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El viaje del barco orco que transportaba a Shadamehr y a sus compañeros fue idílico, una travesía con sol radiante, vientos constantes y olas espumosas. El navio navegaba velozmente gracias al tiempo excelente y a las aptitudes mágicas de Quai-ghai, la chamana del barco, y de Griffyd, pasajero de la nave. Ella utilizaba su magia para calmar el agua; el otro usaba la suya para llamar a los vientos. El barco voló por el mar de Sagquanno, rodeó sin incidentes el cabo de Malos Presagios y entró en el mar de Orcas en un tiempo récord.
El capitán Kal-Gah estaba impresionado. Nunca se le habría pasado por la cabeza lo útil que podía ser un elfo que trabajaba con magia del Aire. Llevó a Griffyd aparte y le ofreció un puesto fijo como «segundo chamán» de la nave. El elfo expresó su agradecimiento por tal honor, pero añadió que se veía obligado a rehusar la oferta.
—Puesto que los wyred pagaron mi instrucción —explicó—, no contemplarían con buenos ojos que vendiera mis conocimientos mágicos a cualquier otro.
El capitán Kal-Gah lo entendía, e hizo la oferta de incluir a los wyred con una pequeña participación en las ganancias si les parecía bien.
Griffyd dijo que se temía que no aceptarían.
Sin embargo, el capitán no renunció a su plan. Los orcos llevaban mucho tiempo en desventaja con la magia de las otras razas, si se tenía en cuenta que a cualquier chamán orco que utilizara una magia distinta de la magia del Agua casi se lo consideraba un traidor. El capitán Kal-Gah empezó a pensar que aquello era una muestra de que su gente era estrecha de miras e intolerante, e insinuó —en líneas generales— a una escandalizada Quai-ghai que debería ampliar sus horizontes.
Mientras Griffyd pasaba el tiempo con Quai-ghai para aprender conjuros de la magia del Agua, Damra se relajaba por primera vez en su vida. Arrullada por la belleza del mar y la certeza de que estaba aislada del mundo y nadie podía exigirle nada, pasaba los días en un estado de meditación y reflexión sosegado, espiritual. Por la noche encontraba bienestar entre los brazos de su esposo.
Shadamehr aprovechaba el viaje para mejorar sus conocimientos en el arte de la navegación. Ya estaba familiarizado con esa disciplina, pues había adquirido tales conocimientos en un viaje previo. Ahora se centraba en aprender todo lo posible acerca del barco. Trepaba por los aparejos y bajaba a la bodega. Se quemó la piel de las palmas de las manos al descolgarse por un cabo y casi se rompió el cuello al caerse del mástil. Por suerte cayó al agua. Los orcos pudieron pescarlo. Subió a bordo chorreando agua y afirmando entre risas que había disfrutado del baño.
Al ver que se tomaba en serio el aprendizaje, los orcos le enseñaron con gusto. Decían que era un hombre con suerte, porque no había habido un mal augurio desde que subió a bordo.
Shadamehr no se consideraba afortunado, ni siquiera se sentía satisfecho. Por alguna razón inexplicable, Alise no era feliz y él no entendía el porqué. Se desvivía para ser el amante perfecto, pero las palabras románticas obtenían respuestas sarcásticas, y sus miradas ardientes hacían que los ojos de la mujer se alzaran al cielo. Alise se mostraba irascible y mordaz a ratos, y otras veces silenciosa y distante. En ocasiones la sorprendía observándolo con una expresión de tristeza mezclada con otra de frustración.
—No entiendo a las mujeres —se quejó lastimeramente a Griffyd—. Intento ser como quiere que sea, pero no logro llegar a ella.
—¿Lo intentáis? —contestó Griffyd—. ¿O tratáis de ser lo que vos queréis que ella quiera que seáis?
Pensando tristemente que tampoco entendería nunca a los elfos, Shadamehr volvió a los aparejos.
El barco salió del mar de Orcas rumbo norte para navegar por los Estrechos. Un día —al siguiente de aquél en que los orcos sacaron a Shadamehr del mar— el barón se encontraba junto a la batayola practicando con el sextante cuando Alise se acercó y se quedó a su lado.
Lo había estado evitando como si él hubiese adoptado la costumbre orca de pringarse entero con aceite de pescado, así que se sorprendió al verla; se sorprendió y le complació.
—Bueno ¿y dónde estamos? —preguntó la mujer.
—Según mis cálculos, en algún punto al norte de Tromek —contestó con aire risueño.
Alise lo miró estupefacta y él atisbo un asomo de sonrisa en sus labios. Sin embargo, fue un gesto fugaz que apenas duró y Alise volvió la vista hacia el mar.
—Te estás esforzando mucho en divertirte —comentó—. Tanto que casi te has roto el cuello.
—Si vamos a eso, tú te estás esforzando muchísimo en no divertirte —repuso Shadamehr—. Alise, tenemos que resolver esto entre nosotros…
—Ya está resuelto —dijo ella sin apartar la vista de las olas chispeantes con el sol—. No quiero que me ames. Quiero que las cosas entre nosotros vuelvan a ser como eran. Como si no hubiese pasado nada.
—No creo que sea posible, Alise.
Durante unos segundos ella adoptó una actitud de desdén. Después suspiró.
—No, supongo que no lo es.
—Tienes miedo —dijo él de repente.
—No lo tengo —replicó, encrespada.
—¡Ja! —se mofó. Al ver que se ponía colorada añadió—: Tienes miedo de que si somos amantes no podamos ser amigos, que perdamos lo que había entre nosotros.
—Bueno, ¿y acaso no es así? —le dijo, desafiante.
—No, yo… —Shadamehr enmudeció. Se quedó con la boca abierta. Por los dioses, lo habían perdido.
Alise se alejó y lo dejó de pie junto a la batayola del puente; Shadamehr miraba sin ver el oleaje y la estela de espuma que dejaban.
El ánimo alegre de los pasajeros se evaporó cuando la Kli’Sha penetró en lo que los orcos conocían como los Estrechos Sacros. A fin de llegar a Krammes tendrían que navegar frente a la isla del monte Sa’Gra, su montaña sagrada que ahora estaba en poder de los detestados karnueses. Los orcos no navegaban en esa dirección si podían evitarlo. No es que temieran sufrir un ataque. Los karnueses, guerreros de tierra firme, sabían bien que no debían combatir en el mar a los orcos, que tendrían todas las ventajas de su parte. Los orcos no soportaban ver las cumbres de la reverenciada montaña e imaginar a los humanos profanadores caminando por las naves de sus templos.
Los vigías orcos avistaron unos pocos barcos con la bandera karnuesa, pero las embarcaciones se dieron media vuelta cuando divisaron el gallardete orco, y se alejaron en medio de los abucheos y los gritos desafiantes de la tripulación orca.
El monte Sa’Gra, con la nube de humo emergiendo de la cumbre nevada, apareció en el horizonte. El capitán ordenó subir a cubierta a todos los tripulantes. Los orcos se alinearon por la batayola y treparon a las jarcias. Quitándose los gorros, contemplaron la montaña con añoranza. Quai-ghai, la chamana, recitó una plegaria orca en tono bajo y solemne.
Aunque Damra no entendía las palabras, percibió el dolor y el pesar en la voz de la chamana y los vio reflejados en los semblantes de los tripulantes. La oración finalizó con un feroz y fuerte grito. Los orcos agitaron los puños en dirección a la montaña mientras unían sus voces al fragoroso clamor de la chamana.
—Juran que regresarán —tradujo el capitán Kal-Gah—. Y ese día, los Estrechos Sacros se teñirán de rojo con la sangre karnuesa.
—Dado la cólera que sentís, me sorprende que no hayáis intentado recobrar la montaña a estas alturas —comentó Griffyd.
—La capitana de capitanes es lista —manifestó Kal-Gah—. Somos esforzados guerreros a bordo de nuestros barcos, y unos negados chapuceros en tierra firme. —De repente sonrió—. Al ser orco, puedo decir eso, aunque os cortaría el cuello de oreja a oreja si os oyera decirlo a vos, barón.
Kal-Gah palmeó a Shadamehr en la espalda, y el golpe lo impulsó hasta casi el centro de la cubierta.
—Hemos oído —prosiguió Kal-Gah— que la capitana tiene agrupado en secreto un contingente de orcos en Harkon. Esperan a que se den los augurios adecuados para atacar.
—¿Es eso cierto? —preguntó Alise, interesada.
—Sea verdad o no, impide que los karnueses duerman bien por la noche —repuso el capitán. Volvió la vista hacia la montaña que menguaba en el horizonte y su sonrisa se volvió tirante y sombría—. Regresaremos. Algún día.
Los elfos y los humanos tomaban sus comidas en el camarote, aparte de los orcos, principalmente porque ver y oler la comida orca era más de lo que sus estómagos eran capaces de aguantar. Esa noche, los orcos habían capturado un gran calamar y esperaban disfrutar de un magnífico festín.
La mera idea de comerse esa criatura resbaladiza, viscosa, fue suficiente para quitarle el apetito a Damra, que sólo picoteó parte de su ración, que tampoco era gran cosa. El barco había hecho escala en una de las ciudades portuarias que había a lo largo de la costa a fin de hacer provisión de víveres, de modo que los elfos pudieron añadir frutos secos y fruta en conserva a su dieta de queso y galletas duras. Al llevar comiendo lo mismo días y días, Damra pensó que aunque no volviera a ver un higo seco en su vida no lo echaría en falta.
Para animar la comida, los cuatro discutieron la situación política orca.
—No imagino lo que debe sentirse al perder un lugar al que se ama y reverencia tanto —comentó Alise—. O saber que gente a la que no le importa nada esté probablemente escribiendo cosas desagradables en los muros del templo donde tus dioses residen.
—Y donde arrojan a sus víctimas propiciatorias a las entrañas de la montaña sagrada —comentó Shadamehr con despreocupación.
—¿Hacen eso? —preguntó Damra, estupefacta.
—Me temo que sí. A decir verdad, los orcos consideran un gran honor ser entregado al dios de la montaña. En consecuencia, la mayoría de las víctimas que sacrifican son orcos que, presumiblemente, piensan que saltar a la lava incandescente conduce directamente al cielo.
—Pero tomar una vida, siendo la vida sagrada, no está bien —arguyó la elfa.
—Eso según vuestros dioses, no según el dios de los orcos. ¿Impondríais vuestras creencias a los orcos? Es lo que hicieron los karnueses, ¿sabéis? Ésa fue la excusa que usaron para apoderarse de la montaña sagrada. Afirmaban que ofrecer sacrificios de personas era ofensivo para los dioses.
—Lo es.
—¿Y matar millares de orcos y esclavizar millares más no lo es? —inquirió Shadamehr a la par que guiñaba un ojo a Griffyd.
—No lo animéis, Damra —dijo Alise—. Milord Shadamehr defenderá que el océano está seco y que el sol brilla a medianoche si le dais pie.
—Aun así… —empezó la elfa.
La interrumpió la llegada de uno de los grumetes, el hijo del capitán Kal-Gah, al que había llevado en este viaje para que aprendiera el oficio.
—Señor —dijo el chico, que asomó la cabeza por la puerta entreabierta—, la chamana os pide que vayáis de inmediato. Está realizando su diálogo diario con el agua y parece que alguien intenta contactar con vos.
—¿Puedo acompañaros, milord? —preguntó Griffyd, anhelante—. Nunca he visto realizar ese conjuro. A menos que creáis que ese mensaje puede ser privado.
—No, no —contestó alegremente Shadamehr—. No tengo secretos. Mientras que a Quai-ghai no le importe que estéis, yo no tengo objeciones. Señoras, ¿os gustaría venir también? Aunque su camarote es pequeño, y supongo que todos estaremos bastante apretados.
Alise dijo que se iba a acostar y Damra adujo que quería meditar. Griffyd y Shadamehr se marcharon solos.
—Apuesto a que no me va a gustar lo que estoy a punto de oír —predijo el barón con aire sombrío mientras seguían al grumete bajo cubierta, al camarote de Quai-ghai.
—¿Qué os hace pensar eso?
—Nadie se desvive para darte buenas noticias, pero se atropellan para darte las malas.
El grumete les chistó para que guardaran silencio cuando se acercaron al camarote de Quai-ghai. No llamó a la puerta, sino que la abrió suavemente para que pasaran los dos hombres, que entraron sin hacer ruido e intentaron no interrumpir la concentración de la chamana.
Quai-ghai estaba sentada a una mesa, frente a un gran cuenco que tenía forma de concha de una escupiña, una especie de almeja gigante. El agua de mar se mecía suavemente en el interior del cuenco con el movimiento del barco. Quai-ghai hablaba con el agua; hacía preguntas y recibía respuestas. Escuchaba con la cabeza ladeada y después contestaba.
—¡Maravilloso! —exclamó en voz baja Griffyd mientras se sentaba al otro lado de la mesa—. ¿Habíais visto hacer esto con anterioridad?
Shadamehr sacudió la cabeza. La chamana les asestó a ambos una mirada irritada y Griffyd bajó el tono a un susurro.
—Ella y otro chamán se pueden comunicar directamente con esta magia. Lo único que hace falta es que ambos tengan un cuenco con agua y conozcan el conjuro adecuado. Los wyred a quienes se permite estudiar magia del Agua consideran este hechizo inestimable por facilitar una rápida comunicación a través de largas distancias.
—No me extraña —comentó Shadamehr, intrigado.
—Las dos personas deben establecer una hora determinada del día para estar presentes —siguió Griffyd—. Según Quai-ghai, casi todos los chamanes orcos eligen el ocaso como el momento en el que estarán en su puesto a fin de recibir o enviar mensajes.
Quai-ghai levantó la cabeza.
—El conjuro ha terminado. Ya no es menester que habléis en susurros. ¿Conocéis a alguien llamado Rigiswald?
—¿Un viejales cascarrabias? ¿Gruñón pero que viste con mucho estilo?
—No lo vi —repuso con aire digno la chamana, que miró ceñuda al barón—. Esto es un asunto serio.
—Lo siento —se disculpó Shadamehr—. Por favor, continuad.
—El tal Rigiswald pagó a un chamán a fin de contactar con vos a través de mí. El chamán lleva intentándolo una semana y finalmente se las ha ingeniado para hablar conmigo hoy. Ese Rigiswald dice que os comunique que Dagnarus, Señor del Vacío, es ahora rey de Vinnengael.
—Noticia que, no me cabe duda, fue causa de gran regocijo —comentó secamente Shadamehr.
—El tal Rigiswald dice que os comunique que Dagnarus tiene el apoyo del pueblo porque dirigió una batalla contra el ejército de taanes y acabó con ellos.
—¿El ejército taan que trajo consigo? —dijo Shadamehr, que enarcó una ceja—. Buena jugada por su parte. ¿Qué más?
—El tal Rigiswald dice que os comunique que Dagnarus ha ordenado a todos sus barones que acudan a Vinnengael para rendirle homenaje y jurarle lealtad. Si rehúsan, sus propiedades serán confiscadas por la corona. Según el tal Rigiswald —añadió Quai-ghai, cuya voz se suavizó—, el rey se ha apoderado de vuestras tierras, vuestro alcázar y todas vuestras rentas. El tal Rigiswald os advierte que si volvéis corréis peligro. Que vuestro alcázar no será lo único que perdáis.
—Entiendo —dijo quedamente Shadamehr. Sentía la mirada de Griffyd clavada en él, pero no quiso encontrarse con ella. Contempló sin verlo el cuenco de agua—. ¿Algo más?
—Hubo un atentado contra la vida del tal Rigiswald mientras estaba en la calzada, pero sobrevivió, y se reunirá con vos y con Alise en Krammes.
—Viejo pájaro correoso —comentó el barón con una sonrisa—. Un asesino tendría que despabilarse mucho para acabar con Rigiswald. ¿Alguna otra grata noticia? ¿Está el mundo a punto de acabarse?
—No, eso es todo —contestó la chamana—. ¿Queréis decirle algo a esa persona?
—Sólo que se cuide —dijo Shadamehr—. Y que lo veremos en Krammes. Bien, bien —se dirigió a Griffyd una vez que hubieron salido del camarote después de dar las gracias a Quai-ghai—, al parecer estoy sin un fenig.
—Lo lamento mucho, milord —dijo el mago.
El barón esbozó una sonrisa sesgada.
—«Fácil llega, fácil se va», como dijo el ladrón dunkargino cuando le cortaron la cabeza. Con todo, le tenía cariño a mi alcázar, a pesar de que en invierno resulta un poco frío por las corrientes.
—¿Qué vais a hacer?
—Prefiero pensar que voy a recuperarlo.
—Pero, milord —exclamó Griffyd, pasmado— Dagnarus es rey de Vinnengael, con miles de soldados a su mando, y también es…
—¿Señor del Vacío, con vrykyl y feroces taanes y hechiceros del Vacío dispuestos a satisfacer todos sus caprichos? Sí, lo sé. Pero yo tengo salud, y eso debe contar para algo.
—No sé cómo podéis bromear con estas cosas, milord.
Griffyd no imaginaba peor calamidad. Estar exiliado era el peor destino que podía esperarle a un elfo. La muerte era preferible.
—O bromeo o me siento y me pongo a llorar a moco tendido —argumentó Shadamehr—. Y cuando lloro siempre se me hincha la nariz. No os preocupéis, ya se me ocurrirá algo. Siempre lo hago. —Puso la mano en el hombro del elfo.
»Preparaos, amigo mío, porque ahora viene la parte verdaderamente terrible.
—¿Y qué es?
—Decírselo a Alise. Esta noche no hará falta que convoquéis a los vientos, Griffyd —predijo el barón—. El estallido de su furia nos impulsará de tal modo que tendremos suerte si no acabamos en Myanmin por la mañana.
El estallido de la cólera de Alise no los impulsó hasta la costa nimorana, pero no le anduvo lejos. Estaba enrabietada con Dagnarus y con los necios de Nueva Vinnengael por haberse dejado atrapar en su traición, y también estaba encorajinada con Shadamehr por transmitir unas nuevas desastrosas con semejante tranquilidad.
—-Querida —le dijo él en respuesta a una de sus diatribas—, ¿te sentirías mejor si me cuelgo del peñol?
—Sí —replicó la mujer—. Al menos harías algo constructivo. Te has pasado la mañana pescando.
—Puesto que nos encontramos atrapados en un barco en medio de los Estrechos Sacros, no se me ocurre qué tarea constructiva podría hacer aparte de capturar nuestro almuerzo.
—Podrías estar haciendo planes —dijo Alise mientras gesticulaba violentamente—. Decidir qué hacer, adonde ir…
Él se recostó en la batayola y la miró con aquella fría e insufrible sonrisa.
—¡Maldito seas! —bramó la mujer, que apretó el puño y le atizó un golpe en el brazo.
—¡Ay! —se quejó Shadamehr, sobresaltado—. ¿A qué ha venido eso?
—Para borrarte esa sonrisa de suficiencia. Sabías que esto iba a pasar —lo acusó—. Sabías que iba a pasar y no me lo dijiste. Lo sabías antes de que abandonáramos el alcázar…
—Ojalá pudiera afirmar que sabía de antemano que me iban a exiliar y a despojarme de mis tierras y títulos y me iban a convertir en el blanco de asesinos, pero me temo que no puedo, corazón mío.
—¡Ja! Elegiste Krammes como nuestro punto de destino porque se encuentra en el lado del continente opuesto a Nueva Vinnengael y porque tienes amigos entre los oficiales de la Academia Real de Caballería. Amigos a los que puedes reclutar para que te ayuden a recuperar el alcázar…
—Mira esto. —Shadamehr se subió la manga—. Fíjate qué marca me has hecho. Seguro que me sale un moretón, ¿sabes?
—Siempre dijiste que los oficiales mejor entrenados procedían de esa escuela —continuó Alise—. No querrán seguir a Dagnarus, como tampoco la gente de Krammes. Crearemos un ejército y marcharemos sobre Nueva Vinnengael. Tienes la Gema Soberana. Tendrás que convertirte en Señor del Dominio, claro, pero estoy segura de que los dioses pasarán por alto los defectos de tu carácter y no te freirán como un tostón durante la Transformación…
—¿Qué posibilidades tengo según tú, exactamente? —la interrumpió—. Me refiero a que no me frían como un tostón.
—Oh, setenta contra treinta —dijo Alise.
—¿Setenta a favor de qué y treinta a favor de qué?
—Setenta a favor de que te frían.
—No son muy buenas perspectivas —comentó él.
—Sinceramente, no sé por qué ibas a esperar que fueran mejores.
—Supongo que tienes razón.
—Te queda la posibilidad de hacer algo que incremente el porcentaje a tu favor —le dijo Alise.
—¿Lo crees posible?
Alise estaba a punto de soltar una respuesta ingeniosa, pero al mirarlo con más atención cambió de idea.
—¡Shadamehr, creo que hablas en serio!
—A veces pienso en ello. Pienso en Bashae, entregando su vida por proteger la gema. Y ¿para qué? Para pasármela a mí. ¿Y qué estoy haciendo de positivo con ella? Exactamente nada. No sé qué hacer —añadió, frustrado—. ¿Convoco al Consejo, como quiere Damra? ¿Llevo la gema a Antigua Vinnengael, como me dijo Gareth en la visión?
Se volvió y contempló el mar con aire malhumorado.
—Sabes que sólo bromeaba, ¿verdad? —Alise le puso la mano en el brazo y frotó suavemente donde lo había golpeado—. No creo que haya un hombre en todo el mundo más adecuado que tú para ser Señor del Dominio. Los dioses estarían locos si te dejaran escapar.
—Ahí está el problema —dijo Shadamehr—. Los dioses. Toda mi vida he tenido controlado mi destino. Puede que haya metido la pata en esto o en aquello, pero, si lo he hecho, sólo he podido culparme a mí mismo. Ponerme en manos del destino o como quieras llamarlo… Eso es lo que de verdad me asusta, Alise.
—No me parece que sea eso, exactamente.
—¿Qué quieres decir? —Se volvió hacia ella, interesado en saber qué pensaba.
Shadamehr quedaba perfilado contra el fondo del azul oleaje tocado aquí y allí con espuma blanca. Las aves marinas rasaban las crestas de las olas, ya fuera para buscar peces o porque les encantaba la aventura de volar entre la espuma. El viento agitaba el largo cabello del barón, cuyo rostro estaba tostado por el sol, de forma que el color de sus ojos resaltaba azul como el océano. La risa que normalmente jugueteaba en sus labios, igual que el centelleo del sol en el agua, había desaparecido. Comprendiendo que Shadamehr le estaba abriendo el corazón, dejando al desnudo sus miedos y sus dudas, Alise reflexionó largamente antes de contestar e intentó explicar lo que para ella era lo inexplicable.
—Hay un hechizo que se nos enseña a algunos magos de Tierra —dijo, pronunciando despacio las palabras, ya que las pensaba bien para asegurarse de elegir las que quería—. Un conjuro que conocemos como «asesino terrizo». Con él podemos hacer cobrar vida a una masa informe de roca y ordenarle que haga nuestra voluntad. El asesino no tiene mente ni voluntad propia. No le importa lo que está haciendo. El mago debe mantener bajo control a esa cosa porque le daría igual matarlo a él o a sus enemigos. —Alise miró a Shadamehr a los ojos.
»Los dioses no quieren asesinos terrizos. Los dioses quieren hombres y mujeres que piensen por sí mismos y tomen decisiones y actúen de acuerdo con esas decisiones. A veces serán decisiones equivocadas, pero los dioses comprenden eso. No creo que los que se convierten en Señores del Dominio actúen según el dictado de los dioses. Creo que actúan según su criterio. Creo que lo que hace especiales a los Señores del Dominio es que se les da la posibilidad de mirar en las mentes de los dioses. No muy a fondo, tal vez. Sólo una vislumbre. Pero hasta esa fugaz vislumbre los ayuda a juzgar qué han de hacer.
—O tal vez a los Señores del Dominio se les da la posibilidad de mirar dentro de sí mismos —musitó Shadamehr.
—Quizá sea lo mismo —dijo Alise.
Él alargó la mano y le retiró los rizos rojizos que se agitaban delante del rostro de la mujer.
—Nunca podremos volver a ser lo que éramos, Alise.
—Lo sé.
—Entonces ¿qué hacemos ahora?
Sonriéndole, Alise lo besó en la mejilla.
—Seguir viaje a Krammes, milord.