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El Atigrado Rechoncho original había sido una taberna famosa en la ciudad de Antigua Vinnengael. Doscientos años después todavía se contaban relatos del establecimiento, de su orondo dueño y del aún más orondo gato naranja que había dado nombre a la taberna. Esos relatos se habían convertido en una leyenda popular y casi todas las composiciones juglarescas que hablaban de héroes del pasado empezaban siempre con un encuentro fortuito en El Atigrado Rechoncho.

Cuando la ciudad de Nueva Vinnengael se encontraba en las primeras fases de urbanismo, varios aspirantes a propietario de taberna llegaron a las manos por querer poner a su negocio el nombre de la legendaria taberna. Entonces uno de ellos manifestó que podía demostrar que era descendiente de aquel gordo tabernero, e incluso enseñó un gato gordo que según él era descendiente del mismo gato famoso. Las pruebas se aceptaron. El día que el rey se trasladó al palacio de la recién construida ciudad de Nueva Vinnengael, el hombre abrió El Atigrado Rechoncho dos. El negocio se había conservado en la familia y ahora eran los hijos del primer dueño los que lo dirigían. Un descendiente del mismo rechoncho gato naranja sesteaba al sol por el día y holgazaneaba en la cantina por la noche.

La taberna siempre había disfrutado del favor de los miembros de la familia Shadamehr, uno de los cuales, años atrás, había ayudado en secreto al propietario en sus dificultades económicas. La taberna tenía una puerta trasera que conducía a un callejón muy oscuro delimitado por una pared que era fácil de escalar, y otra puerta que llevaba al tejado, desde el cual se tenían otros tejados al alcance de un salto. Como los barones Shadamehr —un grupo de excéntricos individualistas— eran campeones incansables de débiles y oprimidos, tendían a ser el blanco de los fuertes y poderosos, a quienes no les gustaba ni pizca el entrometimiento de los Shadamehr y tomaban medidas para ponerle fin, por lo que esos caminos de salida precipitada habían resultado más que oportunos y convenientes para los distintos barones a lo largo de los años.

Ulaf estaba muy familiarizado con la taberna, porque la consideraba el sitio ideal para reunirse con gente que lo mantenía informado de lo que pasaba en el mundo, más allá de las murallas de Nueva Vinnengael. La taberna también era el lugar donde la gente de Shadamehr se encontraría si surgían problemas.

Habiendo encontrado a los pecwaes, Ulaf los condujo al establecimiento tan de prisa como le fue posible, aunque sin bajar la guardia por si aparecía alguna patrulla. Las campanas dieron el toque de queda justo cuando giraban en la esquina donde estaba situada la taberna.

Las calles se encontraban casi vacías y las patrullas ya se habían puesto en marcha para buscar transgresores. También buscaban al barón Shadamehr, pero eso no podía saberlo Ulaf. Suponía que algo había salido mal porque había oído los silbatos de los flautines que usaba la gente de Shadamehr para alertar a los otros en momentos de crisis. Ulaf se disponía a ir a enterarse de lo que pasaba cuando había vislumbrado a los pecwaes, que desaparecieron el una esquina, por lo que fue en pos de ellos.

Estaba convencido de que se enteraría de lo ocurrido al llegar al punto de reunión. Entretanto, tenía a los dos pecwaes, y Bashae tenía la Gema Soberana en la mochila. Ulaf estaba decidido a no soltar a ninguno de los tres.

Le habría gustado librarse del guerrero trevinici que había aparecido en escena de repente.

—Curiosa coincidencia —masculló entre dientes—, que en una ciudad en la que nunca se ven trevinicis ni pecwaes vayan a topar los unos con los otros.

Yentonces recordó a Shadamehr recitando una vez: «No existen las coincidencias, sólo las bromas pesadas de los dioses».

Bien, pues, si aquello era una cuchufleta divina, ¿quién reiría el último? Bashae y Abuela procedían de un país muy lejano a Nueva Vinnengael, un país donde ver trevinicis, los ancestrales protectores de los pecwaes, era tan corriente como ver un gorrión. No sabían que ver un trevinici en Nueva Vinnengael equivalía a ver una ballena flotando en una de las fuentes de la ciudad. Ulaf suponía que Jessan era el primer trevinici que había pisado Nueva Vinnengael en los últimos veinte años, si es que no hacía más tiempo. Con lo que el hecho de que ahora hubiese dos trevinicis en la ciudad rayaba casi en lo inverosímil.

En cuanto a que ese trevinici hubiese «tropezado» con los dos pecwaes…

A Ulaf le habían advertido que los vrykyl iban tras la pista de los pecwaes o, más bien, que iban tras la Gema Soberana que llevaba uno de ellos: Bashae. Por desgracia para él, Ulaf estaba muy familiarizado con los vrykyl. Ya había tenido enfrentamientos con ellos, muy a su pesar. Podían adoptar la apariencia de cualquier persona que hubiesen matado, y sospechaba que el extraño trevinici que caminaba con él calle adelante era uno de los poderosos y aterradores vrykyl. Era imposible saberlo con certeza, salvo si se lo forzaba a descubrirse, y Ulaf no tenía intención de hacer tal cosa. Si ese trevinici era un vrykyl, entonces se encontraban en un gran peligro.

«Por otro lado —argumentó para sus adentros—, si este trevinici es un vrykyl, ¿por qué no usa su magia del Vacío para convertirme en un montón de ceniza pringosa, coge a los pecwaes y huye? ¿Por qué nos acompaña dócilmente?».

«La respuesta obvia —se contestó a sí mismo—, es que el vrykyl tiene órdenes de mantener ocultas su naturaleza y su magia».

Esa conjetura no le servía de mucho consuelo, ya que abría un abanico de terribles posibilidades y suposiciones, la principal de las cuales era que había más vrykyl trabajando para su amo, el Señor del Vacío, Dagnarus, cuyos ejércitos marchaban en ese momento hacia Nueva Vinnengael desde el norte.

Ulaf decidió que lo que mejor podía hacer era llevar a todo el mundo —pecwaes, trevinici, vrykyl y demás— a la taberna, donde confiaba que encontraría al barón Shadamehr y al resto de la gente del barón. Juntos hallarían un modo de afrontar aquella terrible situación.

El Atigrado Rechoncho se encontraba al final de una manzana en la calle del Fabricante de Velas. Al entrar en la calle podían oírse las risas escandalosas a un bloque de distancia. El letrero con el famoso atigrado dormitando se mecía y chirriaba con la brisa nocturna.

El calor y el ruido del interior de la taberna golpearon a Ulaf con la fuerza de un conjuro de fuego enano cuando el hombre abrió la pesada puerta de madera. En el piso bajo estaba la taberna propiamente dicha, así como dos grandes habitaciones comunales donde los viajeros podían encontrar un camastro para pasar la noche. Una enorme chimenea a un extremo de la taberna proporcionaba luz y calor. Al ver a varios amigos y compañeros entre el gentío, Ulaf soltó un suspiro de alivio. Asió con fuerza a los pecwaes, que se habían quedado petrificados como conejos despavoridos, y los empujó para que entraran. El trevinici vaciló en el umbral y Ulaf esperó que se sintiera intimidado por la muchedumbre y decidiera marcharse. El guerrero frunció el entrecejo al ver a tanta gente, pero siguió a los dos pecwaes al interior y se quedó pegado a ellos como la parca al lecho del difunto.

«Una analogía lamentablemente acertada», se dijo para sus adentros.

Buscó a Shadamehr entre la multitud con una rápida ojeada. No lo vio, y ésa era una mala señal. O el barón seguía arrestado o había ocurrido algo peor. Ninguno de los hombres de Shadamehr dio señal de que conocía a Ulaf, quien a su vez no demostró que conociera a nadie en la taberna. El propietario, que conocía muy bien a Ulaf, ni siquiera lo miró, y las ocupadas camareras le echaron ojeadas de agobio, como si se tratara de un cliente más. Todos sabían que Ulaf podría encontrarse allí por algún asunto importante, que tal vez utilizaba cualquiera de sus identidades falsas, y que si hubiera querido que lo reconocieran les habría hecho la señal acordada.

La taberna se hallaba atestada. El toque de queda había pillado por sorpresa a la gente que estaba de visita en Nueva Vinnengael. Tendrían que dormir cuatro en una cama. Por si fuera poco, algunos de los vecinos que vivían cerca y que imaginaban que podrían escabullirse a hurtadillas hasta casa antes de que las patrullas los sorprendieran se habían quedado para hablar de los rumores de guerra. Todas las mesas estaban llenas, pero eso no le preocupaba a Ulaf; a decir verdad, no bien acababa de entrar cuando se vació una mesa que había cerca de la puerta, y condujo a los pecwaes en esa dirección. Los dos hombres que habían estado sentados allí pasaron a su lado sin mirarlo, aunque uno de ellos se frotó la nariz de una forma peculiar.

Ulaf conocía al hombre, sabía que esa señal significaba que algo malo había ocurrido y que tenían que hablar. El hombre se dirigió al mostrador. Ulaf no se atrevía a dejar solos a los pecwaes con el extraño trevinici pegado a sus talones, pero necesitaba saber qué pasaba.

Acomodó a Abuela en una silla y se le ocurrió que la anciana, pendenciera por regla general, estaba inusitadamente apagada. Cada dos por tres, Abuela alzaba el bastón de ojos de ágata y lo giraba hacia aquí y hacia allí. Después, con gesto sombrío, sacudía la cabeza al tiempo que sacudía el bastón.

Algunos de los parroquianos contemplaban boquiabiertos a los pecwaes y al trevinici. Los hombres de Shadamehr evitaron mirarlos con gran diligencia e hicieron todo lo posible por desviar la atención de los demás de ellos. El hombre en el mostrador volvió a frotarse la nariz y en esta ocasión también soltó un sonoro estornudo.

El trevinici no se sentó, sino que se quedó recostado en la pared, cruzado de brazos y sin quitar ojo a los pecwaes.

—Bashae, ven conmigo —dijo Ulaf.

—¡Mira, es Jessan! —gritó el pecwae, que agitó la mano—. ¡Aquí, Jessan!

Jessan, que entraba en ese momento en la taberna, pareció complacido y aliviado en extremo al ver a sus amigos; tan complacido que en su semblante, habitualmente serio, apareció una sonrisa. Se paró un momento para mirar con asombro al desconocido trevinici. Estaba a punto de saludar a ese hermano guerrero cuando recordó su mensaje urgente. Se giró y se dirigió a Ulaf en un tono bajo, urgente.

—He de hablar contigo. A solas.

Ulaf asintió y los dos se retiraron hacia la puerta.

—Acabo de dejar a Alise y a Shadamehr —empezó Jessan—. El barón está herido y Alise quiere que vayas de inmediato.

—¿Herido? —repitió Ulaf, impresionado—. ¿Es grave? —Tenía que serlo, pensó, para que Alise mandara buscarlo.

—Se está muriendo —respondió Jessan sin andarse por las ramas—. Se encuentra en el cuarto trasero de una taberna que está por ahí —señaló con el pulgar—. Alise se ha quedado con él, pero no creo que pueda hacer mucho para salvarlo. Su estado es muy grave.

—Oh, dioses —musitó Ulaf, que se sintió como si la vida lo estuviese abandonando también a él.

Su primer impulso fue salir corriendo hacia allí, pero se obligó a plantearse la situación de forma racional. Tenía a los pecwaes a su cuidado; a los pecwaes y a la Gema Soberana. Eran responsabilidad suya y no podía abandonarlos. Echó una ojeada al hombre del mostrador, que le respondió con otra mirada de urgencia e incluso con un estornudo aún más sonoro que el anterior. Entretanto, Jessan observaba de nuevo al trevinici.

—Jessan, ¿conoces a ese hombre? —preguntó Ulaf.

—No. No lo había visto nunca. Por sus marcas, pertenece a una tribu que vive lejos de la mía, por algún punto cerca de Vilda Harn.

—Qué raro —musitó Ulaf—, porque afirma que lo conoces. Le dijo a los pecwaes que lo habías enviado a buscarlos. Utilizó tu nombre para intentar sacarlos de la ciudad con artimañas.

—¿Y por qué dijo eso? —Jessan tenía el entrecejo fruncido—. No lo había visto hasta ahora. He estado con el barón Shadamehr en todo momento.

—Jessan, voy a decirte algo que no te va a gustar oír y tienes que mantener la calma —explicó rápidamente Ulaf—. No debes mostrar reacción alguna. Creo que el trevinici es en realidad un vrykyl.

El joven guerrero lo miró fijamente un instante. Sus ojos se oscurecieron, se acentuó el frunce del entrecejo, pero no dijo nada.

—No lo desenmascares —advirtió Ulaf—. Aquí no. Creo que va detrás de la Gema Soberana y no vacilará en matar a cualquiera de los que estamos aquí con tal de apoderarse de ella.

—¿Qué hacemos? —preguntó Jessan.

—Acércate y habla con él. Fíjate en lo nervioso que está. Sabe que pasa algo raro. Disipa sus sospechas.

—Y después ¿qué?

—En cualquier momento va a estallar el caos. Cuando ocurra, agarra a Abuela y a Bashae y sácalos de aquí. Llévalos con Alise y Shadamehr.

—¿Y qué hay del vrykyl? Intentará detenerme.

—Olvídate del vrykyl. Yo me ocuparé de él. Tú preocúpate sólo de los pecwaes, ¿entendido?

Jessan asintió con un brusco cabeceo y se encaminó hacia el desconocido trevinici. Ulaf remoloneó unos instantes; se temía lo peor y se preparó para afrontarlo. Sin embargo, Jessan sabía lo que se hacía, y en seguida los dos sostenían una conversación. Bashae masticaba pan y queso con aire satisfecho mientras escuchaba a los dos guerreros. Abuela parecía mirar al vacío, con la boca entreabierta ligeramente y los ojos desenfocados y vidriosos.

A Ulaf no le gustó su aspecto. Se le ocurrió que quizá estaba sufriendo un ataque apopléjico, como les pasaba a veces a los ancianos; pero, de ser así, él no podía hacer nada al respecto. Se abrió paso entre el gentío y se dirigió hacia el mostrador. Mientras caminaba sacó el silbato que llevaba colgado de una cadena de plata al cuello y lo puso bien a la vista. Jugueteó con él, pero no se lo llevó a los labios.

Al llegar al mostrador, Ulaf se colocó al lado del hombre que se había frotado la nariz.

—¿Qué pasa, Guerimo?

—Hubo jaleo en palacio. Shadamehr y la Señora del Dominio tuvieron que saltar por una ventana. ¡Ahora lo buscan magos de combate!

—¡Magos de combate! —gimió Ulaf.

—Seguramente vienen de camino hacia aquí. Están enterados de que es en esta taberna donde se rodea de amigos y seguidores cuando está en la ciudad. ¿Sabéis dónde se encuentra el barón? Hemos de advertirle.

Ulaf escuchaba al hombre sin perder de vista a los pecwaes, a Jessan y al falso trevinici.

—Por extraño que parezca —dijo—, tenemos problemas peores. Necesito una maniobra de diversión.

—¿La habitual? —sonrió Guerimo.

—La habitual —confirmó Ulaf.

Jessan había tomado la decisión de dejar Nueva Vinnengael antes de llegar a El Atigrado Rechoncho. Lo había pensado todo de camino a la taberna, que había conseguido localizar por casualidad más que a propósito. Encontraría a los dos pecwaes y volverían a su tierra, a un sitio donde podría ver el sol y respirar aire puro. Una vez allí, estaba convencido de ser capaz de pensar bien las cosas y encontrar de nuevo las respuestas que parecía haber perdido a lo largo del camino.

En su vida anterior —la que llevaba antes de emprender este viaje con la Gema Soberana— había sido un niño. En esta vida había dejado la infancia atrás. Había batallado contra un enemigo poderoso y lo había derrotado. Había tomado su nombre de guerrero: Defensor. Había cumplido la promesa hecha al caballero moribundo, Gustav. Había visitado países extraños, había conocido gente extraña. Había llegado a admirar a algunos y a despreciar o a temer a otros. Había aprendido mucho, o eso era lo que le repetían. Sin embargo, al pensarlo mejor, Jessan comprendió que se equivocaban. En su vida de antes tenía respuestas para todo. Ahora sólo tenía preguntas.

Necesitaba librarse de esta ciudad, donde empezaba en la dirección correcta pero siempre parecía que giraba donde no debía y acababa en un callejón sin salida. No llegaba a ver el cielo a causa de las altas paredes, no sentía la caricia del sol porque los edificios arrojaban sombras, no podía respirar por la peste que había en el aire.

A su llegada a la taberna, con el barullo, el calor, la algarabía y la luz deslumbrante, se ratificó en su decisión. Tampoco le extrañó demasiado que le dijeran que el trevinici era un vrykyl. En su vida de antes se habría burlado de esa idea. En su vida actual desconfiaba de todo y de todos. Sabía que el mal podía acechar bajo una apariencia amigable, y odiaba saberlo.

Se alegró de ver a Bashae y a Abuela, de que estuvieran sanos y salvos y de que parecieran sentirse tan perdidos, abandonados y tan faltos de amistad como él. Quedaba un obstáculo, y era la Gema Soberana. Habían cumplido la promesa hecha al caballero moribundo, Gustav. Y, en su opinión, la habían cumplido sobradamente. Bashae había intentado entregar la gema a Damra y después al barón Shadamehr. Ninguno de los dos la aceptó y dejaron la enorme responsabilidad a Bashae. Al mirar al pequeño pecwae de frágil apariencia, rodeado de humanos corpulentos con puños como jamones y vigilado de cerca por el vrykyl, Jessan ardió de rabia.

«Esa gema es de su incumbencia. Que se ocupen ellos —se dijo para sus adentros—. Nosotros hemos cumplido con nuestra parte. Hemos hecho más que de sobra».

Bashae se desplazó en su silla y le ofreció a Jessan la mitad del asiento y más de la mitad del pan y del queso.

—Me alegro de verte, Jessan —dijo—. Me tenías preocupado. Tormenta de Fuego nos contó que te habían arrestado.

Jessan miró fijamente a Tormenta de Fuego, que a su vez lo observaba con cautela. ¿Sería realmente un vrykyl ese hombre? Jessan no sabría decirlo. Tormenta de Fuego tenía la apariencia que cualquier guerrero trevinici debería tener, incluidos los flecos de los pantalones de cuero.

—Me alegro de que acudieras en ayuda de mis amigos, Tormenta de Fuego —dijo Jessan—. No están acostumbrados a los peligros de una ciudad. Pero me ha extrañado que dijeras que me conocías cuando es la primera vez que nos vemos.

A Jessan le parecía natural hacer tal pregunta, una que un vrykyl o un trevinici habría esperando que hiciera. La expresión tensa de Tormenta de Fuego se relajó.

—Tengo que admitir que exageré la verdad, pero quizá no tanto como puedas pensar. La fama de Jessan y de su misión ha cundido entre nuestra gente.

—También es mi misión, ¿sabes? —señaló Bashae, ofendido—. Estamos juntos en esto, Jessan y yo. Y Abuela.

—Por supuesto. Lo siento, ha sido un fallo mío —dijo cortésmente Tormenta de Fuego.

«Es posible que diga la verdad —reconoció Jessan—. La gente de mi pueblo habría compartido la historia del caballero moribundo y de los que habían partido para llevar su “prenda de amor” a tierras elfas con todos los trevinicis con los que se encontrara. Pero eso no explica qué hace Tormenta de Fuego aquí, en Nueva Vinnengael, tan lejos de nuestra tierra. Por otro lado, ningún guerrero trevinici se rebajaría a adular a otro, porque lo más probable es que se sintiera insultado, en lugar de halagado».

—Bashae —dijo suavemente el joven—, necesito ir al excusado. Acompáñame y así no te perderás otra vez.

—No he sido yo el que ha conseguido que lo arresten —replicó el pecwae, indignado. Pasó a hablar en tuitil y describió exactamente lo que Jessan podía hacer cuando estuviera en el excusado.

El tuitil era un lenguaje muy descriptivo, y Jessan sonrió sin poder evitarlo. Después dirigió una mirada a Bashae y señaló a Tormenta de Fuego con un levísimo gesto de cabeza.

El pecwae miró de soslayo al trevinici y guiñó ligeramente el ojo derecho.

—Vale, Jessan, iré —accedió.

—Os acompaño. Esta gente de ciudad tiene costumbres muy raras —añadió Tormenta de Fuego al tiempo que se encogía de hombros—. Mira que construir casas para que la gente cague.

Jessan estaba a punto de decir que había cambiado de idea, que no tenía tantas ganas de ir, cuando Abuela soltó un chillido que casi le levantó el pelo. Con una mirada feroz a Tormenta de Fuego, Abuela lo golpeó en el pecho con el bastón de ojos de ágatas.

Ulaf oyó gritar a Abuela. Fue un sonido sobrecogedor, primario, como el chillido penetrante de un ratón atrapado en las garras del halcón o del conejo atravesado por una flecha. El horrible sonido traspasó el ruido de la taberna, hizo que una sobresaltada camarera dejara caer una jarra, y acalló todas las conversaciones de la sala. Chillando enfurecida en su propio idioma, Abuela golpeó en el pecho al trevinici, Tormenta de Fuego, con el bastón de ojos de ágatas.

El bastón se le quebró en la mano, se partió en dos. Los ojos de ágatas brincaron y rodaron por el suelo, pero nadie les hizo caso. El trevinici estaba sufriendo una espantosa transformación. Los pantalones y la túnica de cuero que llevaba desaparecieron. El cabello rojizo y el semblante serio y adusto del guerrero trevinici se desmoronaron, la carne se pudrió y dejó a la vista una calavera de espantosa sonrisa. Una armadura negra y maligna como el Vacío le fluyó sobre el cuerpo. Un yelmo negro le cubrió el cráneo pelado. Guanteletes negros enfundaron las manos esqueléticas.

«Estaba en lo cierto —pensó Ulaf—. ¡Los dioses nos valgan!».

La gente en la taberna permaneció sentada un instante, sumida en un silencio estupefacto, y después estalló un pandemónium. Pocos sabían lo que era aquella maligna criatura, pero todos entendían que era obra del Vacío y que allí por donde pasaba la acompañaban la muerte y la destrucción. Algunos intentaron huir, otros trataron de esconderse. Todo el mundo gritaba, saltaba o se encogía, caía sobre las sillas o procuraba meterse debajo de las mesas. Los hombres de Shadamehr miraron al vrykyl, después se miraron unos a otros y, por último, a Ulaf.

Disponía de una fracción de segundo para tomar una decisión. Era competente con la magia, pero jamás podría enfrentarse a los letales conjuros del Vacío que podía ejecutar un vrykyl.

—¡Arrojadle cosas! —bramó para hacerse oír por encima del caos—. ¡Mantenedlo ocupado!

Ulaf trajo a la memoria las palabras de un hechizo que había planeado lanzar y las pronunció en voz alta. La magia hormigueó en su sangre. Señaló al suelo, debajo de los pies del vrykyl, y la magia fluyó de él. Las baldosas empezaron a ondear y a combarse. El vrykyl perdió el equilibrio y cayó al suelo con un golpe estruendoso.

La gente de Shadamehr se armó con platos, cuencos, bandejas, botellas, jarras, cualquier cosa que hubiera a mano, y se los arrojaron al vrykyl. Los platos se hicieron añicos contra el peto negro, la cerveza resbaló sobre el yelmo. La andanada de cacharros no le haría daño alguno, pero quizá lo pondría nervioso, le impediría esgrimir su propia magia.

Ulaf no era alto, así que no veía por encima de las cabezas de los que estaban en la taberna, la mayoría de los cuales se había puesto de pie, ya fuera para huir o para luchar. Ulaf había perdido de vista a Jessan en el caos, y no sabía lo que había sido de él y del pecwae.

No se atrevió a perder tiempo buscándolos. Los encomendó a los dioses y corrió detrás del mostrador, abrió de golpe la puerta y subió a toda carrera el tramo de escalera que conducía al primer piso. Pasó violentamente a través de otra puerta y salió disparado al tejado. Varios parroquianos habían salido ya a la calle y llamaban a gritos a la guardia. Unos soldados no podían competir con el vrykyl. Ulaf forzó la vista y escudriñó la oscuridad.

Y allí estaban. Seis magos de combate con toda su parafernalia, los hechiceros más temidos en Nueva Vinnengael, quizá en todo el continente de Loerem. Sólo los mejores magos, los más fuertes y disciplinados, eran elegidos por la iglesia para hacerlos sus campeones. Diestros con el acero y con la magia por igual, no sólo eran unos hechiceros formidables, sino que también se encontraban entre los mejores espadachines del ejército. Combatiendo como una unidad, aglutinaban sus habilidades mágicas para forjar conjuros capaces de diezmar un regimiento.

Los envolvía el halo blanco de la magia con la que se alumbraban el camino por las oscuras calles de la ciudad. La mágica luz arrancaba destellos de las espadas, los yelmos y las cotas de malla, e iluminaba los tabardos de su alto cargo, que llevaban sobre la armadura. Eran minuciosos en su búsqueda, sin precipitarse, registrando todos los edificios.

—¡Vrykyl! —gritó Ulaf a voz en cuello. Intensificando la palabra con las alas de la magia, la lanzó al aire—. ¡Vrykyl! —repitió—. ¡En El Atigrado Rechoncho!

Esperó un instante, en tensión, y después tuvo la satisfacción de ver que las cabezas de los magos de combate se alzaban bruscamente y giraban a uno y otro lado en busca de la fuente de la voz que parecía haber explotado en sus oídos.

—¡De prisa! —los instó.

No era preciso que los azuzara. Los magos de combate ya corrían por la calle.

Ulaf se dio media vuelta y regresó disparado hacia la escalera. Había bajado más o menos la mitad cuando se oyó un grito angustioso, el grito penetrante y agudo de un pecwae.