LA CONDESA DE MONTIJO

Una ilustrada convencida

(Madrid, 1754-Logroño, 1808)

La libertad no es solamente

un viento delicado del alma,

sino también un coraje en la piel.

Otto René Castillo

María Francisca de Sales Portocarrero se convirtió a los nueve años en la sexta titular del condado de Montijo. Huérfana de padre desde los tres años, María Francisca heredó el título a la muerte de su abuelo, don Cristóbal Portocarrero, quinto conde de Montijo, que se había ocupado de su custodia ya que su madre, desesperada por la muerte de su marido, decidió ingresar en religión.

María Francisca fue educada por las religiosas salesianas, encargadas desde su establecimiento en España, por iniciativa de la reina Bárbara de Braganza, de la formación de jóvenes pertenecientes a la nobleza. Fue alumna aventajada y como afirmaban las monjas:

Reúne esta señorita tan bellas cualidades, que creemos hará la felicidad de la casa en que entre, más aún por sus virtudes que por los grandes bienes que posee, y que nuestro monasterio tendrá siempre en ella una protectora y una tierna amiga.[130]

Muy pronto formó su propio hogar la condesa de Montijo, casándose a los 14 años con Felipe Palafox, que le doblaba la edad. Era militar, y según cuentan reformista y liberal. Tuvieron ocho hijos de los que sobrevivieron seis: cuatro mujeres y dos hombres. Formaron un matrimonio bien avenido.

Resulta un poco chocante que una mujer como María Francisca de Sales, a quien no le faltaba ni prestigio, ni medios económicos, ni ocupaciones familiares se dedicara a llenar su vida con algo más. Aunque lo cierto es que en la España de la segunda mitad del siglo XVIII se empezaban a producir determinados movimientos por parte de las mujeres. Será en esta época cuando por primera vez una sociedad, la Económica de Amigos del País de Madrid, la Matritense, abra sus puertas permitiéndoles el acceso aunque, eso sí, con ciertos condicionamientos. Será también en la segunda mitad del XVIII cuando se cree, en Madrid, siguiendo el ejemplo francés, algunos salones literarios y tertulias organizados por damas de la alta sociedad.

No podemos negar que en el siglo llamado de las Luces algunas mujeres consiguieron participar en la historia de su tiempo, aunque para Carmen Martín Gaite los salones o tertulias dirigidos por mujeres:

Se quedaban en mera forma, sin contenido, puro signo exterior prestigio, igual que los amigos que pudieran frecuentarlos, pretexto para el propio lucimiento.[131]

Es posible que los salones madrileños no tuvieran la importancia ni la trascendencia política de los franceses, y que al principio pudieran parecer actividades de mujeres pudientes y ociosas, mas no todos los ana listas de la época piensa de igual forma:

Los salones españoles tienen una fuerte carga simbólica muy importante; suponen la conquista por parte de las mujeres de un espacio público, de las mujeres educadas, naturalmente, un espacio público de la conquista de la voz, la conquista de la palabra, la conquista de poder dedicarse a tareas intelectuales y de hablar en público. No hay que olvidar épocas anteriores en que a las mujeres se les cerraban todas las puertas del mundo de la cultura, en este sentido los salones suponen una apertura.[132]

De los cuatro salones importantes que entonces existen en Madrid uno lo preside María Francisca de Sales. Tal vez el más destacado, el más ilustrado, fuera el de la condesa-duquesa de Benavente, pero el de la Montijo fue, por los temas que en él se desarrollaban, mucho más polémico. Si en el de la Benavente se hablaba de música, literatura, teatro, etc., en el de la Montijo se discutía preferentemente de religión:

La condesa de Montijo tuvo la suerte de contar en su salón, en su tertulia, con personajes plenamente ilustrados que estaban convencidos de la realidad, al menos de la posibilidad del proyecto de la Ilustración y que eran personajes interesados en la cultura, interesados en las ciencias, interesados en las novedades y sobre todo interesados en la religión. Porque la religión entonces dominaba todos los aspectos de la vida. Acudieron personajes como Jovellanos, Meléndez Valdés, Lleredi. Iban algunos clérigos a espiar a la condesa. Aquellos curas que después acabarían denunciándola desde los púlpitos.[133]

La condesa de Montijo era profundamente religiosa. Siempre dejaba constancia de sus convicciones cristianas. La caridad y el amor a los demás guiaban todas sus acciones, frecuentemente encaminadas a sacar a las mujeres del ostracismo al que se veían abocadas:

La verdadera aportación de la condesa de Montijo al feminismo ilustrado se produjo en el campo de la acción directa. Fue, como diríamos hoy, una «mujer de empresa» nata. Y la junta de Damas el vehículo a través del cual canalizó el enorme potencial de actividad que poseía.[134]

En 1786, gracias a la intervención directa del rey Carlos III, porque parecía que los miembros de la sociedad nunca llegarían a un acuerdo, las mujeres fueron admitidas para formar parte de la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid, creándose a continuación la junta de Damas, con la condesa-duquesa de Benavente como presidenta y la condesa de Montijo de secretaria.

La junta de Damas era la primera agrupación integrada exclusivamente por mujeres no dedicada a fines espirituales que autorizaba un rey.

¿Y por qué un monarca tan ocupado como Carlos III interviene en la polémica sobre la admisión de mujeres? El rey lo que hace es apoyar la política utilitaria que distingue su reinado y también mediar evitando polémicas demasiado agrias. Por ello el monarca aprueba la entrada de mujeres en la sociedad, pero permite su entrada siempre que formen una junta diferente y aparte, y siempre que se ocupen de asuntos propios de mujeres.[135]

La junta de Damas asumió desde el principio la dirección de las Escuelas Patrióticas que habían sido establecidas mediante Real Cédula de Carlos III. La formación que se establecía para las niñas era muy distinta a la de los niños. Mientras que a éstos se les enseñaba matemáticas, gramática, a leer y escribir, además de los rezos y el catecismo, a las niñas tan sólo se les enseñaban rezos y labores. Bien es verdad que al final de la disposición real se señalaba que las niñas que quisieran aprender a leer y escribir podían solicitarlo siendo atendidas por sus maestras.

La nueva dinastía de los Borbones —Carlos III era el cuarto monarca Borbón que reinaba en España— estableció manufacturas regias al igual que se había hecho en otros países europeos.

La fábrica de cristal de La Granja, la de porcelana del Buen Retiro y la de tapices de Santa Bárbara vinieron a cambiar la tradicional actividad industrial española, y muy pronto se convirtieron en importantes centros de impulso creativo. El Gobierno deseaba que la mujer se incorporara al proceso de renovación.

En las Escuelas Patrióticas formaban a las chicas enseñándoles el arte de tejer en todas sus variedades. Más tarde se creó el Montepío de Hiladas para dar trabajo a las ex alumnas en un intento de que no olvidaran lo aprendido, ayudarlas económicamente y aumentar la producción de hilados.

La condesa de Montijo se dedicó en cuerpo y alma a trabajar como secretaria de la Junta, cargo en el que permaneció algo más de diecisiete años.

Habrá un momento en el que la condesa de Montijo tendrá la oportunidad de demostrar su extraordinaria valía. La ocasión se presentó cuando el Gobierno intentó imponer un «traje femenino nacional»: todas las mujeres deberían llevar idéntico vestido. Con esta medida los dirigentes políticos pretendían controlar el gasto y nada mejor para ello que vestir a las mujeres de uniforme.

La Montijo asumió la responsabilidad de defender la opinión de las mujeres que integraban la junta de Damas.

En carta dirigida a Floridablanca, la condesa de Montijo le dice entre otras cosas:

Y si en los hombres que creen tener menos arraigada la vanidad en cuanto a la compostura exterior sería ardua empresa la de sujetarlos a un solo traje, puede inferirse cuánto más difícil, y expuesto, será imponer semejante precisión a las señoras, por lo cual jamás se lograría adoptasen las mujeres tal reforma sin que precediese el ejemplo de los hombres.

Además de esto se conoce bien V E. que nunca se podrá remediar radicalmente el grave desorden que se experimenta en cuanto a trajes, y adornos, mientras no se mejoren las costumbres por medio de la educación, y se rectifiquen en esta parte las ideas, y opiniones que son las que arreglan y dirigen nuestras acciones.[136]

La medida gubernamental hubo de ser retirada ante la magnífica intervención de la Montijo:

El pleito tuvo trascendencia, en cuanto dejó claramente sentados ante el poder y ante los varones que las mujeres, una vez unidas en la Junta y tomada conciencia de su responsabilidad social ante el país, no eran ya manejables como antes.[137]

Marta Francisca fue sin duda el motor de la Junta de Damas. Ella fue quien propuso solicitar al rey la dirección y gestión de la Real Inclusa de Madrid que siempre había estado en manos de los hombres.

La situación de la inclusa era realmente trágica. No existía higiene y las nodrizas tenían a su cargo muchos bebés, lo que les impedía atenderlos adecuadamente, muriéndose muchos de ellos. Casi siete años tardó el rey en entregar la inclusa a la Junta de Damas. El 13 de septiembre de 1799, por fin, Carlos IV decidió confiar en ellas.

En aquel año el índice de mortalidad alcanzaba el 96 por 100. A los doce meses de hacerse cargo la Junta de Damas de la Real Inclusa la mortalidad había descendido al 46 por 100 y al año siguiente al 36 por 100. La Junta de Damas demostraba con su inteligente gestión cómo se puede ser eficaz. Claro que el espíritu que las movía era distinto y su celo mayor. La propia condesa de Montijo se ocupó personalmente del cuidado directo de los niños:

La actividad de las damas desde la Sociedad Matritense fue importantísima. Cuando se pusieron al frente de la Real Inclusa de Madrid consiguieron, en un año, hacer descender el índice de mortalidad de una forma espectacular. La figura más destacada, por su entrega, fue la de la condesa de Montijo, María Francisca de Sales Portocarrero, que ocupaba el cargo de secretaria de la Junta. Ella fue también quien propuso al gobierno la posibilidad de hacerse cargo de la situación de las presas en la cárcel de la Galera. La condesa de Montijo no sólo llevó la dirección de la nueva actividad de la Junta, sino que trabajó como enfermera en las dependencias carcelarias.[138]

Existían entonces tres prisiones en Madrid: la de la Villa, la de la Corte y la de la Galera. La situación de miseria y abandono en que se encontraban era total. Las reclusas envejecían y morían en la cárcel, muchas veces sin que llegara a celebrarse el juicio.

La condesa de Montijo, dando forma a su profunda religiosidad, e intentando llevar a cabo una nueva forma de caridad, propuso la creación de una asociación para atender a las presas de la Galera, en donde se encontraban encerradas las delincuentes más peligrosas. La asociación se encargaba de enseñarles oficios que les permitían conseguir pequeños ingresos y, sobre todo, intentaban prepararlas para que en el futuro, cuando estuvieran en libertad, pudiesen optar a un trabajo y así vivir dignamente.

La Asociación de Presas de la Galera constituyó una novedad sin precedentes en España. Años más tarde, Concepción Arenal y Victoria Kent continuarían con iniciativas similares.

María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo, fue una gran mujer. Valiente y luchadora, defendió sus creencias religiosas aunque ello la llevara al exilio. Pretendía, como otros ilustrados, cambiar la religiosidad fanática de muchos españoles por un sentimiento religioso más puro. La condesa de Montijo, sin duda, predicaba con el ejemplo:

Si por algo se caracterizó la ilustración fue por su empeño de reformar la vida religiosa. Una vida religiosa que partía de la mayor atención a la Sagrada Escritura, al Evangelio como inspirador y animador de todo. Una religiosidad que diese la importancia que, según los ilustrados, tenían los seglares en la iglesia. Una religiosidad, la propugnada por los ilustrados, que quería también la seriedad, la racionalidad el no atarse a revelaciones falsas, a profecías ridículas; menos confesarse y mejor confesarse, que aborrecía las formas externas. Esta religiosidad fue calificada como jansenismo, pero por los enemigos, por aquellos aferrados a la tradición, a lo de siempre.[139]

A pesar de que, según Teófanes Egido, no existió en España la herejía jansenista, la condesa de Montijo llevaba años en el punto de mira de los sectores más conservadores. Los jesuitas habían incluido en su índice de libros prohibidos la obra Introducciones sobre el matrimonio de Nicolás Letourneaux, traducida al castellano por Mana Francisca de Sales. Aunque su nombre no figurara en el libro todos sabían que era ella quien lo había traducido. Lo hizo un poco forzada por su amigo el obispo ilustrado José Climent. La traducción se editó en Barcelona en 1774, con prólogo de Climent y con todas las licencias eclesiásticas. Sin embargo las ideas recogidas en aquel texto pronto se convirtieron el sospechosas de herejía.

No es extraño que tanto ella como muchos de los personajes que acudían a su salón fueran acusados de heterodoxos. Muchos, pero no todos. Porque algunos de los contertulios del salón de la Montijo, los libre de toda sospecha, los considerados ortodoxos, formaban parte del complot acusador. Ellos serían quienes prestarían testimonio de los contenido de las tertulias a las que sólo asistían para después poder denunciar.

Era la reacción cobarde de un sector reaccionario que quería eliminar toda posibilidad de reformas y de progreso. Según este sector, todos los que no estaban de acuerdo con la línea defendida por los jesuitas y creían en la Ilustración eran jansenistas:

Los jesuitas habían vuelto a España en 1789, por Real Orden Carlos IV y venían acostumbrados a sus intrigas ante el rey de Francia y vieron, sin duda, en este salón un efectivo «grupo de poder» de signo antagónico.[140]

A pesar de las sospechas primero, y las denuncias después, María Francisca de Sales siguió trabajando sin permitir que nada afectara a su labor en favor de los demás. Sólo cuando en 1805 una Real Orden dispone su destierro María Francisca se aparta de todo y se aleja definitivamente de Madrid. Había sido acusada ante la Inquisición de jansenista. Al final, el tribunal la condenó al exilio.

María Francisca se fue a sus tierras de Logroño. Cuando a los tres años se produjo su muerte nadie, a excepción de Jovellanos, tuvo un recuerdo para ella:

Murió la incomparable condesa de Montijo, la mejor mujer que conocía en España […] la amiga de veinte años, siempre activa y constante en sus oficios: ¡Qué otro consuelo que la certeza de que gozará en el seno del Creador del premio de una virtud que el mundo no acierta, a conocer ni es capaz de recompensar![141]

Se silenció su muerte y a lo largo del siglo XIX y parte del XX se distorsionó su figura, olvidando la gran labor que la condesa de Montijo había realizado:

Quizá dos de los escritores que más han contribuido a esta imagen, por la importancia que tuvieron en su tiempo, han sido Menéndez Pelayo y el Padre Coloma. En Retratos de Antaño, Coloma la describe como una mujer animada de un tremendo odio contra todas las instituciones religiosas, envenenada por las malas compañías y autora de epigramas y escritos burlescos contra los frailes. Menéndez Pelayo la responsabiliza de sostener una tertulia que era el principal foco de jansenismo en España.[142]

Si la herejía jansenista nunca existió en España, como afirma Teófanes Egido, resulta verdaderamente desconsolador que se descalifique la vida y la actuación de una persona basándose en algo totalmente erróneo.

Afortunadamente, trabajos como los de Paula de Demerson y Paloma Fernández-Quintanilla han venido a aportar luz y a mostrarnos la verdadera imagen de María Francisca de Sales Portocarrero, condesa de Montijo, una dama culta, valiente, moderna y progresista que intentó dar a las mujeres una mayor formación para que ocupasen un puesto en la sociedad. Una mujer con inquietudes religiosas que pensaba que las cosas podían mejorar y luchó por ello.