MARÍA BLANCHARD
¿Por qué?
(Santander, 1881-París, 1932)
El que ha sentido una vez entre sus manos/temblar la dicha/nunca podrá morir.
José Hierro
Cuántas veces en la soledad de su estudio María se preguntaba con lágrimas en los ojos, ¿por qué?, ¿por qué a mí? Cuántas veces al verse reflejada en un espejo se volvía aterrada deseando borrar su imagen…
Non, non, c’est mieux la beauté que le talent.
Siempre que alguna amiga intentaba consolarla recordándole el don que Dios le hizo, con el cual podía gozar y ser admirada, María Blanchard contestaba: no, no, es mejor la belleza que el talento. Lo decía con dulzura, sin rastro de amargura, pero con convicción y tristeza[275].
Su fea y dolorosa deformidad no le impidió alcanzar la fama, pero la hizo sufrir y condicionó su vida. María amaba la belleza. Su espíritu la llevaba por hermosos y felices senderos pero la dura realidad reflejada en las burlonas caras de los niños o en la mal disimulada repugnancia de muchas personas mayores le devolvían a la realidad.
María Blanchard, excelente pintora, única mujer representante del cubismo puro, era jorobada.
Nadie pensó que aquella caída de su madre, Concha Blanchard, poco antes de dar a luz podía afectar al pequeño ser que llevaba en sus entrañas. Pero sucedió. María nació contrahecha. El cariño y el apoyo de sus padres y familiares no podrían evitar que la melancolía se fuera adueñando del corazón de aquella niña, que debe acostumbrarse a convivir con el desprecio y rechazo que produce su persona, pero el cariño y apoyo de su familia sí serán decisivos en su desarrollo personal.
María valoró de forma muy especial la comprensión de su padre. Siempre dirá que si se dedicaba a pintar era gracias a él. Lo cierto es que Enrique Gutiérrez, gran admirador del arte, al observar la buena disposición de su hija le animó a dedicarse a profundizar en el estudio de sus aficiones.
A los 18 años, siguiendo el consejo paterno, María se desplazó a Madrid para estudiar con Fernando Álvarez de Sotomayor, Manuel Benedito y Emilio Sala. Ninguno descubrió el talento de María pero ella sí. María supo que la pintura sería a partir de entonces su gran pasión. Con ella intentaría llenar el vacío afectivo que le estaba destrozando. A través de la pintura podría realizarse y mostrar sus emociones e íntimos sentimientos. Quería triunfar, convertirse en una gran artista.
Por ello María decide ampliar sus estudios de pintura en París. Su padre ha muerto y ante la escasez de medios económicos para poder vivir en el extranjero María solicita y consigue una beca de la Diputación de Santander con una pensión anual de 1.500 pesetas. En 1908 está en París. Allí no son tan crueles con ella pero también la miran. Trabaja en el estudio del pintor español Anglada Camarasa y más tarde en el de Van Dongen. Vive en un colegio de niñas y para ayuda de su manutención imparte clases de dibujo a las alumnas. Según alguno de sus biógrafos, María Blanchard debió de sufrir en este colegio un auténtico martirio tanto por parte de las estudiantes como de las profesoras. La condesa del Campo de Alange escribe en este sentido:
Más adelante, María, tan generosa, cuando no sabiendo guardar lo que ganaba lo repartía entre los necesitados, nunca quiso dar nada a ese pobre colegio, en el que tanto debió sufrir y para el que guardará siempre un extraño rencor.[276]
Cinco años permanece María Gutiérrez Blanchard —ése era su verdadero nombre— en París. Es curioso que ella, que a pesar de vivir en Francia jamás quiso renunciar a su nacionalidad española, utilizara el apellido de su madre, que era hija de un francés. ¿Por qué lo hace? Probablemente porque Blanchard sonaba mejor y le abría algunas puertas en el siempre complicado mundo del arte en que habría de moverse.
A punto de comenzar la primera guerra mundial María regresa a España y monta un estudio en la calle Goya de Madrid. Su estancia en París le ha proporcionado nuevas perspectivas. Allí entró en contacto con pintores pertenecientes a una emergente vanguardia, entre los que destacan Juan Gris y Jacques Lipchitz, que sin duda influirán en su obra.
En la pintura de los primeros años de María predominaban escenas costumbristas sin grandes innovaciones. Ella, como otros muchos artistas, sintió el atractivo de plasmar en sus lienzos personajes de etnias diferentes. De esta época es la Cabeza de gitana.
María, recién llegada de París, comenzará a trabajar en su estudio de Madrid. Su obra ya no es academicista y poco a poco irá evolucionando hacia el cubismo. En Madrid participará en la exposición «Pintores Íntegros», patrocinada por Ramón Gómez de la Serna en 1916.
En este tiempo obtiene una plaza de profesora de dibujo en la Escuela Normal de Magisterio de Salamanca. Había optado a ella porque necesitaba ingresos fijos, aunque no le hiciera mucha ilusión su nuevo trabajo. Aquél, evidentemente, no era su mundo. Después de su experiencia en el colegio francés María tenía que sospechar de la despiadada incomprensión de los jóvenes que nunca dejarán de ridiculizarla. Además, María no está de acuerdo con los criterios que se siguen en la enseñanza. Después de un corto tiempo renuncia a su puesto de profesora y decide entonces regresar a París. Esta vez será de forma definitiva.
Con el dinero que consigue vendiendo sus cuadros puede alquilar un estudio en París, en la rue du Maine.
En 1920 el nombre de María Blanchard sonará insistentemente en los ambientes artísticos parisinos y europeos. En el Salón de Otoño de París se cuelga uno de los cuadros que María pintó en Madrid. La Comulgante, que para muchos será su mejor obra, sorprende a críticos y público. Es probable que María haya querido reflejar en este cuadro sus sentimientos más profundos e íntimos, sus dudas. En La Comulgante existe algo inquietantemente contradictorio en cuanto a la escena que representa y la actitud del personaje:
La posición de la figura está intencionadamente exenta de espiritualidad o recogimiento. La dureza de la posición de las manos nos da idea de ello. Coge el libro con la derecha como si quisiera exhibir más bien que guardar los Evangelios. Con la izquierda el cirio ingenuo y adornado, de tal forma, que más bien parece empuñar una espada. La extraña corona de flores (flor de azahar) parece arrojada sobre su manto con violencia. ¿Quiere demostrarnos el poco valor que tienen los signos convencionales si a éstos se les asfixia dentro de una atmósfera contraria? La inocencia y la pureza pueden resultar abominables si un sentimiento de ternura y de elevación espiritual no las envuelve.
María vertió sobre este lienzo, de un solo golpe, toda la amargura de su infancia y de su juventud oprimida. Es un magnífico grito de liberación, cuya estridencia suena como un eco todavía y nos pone en presencia de algo nuevo digno de atención.[277]
Cuentan que un rico norteamericano, impresionado ante aquella obra, ofreció a María un cheque en blanco por el cuadro. La Blanchard rechazó la oferta y aceptó la del marchante judío Rosenberg que le ofrecía acogerla bajo su protección.
María se une al grupo de pintores cubistas a los que conocía desde su primera estancia en París. Con ellos se va a vivir al mediodía francés. Además de Juan Gris, con quien mantiene una profunda amistad, y Jacques Lipchitz, María se hace muy amiga de André Lhote, que será quien la introduzca en Bélgica.
A pesar de esta aparente o real compenetración y afinidad con los representantes del cubismo, a pesar de que sus obras de estos años deben incluirse dentro de la más pura ortodoxia cubista, María Blanchard decide abandonar esta corriente artística. Sorprende su decisión porque con ella eliminaba la posibilidad de instalarse en el mercado artístico francés y lo que ello significaba. Pero tal vez María se dio cuenta de que a través del cubismo no podía manifestar su verdadero sentir, no podía ser ella misma:
Fogosa en la concepción; dada al sentimiento; presta a la pasión, a pesar de su sensibilidad clásica por naturaleza, no es temperamento idóneo para la rígida estética cubista, en que los mejores logros brotan con excesivo carácter de cosa mental, nunca cordial.[278]
Su vehemente temperamento rompe los diques del cubismo para desbordarse de ternura, y es entonces cuando su arte alcanza su verdadero sentido.[279]
Tanto Cobo Barquera como la condesa del Campo Alange parecen coincidir al apreciar que en María domina más el deseo de expresión que la obsesión del volumen y de la línea.
Después de su estancia en el midi francés María vuelve a París. Se mueve en ambientes bohemios. Para ella lo único importante es pintar. Hace tiempo que se olvidó de lo que es una vida confortable. Lo imprescindible de un estudio es la luz, lo demás es secundario. El frío y los ruidos no son, buenos pero no le impiden pintar.
En 1923 se presenta por primera vez al público belga. La avala André Lhote. El éxito de María en la exposición organizada por Ceux de Demain queda reflejado en la prensa de entonces. El escritor flamenco Van Woestyne escribe:
María Blanchard es en primer lugar un corazón, un gran corazón humano. No hay el menor prejuicio en su obra. Ni el menor cálculo; no quiere demostrar ni probar nada; estoy convencido de que no quiere ni enternecer; su arte es demasiado sencillo para eso, es decir, demasiado espontáneo, sin que el menor «anecdotismo» pueda alterarlo.[280]
Más adelante dice:
Pinta simplemente lo que ve con una sinceridad y una honradez que se aprecia hasta en sus deformaciones, por las que hace pasar a sus modelos en el transcurso del dibujo para aproximarlos a su verdad íntima.[281]
María, apoyada por Lhote, consigue protectores para su obra. Unos admiradores belgas se preocuparán de pasarle regularmente una cantidad de dinero para que pueda seguir pintando. María por fin se sentía liberada de cualquier tipo de preocupación económica. Pero la Blanchard es generosa y también poco diestra a la hora de organizar y planificar negocios.
Podía haberse dedicado a pintar y vivir cómodamente, pero ésa, entonces, no sería su vida. Un día se le ocurrió mandar edificar sobre el pabellón que tenía en alquiler un estudio. Pide dinero y comienza con su proyecto. María desea instalar una especie de pensión en lo que era el pabellón y quedarse ella en el estudio, construido en la parte superior. El negocio resulta un verdadero desastre, todos le engañan: el contratista, los obreros y las amigas que van a alojarse a su nueva casa.
María sufrirá grandes decepciones con muchos de sus amigos y amigas. Aunque no todos se portaron mal. Hubo excepciones, Isabelle Riviére fue una de ellas:
Isabelle Riviére, muy introducida y gran conocedora del mundo de las Letras, era hermana de Alain Fournier, el autor del Gran Meaulnes y viuda de Jacques Riviére, animador de la Nouvelle Revue Française. Después de la muerte de su esposo y de su hermano Isabelle se consagró a la custodia de su recuerdo y a la composición de novelas tan estimables como El ramo de rosas rojas y de meditaciones religiosas tan intensas y profundas como El Via Crucis del Pecador.[282]
Compañera abnegada, inteligente y buena consejera, Isabelle permanecerá al lado de María mientras siga necesitándola.
Pasado el tiempo, Isabelle escribiría un libro sobre su amiga muerta recordando con cariño la imagen de María cuando acudía a verla al estudio:
Incómodamente sentada al borde de un sillón giratorio, en el que nadie hubiese podido sostenerse sin caer. […] A medio vestir, manchadas de pintura sus ropas, sus manos y hasta su cara. El pelo revuelto, despeinado, en un despreocupado desorden. Puestas sus gafas anticuadas de metal, de la cual uno de sus lados estaba roto y recompuesto con una hebra de hilo negro desde hacía muchos años. Tras de sus cristales, la mirada ardiente y aguda fija en el lienzo. A su alrededor un absoluto desorden, por el cual ella no parecía preocuparse ni siquiera sentir. Durante años enteros lleva un horrible vestido a grandes cuadros verdes y amarillos que no hay manera de hacerle abandonar ni con las más sutiles aunque insistentes indirectas.[283]
Fue precisamente esta amiga, Isabelle, quien ayudó y alentó a María en su retorno a la religión católica.
Hacía bastante tiempo que María estaba alejada de cualquier tipo de creencia religiosa. Observando las reacciones que su físico despertaba en los demás había dejado de creer en la caridad cristiana. Mirándose al espejo había dejado de creer en Dios. ¿Qué la movió a reconducir su vida? ¿También la han desilusionado los ateos? ¿Ha aprendido a quererse? ¿Es la cercanía de la muerte lo que le hace pensar en un futuro no muy lejano?
Cuando María inicia su reconversión religiosa tiene cuarenta y seis años. No es edad para pensar en el fin, pero María está enferma y puede que presintiese su cercana muerte. Comienza entonces a frecuentar la iglesia. Ejercicios espirituales, conferencias, sermones. Todo le parece poco para despertar su fe. La vida de María discurre entre el estudio y la iglesia. Muchos de sus amigos le han abandonado. María se ve obligada a soportar desplantes y burlas de aquellos que creía amigos y de otros que, cruelmente, la llaman «chinche de sacristía».[284]
Nada le importa a María, que vive a fondo su espiritualidad. Sigue trabajando y rezando:
Con ese fuego interior que la consume, su arte se afina y espiritualiza ascensionalmente. Siempre había utilizado el pastel cuando quería que sus obras fuesen más traslúcidas y talladas en aristas brillantes. Pero al final de su carrera se va encariñando progresivamente con esa técnica sedosa y aterciopelada, llegando a revelarse en ella como una de las mejores pastelistas modernas.[285]
Es en este tiempo cuando la Blanchard crea unas modernas y tiernas Maternidades. Son hermosas mujeres, de inmensos ojos y expresión de serena plenitud. Todas responden al mismo modelo utilizado por María; son criaturas con una fisonomía característica: nariz ancha, labios gruesos; ojos profundos, melancólicos; cuello corto. Personajes que en cierta medida se parecen un poco a ella:
No aparecen en su obra sus propios defectos físicos, pero sí encontramos posiciones singulares en las que el cuello se disimula y oculta como si tratase de escamotearlo. En esto y en su propia inclinación a tomar como modelo niños, gentes desventuradas y humildes, seres débiles en una palabra, hay evidentemente una cierta complacencia narcisista. ¿No es significativo que La Enferma, uno de sus últimos cuadros, nos traiga a la imaginación la anécdota inconfundible de una pobre mujer que languidece sin remedio en un sillón junto a una ventana?[286]
Hermosísimo cuadro el de La Enferma, al que alude Leopoldo Cortejoso en Tuberculosos célebres. Hermoso e impactante. Nadie puede quedarse indiferente ante la imagen de una mujer doliente, de largas y delicadas manos, que parece adormecida, aunque algo en la expresión de su rostro mueva a pensar que sueña con una realidad distinta. Es una mujer desvalida, como casi todos los personajes, en su mayoría femeninos, que pinta María. Podría pensarse que ella también lo es, pero no es cierto. Los últimos años de su vida estarán llenos de grandes dificultades; a pesar de ello, cuando se entera de que su hermana Carmen se ha quedado viuda con tres hijos y sin medios económicos, María pide dinero para enviárselo inmediatamente. Quiere que su hermana y los niños viajen a Francia, ella se ocupará de sacarlos adelante. Una vez en París, María los acoge en su casa. Deberá trabajar mucho más, ya no está sola. Su hermana y sus tres sobrinos dependen de ella.
Trabajará intensamente durante un tiempo pero la enfermedad apenas le permite sostenerse en pie, aunque María sigue pintando. Aquella niña débil, contrahecha, de inteligentes ojos negros, es casi una anciana pese a sus 51 años. María Blanchard está enferma de tuberculosis:
No trato de vivir sino para pintar. Si yo vivo, le dice a su hermana, voy a pintar muchas flores […].[287]
Como la mujer de su cuadro La Enferma, María sueña. Sueña con la belleza de las flores… «Non, non, c’est mieux la beauté que le talent». María Blanchard murió en París en abril de 1932. Fue enterrada en el cementerio de Bagneux.
Federico García Lorca, que fue su amigo, dijo de María: «Si los niños te vieran de espaldas exclamarían ¡ahí va la bruja! Si un muchacho ve tu cabeza asomada sola en una ventana exclamaría ¡el hada, mirad el hada! Bruja y hada fuiste ejemplo respetable del llanto y la claridad espiritual… Con toda sinceridad, te he llamado jorobada constantemente y no he dicho nada de tus hermosos ojos que se llenaron de lágrimas, con el mismo ritmo que sube el mercurio por el termómetro, ni he hablado de tus manos magistrales… pero hablo de tu cabellera y la elogio, y digo aquí que tenías una mata de pelo tan generosa y tan bella que quería cubrir tu cuerpo, como la palmera cubrió al niño que tú amabas en la huida a Egipto. Porque eras jorobada ¿y qué? Los hombres entienden poco las cosas y yo te digo, María Blanchard, como amigo de tu sombra, que tú tenías la mata de pelo más hermosa que ha habido en España».