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Wolframio el Descabalgado no había planeado quedarse mucho tiempo en el monasterio de la Montaña del Dragón. Debido a la recompensa otorgada por el difunto lord Gustav, Wolframio era ahora un lord, señor de una casa solariega —una casa solariega humana en territorio humano— y estaba deseando entrar en ella como su propietario para asombrar y consternar al mayordomo y a los criados al anunciarles que ahora tenían un enano de amo.

Se decía a diario que se marchaba. A diario encontraba alguna excusa para quedarse. Pasaron semanas y el enano todavía rondaba por la Montaña del Dragón. La verdad era que Ranessa estaba aprendiendo a ser una dragona y ello le costaba mucho esfuerzo. A Wolframio no le hacía gracia abandonarla.

No sabía por qué se sorprendía. A fin de cuentas, Ranessa tampoco había sido un éxito clamoroso como humana. Se había distanciado de su familia y de toda la tribu trevinici en la que había nacido. Después se las había ingeniado para insultar y ofender a casi todas las personas con las que habían coincidido en el viaje. Wolframio reconocía que su misantropía podía tener cierta disculpa. Hasta entonces Ranessa se había pasado toda la vida creyendo que era humana (y detestando serlo) para, de repente, en un segundo catastrófico y sobrecogedor, descubrir que no lo era. Era una dragona.

Después de que él mismo se hubo recobrado de la impresión (una recuperación que había requerido numerosas jarras de la estupenda cerveza oscura de los cenobitas), Wolframio había confiado en que el descubrimiento de su verdadera naturaleza transformara a Ranessa de ser una humana irritable, irracional y medio loca en una dragona tranquila, de trato fácil. Resultó que Ranessa seguía siendo irritable e irracional. La única diferencia era que antes de convertirse en dragona utilizaba la lengua para acabar con un hombre, y ahora tenía unos dientes afilados para facilitarle el trabajo.

La cenobita, Fuego, que era la madre dragona de Ranessa, le aseguró a Wolframio que el comportamiento de Ranessa era normal. Todos los dragones jóvenes recién «salidos del cascarón» experimentaban problemas similares mientras se acostumbraban a su nueva forma y al nuevo modo de contemplarse a sí mismos y al mundo que los rodeaba.

—Después de que se pasa esa primera euforia al descubrir su verdadera naturaleza, el joven dragón se siente confuso e incómodo. Puede que se sienta furioso y traicionado y que le resulte difícil adaptarse a una vida tan completamente distinta. Es una reacción que no se diferencia mucho de la que he visto en enanos recién «Descabalgados» —añadió fríamente Fuego.

Al ser un Descabalgado, Wolframio entendió perfectamente a qué se refería, pero siguió en sus trece, como si no lo comprendiera.

—Es un modo raro de hacer las cosas, señora —argumentó—. Antinatural. ¿Por qué no criáis vosotros mismos a vuestros hijos? Criar pequeños no es nada fácil, ya sabéis: que si lloran, que si vomitan, que si se mojan los pañales y todo lo demás. Sin embargo, lo soportamos, no vamos por ahí soltando nuestros niños a otros. Sin ánimo de ofender, señora.

—No me ofendo, Wolframio —contestó Fuego, y el enano vio con alivio que parecía divertida, no enfadada.

Fuego, una duplicante, había asumido de nuevo su forma de enana y caminaba con él como haría cualquier enana normal y corriente. Puesto que podía cambiar a su verdadera forma de dragona en cualquier momento, Wolframio no quería irritarla.

Los dos paseaban por uno de los jardines que rodeaban el monasterio. Cinco dragones guardaban la construcción y a los cenobitas a salvo de sufrir daño alguno. Cuatro de esos dragones representaban los elementos del mundo: el fuego, el agua, la tierra y el aire. El quinto representaba la ausencia de elementos, el Vacío.

Las gentes de Loerem estaban enteradas de que los dragones protegían el monasterio, pero muy pocos sabían que también lo dirigían, ya que se disfrazaban como monjes cuando trataban con las otras razas. Wolframio había descubierto la verdad por pura casualidad al presenciar inadvertidamente la transformación de Fuego de una enana a una magnífica dragona roja.

«Mentiras, es lo que son. Todo un montón de mentiras», pensó el enano, indignado. Y no es que él se salvara de mentir. Un embuste o dos venían bien de vez en cuando, pero no era lo mismo. Esas mentiras afectaban a la vida de las personas.

—La gente acaba cogiendo cariño a otros siendo como son, y entonces descubre que son dragones. Algunos podrían sentirse heridos. Eso es todo lo que digo, señora.

—Lo entiendo, Wolframio.

El jardín estaba construido al borde de un precipicio y desde él se disfrutaba de una vista maravillosa del paisaje que se extendía por debajo de la alta cumbre montañosa. Los dos se pararon frente a un murete de piedra que se había levantado para prevenir caídas por el tajo. Jirones de nubes se deslizaban más abajo, arrastrados por la brisa. Al fondo, el río era un hilo azul que se enroscaba entre rocas rojas.

Ranessa se encontraba ahí fuera, entre las nubes, practicando el vuelo. Le encantaba volar, según le había dicho a Wolframio. Le encantaba planear en las corrientes térmicas o zambullirse en picado sobre alguna cabra aterrada. Le encantaba sobrevolar en círculo los altos picos nevados, consciente de hallarse por encima del mundo y de sus problemas.

Pero Ranessa no podía volar sin parar, tenía que aterrizar, tenía que volver a la sólida tierra. La primera vez que lo había intentado llevaba demasiada velocidad, derrapó, bajó demasiado pronto la cabeza, dio una vuelta de campana y acabó frenándose al chocar contra los establos de los cenobitas; destrozó el edificio y mató a dos muías.

Wolframio estaba convencido de que se había matado. Ranessa salió del desastre con casi todas las escamas del hocico raspadas, un desgarro muscular en una pata, y la firme determinación de no volver a volar nunca. Sin embargo, el cielo azul, las nubes y la libertad la llamaban. Practicaba los aterrizajes a diario (en un campo grande y despejado) y aseguraba que iba mejorando. Wolframio no lo sabía. Era incapaz de presenciar las prácticas.

El enano se frotó la nariz, se rascó la barba y buscó con la mirada a Ranessa, que revoloteaba entre los picos, impaciente. Las escamas rojas brillaban anaranjadas con el sol. Era una belleza esbelta y alada. De repente, Wolframio deseó que Ranessa pudiera verse a sí misma como la veía él. A lo mejor eso la ayudaba.

—Nuestra razón para dejar a nuestros pequeños con la gente no es completamente egoísta —manifestó Fuego—. Descubrimos que vivir entre la gente les da a algunos jóvenes cierta comprensión respecto a vosotros, cómo pensáis, cómo actuáis.

—Lástima que no sea igual a la inversa —rezongó Wolframio—. Me he estado preguntando una cosa. Ranessa se sentía impelida a venir aquí, veía la Montaña del Dragón en sus sueños. ¿Les sucede lo mismo a todos vuestros jóvenes?

—Sólo a unos pocos —contestó Fuego—. Les pasa a los que se sienten insatisfechos con la vida que llevan. A los que son buscadores, indagadores. A los que no encajan. Como Ranessa. Saben que la vida les tiene reservado algo especial y no descansan hasta que descubren qué es. Su búsqueda la condujo aquí, a mí.

—¿Y qué les ocurre a los demás, a aquéllos a los que les gusta ser humanos o enanos o elfos?

—Viven y mueren como humanos, enanos o elfos, sin descubrir nunca que eran algo más. En consecuencia, perdemos a algunos de nuestros hijos. Sabemos que corremos ese riesgo y lo aceptamos.

Fuego contempló a Ranessa y sonrió con orgullo.

—Ahora necesita un amigo.

—Pues que tenga buena suerte y lo encuentre —comentó el enano—. Me marcho mañana.

—Que tengas buen viaje —le deseó Fuego antes de alejarse y entrar en el monasterio.

Wolframio se quedó mirando a Ranessa con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones de cuero y un gesto ceñudo en el semblante. Debía de sentirse cansada, porque empezaba a llevar gacha la cabeza. Seguramente estaba retrasando el aterrizaje todo lo posible.

El enano sacudió la cabeza y después entró en el monasterio mientras se decía para sus adentros que iba a hacer el equipaje. En cambio, acabó dirigiéndose hacia aquel campo despejado.

Encontró a Ranessa tirada en medio de un montón de piedras; batía las alas con furia y levantaba nubes de polvo.

Apartando el polvo con la mano, Wolframio se desplazó hasta donde ella podía verlo.

—¿Qué haces aquí? —demandó Ranessa—. ¿Vienes a reírte un rato?

—Vine a ver si te habías roto tu estúpido cuello —replicó el enano—. Estás mejorando.

—¿En qué sentido? —Ranessa le asestó una mirada feroz.

—En el sentido de… que estás mejorando. No aterrizaste en el lago.

—Por si te interesa —gruñó la dragona, furiosa—, me dirigía al lago. Fallé.

Apartando pedruscos a patadas, Ranessa levantó el corpachón de entre el revoltijo de rocas al tiempo que sacudía la larga y escamosa cola con irritación. Uno de los pedruscos saltó y rebotó cerca de donde estaba Wolframio, y el enano se vio obligado a escabullirse precipitadamente para no acabar aplastado.

—Lo siento —dijo Ranessa.

Extendió las alas al sol. La luz del astro en el ocaso brilló a través de la transparente membrana roja anaranjada, de manera que daba la impresión de que a la dragona la iluminaba un fuego interior. Las rojas escamas centelleaban. La elegante cabeza, sostenida por el sinuoso cuello, se arqueó y se inclinó mientras Ranessa se obligaba a examinar pacientemente la membrana de las alas para asegurarse de que no había pequeños desgarrones, porque hasta el agujero más pequeño podía ampliarse rápidamente durante el vuelo y causar daños graves si no se lo trataba. Poco inclinada a la paciencia, Ranessa había aprendido esa lección por las malas.

—¿Por qué querías aterrizar en el lago? —le preguntó Wolframio.

A veces, cuando la veía así, resplandeciendo al sol, le entraban ganas de llorar de emoción. Se aclaró la voz y sufrió un escalofrío al mirar la helada agua azul del lago que alimentaban los deshielos.

—Porque pensé que aterrizar en agua sería más fácil —respondió, enfurruñada—. Más suave.

Se sacudió entera, de forma que las escamas resonaron, y después plegó las alas a los costados. Soltando un suspiro, apoyó la cabeza en el suelo sembrado de piedras, con el hocico a la altura de Wolframio. La levantó bruscamente, pues había puesto la barbilla encima de un retoño de pino. Expulsando una pizca de fuego, irritada, redujo a cenizas el arbolillo. Volvió a suspirar, agachó la cabeza y la recostó cómodamente en la tierra caldeada por el sol.

—Me gusta hacer eso —dijo.

—¿Incendiar cosas?

—Sí. Eso y la magia. Sólo que no soy buena con ninguna de las dos cosas.

—Fuego me ha contado que lo estás haciendo bien —comentó el enano en un intento de darle seguridad—. Lleva tiempo, eso es todo. —Hizo una pausa y al cabo de un momento añadió como sin darle importancia—: A lo mejor te gustaría volver a ser como antes. Puedes hacerlo, ¿sabes? Puedes cambiar a tu antigua forma de humana.

Los ojos de pupilas verticales eran verdes y relucían como esmeraldas, en contraste con el intenso anaranjado de las escamas. Wolframio miró esos ojos buscando a la Ranessa que había conocido, a la mujer salvaje e indómita. Una pequeña parte de Ranessa seguía allí, la parte que se sentía frustrada, impaciente, asustada. Sin embargo, se iba desvaneciendo, más y más distante a medida que pasaban los días. La parte dragontina, la que él no podía entender, se estaba imponiendo.

—No —dijo ella.

Wolframio se frotó la nariz y se miró las botas gastadas del camino, con aire entristecido. Se marchaba al día siguiente. Sin vuelta de hoja.

—No sé si podrás entender esto o no —empezó Ranessa, y, por la forma en que lo dijo, parecía que ella misma intentaba entenderlo—, pero nunca me sentí cómoda en ese cuerpo. Una vez, de pequeña, vi una serpiente mudando la piel. ¡Cómo la envidié! Mi piel parecía pequeña, apretada y constrictiva. Habría querido abrírmela por la espalda y despojarme de ella. Ahora lo he hecho y no quiero volver a arrastrarme dentro de esa piel.

—A decir verdad, lo entiendo —manifestó el enano con actitud digna—. Cambié la piel una vez.

—¿Qué? ¿Cómo? Cuéntame —lo apremió Ranessa con los verdes ojos muy abiertos.

—Bah, no tiene importancia —dijo Wolframio—. Es una historia larga y sólo he venido para decirte que me marcho mañana.

—Eso mismo dijiste ayer —apuntó Ranessa—. Y anteayer.

—Vale, esta vez me voy —replicó Wolframio.

Esperó a que ella dijera algo para intentar detenerlo, pero no lo hizo. El aire era gélido. El enano empezaba a perder la sensibilidad en los dedos de los pies, así que se puso a patear el suelo para que entraran en calor.

—Adiós, entonces —dijo y añadió secamente—: Gracias por salvarme la vida.

Dicho esto, se dio media vuelta y emprendió el largo trecho que separaba la cumbre del monasterio, cuesta abajo.

Oyó que la cola de la dragona golpeaba impaciente contra las piedras. Una pequeña avalancha de piedrecillas machacadas rodó alrededor de sus pies y estuvo a punto de hacerlo caer. Cuando estaba más a menos a mitad de camino del monasterio, Ranessa gritó a su espalda:

—¡Gracias por salvar la mía!

Hundiendo la cabeza entre los hombros, Wolframio fingió no haber oído.

Rodeando el lado oeste del monasterio, en dirección a la entrada principal, Wolframio giró en la esquina y se paró de golpe. Durante un instante se quedó mirando fijamente, sin dar crédito a sus ojos. Entonces retrocedió rápidamente en la esquina de piedra gris.

—¡Maldición! —exclamó, renegando de su mala suerte—. ¡Sabía que tendría que haberme marchado antes!

Un grupo de enanos —unos veinte— montaba el campamento enfrente de la entrada del monasterio. A causa de la distancia no distinguía a qué clan pertenecían. Cada clan tenía algún tipo de marca por la que se identificaban y, a la luz crepuscular, no alcanzaba a apreciar ninguna marca distintiva. Tendría que acercarse más para ver mejor, pero no tenía la menor intención de aproximarse.

Podría haberse dicho —y de hecho se lo dijo— que con un par de millones de enanos deambulando por las praderas de las tierras enanas, la probabilidad de que cualquiera de esos veinte lo conociera de vista era remota, y las probabilidades a su favor aumentaban por el hecho de que no había regresado a su patria hacía veinte años. Además, ésos eran enanos Montados, mientras que él era uno de los Descabalgados. Procedía de Saumel, la Ciudad de los Descabalgados, y aunque de vez en cuando un clan visitaba Saumel por asuntos de negocios, nunca se quedaban mucho tiempo. Si lo habían visto, probablemente no lo recordarían.

Tampoco estaba dispuesto a correr el albur de esa posibilidad.

Mientras observaba a los enanos que descargaban sus caballos, a Wolframio lo asaltó una repentina e intensa curiosidad. ¿Qué hacían allí? Nunca había oído que unos enanos viajaran todo el trayecto desde las tierras enanas hasta el monasterio de la Montaña del Dragón. En realidad, pocos clanes conocían la existencia del monasterio ni de la Montaña del Dragón. El viaje tenía que haber sido largo y arduo; peligroso también, porque los enanos habrían tenido que cruzar por territorio vinnengalés, su ancestral enemigo.

El sol se metió detrás de la montaña y el cielo adquirió una brillante tonalidad dorada mientras la oscuridad de la noche se adueñaba de la tierra. Manteniéndose en las sombras de los abetos para que le sirvieran de cobertura, Wolframio se acercó más, sigiloso.

El grupo lo componían veinte enanos y el doble de caballos, los pequeños, peludos y resistentes caballos criados por los enanos y apreciados por todos aquéllos en Loerem que sabían de equinos. Los enanos iban fuertemente armados, como hacían por costumbre cuando viajaban por territorio hostil, lo cual incluía cualquier territorio fuera de la nación enana. No era el tipo de armas burdo que se fabricaba en la mayoría de los clanes enanos. Wolframio identificó, asombrado, la extraordinaria manufactura de los Descabalgados de Karkara, ciudad situada en la vertiente oriental de la Cordillera Dorsal Enana. Conseguir tan maravillosas armas era extraordinariamente difícil, incluso para los clanes enanos; eran muy apreciadas y muy caras.

El grupo debía de ser la escolta de un jefe de clan, y no un jefe de clan cualquiera. Quizá el insigne jefe de jefes. Retazos de conversación que alcanzó a escuchar confirmaron que su suposición era acertada. Los enanos hablaban de uno llamado Kolost. A juzgar por el tono respetuoso, era un personaje importante entre ellos. Fuera quien fuera Kolost, se encontraba dentro, en una reunión con uno de los cenobitas. Sin embargo, Wolframio seguía sin identificar el clan y eso lo desconcertaba.

Algunos de los ponis llevaban marcas, pero otros no. Algunos lucían mantas de hechura y diseño parecidos, pero no todos. Varios enanos llevaban cuentas rojas enganchadas a las puntas del bigote, mientras que otros no se adornaban con cuentas. Otra cosa chocante del grupo era que los enanos, a pesar de que actuaban todos de común acuerdo, se trataban con marcado respeto y formalidad. Cuando no se ocupaban de alguna tarea, se apartaban y se congregaban en grupos más pequeños de tres o cuatro.

De pronto, Wolframio lo comprendió y se maldijo por ser el zopenco más grande del mundo. Esos enanos no eran guerreros de alto rango de un clan. Aquel grupo estaba compuesto por guerreros de alto rango de varios clanes.

A Wolframio se le podía disculpar por no haber llegado a esa conclusión antes por el simple hecho de que no había visto en toda su vida que ocurriera algo así: tantos clanes uniéndose bajo el liderazgo de un jefe de clan. Hasta el jefe de jefes, que era el cabecilla simbólico de todos los clanes, habitualmente viajaba con guerreros de su propio clan.

Los Descabalgados eran la excepción de la regla; claro que ellos no tenían otras alternativas. Eran enanos a los que, a causa de una herida o violación de la ley, se expulsaba del clan. Exiliados, se habían visto obligados a agruparse a fin de sobrevivir y, en consecuencia, se habían fundado cuatro ciudades de Descabalgados.

Tras deducir la situación, Wolframio identificó el clan Acero por las cuentas rojas; el clan Espada, por las mantas de los caballos; el clan Rojo, por la marca en zigzag en la grupa de sus ponis. Esos clanes habían sido enemigos acérrimos en el pasado. ¿Qué había conducido a sus guerreros de alto rango a emprender juntos un peligroso viaje a través de medio continente?

¿Quién era ese tal Kolost? ¿Qué hacía allí, nada menos que en la Montaña del Dragón? ¿Qué asuntos podía tener con unos cenobitas que registraban la historia? La curiosidad de Wolframio era tan grande que se sintió tentado de revelar su presencia y enterarse de lo que pasaba. Sin embargo, resistió la tentación recordándose que era un proscrito, un criminal, y que se arriesgaba a que lo llevaran a rastras, de vuelta a Saumel, cubierto de ignominia y cargado de cadenas.

Entretanto, su equipaje estaba dentro de la sala común y él, fuera, con veinte enanos entre la entrada y él. Alzó la vista hacia la pared que tenía a la espalda. Las ventanas eran huecos abiertos al aire frío de la montaña. Se planteó trepar y colarse por una, y entonces recordó que los gigantescos omarah andaban deambulando siempre por el monasterio y que despertaría su ira si lo sorprendían deslizándose por una ventana a escondidas.

Wolframio no tenía más remedio que agacharse detrás de los abetos y esperar hasta que los enanos se envolvieran en las mantas de sus caballos y se durmieran. Entonces podría escabullirse dentro, recoger su equipaje y marcharse antes de que nadie lo viera.

La noche cayó sobre los abetos y sobre Wolframio. Los enanos prepararon la lumbre nocturna, sagrada para su pueblo; uno de ellos, el mago del Fuego, tenía la responsabilidad de preparar el fuego todas las noches y apagarlo cuidadosamente todas las mañanas. Los enanos se prepararon la cena, unos conejos asados en espetones.

Cuando hubieron acabado, se envolvieron en las mantas de los caballos, distribuyeron los turnos de guardia y se tumbaron para pasar la noche. Wolframio imaginaba que en cualquier momento el tal Kolost regresaría al campamento, ya que ningún enano de clan se plantearía siquiera la posibilidad de pasar una noche dentro de un edificio si podía evitarlo. No obstante, el jefe de clan no apareció y, finalmente, el hambre y el hecho de que le dolían las rodillas de estar acuclillado entre los abetos impulsaron a Wolframio a entrar en acción.

Se puso de pie con un gesto de dolor al sentir las articulaciones agarrotadas y se encaminó despacio, en la oscuridad, hacia las puertas principales. Esperó hasta que el enano que hacía su turno de guardia se hubiera dado media vuelta y echara a andar en dirección contraria, y entonces salió pitando de la última línea de abetos, subió disparado la escalera y atravesó las puertas a la carrera.

Se encontró cara a cara con un enano de aspecto imponente y con Fuego, la dragona, en su disfraz de enana.

—Ah, Wolframio —dijo Fuego, impertérrita—. Precisamente ahora íbamos a buscarte. Wolframio, éste es Kolost, jefe de jefes. Kolost, éste es el enano del que te he hablado. El que puede ayudarte. Es Wolframio, el Señor del Dominio.