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Ni fanfarria, ni florituras de trompetas, ni solemne ceremonia anunciaron la entrada de Dagnarus en la ciudad que esperaba hacer suya. Se le hizo pasar con prisas por un postigo de una puerta lateral, cerca del astillero, y a continuación, con los ojos vendados, lo condujeron a palacio en un carruaje cerrado. Los magos guerreros encargados de vigilarlo comentaron posteriormente que no se mostró ofendido en absoluto por esas medidas, sino que pareció aceptarlas con buen humor.
Dagnarus no era lo que esperaban. Líder de un ejército de monstruos, lo habían imaginado otro monstruo más. En cambio, era un hombre apuesto, encantador, seguro de sí mismo. Vestía bien pero sin ostentación, con capa de paño, botas altas, jubón bordado y camisa blanca como la nieve. Tenía un aire de elegancia. Portaba una buena espada que puso en manos de los magos guerreros con órdenes de cuidarla, pues el arma había pertenecido en tiempos a su padre. Él mismo era como una buena espada: vistosamente adornado, pulido con lustre y en posesión de un agudo filo.
Los hombres de armas lo identificaban como uno de ellos con una simple mirada. Durante el trayecto del carruaje, habló con los guardias sobre algunas batallas recientes sostenidas entre los vinnengaleses y enanos invasores, y en la conversación dejó claro que había estudiado las batallas y que hablaba como un entendido de las estrategias y las tácticas utilizadas por ambos bandos. Los encallecidos magos de combate se vieron arrastrados a la conversación en contra de su voluntad y, al final del trayecto del carruaje, estaban en disposición de mirar con renuente respeto a Dagnarus. En lo tocante a la guerra, sabía lo que se traía entre manos, eso sin lugar a dudas.
Quién era, de dónde procedía, cómo había reunido ese ejército monstruoso y por qué atacaba a Nueva Vinnengael eran preguntas a las que los magos guerreros esperaban encontrar respuesta. Era humano y aparentaba unos treinta y cinco años, tenía el cabello rojizo y ojos de un intenso color verde. Iba afeitado y exhibía una sonrisa obsequiosa; tenía el aire de un tipo jovial. Hablaba con fluidez una variedad de la lengua ancestral, lo que parecía indicar que era vinnengalés, si bien había algo que resultaba marcadamente anticuado en su forma de hablar. Llamó «hau-bert» a una alabarda, un término que, como dijo uno de los hombres «tenía canas y barba cuando mi abuelo era un chaval». Los magos guerreros no consiguieron penetrar las defensas de Dagnarus porque contraatacaba a sus estocadas verbales o usaba su ingenio para esquivarlas.
Los magos de combate mantuvieron a Dagnarus con los ojos vendados mientras lo conducían por los pasillos de palacio hacia el Salón de las Glorias Pasadas. Sonriendo debajo de la venda, soportó esa indignidad con buen humor y comentó que así no podía ver a ninguna de las bellas mujeres por las que, según le habían dicho, la ciudad era famosa. Al detectar olor a perfume cuando pasaba por delante de una de las sorprendidas damas de la corte, hacía una pausa para saludar a la mujer que no veía con una reverencia al más puro estilo cortesano.
Una vez en el Salón de las Glorias Pasadas, le retiraron la venda de los ojos. Cegado por la luz, parpadeó unos instantes hasta que fue capaz de ver, y entonces, sonriente, observó a la muchedumbre reunida a su alrededor. Como respuesta obtuvo miradas hostiles, labios fruncidos, gruñidos y murmullos. La evidente enemistad que despertaba en ellos no pareció incomodarlo ni un ápice. Siguió tranquilo, relajado y seguro de sí mismo.
La regente se hallaba en el estrado con las manos enlazadas y la cabeza echada hacia atrás en una disposición espléndidamente ofendida. Si con esa actitud esperaba intimidar a Dagnarus o despertar en él la conciencia de obrar mal, fracasó de forma estrepitosa. Sin prestarle la más mínima atención, Dagnarus contempló con intensidad uno de los murales que representaban Antigua Vinnengael. Luego se volvió hacia Tasgall, quien estaba a su lado, armado y presto para actuar si había problemas.
—¿Se supone que ése es el Palacio Real, mago? —preguntó Dagnarus.
—¿Por qué queréis saberlo, señor? —inquirió Tasgall cauteloso, sin fiarse siquiera de una pregunta en apariencia inocua.
—Porque si es así, todo está mal —contestó Dagnarus, que se echó a reír.
Antes de que nadie tuviese ocasión de impedírselo, cruzó el salón dispersando barones, cortesanos y cabezas de órdenes, que se apartaron precipitadamente de su camino. Los magos guerreros fueron tras él con las armas desenvainadas y los conjuros prestos. No les hizo caso y siguió su camino hasta que llegó delante del mural, a corta distancia del sillón en el que Rigiswald se había sentado y supuestamente leía un libro.
La regente le lanzó una mirada fulminante y otra iracunda a Tasgall, que se encogió de hombros para indicar que no tenía idea de lo que hacía ese hombre ni podía tomar medidas mientras no representara una amenaza. Dagnarus estudió el mural.
—El artista ha situado bien las cataratas, pero ha destrozado el palacio. —Puso un dedo en la pintura—. Esta ala se extendía en esta dirección. La entrada estaba aquí, no donde la ha puesto. Ha añadido una torre de más y, por ese motivo, esta balconada, por la que mi padre solía pasear, está exageradamente orientada hacia el oeste. Antes de marcharme os haré un dibujo para estar seguro de que lo plasmáis bien.
Al no oír nada a su espalda —el silencio era tan profundo que todos cuantos se hallaban en el salón podrían haber muerto de repente— Dagnarus se volvió para mirarlos. En sus labios bailaba una sonrisa.
—Bien, bien —comentó—. Quizá éste no sea el momento para tiernas remembranzas.
Miró de nuevo el mural, y Rigiswald advirtió que sus apuestas facciones se ensombrecían fugazmente.
—Aun así, me gustaría que estuviese bien —musitó.
El gesto taciturno desapareció y fue reemplazado por una encantadora cordialidad. Rigiswald había sido uno de los pocos que se había fijado en la anterior expresión y que había oído las quedas palabras, que lo helaron hasta la médula.
La regente se puso tiesa e intercambió una mirada severa con Tasgall y el inquisidor. Los dos estaban pensando lo mismo que Rigiswald excepto que, al contrario que él, no creían a Dagnarus. No creían que fuera quien afirmaba ser.
«Ya le creeréis —pensó Rigiswald—. Él se encargará de que le creáis. ¡Los dioses nos valgan!».
La regente inhaló para lanzarse a su discurso, el busto hinchado como las velas de un barco con un fuerte viento a favor.
Dagnarus se le anticipó.
—¿Dónde está Havis, mi pequeño primo? —preguntó mientras miraba a su alrededor.
—No sé de quién habláis, señor —repuso fríamente la regente—. Ignoraba que supuestamente tuvieseis parentesco con alguien en este salón. O que alguien hubiese afirmado tenerlo con vos.
—Su majestad el rey —dijo Dagnarus, sonriente, sin querer darse por insultado—. Havis Tercero. Mi pequeño primo. Digo «primo» aunque estoy seguro de que el parentesco es mucho más complejo, como primos segundos por matrimonio de segundo grado o alguna otra tontería por el estilo. He hecho un largo viaje para verlo y no se me privará de ese placer.
—¡Placer! —La regente soltó un sonoro resoplido—. ¡Sostenéis una daga contra nuestra garganta y habláis de placer!
—Os referís a mi ejército. No estaba seguro de la acogida que se me daría aquí —adujo Dagnarus con una agradable sonrisa—. Consideré que era mejor venir preparado.
—¿Preparado para qué, señor? ¿Para la guerra? —-A Clovis le temblaba la voz por la ira.
—No, regente. —El tono de Dagnarus sonaba serio, grave—. Estoy aquí para establecer mi derecho legítimo al trono del imperio vinnengalés.
—¡Silencio! —bramó Clovis para acallar a la asamblea.
Los guardias golpearon con el extremo romo de las lanzas en el suelo. El alboroto cesó de golpe, pero no por nada que hiciese la regente. En ese momento, ya fuera por casualidad o a propósito, el niño rey hizo su entrada al salón. Acompañado por su guardia y su chambelán, se internó en la cámara. Mientras se detenía para responder a las reverencias de la asamblea, sus ojos se dirigieron de inmediato hacia Dagnarus. Rigiswald observó atentamente para ver si se pasaban alguna seña entre ellos. Los ojos del niño estaban muy abiertos con una lógica curiosidad. Dagnarus contempló al rey con una especie de benevolencia prepotente.
La regente condujo al rey hacia el trono mientras chasqueaba la lengua, le dirigió una mirada con la que le recordaba que no olvidara los buenos modales, y después se volvió para responder al inquisidor, que había subido al estrado y le hablaba con evidente apremio. Rigiswald podría haber realizado su conjuro de escuchar a escondidas, pero no era preciso desperdiciar energía. Le resultaba fácil suponer lo que discutían los dos. El inquisidor se había dado cuenta del peligro y sin duda le estaba advirtiendo a Clovis que no siguiera adelante, apremiándola a ganar tiempo y a reunirse con ese hombre en privado. A lo mejor le estaba contando más «rumores» que había oído.
A buen seguro le decía que el peor error posible era dejarlo que explicara su derecho al trono, y más aún ofrecerle un foro público.
Tasgall se apresuró a unirse a ellos para añadir el peso de sus argumentos.
La regente se mostraba escéptica. Rigiswald leyó en sus labios la palabra «¡Grotesco!». El inquisidor insistió en el tema y, al parecer, Tasgall se puso de su parte. Superada en número y en argumentos, la regente se vio obligada a echarse atrás. Tenía que discurrir un modo de salir de esa situación y sacar del salón a Dagnarus sin ofender a los barones. Podría haberse ahorrado el esfuerzo, porque para entonces ya era tarde.
Se habían olvidado del rey, que se echó hacia adelante en el trono.
—Os he oído manifestar, señor, que tenéis legítimo derecho al trono —dijo Havis Tercero en voz alta—. Me interesaría escuchar la naturaleza de vuestra pretensión.
—Majestad, éste no es un tema por el que debáis preocuparos… —trató de callarlo la regente.
—Quiero escucharlo —insistió el rey—. Por favor, señor, hablad.
—Desde luego, majestad —contestó Dagnarus, que habló al niño con apropiada gravedad—. Soy el príncipe Dagnarus, segundo hijo de Tamaros, el difunto rey de Vinnengael. Habiendo muerto mi hermano mayor, Helmos, soy el único heredero vivo de Tamaros y el verdadero y legítimo rey.
En el tumulto subsiguiente, la regente gritó a los guardias que llevaran a su majestad a un lugar seguro, una excusa para librarse de él, naturalmente. El rey no corría peligro. Los gritos y las virulentas palabras no iban dirigidos contra él, pero a la regente le tocó en parte ser blanco de la indignación. Algunos exigían la cabeza del impostor mientras que otros pedían la de la regente. Unos gritaban que se dejara a Dagnarus contar su historia y otros clamaban que lo arrojaran al Arven. El rey, con la tozudez propia de un niño, se negó a abandonar el salón, y la regente, bajo las miradas feroces de los barones, no podía ordenar que se lo llevaran a la fuerza.
Los guardias tomaron posiciones alrededor del trono y con las armas desenvainadas. El pequeño Havis se mostraba serio y comedido, pero no parecía asustado en absoluto. Tenía fijos los ojos en Dagnarus, cosa lógica. Dagnarus miró una vez al niño, como para asegurarse de que Havis estaba a salvo, y después, con tranquila indiferencia, volvió la atención a los reunidos con aire relajado y una leve sonrisa en los labios.
El desbarajuste en el salón le dio a Rigiswald la oportunidad de observar atentamente al Señor del Vacío. Rigiswald se esforzó por descubrir señales externas de la influencia del Vacío, alguna indicación física de que la vida de ese hombre se había prolongado mediante la infecta magia que jamás daba nada de balde sino que exigía un precio.
Dagnarus tenía la tez limpia y sin marcas, las manos encallecidas y con cicatrices, como las de cualquier guerrero; porque las callosidades las producía el pomo de una espada, mientras que las cicatrices eran fruto de batallas, no de laceraciones y pústulas. Tenía un cuerpo firme, con buena musculatura, y era bien parecido. Desde luego no aparentaba tener doscientos años.
—¿Me estáis haciendo un retrato, anciano caballero? —preguntó Dagnarus con una mueca burlona, en voz alta para hacerse oír por encima del tumulto.
—Lo haría —repuso Rigiswald—, y lo incluiría en la pintura.
Señaló con la cabeza hacia otra parte del mural que representaba a Helmos tras pasar la Transfiguración. El rey Tamaros se encontraba junto a Helmos, que lucía la brillante armadura de un Señor del Dominio. Los rostros de ambos tenían una expresión exultante, dichosa; una licencia artística, ya que la historia contaba que a Helmos se lo nombró Señor de la Pesadumbre, la única vez que los dioses habían dado un título tan infausto a un Señor del Dominio. A Dagnarus, el segundo hijo, no se lo veía por ninguna parte.
Dagnarus desvió la vista hacia el mural y contempló largamente a las dos figuras, padre e hijo unidos para siempre, compartiendo un momento de orgullo y regocijo que dejaba excluido, también para siempre, al hijo menor, el hijo díscolo, el hijo que no había dado la talla. Dagnarus volvió la vista, y a Rigiswald se le presentó la ocasión de mirarlo a los ojos.
Esperaba ver la nada del Vacío. En cambio vio la sombra de un dolor que doscientos años no podían mitigar y el fuego de una abrasadora ambición que doscientos años no podían sofocar. En aquellos ojos Rigiswald vio humanidad, y esto lo apenó, lo apenó profundamente. Contemplar la hueca vacuidad de la muerte habría sido espantoso, pero, con mucho, preferible a ver emoción, inteligencia, anhelo… La calidez y plétora de la vida.
—¿Me creéis pues, anciano? —preguntó Dagnarus con una actitud juguetona que era fingida a juzgar por la expresión de sus ojos.
—Os creo —dijo Rigiswald, que añadió sin rodeos—: a mi pesar.
Dagnarus no se ofendió. Parecía encontrar interesante la conversación y daba la impresión de querer continuarla, pero para entonces el orden se había restablecido en el salón. La regente hablaba y Dagnarus se volvió para prestarle atención.
—Vuestra pretensión es ridicula —manifestó Clovis—. Ni siquiera es digna de refutarla con razones, aunque expondré algunas, para que conste: el verdadero Dagnarus tendría más de doscientos años y sin duda pereció en la destrucción de la ciudad que él mismo provocó. El verdadero Dagnarus…
—Perdonad, reverendísima maga priora —la interrumpió Dagnarus—. Si pudiera demostrar mi pretensión con una prueba irrefutable, ¿sería suficiente?
Rigiswald desvió la vista de Dagnarus hacia Havis y de repente entendió su plan, lo supo con tanta certeza como si se lo hubiesen contado. Lo sabía y no podía hacer nada para impedirlo porque nadie le creería.
La regente abrió la boca.
«No lo hagáis, Clovis —le advirtió mentalmente Rigiswald—. No le sigáis el juego. Preguntadle sus condiciones de rendición, después rechazadlas y sacadlo de aquí por la oreja. Mejor morir todos y que la ciudad quede arrasada antes que nos entreguéis al Vacío».
—Veamos esa prueba, señor —dijo la regente con fría dignidad.
Rigiswald suspiró profundamente y se reclinó en el sillón con los brazos cruzados y la cabeza inclinada.
—Pido que comparezca el cenobita de la Montaña del Dragón —dijo Dagnarus.
La regente pareció sorprenderse pero, tras un instante de desconcierto, se puso erguida.
—No veo qué…
—Por favor, regente —interrumpió suavemente Dagnarus—. Pedisteis una prueba.
El cenobita, de quien se habían olvidado todos, se puso de pie y avanzó, tambaleándose, para situarse entre sus silenciosos y gigantescos guardianes. Hizo una inestable reverencia a los reunidos y después miró a Dagnarus con aire interesado, docto.
—Venerable señor —empezó Dagnarus en un tono de inconmensurable respeto—, soy consciente, como todos los que están aquí, de que los cenobitas de la Montaña del Dragón no hacen historia, la observan.
El cenobita asintió con la cabeza pelada y cubierta de tatuajes para indicar que tal cosa era cierta.
—Os pido, venerable monje, que seáis testigo de un hecho histórico. ¿Soy realmente quien afirmo ser? ¿Soy Dagnarus, segundo hijo del rey Tamaros, fruto de su unión con su legítima esposa, la reina Emillia, hija de Olgaf, rey de Dunkarga en el año 501?
El cenobita enlazó la manos e hizo otra inestable reverencia.
—Sois Dagnarus —dijo.
Habló con impasibilidad y las palabras sonaron claras y precisas. Todos se quedaron estupefactos, conmocionados, atónitos, pero ni uno solo de los presentes puso en duda lo que había dicho.
—¡Entonces es que están interviniendo fuerzas del mal! —proclamó la regente con voz estrangulada—. El mal del Vacío.
«Demasiado tarde, Clovis —dijo para sus adentros Rigiswald, recostado en el sillón y con la vista prendida en el techo—. Has abierto la puerta del establo y ahora el caballo galopa alegremente colina abajo».
—En cuanto a eso, regente —dijo el cenobita con otra inclinación de cabeza—, no puedo hacer ningún comentario ya que no tengo información al respecto.
—Todos saben que se lo nombró Señor del Vacío —siguió la regente al tiempo que lanzaba una mirada furiosa al cenobita, al que no incomodó lo más mínimo—. Que el tal Dagnarus lo niegue, si se atreve. ¡Que niegue que si es Dagnarus, hijo de Tamaros, su vida se ha prolongado por medios malignos!
—Lo niego —manifestó sosegadamente Dagnarus—. Contaré mi historia, ya que preguntáis. Si su majestad desea escucharla —añadió, con una respetuosa reverencia al rey.
—Nos escucharemos con gusto vuestra historia, señor —respondió Havis, cuya voz infantil sonó clara, con un timbre de campanilla, en el impresionante silencio.
—Majestad, he de protestar… —empezó la regente.
—Por favor, relatádnosla —prosiguió Havis, que ni siquiera se digno mirar a la regente, cuanto menos hacer caso de sus barboteos—. Os pido a todos, damas y caballeros, que prestéis atención al príncipe Dagnarus.
Esa observación era innecesaria. Nadie estaba pendiente de otra cosa. El techo del salón podría haber salido volando, pensó Rigiswald, y nadie se habría dado cuenta.
—Es cierto que se me nombró Señor del Vacío —-admitió de inmediato Dagnarus—. Fue culpa mía. Intenté engañar a los dioses y se me castigó por ello. Durante años, el Vacío perturbó mi corazón y ensombreció mi mente, llevándome a cuestionar la sabiduría de los dioses, que habían hecho rey a mi hermano mayor. No soportaba verlo ascender al trono de mi amada Vinnengael. Yo era su verdadero rey, por arrojo, por valentía, por ingenio, por todo excepto el hecho fortuito de mi nacimiento posterior. Traté de desplazar a mi hermano por la fuerza. Ataqué la ciudad que me vio nacer y, en mi furia desenfrenada, provoqué su destrucción. —Dagnarus lanzó una mirada relampagueante a la asamblea.
»No maté a mi hermano, como cuenta la historia. A Helmos lo asesinó Gareth, un hechicero del Vacío que buscaba ganarse mi favor matando al rey. Yo no deseaba la muerte de Helmos. Lo lloré y prometí a los dioses que si se me permitía vivir resarciría el daño que había ocasionado y sería un buen rey de Vinnengael. Maté a Gareth, pero ya era demasiado tarde. Las fuerzas de la magia del Vacío que había desatado estaban fuera de control. Colisionaron con la magia de los dioses y demolieron el centro de Vinnengael.
»Tendría que haber muerto en las ruinas de Antigua Vinnengael, al lado de mi hermano. Quería morir junto a él porque, en aquel momento, comprendí la enormidad de mis crímenes. Sin embargo, no morí. Los dioses no habían terminado conmigo. Alargaron las manos y me arrancaron de esa ciudad para arrojarme a territorio agreste. Destrozado en cuerpo y en espíritu, comprendí que los dioses no me habían abandonado, que creían que aún tenía salvación, porque sostenía en las manos la Gema Soberana.
»Los dioses me habían concedido el poder de salvar la bendita gema de la destrucción de Vinnengael. La sostenía en mis manos, húmedas con la sangre de mi hermano asesinado, y lloré. Supliqué perdón a los dioses, prometí que me redimiría. Renuncié al Vacío en el acto, pero los dioses requerían pruebas de mi fidelidad. Me quitaron la Gema Soberana y la pusieron en manos de un monstruo que estuvo a punto de matarme. Cuando me recuperé, me encontré en otro mundo, un mundo de horribles criaturas del Vacío. Los taanes, una raza de salvajes, eran poco más que animales cuando los encontré. Me habrían matado, pero me las arreglé, con ayuda de los dioses, para vencer sus sospechas y su odio. Me gané su respeto y me convertí en un líder entre ellos.
»Perdí por completo el sentido del tiempo mientras estuve en la tierra de los taanes. Trabajé esforzadamente para civilizarlos y para adiestrarlos con un único pensamiento en mente: regresar a mi mundo y hacer lo posible para reparar el daño causado. A tal propósito, rogué a los dioses que me prolongaran la vida y me lo concedieron. Por ello me veis ante vosotros ahora, con la misma edad que tenía cuando se me exilió lejos de todo cuanto amaba.
»Durante esos años de exilio vi a Vinnengael caer en la estima de los hombres, la vi convertida en objeto de irrisión, la vi despreciada y ridiculizada. Vi crecer el poder de la iglesia, vi a la monarquía volverse débil e ineficaz, con la nobleza avasallada bajo el tacón del clero.
Entre los barones se alzaron murmullos de conformidad.
—Vi declinar el ejército, disminuir sus efectivos, desplomarse su moral —siguió Dagnarus—. En consecuencia, cuando Karnu atacó a los vinnengaleses en la ciudad ahora llamada Delak’Vir, el ejército vinnengalés fue derrotado y obligado a retirarse con deshonra. Peor aún, Vinnengael no hizo nada para recuperar el Portal que los karnueses nos robaron.
»Han pasado los años y los karnueses caminan por nuestro territorio con impunidad. Nos demandan tasas para utilizar lo que antaño era nuestro Portal. Se burlan de nosotros y nos llaman cobardes. ¿Son cobardes los soldados vinnengaleses? —Miró directamente a varios miembros de la Caballería Real, cuyos rostros enrojecieron.
»¡No! —se respondió a sí mismo, y continuó, escupiendo las palabras—: Los soldados vinnengaleses son los más arrojados, los mejores y lo más leales que hay en el mundo.
Lo interrumpieron gritos furiosos de conformidad. Dagnarus levantó la voz para seguir.
—Yo lo sé muy bien. Los conduje a la batalla en muchas ocasiones, pero hasta los soldados más valerosos necesitan adiestramiento, dinero, y las mejores armas y armaduras. Y, más que todo eso —hizo una pausa—, necesitan respeto.
Varios caballeros lanzaron vítores. Los soldados levantaron la cabeza con orgullo. Los ojos les brillaban, tenían apretados los puños. Algunos asintieron con un vigoroso cabeceo mientras que otros gritaban «¡Sí!» y casi todos echaron miradas agrias a la regente y a los otros altos cargos eclesiásticos.
«Qué listo —pensó Rigiswald, admirado a despecho de sí mismo—. Pero que muy listo».
—¡Sí, he vuelto a Vinnengael con un ejército! —gritó Dagnarus—. ¡Un ejército que ha conquistado Dunkar y la ha humillado! Un ejército que se ha enfrentado a Karnu y que no tardará en conquistar esa orgullosa nación. —Señaló a los caballeros—. Debido a mi ataque a su tierra, los karnueses se han visto obligados a retirar muchas tropas de Delak’Vir. Si los atacáis ahora no podrán resistir vuestro poderío. Reconquistaréis vuestro Portal y con él recobraréis el respeto que se os debe.
Cada una de sus manifestaciones fue acogida con vítores. Dagnarus hizo otra pausa.
—Os doy Dunkarga, su riqueza, sus gentes —dijo después—. Os doy Karnu, su riqueza, sus gentes. Doy todo esto a Vinnengael como regalo. Con esas dos grandes naciones bajo su control, Vinnengael se convierte en el reino más poderoso de Loerem, más poderoso de lo que lo fue bajo el gobierno de mi padre, el rey Tamaros, los dioses lo perdonen. —Extendió las manos como si sostuviera en ellas esas naciones.
»Tomadlas. Son vuestras. Lo único que pido es que me otorguéis lo que es mío por derecho. Hacedme rey. O, mejor, emperador. Porque Vinnengael se convertirá en el mayor imperio de la historia de Loerem.
Nadie habló. Nadie se atrevió siquiera a respirar. La regente lo miró y parpadeó, aturdida. De todas las demandas que podría haber hecho, ésa no la esperaba. El semblante del inquisidor era impasible, sin revelar nada. Adusto y ceñudo, Tasgall echaba frecuentes vistazos a Rigiswald en un intento de intercambiar una mirada con él. Rigiswald se negó a responder a su muda súplica. Llegaba demasiado tarde. Las cosas habían llegado demasiado lejos.
Como todos los buenos mentirosos, Dagnarus había basado astutamente sus falsedades y sus verdades a medias en unos pocos hechos fundamentados. Había crecido en medio de intrigas palaciegas. Su vrykyl debía de haberle contado la creciente enemistad que existía entre la iglesia, los barones y el ejército. Durante mucho tiempo la autocomplacencia de la iglesia había brillado como un sol intenso sobre la costra de nieve helada que cubría una montaña de problemas. Sólo había hecho falta un grito para provocar el deslizamiento de la nieve y ahora nadie podía frenar la avalancha que se precipitaba.
—¿Y qué hay de ese ejército de desalmados? —demandó de pronto la regente—. ¿Qué vais a hacer con ellos? Hemos oído lo que ocurrió en Dunkar. Nos han contado que arramblaron con las mujeres y que a los niños los masacraron. ¿Le ocurrirá lo mismo a nuestro pueblo? Incluso si aceptáramos vuestros términos, cosa que, de momento, no hemos hecho, no creo probable que esos salvajes vuestros renunciaran al botín y regresaran sumisamente a su patria.
—La mitad de mi ejército saldrá hacia Delak’Vir para combatir contra los karnueses y recobrar el Portal —se apresuró a responder Dagnarus—. El resto, como rey de Vinnengael, lo destruiré.
—¿Que destruiréis tropas que os son leales?
La pregunta provenía del joven rey, cuyo tono sonó desaprobador.
Rigiswald advirtió un destello peligroso en los ojos de Dagnarus. El príncipe hizo una reverencia al rey para darse por enterado de la pregunta.
—El granjero no habla de lealtad cuando sacrifica cerdos, majestad. Los taanes no son hombres. Son animales. Los he alimentado bien, los he tratado bien. Si les exijo la vida, no es más de lo que me deben a cambio. —Se volvió hacia la asamblea.
»No exijo que me deis una respuesta inmediata. Me retiraré un rato para que tengáis tiempo de considerar mi propuesta. Cuando el sol se ponga regresaré para saber vuestra respuesta. ¿Os parece bien?
—Sí —respondió en voz alta uno de los barones.
La regente intercambió una mirada con el inquisidor y con Tasgall.
—Necesitamos bastante más tiempo que eso —manifestó Clovis.
—No veo la razón —replicó Dagnarus con una sonrisa encantadora—. O aceptáis mi propuesta o la rechazáis. Hasta el anochecer. —Hizo una reverencia y se disponía a retirarse cuando Rigiswald, impulsado por algún demonio interior, habló.
—¿Y qué pasará con los vrykyl, alteza?
Dagnarus se volvió de forma que la capa onduló a su alrededor con delicados pliegues.
—¿Cómo decís, anciano caballero?
—Los vrykyl —repitió Rigiswald. Se puso de pie y enlazó las manos a la espalda—. Criaturas viles, muertos vivientes del Vacío creados por el que empuña la daga del vrykyl. Estoy seguro de que debéis haber oído hablar de ellos.
—De boca de mi niñera cuando era pequeño —contestó Dagnarus mientras una risa contenida pugnaba por asomar a sus labios—. Os aseguro que no sé nada más sobre ellos, señor.
—Anoche se mató a uno de ellos en la ciudad —intervino Tasgall. Podría haber añadido más, pero Dagnarus lo interrumpió.
—Si eso es cierto, y criaturas tan malignas caminan por el mundo, entonces con mayor motivo Vinnengael necesita un rey fuerte que la proteja. Hasta el anochecer.
Dagnarus se marchó. Su porte era tan majestuoso que los guardias que lo habían estado vigilando miraron a Tasgall para ver si debían seguir haciéndolo. El mago guerrero les asestó una mirada furibunda y los guardias se apresuraron a ir en pos de Dagnarus. Rigiswald apostó a que ahora no le vendarían los ojos.
Havis Tercero, en respuesta a una mirada severa de la regente, se bajó del trono y, arreglándose la corona sin prisas porque le había resbalado sobre un ojo, descendió del estrado con estudiada dignidad. A mitad del recorrido del salón se detuvo y se volvió hacia la asamblea.
—Creo que debería ser rey —dijo.
Los adultos se miraron unos a otros, incómodos, avergonzados. Algunos tenían una expresión de lástima.
—¡Majestad! —La regente se acercó apresuradamente—. No sabéis lo que decís.
—Lo sé —respondió Havis. Señaló al cenobita de la Montaña del Dragón—. Ese hombre dijo que Dagnarus era el verdadero rey. Es de todos sabido que los dioses consideran sagrados a los cenobitas. Él no mentiría, ¿verdad, señora?
Clovis palideció; se la notaba arrinconada.
—No, majestad —admitió finalmente.
—Rezaré a los dioses —dijo Havis Tercero—. Les pediré consejo, pero creo que sé lo que he de hacer, y es… abdicar —pronunció la dura palabra con esfuerzo—, a favor de mi primo, el príncipe Dagnarus.
Caminando entre sus guardias con aquella dignidad infantil que resultaba tan conveniente y tan absoluta y conmovedoramente convincente, salió del salón.
Cuando hubo partido, el murmullo de voces creció. Los barones se marcharon, y con ellos partieron soldados y caballeros. Temblándole los mofletes, el cabeza de la Asociación de Gremios de Mercaderes abandonó el salón precipitadamente, sin duda para poner al corriente a sus colegas. Cortesanos y funcionarios iban de aquí para allí como pájaros de vivos colores, listos para volar hacia la mano que les tendiera comida. La regente agrupó a su alrededor a los cabezas de las órdenes como si fuesen gallinas. Todos parecían aturdidos, como si les hubieran caído encima escombros y los hubiesen golpeado. Tasgall hizo intención de reunirse con ellos, pero cambió de opinión.
Rigiswald tomó el libro que había estado leyendo, se lo puso debajo del brazo y se encaminó a la puerta.
—Tengo que hablar con vos. ¿Adónde vais? —demandó Tasgall.
—A cenar —dijo Rigiswald.
—Pero esto no ha terminado —protestó el mago guerrero.
—Oh, sí, ya lo creo. Lo que pasa es que aún no os habéis dado cuenta —manifestó el anciano mago.
Sin prestar atención a Tasgall, que lo llamaba de manera estridente, Rigiswald salió de palacio y caminó a solas por las calles grises, empapadas, de Nueva Vinnengael.