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La espera pasó factura a los habitantes de Nueva Vinnengael. El día anterior por la mañana los soldados, asomados a las murallas, habían contemplado las filas de monstruos enemigos y habían sentido arderles la sangre con el odio, el desprecio y la furia que acompaña a los hombres que afrontan una batalla. A medida que transcurría el día, la ira se enfrió, y el odio se heló y dio paso a la duda y al temor. Con la llegada de la noche, las hogueras del enemigo alumbraron el cielo nocturno con un resplandor anaranjado; los gritos bestiales provocaban escalofríos en la columna vertebral. Los oficiales ordenaron a sus hombres que intentaran dormir, pero cada vez que los soldados daban una cabezada algún grito horrible los despertaba, sobresaltados, de sueños que no tenían nada de gratos.

Esa mañana, los soldados que contemplaron al enemigo desde las murallas estaban sombríos, adormilados y desesperanzados. Los oficiales hicieron lo que estaba en sus manos para animar a las tropas, pero los vítores que resonaron el día anterior eran ahora gruñidos farfullados con desgana ahora.

Al alba Rigiswald se despertó de un profundo sueño con la desazonadora sensación de hormigueo en el estómago que siempre presagiaba algún acontecimiento terrible. Había quienes lo llamaban premonición y afirmaban que provenía de los dioses. Rigiswald creía que provenía del cerebro, que había pasado la noche trabajando diligentemente mientras el cuerpo dormía. Durante días había leído todo lo que había podido encontrar sobre la Gema Soberana, que incluía información del rey Tamaros, el príncipe Dagnarus y el desdichado y trágico rey Helmos. De todos los documentos, el que había resultado más útil era el relato escrito por Everard, que fue tutor de Dagnarus.

Aunque residente en Antigua Vinnengael, Everard no se encontraba en la ciudad cuando Dagnarus, el Señor del Vacío, había lanzado su ejército contra ella. Everard afirmaba que había sido la suerte la que los indujo a su familia y a él a hacer un viaje de trescientos kilómetros para visitar al tío de su esposa, que vivía en la ciudad de Krammes. Rigiswald suponía que a Everard lo había prevenido del inminente ataque su antiguo alumno, Gareth, que para entonces se había convertido en un poderoso hechicero del Vacío, y al que se atribuía la autoría del plan para lanzar el conjuro que vació de agua el río Orejas de Martillo, con lo que se destruyó una de las principales defensas del palacio y permitió que las fuerzas de Dagnarus tomaran la ciudad por sorpresa.

En sus memorias, Everard no ocultaba el hecho de que siempre había apreciado a Gareth y que había hecho todo lo posible para romper el dominio que Dagnarus ejercía sobre el muchachito, que había sido el niño de azotes del príncipe. Everard había fracasado. Gareth amaba a Dagnarus y se había quedado con su amigo, firme y leal. Que esa amistad acabaría resultando fatal para Gareth no le cabía duda a Everard, porque Dagnarus, poseedor del encanto de una sierpe, también tenía la conciencia de una víbora.

A través de Everard, Rigiswald había descubierto mucho de la personalidad de Dagnarus, y, en consecuencia, sólo a él en toda Nueva Vinnengael no le sorprendió que el príncipe retuviera el ataque. Tampoco se sorprendió cuando un mago guerrero lo buscó en el comedor, donde se resarcía por haberse saltado la cena la noche anterior.

—Saludos de la maga priora, señor —dijo el mago de combate, al que normalmente no mandaban con recados—. Su eminencia os pide que acudáis a palacio lo antes posible.

Rigiswald siguió comiendo tranquilamente un cuenco de pollo a la cazuela. Su apetito era la envidia de varios novicios jóvenes y muy asustados.

—¿Estoy arrestado? —preguntó.

—No, señor. —El mago guerrero parecía sobresaltado—. Sois uno de los varios mayores respetados del templo a los que se ha convocado a palacio para reunirse con la regente y con su majestad.

«Anoche era un criminal y ahora un mayor respetado», reflexionó Rigiswald con una risita para sus adentros. Dijo que iría, terminó de comer, regresó a su cuarto para ponerse sus mejores ropas, y después cruzó la plaza que separaba el templo del palacio.

Hacía un día gris y encapotado y caía una ligera llovizna. Las calles se encontraban desiertas a excepción de las patrullas y unos pocos perros callejeros. Las nubes, la llovizna, las calles vacías y saber que se avecinaba lo que más temía despertaban en él agobio, una sensación inusitada en él.

Rigiswald era pragmático. Veía a las personas como eran: a menudo estúpidas; afables y generosas por regla general; sublimes en ocasiones. Puesto que no esperaba mucho de su prójimo, éste no lo decepcionaba. Había llegado a la conclusión de que en el mundo había tanta maldad pura como bondad pura, y la gran mayoría de la gente estaba en algún punto intermedio.

«Pongamos Dagnarus, por ejemplo. Sería mucho más fácil —reflexionó Rigiswald— si fuese la encarnación del mal, una especie de aberración monstruosa, como un troll, que disfruta infligiendo dolor y tormento.

»Pero no es un troll —puntualizó para sus adentros—. Por mucho que sea el Señor del Vacío y haya utilizado su poder para alargar su vida más allá que cualquier persona normal, sigue siendo humano. Sigue siendo un hombre, como nosotros. Y por ello sabe ver dentro de nuestros corazones, lo que le da ventaja, ya que nosotros no vemos el suyo. Si pudiéramos ver lo que hay en su corazón, ¿qué encontraríamos? Mucho nos espantaría, me atrevo a decir. Y mucho nos resultaría familiar».

Rigiswald sacudió la cabeza. «Quizá ésa sea la verdadera razón de que no lo miremos. Tenemos miedo de vernos a nosotros mismos. Pero alguien tiene que hacerlo. Alguien debe hacerlo».

Al llegar a la puerta fuertemente guardada, un mago guerrero hizo pasar a Rigiswald; el mago de combate llevaba una lista de quienes habían sido invitados a palacio para conferenciar con la regente y con su majestad. Siempre la regente en primer lugar, y el rey en segundo. Era como si el niño rey fuese una ocurrencia tardía.

Qué frustrante debía de resultar para el vrykyl, pensó Rigiswald mientras seguía a uno de los sirvientes de palacio por los pasillos con filigranas doradas, tapices de terciopelo y suelos de mármol. El vrykyl tenía que mantener la forma del niño y no hacer nada que pudiera despertar sospechas en los que lo rodeaban. Y, sin embargo, al mismo tiempo tenía que arreglárselas para controlar los acontecimientos a fin de inclinarlos a favor a su amo.

Aunque sólo fuera por eso, pensó Rigiswald, resultaría interesante observar los intentos del vrykyl para manipular los eventos.

La regente había ordenado celebrar esa reunión en el Salón de las Glorias Pasadas, llamado así por sus cuatro enormes murales en los que se representaban escenas de Antigua Vinnengael. A Rigiswald se le pasó por la cabeza la idea de si la regente había considerado la extrema ironía que era celebrar una reunión para discutir el asedio de Dagnarus a Nueva Vinnengael en una sala donde se mostraban eventos memorables de la Vinnengael de antaño en su esplendor, y de su asedio y destrucción.

El mago lo dudaba. Clovis tenía una inteligencia estilo tenazas y martillo, que forjaba a golpes la imaginación y después la sumergía en agua fría para dejarla perpetuamente rígida. Probablemente pensaba que aquella estancia los inspiraría. Por su parte, Rigiswald opinaba justo lo contrario. La gris penumbra del exterior era menos opresiva que ese salón dedicado a la derrota, la ruina y la muerte.

Se había sacado la gran mesa redonda que por lo general se encontraba en el centro, y las sillas se habían colocado a lo largo de las paredes de la enorme estancia. Casi todo el mundo se hallaba de pie, agrupado en el centro del salón. Las velas ardían en los candelabros, que se podían bajar mediante un sistema de cuerdas y poleas para que los criados las encendieran. Rigiswald se quedó debajo de uno de los candelabros hasta que vio que una gota de cera fundida le había caído en el ropón. Frunció el entrecejo y se desplazó a otro sitio.

La tensión se palpaba en el salón. La gente entraba presurosa, sin resuello, la expresión sombría. Se paraba un instante en la puerta y recorría con la vista a los reunidos hasta localizar amigos, a los que se acercaba para hablar en voz baja, apremiante. Con los nervios de punta, la gente deambulaba de un grupo a otro. De vez en cuando una voz se alzaba sobre las demás con un timbre colérico, pero los compañeros la acallaban con chistidos.

Los cabezas de cada Orden de los Magos se hallaban presentes junto con los caballeros que tenían puestos de mando en la Caballería Real y en la guardia de la ciudad. También estaban varios barones que poseían propiedades en la misma Nueva Vinnengael o en sus alrededores, así como el depositario de fondos, el jefe de la Tesorería Real. Rigiswald los conocía a casi todos. Había otros a los que no reconoció, incluido un caballero grueso ataviado con la vestimenta rica pero no ostentosa de la clase media alta. Alguien dijo que era el cabeza de la Asociación de Gremios de Mercaderes.

Los Señores del Dominio destacaban por su ausencia.

Varios cabezas de las Órdenes de los Magos saludaron a Rigiswald con un gesto de la cabeza, pero ninguno se acercó a hablar con él. No tenía muy buena reputación. Rigiswald lo prefería así, estar solo, ajeno a las conversaciones cargadas de pesimismo. Deambuló por el salón escuchando algo aquí, otro poco allá. A su paso reparó en que otra persona hacía lo mismo: el cabeza de la Orden de los Inquisidores.

Rigiswald se dio cuenta en seguida de la discordia reinante en el salón. A los barones y los caballeros no les gustaba el hecho de que la iglesia hubiese intervenido a raíz de la muerte del rey para asumir el poder. A su modo de ver, los barones pensaban que se tendría que haber nombrado regente a uno de ellos, y en eso los apoyaban los caballeros, quienes culpaban a la iglesia del triste estado en el que había caído el ejército vinnengalés en los últimos años. Sí, la iglesia contaba con su propia milicia de magos guerreros, pero esos magos sólo tenían que dar cuentas a sus superiores y, aunque estaban bien entrenados y se mostraban diligentes a la hora de colaborar con el ejército, no se confiaba en ellos. Los barones y los caballeros hablaban en tono estridente de conspiración de la iglesia para derrocar a la monarquía. El ataque del ejército enemigo era un ardid o era parte de su complot, etcétera, etcétera, etcétera…

Al pasar por donde se encontraban agrupados los magos, Rigiswald oyó hablar de manera similar, sólo que los confabulados eran los del otro bando. Los magos hablaban de que los barones conspiraban con rebeldes que querían destruir a la iglesia. El ejército enemigo era parte de su complot o una argucia, etcétera, etcétera, etcétera…

A Rigiswald no le gustaba la regente. Sabía que Clovis era obtusa y de miras estrechas, pero también sabía que era una mujer temerosa de los dioses que, tuviese las faltas que tuviese, era leal a su rey y a su país. Los barones y los caballeros también eran hombres temerosos de los dioses, y leales. Cuando la sangre se les enfriara un poco, recordarían con gran disgusto lo que habían dicho; pero, de momento, el Vacío estaba muy activo en ese salón y se valía del miedo y de la desconfianza para dividir a los que deberían mantenerse unidos.

Rigiswald estuvo de acuerdo con un único comentario, el que hizo un barón mientras contemplaba los murales que representaban la gloria de Antigua Vinnengael, que masculló que la elección del salón no podía ser más aciaga.

Precedidos por el toque ceremonial del cuerno, miembros de la guardia de la casa real entraron en la cámara. Ocupando su lugar, golpearon lenta y solemnemente el extremo romo de las lanzas contra el suelo para que la gente guardara silencio.

—Su majestad el rey.

Las conversaciones cesaron cuando todos los que estaban en el salón hicieron una profunda reverencia. El niño rey, que parecía muy pequeño, muy frágil y algo adormilado, pasó entre las dos hileras de su guardia. La regente entró detrás de él acompañada por Tasgall, que iba vestido de gala.

Rigiswald conocía a Clovis hacía muchos años, de su época de estudiantes. Él era un poco mayor, pero no mucho. Ella tenía el mismo aspecto que cincuenta años atrás, sólo que un poco más gris. De constitución corpulenta, tenía los ojos de color gris, tan insulso como su mente. Carecía de imaginación y de sentido del humor. Consideraba la risa ofensiva para los dioses, cuya intención era que la humanidad se tomara la vida en serio.

El niño rey caminó hacia el trono que se había colocado debajo de un dosel bordeado con flecos dorados, sobre un estrado. El solio era inmenso para el pequeño, que colocó las posaderas en él y se deslizó sobre el asiento, ya que le habían enseñado que un rey nunca mira hacia atrás. La regente ocupó su sitio a la derecha del rey, mientras que Tasgall se ponía a la izquierda. El chambelán del rey, que era uno de los reverendos magos y que también hacía las veces de tutor de su majestad, se puso detrás del trono. La guardia se situó alrededor del monarca y tomó posiciones en la puerta.

«¿Qué harían si les dijera que el mal del que intentan protegerlo se encuentra ya dentro del salón?», pensó Rigiswald. Si la situación no hubiera sido casi para llorar, se habría echado a reír.

La regente se adelantó con intención de hablar, pero antes de que hubiese abierto la boca el salón retumbó con una andanada de preguntas, demandas y furiosas acusaciones. El tumulto era ensordecedor. Aturdido, el rey se encogió en el trono. Sus guardias cerraron filas a su alrededor. El rostro de la regente enrojeció intensamente. Tasgall lanzó una mirada de advertencia a los magos guerreros.

Aprovechando el jaleo, Rigiswald se movió hacia un sitio desde el que veía a Tasgall y éste lo veía a él.

El jefe de los magos de combate le sostuvo la mirada y después apretó los labios y apartó la vista.

Rigiswald empezó a entender la razón de que lo hubiesen convocado. Al principio había confiado en que Tasgall hubiese meditado bien las cosas y se sintiera inclinado a creerle. Ahora comprendía que Tasgall lo había hecho ir para desacreditarlo. Se sintió desilusionado. Había creído que Tasgall tenía más sentido común.

—Su majestad entiende vuestras preocupaciones —manifestó la regente cuando fue capaz de hacerse oír por encima del tumulto—. Y las oiremos y las atenderemos. Ante todo quiero dar la bienvenida a un distinguido visitante, el cenobita Nu’Tai, que ha viajado desde la Montaña del Dragón.

Aquel anuncio consiguió que se hiciera el silencio.

Un anciano encorvado, arrugado y acartonado entró en el salón, donde reinaba un impresionante silencio, acompañado por dos humanos enormes que vestían pieles. El hombrecillo era el cenobita. Los dos corpulentos acompañantes eran miembros de la tribu omarah, una raza de gentes que vivían en la montaña y que dedicaban la vida a proteger las sagradas personas de los cenobitas.

Los monjes de la Montaña del Dragón registraban los acontecimientos importantes en el cuerpo, con tatuajes en la piel. Cuando morían, los cadáveres se preservaban en criptas especiales del monasterio para que futuras generaciones los estudiaran. Todos los presentes en el salón pensaban lo mismo: ¿el cenobita se encontraba allí para anotar la caída de Nueva Vinnengael, como su predecesora, muerta largo tiempo atrás, había registrado la caída de Antigua Vinnengael?

El cenobita hizo una reverencia al rey, que se deslizó hacia adelante en el trono e inclinó la cabeza. La regente dio la bienvenida al cenobita y se lo presentó a ciertos personajes importantes, a quienes llamó para que se acercaran para la presentación. Rigiswald no era uno de ellos. El mago mantuvo la mirada fija en el rey.

Los pies del pequeño Havis no le llegaban al suelo; el niño balanceaba las piernas en un gesto nervioso y empezó a dar pataditas a las patas del trono. Un susurro del chambelán hizo que se parara.

Tasgall echó una mirada de soslayo a Rigiswald, que supo descifrar lo que el hombre pensaba con tanta claridad como si lo hubiese dicho en voz alta: «¿Este chiquillo es una criatura maligna del Vacío?».

Rigiswald enlazó las manos y se meció sobre los pies a fin de mantener funcionando la circulación de las piernas mientras se preguntaba cómo acabaría todo aquello. Mal, en su opinión.

La regente anunció que el cenobita había llegado a Nueva Vinnengael para darles una triste noticia. Gustav, Señor de la Búsqueda, un noble y honrado Señor del Dominio, había muerto. Había perecido en tierras lejanas y los bárbaros trevinicis lo habían enterrado en un túmulo. La regente propuso que se creara una delegación para viajar a las tierras trevinicis a fin de recuperar el cadáver del noble lord y conducirlo de vuelta a la ciudad para darle sepultura debidamente.

La multitud se impacientó durante su arenga. Rodeados por diez mil diablos del Vacío, los neovinnengaleses pensaban con temor en su propia muerte, no en la de un anciano caballero que de todos modos estaba chiflado. Con su demente misión de hallar la Gema Soberana, Gustav había resultado una vergüenza para el Consejo de los Señores del Dominio. El único sentimiento que despertó realmente la noticia de su muerte fue el alivio.

Rigiswald se preguntó si el cenobita le había contado a la regente que Gustav había hallado el fragmento de la Gema Soberana que pertenecía a los humanos. De ser así, Clovis no se lo mencionó a la asamblea. Rigiswald la comprendía. No podía informar a aquella muchedumbre alterada de que se había encontrado la Gema Soberana pero nadie tenía la menor idea de dónde estaba. La mayoría llegaría inmediatamente a la conclusión de que la iglesia la ocultaba con el propósito de usarla más adelante para sus propios fines.

El cenobita se retiró a un segundo plano y tomó asiento en uno de los sillones que había a lo largo de las paredes. Los omarah rodearon al acartonado anciano. Todas las miradas se volvieron hacia la regente. Todos los presentes esperaban en tensión a oír lo que tuviera que decirles, la mayoría dispuestos a que no les gustara.

Clovis abrió la boca una vez más, pero al parecer sus discursos estaban condenados a no pronunciarse ese día. Uno de los novicios del templo que servía a la regente entró corriendo, sin resuello, en el salón. El novicio se dirigía directamente hacia la regente cuando el repentino murmullo de los presentes lo hizo caer en la cuenta de que todo el mundo, incluido el rey, lo miraba fijamente. Cohibido, se paró de golpe. El tono cortante de la regente lo hizo reaccionar. El joven reaccionó y se acercó presuroso a hablar con ella.

Los ojos de la regente se abrieron como platos. Una expresión desconcertada se plasmó en su rostro ancho y mofletudo. Trastornada por lo que quiera que acabara de escuchar, a buen seguro Clovis habría dado casi cualquier cosa porque esa noticia se le hubiera comunicado en privado. Tal como estaban las cosas, no podía abandonar el salón. Los presentes habían empezado a comentar la aparición del novicio y algunos de los barones demandaban saber qué pasaba.

—Majestad —empezó Clovis mientras se volvía hacia el rey—, el comandante enemigo ha pedido permiso para entrar en Nueva Vinnengael bajo bandera de tregua. Dice que no desea atacarnos y sugiere que intentemos encontrar una solución pacífica. Tenemos que decidir si se lo admite en la ciudad o no.

En el estupefacto silencio que siguió a su declaración la aguda voz del niño rey resonó claramente.

—Nos decimos que sí —manifestó Havis Tercero—. Permitidle entrar en nuestra ciudad y que hable con nos.

Clovis soltó un respingo. Se había dirigido al rey con el propósito de acallar a los vociferantes barones. Se suponía que el rey debía decir que el tema era decisión de ella. Desde luego, no era su propósito que el rey tomara esa decisión, y que lo hubiera hecho la había sorprendido y disgustado.

—Majestad, deberíamos discutir este tema en privado…

El rey se bajó del trono y se plantó ante ella.

—Nos decimos que a ese comandante se le debe permitir entrar a la ciudad. Nos deseamos verlo y escucharlo. Tal es nuestro deseo y vos obedeceréis.

«Astuto, ese vrykyl», pensó Rigiswald, que miró a Tasgall para ver qué le parecía su reyezuelo ahora, pero el mago guerrero estaba pendiente de la regente.

Clovis estaba «metida en un berenjenal», como rezaba el dicho. Enlazó las manos sobre el amplio talle y contempló severamente al rey en un intento de acobardarlo. No tuvo éxito, y no le quedaba más remedio que decir algo.

—Majestad, como vuestra regente, designada por la iglesia y santificada a los ojos de los dioses, es mi deber guiar vuestras decisiones. Todos saben de vuestra preocupación y cuidado por vuestro pueblo, y que deseáis hacer lo que es mejor para él. A ello atribuyo vuestro caro deseo de hablar con ese hombre perverso, y tomaré en consideración tal deseo. Sin embargo, un asunto tan serio como el que nos ocupa ahora no debe decidirse a la ligera. Propongo que nos tomemos un tiempo para considerarlo. —Clovis se volvió hacia el chambelán.

»Su majestad se retira.

Su majestad no parecía en absoluto complacido por el giro que tomaba el asunto. Frunció el entrecejo y apretó uno de los puños. Parecía a punto de discutir, pero lo pensó mejor y no lo hizo. Daría la imagen de un chiquillo irascible y, en consecuencia, perdería terreno. Tal como estaban las cosas, los hombres y mujeres que antes lo miraban con compasión ahora lo observaban con respeto. Sólo podía ganar con gentileza. El chambelán y los guardias de la casa real escoltaron al rey fuera del salón.

La regente habló brevemente con el novicio, que abandonó la cámara de prisa.

—Se pospone la asamblea —anunció Clovis—. Se volverá a convocar dentro de una hora. Entonces daremos nuestra respuesta a ese hombre.

Si creía que iba a marcharse sin tener que decir nada más, se equivocaba. Sería la regente, pero no era su majestad. De inmediato estuvo rodeada de vociferantes barones y caballeros. Hasta el jefe de la Asociación de Gremios de Mercaderes se adelantó y se abrió paso a empujones entre la multitud para expresar su opinión.

Sombrío el gesto y las mejillas encendidas, Clovis intentó abrirse paso a la fuerza, pero sin éxito. Al final, Tasgall y sus magos guerreros tuvieron que despejarle el paso. La regente convocó a los cabezas de las órdenes y todos salieron juntos del salón, protegidos por los magos de combate.

Abandonados, los barones, los caballeros y los otros cortesanos se congregaron en grupos mientras sus voces se alzaban con ira salpicada de amenazas sobre que la iglesia no se saldría con la suya en aquello.

Rigiswald consiguió salir justo a tiempo de ver a los cabezas de las órdenes al final de un largo corredor jalonado de retratos de anteriores reyes y reinas de Vinnengael. La regente se detuvo al final del pasillo y los cabezas de las órdenes se agruparon apiñados a su alrededor. Varios magos guerreros formaron un cordón en el corredor para que tuviesen intimidad durante la apresurada reunión.

Fingiendo estar absorto en admirar un retrato de la difunta madre de Havis, Rigiswald deambuló un corto trecho pasillo adelante. Plantado frente al cuadro y con la cabeza ladeada, calculó la distancia que había entre los magos reunidos y él.

Alrededor de unos sesenta metros. Del puño ajustado de la túnica sacó un frasquito de agua, le quitó el tapón con los dientes y se echó unas gotitas en los dedos. Musitó las palabras de un conjuro y salpicó las gotitas de agua en la dirección del grupo de la regente. El hechizo funcionó. Al cabo de unos instante, escuchaba la conversación con claridad.

—Por supuesto —decía Clovis—, este hombre que se hace llamar lord Dagnarus ha echado una buena ojeada a nuestras defensas y se ha dado cuenta de que no puede derrotarnos. Lo mejor que puede hacer es ponernos bajo asedio y, mientras el puerto siga abierto, no significaría más que una pequeña molestia. No estoy dispuesta a negociar con él.

—Sufrir un asedio será algo más que una pequeña molestia, regente —puntualizó Tasgall sin andarse por las ramas—. Esas torres de asalto van armadas con pez inflamable. El tal lord Dagnarus es capaz de crear una tormenta de fuego que acabaría con la mitad de la población de esta ciudad y reduciría las casas y los negocios a ruinas calcinadas.

»Sin embargo, eso es preferible a rendirse —añadió en tono lúgubre—. He oído contar horrores de lo que hicieron esos desalmados en Dunkar cuando la ciudad se rindió. Convengo en que hemos de luchar, pero deberíamos enterarnos de lo peor que nos puede suceder antes de comprometernos, y prepararnos para ello.

—El reverendo mago Tasgall habla sabiamente —manifestó el cabeza de la Inquisición—. Según nuestras fuentes, el ejército enemigo se compone de taanes, una raza diestra en el uso de la magia del Vacío. Y no son únicamente sus chamanes los que están en disposición de utilizar esa repugnante magia. Cualquier soldado corriente tiene habilidad para usarla cuando quiera, sin sufrir ninguna consecuencia debilitadora.

El inquisidor era un hombre alto, de estructura ósea grande y tan flaco que casi parecía cadavérico. Tenía el pelo lacio y canoso, y los ojos, con los globos oculares inflamados de quienes padecen de bocio. La huesuda mandíbula y los altos pómulos le daban al rostro un aspecto esquelético, y la broma del momento entre los novicios era que se había convocado a sí mismo a la tumba. Sarcástico, irascible y falto de cordialidad, el inquisidor no caía bien antes de que lo nombraran cabeza de la Inquisición, y ahora todo el mundo lo detestaba.

—¿Cómo es posible tal cosa? —La regente parecía conmocionada por esa noticia—. ¿Por qué no se me informó de ello antes? —demandó.

—Ciertamente —convino Tasgall, enfadado—. ¡Se tendría que haber informado de esto a los magos de combate antes!

—Antes no os habría interesado —replicó el inquisidor.

—La magia del Vacío, por su propia naturaleza, afecta el cuerpo de quienes la usan —manifestó la regente—. Me parece que os han informado mal, inquisidor.

—Lo que hemos descubierto ha sido corriendo un gran peligro por miembros de nuestra orden que han arriesgado la vida para moverse entre esas criaturas —repuso el inquisidor en tono frío por la ira de que se pusiera en duda lo que decía—. Los taanes son capaces de Conseguir eso utilizando piedras y gemas incrustadas debajo del pellejo. No sabemos con seguridad cómo funciona, pero nuestra teoría es que los taanes extraen su energía vital de piedras y gemas.

—Lo hagan como lo hagan, regente —intervino Tasgall—, si lo que dice es cierto, y supongo que he de creerle, significa que existe la posibilidad de que cada enemigo que salve nuestras murallas sea un hechicero del Vacío capaz de lanzar conjuros de muerte y desesperación además de utilizar armas de acero.

La regente parecía horrorizada, prietos los labios. Sacudió la cabeza.

—No sugiero que nos rindamos —añadió Tasgall al adivinar lo que pensaba—. Venceremos, de eso no cabe duda. Los dioses no permitirían que ocurriera lo contrario. Pero la batalla será sangrienta y devastadora.

—¿Hay algo más que hayáis descubierto sobre esos taanes que aún no nos habéis contado, inquisidor? —demandó la regente.

—En el ejército de lord Dagnarus hay varios de esos muertos vivientes del Vacío conocidos como vrykyl —contestó el inquisidor, impasible ante la acusación implícita en las palabras de la mujer—. Unos vrykyl que son mucho más poderosos que el que pereció hace unas noches gracias a la heroica acción de nuestros magos de combate. El poder de la magia del Vacío de los vrykyl es inmenso. No hace falta más que pensar cuántos magos de combate fueron necesarios para abatir a uno, y era uno de los débiles. Con ello no es mi intención menospreciar vuestro valeroso combate, milord.

El inquisidor hizo una reverencia a Tasgall, que respondió con otra aunque guardó silencio.

—Si nuestros Señores del Dominio se hallaran presentes podrían enfrentarse a esos vrykyl en igualdad de condiciones, pero según tengo entendido, regente, disolvisteis el consejo y expulsasteis de la ciudad a los Señores del Dominio.

—Cumplí el deseo de los dioses —replicó Clovis con los dientes apretados. Había perdido la calma y el control de la situación—. Esos Señores del Dominio fueron creados con métodos deficientes y, en consecuencia, ellos también lo son. El demente lord Gustav era el ejemplo perfecto.

—El «demente» lord Gustav fue lo bastante listo para encontrar nuestro fragmento de la Gema Soberana que llevaba perdido doscientos años —dijo el inquisidor.

Casi todos los cabezas de las órdenes soltaron exclamaciones ahogadas y miraron, sobresaltados, a la regente. Tasgall, jefe de la Orden de los Magos de Combate, y el senescal, cabeza de la guardia de la casa real, fueron los únicos a los que la noticia no los pilló por sorpresa.

—¿Es verdad ese milagro, reverendísima maga priora? —demandó el cabeza de la Orden de la Diplomacia.

—Alabados sean los dioses —dijo el cabeza de la Orden de los Escribas.

—Yo que vos esperaría a elevar esa plegaria —manifestó secamente el inquisidor—. Lord Gustav recuperó la gema, pero murió antes de poder entregarla. Desde entonces, la gema ha desaparecido. A menos que hayáis tenido éxito en localizarla, regente.

—No, no se ha localizado —respondió Clovis con acritud—. Y agradecería que hablaseis en voz baja, inquisidor.

—Lástima —dijo el inquisidor—. La gema podría sernos de utilidad para repeler a esos monstruos del Vacío.

—Por norma… —empezó a replicar Clovis, furiosa.

—El Vacío está interviniendo aquí —intervino Tasgall—. Confío en que todos seáis conscientes de ello.

La discusión cesó.

—Y ahora ¿qué hay que hacer? —preguntó Clovis, que se volvió hacia Tasgall—. ¿Recomendáis que negociemos con el tal lord Dagnarus?

—Su majestad lo ha decretado —puntualizó Tasgall.

—Su majestad es un niño —repuso la regente.

—Un niño que nos ha puesto en una situación insostenible —replicó Tasgall—. Los barones ya están descontentos por el hecho de que la iglesia ejerza control sobre la monarquía o, al menos, así es como ellos lo ven. Si vamos en contra de los deseos del rey en este asunto, nos distanciaremos aún más de los barones y los caballeros, cuyo apoyo con tropas y dinero necesitaremos si nos atacan. —Vaciló antes de preguntar.

»¿Sabéis por qué se le ha metido en la cabeza a su majestad intervenir en este asunto, regente?

«Ah —se dijo para sus adentros Rigiswald, complacido—. Ahora pensáis. Ahora empezáis a preguntaros si tendré razón. Muy bien, señor. Muy bien».

—Su majestad es un niño y, como tal, le interesa extraordinariamente la perspectiva de una batalla —contestó Clovis—. Se pasa todo el tiempo en su cuarto, asomado a las ventanas para mirar al enemigo acampado al otro lado del río. Cuando no mira por la ventana, juega a la guerra con los soldaditos de juguete. No es de extrañar que quiera conocer al hombre que ha lanzado este ataque contra la ciudad.

—Decís que está interesado en la batalla. ¿Y asustado no? —quiso saber Tasgall.

—En absoluto —repuso la regente casi con orgullo maternal—. Su majestad no es un cobarde.

El cabeza de la Orden de las Artes, un hombre serio y taciturno, conocido por su razonamiento extraordinariamente despacioso, tomó la palabra.

—No creo que tengamos opción en el asunto, regente. Me parece que habremos de escuchar lo que tenga que decir ese hombre, aunque no cabe duda de que debemos rechazar cualesquiera condiciones de rendición.

—Estoy de acuerdo —manifestó el inquisidor—. Siento curiosidad por ver a ese lord Dagnarus. Corren rumores extraños sobre él.

—Supongo que nos tendremos que reunir con él —accedió la regente en tono malhumorado—. ¿Estamos todos de acuerdo?

Los nueve congregados manifestaron su conformidad.

—Haré los arreglos pertinentes. —Clovis hizo una pausa y luego añadió en voz queda—: Supongo, Tasgall, que su majestad tendrá que estar presente en esa reunión, ¿no?

—Me temo que sí, regente. En caso contrario, los barones se encolerizarían. Pero sugiero que antes habléis con su majestad. Recordadle que se supone que debe seguir vuestra guía y que no debe tomar decisiones sin consultaros antes. Y yo lo traería tarde a la reunión para que así dé la impresión de tratarse de una mera formalidad.

—Sí, es una buena sugerencia —dijo Clovis—. Y podéis tener la seguridad de que mantendré una larga charla con su majestad.

La regente echó a andar con gesto airado, y se oyó el frufrú de los pliegues de sus ropas ceremoniales contra los gruesos tobillos.

—Verdaderamente, Tasgall tiene razón —murmuró Rigiswald mientras sacudía la cabeza y regresaba al Salón de las Glorias Pasadas—. El Vacío está interviniendo aquí.