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Shadamehr tenía la sensación de que volvía a ser un niño al que mecían en la cuna para dormirlo. Habría disfrutado de ello salvo porque, por alguna extraña razón, su madre no dejaba de echar agua fría en el fondo de la cuna y el agua chapoteaba constantemente atrás y adelante. Y, por si fuera poco, lo había tapado con una manta hecha con pescado.

Intentó repetidamente despertarse para protestar por un trato tan desconsiderado, y a veces logró su propósito. Se despertaba justo lo suficiente para poder beber agua que sabía a pescado, comer pescado que sabía a pescado, y cuando empezaba a estar lo bastante despabilado para poner las cosas en su sitio, de nuevo se sumía en el sueño y en la cuna anegada.

Shadamehr no tenía idea de cuánto duraba aquello. El día se confundía con la noche y con el siguiente día. Su descanso era tranquilo y carente de sueños, a excepción del chapoteo y del olor a pescado. Nadie le hacía daño. De hecho, se mostraban protectores con él. Igual que su madre. A despecho de ello, sintió nacer el resentimiento en su interior y un día, cuando lo habían sacado del fondo de la cuna y lo habían llevado a tierra firme, Shadamehr miró fijamente la taza de agua que le habían puesto en la mano y la arrojó lejos.

—No —farfulló, aturdido—. Esto no voy a tolerarlo.

Sus palabras sonaron como si estuvieran mezcladas con gachas, pero por lo visto los orcos lo entendieron porque uno de ellos se alejó corriendo para informar. La capitana apareció de pie junto él, imponente, y lo miró con fiereza desde arriba. Shadamehr se despabiló completamente y alzó la vista hacia ella. Era como si la orca se agrandara para, acto seguido, achicarse y de nuevo agrandarse, y el barón estuvo parpadeando unos segundos hasta que la capitana se quedó quieta.

—¿Qué ocurre? —demandó. Sentía la lengua como si estuviese metida en una boca que no era la suya.

—Llevas seis días dormido. ¿Cómo te sientes? —preguntó la capitana.

Shadamehr lo pensó un poco antes de contestar.

—Bien descansado —dijo luego.

La capitana se echó a reír a carcajadas.

El bote estaba varado en la orilla de un río ancho que discurría perezosamente; los sauces soltaban las hojas muertas en la corriente. Un orco hacía guardia junto a la barca mientras que otros pescaban o cocinaban pescado. El aire soplaba frío y el sol invernal brillaba en lo alto y se reflejaba en el agua. Damra yacía a su lado, dormida profundamente.

—¿Se encuentra bien Damra? —preguntó Shadamehr.

—Sí —contestó la capitana—. Duerme, eso es todo. La hemos alimentado y le hemos dado agua, no te preocupes.

Shadamehr se «sacudió» el embotado cerebro para forzarse a pensar. Damra estaba allí, pero faltaban otros. Empezó a recordar.

—Alise y Griffyd —dijo—, ¿están a salvo?

—¿Tu mujer de cabello de fuego y el elfo creador de augurios? Los dejé atrás. —La capitana soltó una risita—. No necesito malos augurios para esta expedición.

—¿Sabías que era un engaño? —inquirió Shadamehr, que se encogió.

—¡Por supuesto! —El tono de la capitana sonaba desdeñoso—. Un chamán que no supiese distinguir un augurio divino de otro creado por un elfo no sería un buen chamán.

—Entonces ¿por qué nos seguiste la corriente? —preguntó el barón—. ¿Por qué ordenaste que los barcos se marcharan?

—Porque convenía a mis planes.

Uno de los orcos gritó algo y la capitana agitó la mano.

—Tenemos que irnos. —Señaló el pescado—. Tómate la comida o te debilitarás. Incluso dormido, el cuerpo necesita alimento.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Shadamehr.

Oyó una salmodia y empezó a sentirse somnoliento. Le estaban echando un hechizo. Luchó contra él, pero no sirvió de nada.

La capitana recogió el pescado de las manos flojas del barón. Las últimas palabras que oyó fueron las que pronunció la capitana:

—Ya sabes adonde.

De nuevo el sueño impuesto, el olor a pescado, el agua chapoteando a su alrededor en el bote, en cuyo fondo estaba tendido, tapado con una lona alquitranada. De nuevo el paso del tiempo, que se deslizaba a su lado como el agua del río, el despertar y el preguntarse y el comer, todo lo cual llegaba a su fin con el cántico de una salmodia. La capitana no volvió a hablar con él y los otros orcos lo miraban con aire inexpresivo cuando demandaba respuestas.

Entonces el movimiento del bote cesó. Unas fuertes manos lo agarraron; un orco musculoso se lo echó al hombro. Una vez que tuvo a Shadamehr bien afirmado, el orco le rodeó las piernas con un brazo enorme y lo transportó como si fuera un chiquillo alborotador al que se lleva a la cama.

Con la cabeza y los brazos colgando por la espalda del orco, Shadamehr sólo alcanzaba a ver más orcos detrás. Todavía tenía el cerebro embotado por el sueño y pasaba de la conciencia a la inconsciencia alternativamente. Pero la siguiente vez que se despertó lo hizo del todo, sin la horrible sensación de que alguien le había rellenado la cabeza con plumas de ganso.

Se sentó. Tenía atados manos y pies pero, tras un somero reconocimiento, comprobó que se encontraba bien.

—Ya iba siendo hora —dijo una voz profunda en la oscuridad y que habló en la lengua ancestral—. Estoy harto de oírte roncar.

—Yo no ronco —replicó el barón con tono digno, tras lo cual añadió—: Me pregunto por qué siempre negamos que roncamos. Cualquiera diría que es una espantosa enfermedad, como la peste.

—¿Y a quién le importa eso? —replicó la voz, irritada—. ¿Quién eres, por cierto?

Shadamehr no contestó de inmediato porque una piedra se le estaba clavando en el trasero y era muy molesto. Movió el cuerpo hasta dar con una postura más cómoda y miró a su alrededor. Por lo que le pareció ver se encontraba en una cueva. La luz del sol se filtraba a través de una gran abertura que había a unos diez pasos de distancia. Fuera se oía el estrépito del agua al correr, un sonido muy diferente del suave discurrir del río de corriente plácida.

Al oír un gemido y un suspiro, se retorció hacia aquel lado y vio a Damra tendida junto a él. También tenía atados manos y pies.

—Qué cosa tan rara —dijo el barón—. La armadura mágica debería haberla protegido. Extraño. Muy extraño.

Movió las manos y, al comprobar que los nudos estaban bien atados, se encogió de hombros. No iba a ningún sitio, al menos durante un rato.

—He preguntado que quién eres —repitió beligerantemente la voz.

—¿Te han hecho prisionero? —preguntó a su vez Shadamehr.

—¡No, estoy aquí por motivos de salud! —-barbotó la voz.

Cuando los ojos se le acostumbraron a la escasa luz, Shadamehr distinguió una figura baja y achaparrada con los brazos y las piernas envueltos en cuerda y sentada con la espalda recostada en la pared de roca. El barón no alcanzaba a ver el rostro a excepción de un par de ojos que chispeaban de indignación.

—¡Eres un enano! —dijo.

—¿Y eso qué tiene que ver? —demandó el enano.

—Mira, te diré mi nombre: Shadamehr. Antes era barón de Shadamehr, pero ahora me han despojado de mis tierras y soy un Shadamehr sin un fenig. Te estrecharía la mano, pero estoy totalmente incapacitado para hacerlo de momento.

—He oído hablar de ti —dijo el enano.

—Espero que fueran cosas buenas.

—Estoy intentando acordarme. —Hubo una pausa y después el enano añadió de mala gana—: Me llamo Wolframio.

—¡Por los dioses! —exclamó el barón, asombrado—. ¡Yo también he oído hablar de ti!

Algo empezó a hacer clic en la mente de Shadamehr, como el mecanismo de un reloj de agua. Sólo era un goteo de pensamientos, pero lo suficiente para poner en marcha el mecanismo. Tenía la sensación de que también a Wolframio algo le hacía clic en la mente, porque el enano se mostró un pelín menos desconfiado.

—¿Conoces a un vinnengalés que se llama Ulaf?

—¿Conoces a un trevinici que se llama Jessan y a un pecwae llamado Bashae?

Damra se sentó y se miró las ataduras con expresión perpleja.

—¿Qué ha pasado?

—Eso mismo me estaba preguntando yo —dijo Shadamehr—. La armadura mágica debería haber funcionado para protegerte.

—¿Qué clase de armadura mágica? —inquirió desconfiadamente Wolframio.

—¿Quién es ése? —preguntó la elfa con igual desconfianza.

—Y, por cierto, ¿quién sois vos?

—Damra, éste es Wolframio, que estaba con lord Gustav cuando murió, según Bashae. Wolframio, ésta es Damra, la persona a la que Bashae debía entregar la gema —los presentó Shadamehr—. Al parecer hemos completado el círculo. Sé cómo hemos llegado aquí, Wolframio. Los orcos nos ha traído. Pero ¿cómo viniste tú? ¿También te trajeron ellos?

A pesar de los muchos titubeos, Wolframio acabó contando su historia.

—Así que topaste con Shakur. Viajas con insignes compañías, Wolframio —dijo Shadamehr.

—Y tienes suerte de seguir vivo y con el alma intacta —abundó Damra.

—Tu amigo Ulaf te busca, Shadamehr. Tiene un mensaje para ti.

—No ocuparemos de ello después. ¿Cuándo pasó todo eso? —inquirió el barón.

—No hace mucho —fue la evasiva respuesta del enano.

—Si estamos donde creo que estamos, Mardurar queda a un buen trecho de aquí.

—Por si os interesa, existe un Portal anómalo en el paso de Meffeld —les explicó Wolframio—. Lo tomé. Voy con prisa, ¿comprendéis? Heredé una casa solariega en el norte…

—De lord Gustav —lo interrumpió Damra.

—Qué importa eso —gruñó Wolframio—. Iba de camino a mi casa solariega, salí del Portal y lo siguiente que recuerdo es una sombra que cobraba vida y se erguía ante mí. Entonces el sol bajó del cielo y me atizó un leñazo en el coco que me dejó fuera de combate, y eso no tendría que haber ocurrido porque… —Se calló y cerró la boca de golpe.

—Porque… —instó Shadamehr.

Wolframio siguió callado.

—Porque tu armadura mágica debería haberte protegido —acabó el barón—. Igual que la de Damra tendría que haberla protegido a ella.

—¿Qué armadura mágica? —protestó el enano—. No sé de qué hablas.

—Me temo que yo tampoco —abundó Damra.

—Él es un Señor del Dominio —dijo Shadamehr—. Lleva encima el fragmento enano de la Gema Soberana. Y no se dirige a su casa solariega. Va a Antigua Vinnengael.

Wolframio abrió la boca tan de golpe que prácticamente se oyó cómo golpeaba la mandíbula en el suelo de la caverna.

—Eh, un momento —protestó con desconfianza—. ¿Cómo sabes todo eso?

—Porque yo porto el fragmento humano de la Gema Soberana —explicó Shadamehr—. Y Damra de Gwyenoc lleva el fragmento elfo. Y, o mucho me equivoco —agregó mientras la capitana de capitanes entraba en la caverna—, o el cuarto fragmento de la gema también está aquí.

La capitana buscó debajo de la camisa y el chaleco de cuero forrado de piel que llevaba y sacó una cadena de plata de la que colgaba una joya de caras pulidas y forma triangular.

—Nos dijiste que la Gema Soberana estaba en el monte Sa’Gra —comentó Damra.

—Mentí. —La capitana se encogió de hombros—. Pero había una segunda luna llena ese mes, cuando lo dije.

—Una mentira dicha bajo la segunda luna llena del mismo mes no cuenta como mentira —explicó Shadamehr.

—Además —continuó la capitana, cuya voz se endureció—, había una razón para el embuste. Descubrimos que un ser maligno, uno de los que llamamos «ladrones de almas», buscaba nuestra Gema Soberana. Cree que está en el monte Sa’Gra y la busca allí, no aquí. —Volvió a guardarse la gema en el pecho.

—¿Qué es un ladrón de almas? —preguntó Wolframio, perplejo.

—Un vrykyl —dijo Shadamehr. La rueda del molino mental giraba ahora muy de prisa—. Dagnarus envió a uno de sus vrykyl a tomar la forma de un orco para que robara su gema.

—Pero ¿por qué someternos a un hechizo y atarnos y hacernos prisioneros? —inquirió Damra—. ¿Por qué traernos aquí, a esta cueva?

—¡Sé la respuesta! —gritó el barón, que se retorcía por la excitación, tan complacido consigo mismo como cualquier escolar pelota—. Tenías que llevarnos a la fuerza para separarnos de Alise y de Griffyd. Una gran idea. Esa parte ya la había resuelto. Lo del hechizo, tardé un poco más, pero lo resolví también. Nos teníais que mantener bajo un conjuro porque la persona que está detrás de todo esto temía que intentásemos escapar antes de que tuviera oportunidad de reunirse con nosotros para explicárnoslo todo. ¿Voy bien hasta ahora?

La capitana asintió con la cabeza. Llamó a dos orcos y les dijo que soltaran las ataduras de los cautivos.

—Tuvisteis que mantenernos atados en la cueva —siguió el barón mientras flexionaba los dedos y hacía un gesto de dolor al sentir de nuevo la circulación de la sangre— porque temías que, en nuestro estado de aturdimiento, echáramos a andar y nos despeñáramos por el Cañón Orco, que es donde nos encontramos. ¿Correcto?

—Debíamos amarrar el bote y asegurarlo —dijo la capitana.

—¡Pues claro! Lo que significaba que teníais que dejarnos solos —siguió Shadamehr—. Y tratasteis a nuestro amigo Wolframio de forma tan ruda porque la persona que está detrás de esto quiere que los cuatro portadores de la Gema Soberana hagamos juntos el viaje. ¿Tengo razón de nuevo?

—Pero el enano dijo que lo había parado «una sombra que cobraba vida» —arguyó Damra— y que entonces «el sol bajó del cielo» y le golpeó la cabeza.

—Así fue, en efecto —manifestó Wolframio, todavía iracundo.

—Creo que también puedo responder a eso —dijo Shadamehr—. Ahí está tu sol.

Señaló a la capitana orca.

En respuesta, la capitana aferró un medallón que llevaba en la misma cadena que la Gema Soberana. Una armadura plateada fluyó sobre su cuerpo. El yelmo plateado, en forma de un delfín saltando entre las olas, le cubría la cabeza. De pie, bañada por la luz del sol que entraba por la boca de la cueva, la Señora del Dominio orca se parecía mucho a un sol bajado del cielo.

—Y ahí tienes a tu sombra —añadió Shadamehr.

Un elfo vestido todo de negro se deslizó silenciosamente en la caverna. Se paró al lado de la orca e hizo una reverencia al grupo.

—Silwyth —dijo Damra, que finalmente comprendía.

—Una noche, mientras me encontraba pescando en mi bote, me sobrevino un gran sopor —explicó la capitana—. Soñé que un humano se acercaba a mí. Se llamaba Gareth y me dijo que debía llevar el fragmento orco de la Gema Soberana a Antigua Vinnengael. Había llegado la hora de que los perjuros cumplieran el juramento que habían prestado mucho tiempo atrás.

»Cuando desperté, regresé a la costa. Llamé a los chamanes y les conté mi sueño. Les pedí que realizaran augurios para ver si debía obedecer la orden de ese humano. Ocurrió algo extraño. Algo que nadie había visto jamás. Los augurios fueron buenos y malos… al mismo tiempo.

»¿Qué quería decir eso? ¿Qué debía hacer? ¿Quién podía explicarlo? Mis chamanes lo intentaron. —La capitana realizó un ademán despectivo—. Los que tenían buenos augurios afirmaban que debía ir o todo se perdería. Los que tenían malos augurios insistían en que si iba, todo se perdería. De hecho, los chamanes llegaron a las manos.

»Mi bisabuelo era el capitán de capitanes qué recibió la Gema Soberana del rey Tamaros. Él fue el perjuro. Los orcos entraron en una mala racha después de aquello. Mi bisabuelo llegó a pensar que nos había traído mala suerte por romper el juramento. Nos arrebataron nuestra montaña sagrada. Muchos miles de los nuestros viven en esclavitud. Es hora de cumplir el juramento y devolver la gema. Eso fue lo que pensé. Sin embargo, ¿qué pasa con los malos augurios?

»Sin saber qué hacer, salí de nuevo en mi barca con la esperanza de encontrar al humano de mi sueño. Mientras esperaba a quedarme dormida me entretuve en pescar. No capturé nada, cosa muy extraña porque siempre tengo suerte con la pesca. Empecé a temer que los dioses me hubieran dado la espalda. Eché la red una última vez y en esa ocasión capturé algo. —La capitana señaló a Silwyth—. Pesqué un elfo.

—No lo creo —masculló Damra—. Ni siquiera tratándose de él.

—Pero ¿es que no ves lo ingenioso que es todo esto? —murmuró Shadamehr.

—Oh, él es muy mañoso —replicó la elfa.

—Menudas historias contaba Dunner sobre éste —intervino Wolframio, que se sumó a la conversación—. Silwyth la Serpiente, lo llamaba. Afirmaba que fue el tal Silwyth quien condujo al joven príncipe a la ruina con sus engaños.

—Nos está observando —previno Damra—. Mirad su expresión. Petulante, astuta, como si escuchara todo lo que estamos diciendo sobre él.

Era difícil distinguir cualquier expresión en medio de las arrugas que cubrían como una red la curtida tez del elfo. Los oscuros ojos estaban prendidos en ellos y brillaban con lo que podría ser presunción o regocijo o tal vez malevolencia. Era difícil discernirlo.

—¿Sigues sin confiar en él? —preguntó Shadamehr.

—No lo sé —contestó Damra, incómoda—. De verdad no lo sé.

La capitana cortó su relato y los miró severamente, a la espera de que se callaran.

—Perdón —dijo el barón en tono sumiso—. No queríamos interrumpirte. Sigue, por favor.

—El elfo salió de mi red, chorreando agua —continuó la capitana—. Dijo que los dioses lo enviaban y que era por la Gema Soberana. Le conté lo de los dos tipos de augurios y él supo interpretarlos.

—Apuesto a que sí —masculló Damra.

Shadamehr le dio un codazo para que se callara.

—Los augurios significaban que llevar la Gema Soberana a Antigua Vinnengael significaría que habría augurios buenos y malos para los orcos, pero que los buenos superaban a los malos. Cosa que era correcta —añadió la capitana—, ya que los chamanes con buenos augurios aventajaban a aquéllos que tenían malos. Decidí llevar la gema a Antigua Vinnengael y cumplir el juramento que había hecho mi bisabuelo.

»El elfo me dijo que debía viajar por el río Corriente Oscura arriba. Es lo que pensaba hacer, pero los hijos de sapo saltarín de Krammes se negaron a dar paso a mi nave…

—¡Y por eso los atacaste! —exclamó Shadamehr.

—Claro que los ataqué —repuso la capitana, cuyo semblante se iluminó al recordar la batalla—. Entonces apareció Kal-Gah y me habló de sus pasajeros y de que eran humanos y elfos que huían del tal lord Dagnarus, de Nueva Vinnengael. El elfo me había adelantado que humanos, elfos y enanos llevarían a cabo el mismo viaje y que sería aconsejable que viajáramos juntos. Cuando escuché la historia de Kal-Gah consulté los augurios y eran buenos. Descubrí que erais los portadores de la Gema Soberana y decidí traeros conmigo.

»No sabía lo del enano —añadió la capitana mientras señalaba a Wolframio con un gesto de la cabeza—. El elfo se me presentó esta mañana y me dijo que necesitaba mi ayuda para recoger el último fragmento de la gema. Dijo que lo llevaba un Señor del Dominio enano y que sólo otro Señor del Dominio podría persuadirlo. Y así es como has llegado aquí, enano.

Wolframio se frotó la cabeza magullada.

—¿A esto lo llamas persuadir?

—No tenía tiempo para discusiones —argumentó la capitana sin alterarse—. Se aproximaba el encrespamiento del río.

Wolframio gruñó, se frotó de nuevo la cabeza y después la mejilla. Su mirada gacha y especulativa recorrió el grupo. Del exterior llegaba el fragor de lo que los orcos llamaban el «encrespamiento del río» atronando a lo largo del cañón.

—Vi encresparse el río una vez —dijo Shadamehr—. Qué magnífico espectáculo. A menos que te sorprenda en la corriente dentro de una barca. El agua se agita y se pone a espumar a medida que la corriente se precipita hacia el mar. Sin embargo, esa violencia se calma dos veces al día y los flujos de las mareas neutralizan la corriente. Es entonces cuando el río es navegable. Lo que significa que estamos estancados aquí hasta que la corriente se calme de nuevo —acabó el barón—. ¿En qué pensáis todos?

—En que Griffyd debería estar conmigo —manifestó Damra en tono acusador.

—No es un Señor del Dominio, y Antigua Vinnengael podría significar su muerte —adujo Silwyth sosegadamente.

Damra lo miró, y después volvió la vista hacia Shadamehr, y seguidamente la desvió.

Por una vez, a Shadamehr no se le ocurrió nada que decir.

El incómodo silencio lo rompió Wolframio, que habló en voz tan baja que casi no se le oía con el estruendo del agua en el exterior.

—Tu amigo vinnengalés dijo que era una trampa.

—¿Qué? —preguntó el barón, que levantó bruscamente la cabeza—. ¿Mi amigo? ¿Te refieres a Ulaf?

—Por eso te buscaba —siguió Wolframio—. Dijo que había escuchado a escondidas la conversación de un vrykyl con un mercenario. Según el vrykyl, Dagnarus estaba tendiendo una trampa a los portadores de la Gema Soberana. Una trampa en Antigua Vinnengael.

—Y, no obstante, te dirigías allí —adujo Shadamehr.

—La persona que me dijo que llevara la gema a ese lugar jamás me conduciría a una trampa —manifestó firmemente el enano.

—Pero es que es una trampa —intervino Silwyth—. Una trampa dentro de una trampa de otra trampa. El cazador pone de cebo a una cabra para atraer al león. El león acecha al cazador. El hambriento dragón los vigila a todos.

—¿Por qué tengo la sensación de que somos la cabra? —masculló entre dientes Shadamehr.

—¿Tenías intención de contarnos esto? —demandó Damra.

—Ya lo sabíais, Damra de Gwyenoc —contestó Silwyth—. No hacía falta que os lo dijera yo.

Fuera, el fragor del agua agitada empezaba a menguar.

La capitana prestó atención y luego se puso de pie.

—El encrespamiento del río casi ha terminado. Debemos ponernos en camino antes de que empiece de nuevo. Los que piensen venir a Antigua Vinnengael que se reúnan conmigo en la orilla.

Salió de la caverna y empezó a bramar órdenes a su tripulación.

Wolframio se levantó y lanzó una mirada desafiante a los demás.

—Yo voy. Aunque tenga que ir solo.

Salió de la caverna. Damra se incorporó.

—Iré —dijo—. Tienes razón, Silwyth. He sabido que era una trampa desde el principio. Es lo que canta el trovador sobre la amante infiel: «En ella pongo mi confianza. En ella, de quien nunca me fié».

—Que el Padre y la Madre os acompañen, Damra de Gwyenoc —dijo Silwyth.

—Te desearía lo mismo, Silwyth de la casa Kinnoth —respondió Damra—, pero no sé si eso sería una bendición o una maldición.

Luego salió de la caverna.

—Iré —dijo el barón mientras se palmeaba las rodillas y se ponía de pie—. No tengo nada mejor que hacer…

Se paró, mirando fijamente al frente. Sólo un instante antes Silwyth se hallaba sentado tranquilamente en una piedra, y ahora se encontraba delante de la boca de la cueva y sostenía el bastón en posición horizontal, de forma que le cerraba el paso.

—Eh, un momento, ¿a qué viene esto? —inquirió Shadamehr en tono de chanza.

—No podéis ir, barón Shadamehr. No sois un Señor del Dominio —dijo Silwyth.

—Oh, por el amor de… —Shadamehr se tragó las palabras y miró al elfo con exasperación—. Tengo la parte humana de la Gema Soberana. Si no voy yo, ¿quién lo hará?

Silwyth sacudió la cabeza.

—No tenéis la anuencia de los dioses. No tenéis la armadura sagrada. Sin ella no superaréis los peligros de Antigua Vinnengael. Moriréis, y la misión estará condenada al fracaso.

—Entonces ¿qué se supone que he de hacer? ¿Regresar a caballo a Nueva Vinnengael y pedirle a Dagnarus que me haga Señor del Dominio? ¿He de hacer eso antes o después de que me mande asesinar? Hasta ahora he vivido todos estos años sin el respaldo de la bendición de los dioses —prosiguió Shadamehr, cada vez más furioso—. He luchado contra bahk y dragones, contra trolls y gigantes, contra klober y raizazules y engendros del Vacío y los he superado a todos…

—A todos menos a uno —adujo Silwyth.

—¿Y cuál es ese «uno»? —replicó, desafiante, el barón.

—Vos conocéis a vuestro enemigo —contestó el elfo—. Os habéis enfrentado a él en muchas lizas y siempre os ha derrotado.

Shadamehr estaba furioso, desaparecida su actitud desenfadada.

—Pensad en vuestros compañeros. —Silwyth echó una ojeada por encima del hombro a los Señores del Dominio—. Harán todo lo posible para protegeros, pero a un alto precio para sí mismos y para la misión.

—No quiero su ayuda —replicó cortante el barón—. No la necesito.

—Si estáis interesado en combatirlo, vuestro enemigo se encuentra ahora aquí —indicó Silwyth con una sonrisa.

—¡Que el Vacío te lleve!

Apartando de un manotazo el bastón del elfo, Shadamehr salió de la caverna.