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La morada de la sagrada Gema Soberana era una tienda en la parte vieja de la ciudad. Casi todas las casas y tiendas de esa zona de Saumel estaban construidas a semejanza de cuevas —dentro de la montaña y siguiendo la configuración natural de la roca— de forma que algunas viviendas y negocios ascendían ladera arriba y después caían.
Dunner había instalado la tienda en una amplia plaza diseñada por sus constructores humanos para ser una área recreativa, ya que aquéllos ignoraban que el recreo era algo desconocido para cualquier enano, ya perteneciera a un clan o fuera Descabalgado. La plaza era única en el sentido de que no había viviendas ni comercios construidos cerca. Estaba rodeada de roca por tres lados, mientras que el cuarto se asomaba al lago.
Dunner había esperado que los enanos construyeran un templo permanente para la Gema Soberana, pero tal cosa no había ocurrido. La tienda era la misma que Dunner había instalado allí hacía más de doscientos años. Estaba un poco más ajada de lo que Wolframio recordaba, con nuevos parches cosidos toscamente en las paredes de cuero. A saber qué era lo que impedía que la tienda se cayera a pedazos.
En general, la tienda y la plaza seguían como las recordaba excepto por una cosa: el número de enanos reunidos en la plaza.
Wolframio contempló la multitud con asombro. Aquel lugar había sido siempre un rincón tranquilo y apartado. Se preguntó qué haría tanta gente allí.
—Vienen a rendir homenaje a los niños —dijo Kolost en respuesta a la pregunta no planteada de Wolframio.
—Un poco tarde —comentó éste con acritud.
—Eso lo saben ahora.
Wolframio se detuvo al borde de la muchedumbre. Los enanos guardaban silencio y entregaban el regalo de su respeto a los muertos antes de regresar a su vida cotidiana. Ver a tal gentío alrededor de la tienda, una vista tan distinta de la habitual para él, puso nervioso a Wolframio. Después lo encolerizó.
—Intentan subsanar sus errores —explicó Kolost.
Wolframio resopló. Caminó hacia la tienda y escuchó el silencio que llegaba del interior. No tenía valor para entrar. Todavía no.
—Diles que se marchen, ¿quieres? —le pidió a Kolost—. No puedo pensar con tanta gente alrededor.
Kolost pareció a punto de decir algo, pero cambió de opinión. Se dirigió a los enanos, les habló en tono tranquilo y, tras unas miradas curiosas a Wolframio, los enanos se marcharon. Todos excepto uno. Una enana se quedó, plantada en el mismo sitio con aire obstinado. Llevaba el pelo suelto, sin trenzar, lo que era señal de luto entre algunos enanos. No dijo nada, ni con los labios ni con los ojos. Observó en silencio, sin acercarse más, aunque tampoco se marchó.
—Es la madre de uno de los niños asesinados —explicó Kolost en voz baja—. Fue la que los encontró.
Wolframio la miró y después apartó la vista.
—Puede quedarse.
Hizo otra pausa delante de la tienda y después, tras inhalar profundamente, se metió en ella. Kolost lo siguió.
Era la tienda típica que usaban los enanos de clan. Estaba hecha con trozos de cuero, con un orificio arriba que servía para que entrara luz y para ventilar. El interior se encontraba fresco y umbrío, y a Wolframio le costó unos segundos ajustar los ojos de la brillante luz del sol que se reflejaba fuera en las rocas. Cuando consiguió enfocar la vista se quedó desconcertado, ya que las imágenes de lo que había sido se sobreponían, traslúcidas, a lo que era y, al mismo tiempo, había mucho que era terriblemente distinto.
—Todo está igual —dijo la mujer, de pie en la entrada—. No los dejé que tocasen nada, excepto para sacar los cuerpos. Mi pequeño corre con el Lobo ahora.
—Lo siento —dijo ásperamente Wolframio.
—Fuiste uno de los Niños de Dunner, ¿verdad? —dijo la mujer.
—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó Wolframio, demasiado sorprendido para negarlo.
—No eres como el resto de nosotros —contestó ella—. No tienes aire de culpabilidad. Se te nota furioso. Sabía que alguno de los niños de antaño regresaría, antes o después. Por eso hice que dejaran las cosas como estaban. Por eso he esperado.
—¿Soy el único que ha venido? —inquirió Wolframio.
—Que yo haya sabido reconocer —contestó la mujer—. Si han venido otros, su cólera no ardía como la tuya.
Wolframio los recordaba a todos. En sus tiempos habían sido seis, contándolos a Gilda y a él. Se preguntó qué habría sido del resto y decidió que no quería saberlo.
Kolost se mantuvo aparte, retirado y en silencio. La mujer seguía en la entrada, sin pasar.
Wolframio se acercó al altar, una manta de caballo extienda sobre una caja de madera. La manta era una prenda ajada y raída por haber estado expuesta largo tiempo a los elementos. Ya en tiempos de Wolframio era vieja, pero a nadie se le ocurrió nunca cambiarla porque, según la leyenda, la manta había sido de Dunner. La Gema Soberana había ocupado un lugar de honor encima de la manta. Colocada justo debajo de la abertura de la tienda, había resplandecido en una miríada de arcos iris cuando el sol se encontraba en lo alto, y aquellos arcos iris habían brincado y bailado con los niños.
El altar de madera estaba hecho astillas. La manta de caballo yacía pisoteada en el suelo. El tosco fogón de hierro se encontraba volcado. La Gema Soberana, colgada de un cordón hecho con pelo de caballo tejido, había desaparecido.
Wolframio se arrodilló junto a la manta y la alzó hacia la luz. La prenda se hallaba cubierta de manchas de un color rojo pardusco que habían empapado el tejido y lo habían endurecido; las olisqueó. Aun habiendo transcurrido tres meses, el olor a sangre era inequívoco.
Wolframio miró en derredor. Las paredes de la tienda, que antaño habían reflejado los chispeantes arcos iris, estaban llenas de salpicaduras del mismo color rojo pardusco.
Dejó resbalar la manta entre los dedos. Buscó con poco entusiasmo entre los residuos, sabedor de que no encontraría la Gema Soberana entre los trozos de madera rota, pero con la idea de que al menos debía intentarlo. Quienesquiera que hubiesen matado a los niños se habían llevado la gema. Para eso habían ido.
Salió de la tienda. Kolost fue tras él, solemne el semblante.
La mujer se hallaba fuera, arrebujada en el chal.
—Soy Wolframio, uno de los Niños de Dunner. Kolost me ha pedido que lo ayude a encontrar la Gema Soberana y a vengar la muerte de estos niños.
La mujer asintió en silencio.
—Me llamo Drin —se presentó—. Te diré todo lo que sé. Mi hijo era uno de los Niños de Dunner. Por entonces no le daba mucha importancia. No me importaba adonde iba mientras no hiciera travesuras. Soy tejedora y trabajo en casa, así que de ese modo no lo tenía enredando entre mis pies. Era lo único que me importaba.
Mientras hablaba, un lágrima se desbordó de un ojo y se deslizó por la mejilla.
—Su padre es zapatero y era muy estricto con Rulff. Quería que estuviese en casa para la cena, y me mandaba a buscarlo si se retrasaba. Cuando venía aquí los encontraba a él y a los otros niños sentados dentro de la tienda contando cuentos o haciendo cosas por el estilo.
Otra lágrima, la compañera de la anterior, resbaló por la otra mejilla.
—Cuando venía a buscarlo se comportaban como si fuera un enemigo que intentaba robarles la Gema Soberana. Asían los palos que usaban como espadas y rodeaban la gema, listos para defenderla. —Buscó con la vista a Wolframio.
»Cuando hallé su cuerpo tenía un palo en la mano. Estaba tirado justo a la puerta, el primero al que mataron.
Wolframio se limpió la nariz con la manga.
—Después de cenar, Rulff regresaba aquí —siguió contando la mujer en voz queda—. Algunos de los niños no tenían adonde ir, según me dijo, y dormían aquí. Pero él siempre volvía a casa. Estuvimos esperando hasta medianoche ese día. Su padre estaba furioso y yo salí a buscarlo…
—Lo siento, Drin —dijo Wolframio, que carraspeó para aclararse la voz.
—Pasó algo raro —dijo la mujer—. Los Niños de Dunner eran nueve y sólo encontramos ocho cuerpos.
—A lo mejor uno de ellos se quedó en casa esa noche —sugirió Wolframio.
—No —contestó con certeza Drin—. Era una niña, una de las que no tenían hogar. Su clan la había abandonado recientemente. La invitaba a cenar a veces. Se llama Fenella y nadie la ha visto desde esa noche. He preguntado por todas partes.
—Bien, de acuerdo, lo tendré en cuenta. —Wolframio se frotó la barbilla—. ¿Tienes alguna idea sobre quién hizo esto?
Drin sacudió la cabeza.
—Pagué a un mago de Fuego para que realizara un conjuro visualizador que nos mostrara lo que había ocurrido. Dijo que algo le tapaba la vista, que no vislumbraba nada. Pero había algo raro, seguro. Me devolvió el dinero y me dijo que no volviese a intentarlo.
Wolframio miró a Kolost, que asintió con la cabeza.
—¿Hay algo más que quieras saber? —preguntó Drin.
—No, gracias por tu ayuda.
—Ahora ya puedo volver a casa —dijo con voz cansina la enana, que se arrebujó en el chal, se dio media vuelta y echó a andar.
Wolframio la siguió con la vista y después se volvió hacia Kolost.
—¿Cómo murieron los niños? ¿Qué clase de arma se utilizó?
—A su chico, Rulff, lo atravesaron con una espada. Los otros tenían heridas similares, por lo que me contaron. Una niñita tenía aplastado el cráneo.
—¿Nadie oyó nada? —demandó Wolframio, frustrado—. ¿Ni chillidos ni gritos de auxilio?
Kolost sacudió la cabeza.
—Pregunté a los que viven cerca de aquí. Dijeron que, si alguien hubiese oído gritos, no le habría extrañado porque los niños siempre chillaban. Nadie les hacía caso. ¿Qué opinas de la cría que falta?
—Seguramente acabará apareciendo —dijo Wolframio—. ¿Para qué iban a matar ocho niños y a llevarse uno? Probablemente la chiquilla escapó y está demasiado aterrada para volver.
—Eso es lo que yo pensé —convino Kolost.
—Ese mago de Fuego, intuyo que lo conoces.
—Ya he hablado con él. No sirvió de nada.
—Aun así, me gustaría oír lo que tenga que decir.
—Vive cerca de mi casa. Hablaremos con él y después cenarás conmigo como mi invitado. ¿Estás seguro de no necesitar un sitio para pasar la noche?
—Lo estoy —repuso Wolframio, que volvió la vista hacia la tienda.
El mago de Fuego era un enano mayor que se ganaba la vida vendiendo sus aptitudes clarividentes.
—En ochenta años de usar conjuros de escrutinio jamás me había ocurrido nada semejante. ¿Sabéis cómo se realiza este hechizo?
Wolframio lo sabía, pero fingió que no para oír lo que el anciano tenía que decir.
—Para lanzar un conjuro de visión he de hacerlo en un lugar donde haya ardido un fuego en el pasado. Enciendo uno nuevo donde ardió el antiguo, y en las llamas veo lo que ocurrió allí. Por lo general los niños prendían una lumbre por la noche para que les diera calor, así que eso no representaba un problema. Entré en la tienda, encendí mi lumbre y miré las llamas. Vi a los niños sentados alrededor del fuego, los rostros radiantes por la luz. Uno dijo algo de que había oído un ruido. Fue hacia la entrada de la tienda y… —El mago extendió las manos—. Eso fue todo.
—¿Qué queréis decir exactamente con que eso fue todo? —preguntó Wolframio.
—Ante mis ojos se alzó una negrura, como si toda la tienda se hubiese llenado de un humo espeso y sofocante. No se veía nada a través de él. No oía nada. Ni siquiera distinguía las llamas de la lumbre. Sentí como si el humo me estuviera asfixiando. Fue una sensación horrible y muy real. Perdí la concentración y el conjuro terminó.
—¿Lanzasteis otro?
—No quise —repuso el mago con gesto serio—. Devolví el dinero. Era una maldición —añadió en tono grave.
—¿Qué maldición? —demandó Kolost—. No os referisteis a esto cuando hablé con vos.
—Preguntadle a él —repuso el mago, que les cerró la puerta en las narices.
—¿Lo intentaste con otros magos de Fuego? —le preguntó Wolframio a Kolost esa noche, mientras cenaban.
—Hablé con algunos, pero para entonces el viejo había relatado su historia espeluznante y ninguno quería correr riesgos. Tal fue el motivo de mi viaje a la Montaña del Dragón.
Wolframio apartó la fuente medio llena y cogió la jarra. Tenía mucha sed, pero ni pizca de apetito. La casa de Kolost, como la de todos los enanos, contenía solamente su equipo y unos pocos utensilios de cocina. El y Wolframio estaban sentados en el suelo, y la lumbre era la única luz que los alumbraba.
—¿A qué se refería el anciano con lo de la maldición? —preguntó Kolost—. Eso no lo había mencionado anteriormente.
Wolframio le dio un buen tiento a la cerveza. Tomó la vasija y volvió a llenar su jarra.
—Supongo que se refiere a la Maldición de Tamaros —contestó al tiempo que se limpiaba la espuma de los labios—. ¿Nunca has oído hablar de ella?
Kolost sacudió la cabeza.
—Seguro que algún abuelo vejancón se acuerda. Al parecer, cuando el rey Tamaros dividió la Gema Soberana hizo que sus receptores prestaran un juramento de que si alguna de las cuatro razas estaba en apuros y lo necesitaba, los miembros de las otras tres acudirían en su auxilio llevando consigo sus fragmentos de la gema. ¿Conoces la caída de Antigua Vinnengael? —Wolframio miró de soslayo a Kolost, que asintió.
»Lo que probablemente no sabes es que cuando el Señor del Vacío amenazó con atacar Vinnengael, el rey Helmos mandó buscar a Dun-ner para que lo ayudara, requiriéndole que llevara la Gema Soberana a Antigua Vinnengael. Según la leyenda, los Niños de Dunner se negaron a entregar la gema aduciendo que los enanos no tenían nada que ver con las guerras entre humanos.
—Como así es —dijo seriamente Kolost.
—Cierto, pero eso rompió el juramento —adujo Wolframio—. Los elfos tampoco enviaron su fragmento, ni los orcos. Antigua Vinnengael cayó. Y por ello hay muchos que creen que Tamaros maldijo a los que quebrantaron el juramento desde su tumba y que algún día tendrán que rendir cuentas.
Kolost frunció el entrecejo. Los enanos no eran tan supersticiosos como los orcos y tampoco estaban tan vinculados a su honor como los elfos. Sin embargo, tenían un código moral estricto, y faltar al juramento prestado era una felonía muy seria que a menudo daba pie a que al enano se lo expulsara del clan.
—Si el rey humano nos maldijo, estaba en su derecho —opinó Kolost.
—Supongo que sí —dijo Wolframio, poco convencido. Echó otro buen trago de cerveza.
—¿Crees que estamos malditos? —inquirió su compañero.
—Sí —fue la respuesta de Wolframio tras pensar un momento. Luego agitó la mano—. No creo esa tontuna de que Tamaros nos maldijera desde la tumba. Por lo que sé, era un buen hombre que no habría maldecido a una mosca por picarlo. Lo que creo es que hemos heredado el problema. Los de aquel entonces habrían tenido que vérselas con el Señor del Vacío hace doscientos años. Como ésos que oyeron los gritos de los niños —añadió con acritud—. En vez de salir de sus cálidas camas para ver qué pasaba, se taparon la cabeza con la manta y siguieron durmiendo.
—El tal Dagnarus, el nuevo rey de Vinnengael, ¿es al que llaman Señor del Vacío?
Wolframio asintió con la cabeza.
—Pero ¿qué tiene que ver con nosotros?
—Tiene que ver mucho —dijo Wolframio—. Si es que quieres recobrar la Gema Soberana.
Los ojos de Kolost se abrieron de par en par por el asombro, y después se estrecharon por la rabia.
—¡Él robó nuestra Gema Soberana!
—Creo que fueron sus secuaces —opinó Wolframio—. Ellos mataron a los niños.
—¿Estás seguro?
—No —repuso tajante—. Ni veo el modo de que podamos estar seguros nunca.
—Entonces ¿cómo recuperaremos la gema?
—No puedes —dijo Wolframio, que apuró la cerveza—. Llámalo la Maldición de Tamaros, si quieres, o la maldición de los propios enanos. Tendrían que haberse preocupado de la gema mientras la tuvieron, no después de que desapareciera. —Se puso de pie—. Te deseo buenas noches y buena suerte, Kolost.
—¿Te marchas de Saumel?
—Por la mañana.
—Pero ¿no vas a ayudarnos?
—No puedo hacer nada —dijo bruscamente.
Kolost lo acompañó a la puerta y se la abrió.
—Ojalá te… —Kolost se interrumpió en mitad de la frase y su mirada se desvió a un punto que había detrás de Wolframio.
—¿Qué? —demandó éste, irritado, a la par que giraba la cabeza para mirar—. ¿Qué hay ahí fuera?
—Nada. Me equivoqué. —Kolost se encogió de hombros—. Que tengas buen viaje.
—Ésa es mi intención.
Escudriñó atentamente a un lado y otro de la calle, pero era tarde y la mayoría de los enanos estaban en la cama. La calle se hallaba vacía. Wolframio volvió la mirada hacia Kolost, con aire de sospecha.
El jefe de clan se encontraba en la puerta, observándolo.
A Wolframio no le entusiasmaba la idea de pasar la noche en la tienda manchada de sangre, pero era lo menos que podía hacer por ellos, por los Niños de Dunner asesinados. Ése era su castigo, su penitencia. Tras despedirse de Kolost con un gesto de la mano, Wolframio echó a andar en medio de la noche.
Kolost sonrió para sus adentros mientras lo seguía con la mirada.
Trotando en pos del enano que recorría las oscuras calles de la ciudad, se desplazaba la forma titilante de un enorme lobo gris plateado.