cuanto a R’lt, a saber qué podría hacer.

Al llegar al campamento de K’let, Cuervo se asustó al ver a la tribu alborotada. Los taanes gritaban y chillaban y hacían gestos violentos mientras blandían sus armas. Los chamanes se hallaban reunidos y conversaban en voz baja mientras que los jóvenes rondaban cerca, a la espera de órdenes. Los obreros trajinaban de aquí para allí preparándose —por las apariencias— a desmontar el campamento.

—¿Qué habrá pasado? —se preguntó Dur-zor mirando alrededor.

Los taanes eran nómadas, así que ponerse en marcha no era nada extraordinario, salvo porque a Cuervo le habían contado que K’let se proponía quedarse varios días a fin de esperar la llegada de otra tribu. Recordó el horrendo grito de K’let. No era el momento de ponerse a pedir favores, pero no podía esperar que llegara otro mejor.

Se encaminó a la tienda de K’let. Llevando consigo a Dur-zor, se acercó a los guardias taanes, saludó y dijo que tenía un mensaje urgente para K’let.

Contaba con que la excitación que reinaba en el campamento jugara a su favor en esta ocasión, y no se equivocó. Los guardias lo conocían, así que lo dejaron pasar a ver al vrykyl. Cuervo entró y encontró a K’let reunido con sus nizam, incluida Dag-ruk.

Ella le echó una ojeada, otra a Dur-zor, y supo lo que había pasado. Le asestó una mirada feroz; el trevinici se la devolvió y tuvo la satisfacción de verla bajar los ojos. La taan echó una mirada de soslayo a K’let y después fingió hacer caso omiso de Cuervo. Los nizam formaban una hilera delante del vrykyl y esperaban sus órdenes. K’let miró a Cuervo y le hizo un gesto para que se acercara.

El trevinici ocupó su sitio a un extremo de la línea mientras que Dur-zor se metía detrás de Cuervo e intentaba encogerse y hacerse todo lo más pequeña posible.

—¿Qué pasa? —le preguntó en voz baja Cuervo—. ¿Qué dice K’let?

Escuchó estupefacto la historia de la emboscada y el asesinato de cinco mil taanes en un sitio llamado Ciudad de Dios. Cuervo le apretó la mano cuando ella hubo concluido.

—Estupendo —musitó.

K’let dio órdenes de manera sucinta. Se mandarían exploradores para propagar la noticia entre otros taanes. Las tribus que estaban con K’let viajarían hacia el este lo más rápido posible para aunar fuerzas con otros taanes que venían desde el sur. Los nizam no tenían preguntas que hacer, así que K’let les mandó marcharse para ocuparse de las tareas encomendadas. Tras expresar sonoramente su indignación y su rabia, se fueron. Dag-ruk lanzó una mirada abrasadora a Cuervo cuando pasaba a su lado, pero no dijo nada. El trevinici se concentró en K’let; por suerte el vrykyl había mantenido su forma de taan. Así no era tan atemorizador como con su verdadera apariencia.

Dando por sentado que sus nizam se habían ido, K’let se volvió para decirle algo a Derl. El viejo chamán hizo un gesto con la cabeza en dirección a Cuervo.

—Queda uno, K’let. Tu mascota humana.

El vrykyl se volvió, fruncido el entrecejo. Miró a Cuervo de arriba abajo y el ceño se acentuó al ver a Dur-zor, que empezó a ponerse de rodillas, pero Cuervo se lo impidió.

—Necesito que traduzcas —dijo.

—¿Qué quieres, Ku’rv? —gruñó K’let.

—Hablar contigo, gran kyl-sarnz.

—No estoy de humor para hablar con un xkes ahora —dijo K’let—. Te dejé vivir por un capricho.

—Y yo he venido para asegurarme de que no lamentes ese capricho, gran kyl-sarnz —manifestó Cuervo—. Tengo una propuesta. —Empujó a Dur-zor hacia la luz—. Mira. Fíjate lo que los taanes le han hecho.

—Es una abominación —repuso K’let mientras se encogía de hombros—. Por lo que a mí respecta, como si le parten el cráneo.

—Sin embargo, ¿no hubo un tiempo en que a ti también se te consideró una abominación, K’let? —inquirió osadamente Cuervo para compensar el hecho de que el corazón le palpitaba violentamente en el pecho. Estaba corriendo un gran riesgo.

Dur-zor lo miraba fijamente, temerosa de repetir sus palabras. No era necesario. Habiendo permanecido con Dagnarus más de doscientos años, K’let entendía muy bien la lengua ancestral.

El vrykyl estrechó los ojos.

—Di lo que tengas que decir, Ku’rv, antes de que te mate.

—Sólo esto, gran K’let: que en tiempos se te consideró inútil por tu pueblo y no obstante los relatos de tus triunfos en batalla, las historias de tu valor y tu coraje son leyendas. Digo que éstos a los que llamáis abominaciones, estos semitaanes, se están desaprovechando. Los taanes los usáis como esclavos, para llevar agua y para lavar la espalda a los niños, cuando podrían estar manejando lanzas en tu ejército. Los taanes los matáis por capricho, cuando podrían estar muriendo en batalla por tu causa. Mírala. Mira la paliza que ha recibido. Y ahí la tienes, plantada ante ti, sin quejarse y aguantando con coraje. Has presenciado su destreza en el combate, y eso que es autodidacta. ¿Qué sería capaz de hacer con el adiestramiento adecuado?

»Te propongo que me permitas encargarme de los semitaanes y que los reúna en una tribu propia de ellos. Los adiestraré para ser guerreros y que combatan por ti.

Derl dijo algo en voz baja. K’let lo escuchó e hizo un leve asentimiento con la cabeza, sin quitar los rojos ojos de Cuervo.

—¿Por qué tú, siendo humano, quieres luchar contra otros humanos? Porque sabes que es en eso donde acabará esto, ¿verdad? —dijo K’let.

Cuervo hizo una pausa para tratar de comprender sus sentimientos, para tratar de explicárselo tanto a sí mismo como a K’let.

—Mi pueblo es guerrero, como el taan. Creemos, coíno los taanes, que los que mueren en batalla serán bendecidos en el más allá, se les dará la ocasión de luchar en las batallas del cielo. He oído lo que se ha contado sobre los taanes que fueron masacrados. Yo no querría morir así, atrapado entre los muros de una ciudad. No querría morir a manos de hechiceros, cobardes que se esconden detrás de su magia y no se atreven a luchar con un hombre cara a cara. Y, porque lo entiendo, quiero vengar las muertes de esos taanes.

Conforme Dur-zor iba traduciendo las palabras del guerrero, su voz fue adquiriendo fuerza, contagiada por el ardor de Cuervo.

—Los taanes utilizan a los semitaanes de esclavos, como bien dices. No les hará gracia perderlos —comentó K’let.

—A mi entender, en estos momentos estás dando a los taanes cosas mucho más importantes en las que pensar, gran K’let, que la pérdida de unos pocos esclavos que serán fáciles de reemplazar —arguyó Cuervo.

Derl soltó una especie de tos que tal vez fuera una risita. El chamán murmuró algo y K’let respondió con otro murmullo, las palabras quedas e indescifrables.

—Me veré obligado a pagar a los taanes por la pérdida de sus esclavos —retumbó K’let.

—Y si consigo transformar a tus esclavos en una fuerza de combate, entonces tu riqueza se habrá empleado bien —contestó Cuervo.

En los ojos del vrykyl hubo un destello.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti? No querría que después se dijera que crié al pequeño bahk que de mayor me arrancó la cabeza de un bocado.

—-Te lo juro por mi honor, kyl-sarnz. Tu lucha es mi lucha.

—Otro humano me hizo ese mismo juramento antaño —manifestó en voz queda el vrykyl—. Y me traicionó.

—Yo no te traicionaré, kyl-sarnz —respondió orgullosamente el trevinici—. Tienes mi palabra.

K’let gruñó, en absoluto impresionado, y observó a Cuervo con astucia.

—Corrígeme si me equivoco, Ku’rv, pero en este momento tu vida vale menos que un puchero rajado. Oh, sí, sé todo lo ocurrido con Dag-ruk y R’lt. Estoy bien informado.

—Eso es cierto, kyl-sarnz —contestó Cuervo, que no vio razón para negarlo.

—Entonces te propondré el mismo trato que Dagnarus me hizo a mí. Te daré lo que pides. Te haré nizam de tu tribu de semitaanes. Estarás bajo mi protección. Ningún taan os hará daño a ti o a los tuyos o incurrirá en mi ira. A cambio, cuando te exija la vida, me la entregarás.

Cuervo pensó la proposición. Dur-zor murmuró una protesta, pero el trevinici la hizo callar.

—Acepto, kyl-sarnz.

—Que así sea, pues —dijo K’let—. Tengo previsto hablar con todos los nuestros antes de ponernos en marcha. Haré el anuncio entonces. Cuando se monten los campamentos esta noche, tú levantarás el tuyo propio y los semitaanes se reunirán contigo. —Hizo un ademán con el que daba por terminada la conversación.

Cuervo saludó y se marchó. Ya fuera de la tienda, inhaló con ansia el aire para limpiarse los pulmones de la fetidez del Vacío. Miró con gesto triunfal a Dur-zor esperando ver su felicidad reflejada en la de él, pero en cambio la vio preocupada y pensativa.

—¿Qué pasa ahora? —demandó, irritado—. Tienes lo que siempre has querido: libertad para ti y para los tuyos.

—Lo sé —contestó ella con la mejor sonrisa que supo esbozar—. Y me siento muy orgullosa de ti, Cuervo. Sin embargo —suspiró—, no será fácil. Hay quienes se sienten cómodos siendo esclavos.

—Eso no puedo creerlo —dijo bruscamente—. Tú no lo estabas.

Dur-zor no sabía cómo explicarlo, así que dejó el tema a un lado. Se acercó al guerrero y se ciñó contra su costado.

—No me gusta que hayas tenido que vender tu vida a K’let.

—¡Bah! —Cuervo se encogió de hombros—. Me llevo la mejor parte del trato. Como dijo K’let, mi vida no vale nada ahora, así que no tengo nada que perder. Y me propongo volverme tan valioso para K’let que no querrá cobrar esa deuda. Además, de todas formas es posible que lo burle y muera en batalla.

—Eso espero, Cuervo —deseó Dur-zor con gran ansiedad.

—Vaya, qué bonito que una compañera diga algo así —dijo, fingiendo mirarla ceñudo.

—¡Oh, no es que espere que mueras! —gritó ella, horrorizada—. Es sólo que…

—Lo sé. —Cuervo se echó a reír y la abrazó. Se sentía en paz con el mundo—. Bromeaba. Una de las primeras cosas que enseñaré a los semitaanes será a reír.

—Lo primero que tendrás que enseñarles, Cuervo, será a vivir —dijo solemnemente Dur-zor—. Ahora mismo sólo saben cómo morir.