MARÍA DE MOLINA

Tres veces reina

(h. 1265-Valladolid, 1321)

Es la prudencia ciencia que mata los torpes deseos de la voluntad.

Juan de Mena

No siempre los matrimonios reales están inspirados por el amor, pero el de María de Molina con Sancho de Castilla sí lo estuvo. De no haber sido por el cariño que les unía y por la fuerza e inteligencia de María no habrían podido superar las enormes dificultades que rodearon su enlace y su reinado.

Sancho estaba comprometido con Guillermina de Moncada, una rica heredera catalana. Todos decían que era fea y brava y tal vez por ello Sancho no le hacía caso alguno y vivía con su amante, María de Ucero.

Cuando conoce a María, Sancho tiene un amplio historial amoroso: varias amantes y unos cuantos hijos bastardos, pero ella le perdonó con magnanimidad. Él se volvió un amante perfecto y nunca hubo más mujeres en su vida.

Sancho y María protagonizaron una hermosa y auténtica historia de amor. Pero su unión no gozaría de todas las bendiciones. El matrimonio provocó un gran escándalo debido al grado de parentesco entre los cónyuges. María de Molina, hija del infante Alfonso de Molina, hermano de Fernando III, era prima hermana del padre de Sancho, Alfonso X el Sabio.

María y Sancho se casaron en 1281. Lo hicieron sin dispensa pontificia. Otras parejas reales lo habían hecho hasta entonces, pero ellos, a diferencia de éstas, veían cómo pasaba el tiempo y no les llegaba la ansiada autorización papal.

Cuando María de Molina y Sancho se casaron estaban muy lejos de sospechar lo que más tarde se convertiría en certeza: el pontífice reinante nunca les concedería la dispensa matrimonial porque estaba de acuerdo con los enemigos de la pareja que trataban de impedir que Sancho se convirtiera en rey de Castilla. Lo cierto es que sin la inteligencia y el apoyo de María Sancho jamás lo hubiera conseguido.

Los hechos sucedieron así: a la muerte de Fernando de la Cerda, hermano mayor de Sancho y heredero de la corona de Castilla, su padre, Alfonso X el Sabio, confirmó a su segundo hijo, Sancho, como heredero legítimo al trono. Pero al cabo de un tiempo, sin saberse qué factores pudieron influir en su ánimo, el rey cambió de opinión y decidió implantar un nuevo sistema hereditario.

Alfonso X el Sabio dispuso en las Partidas que el heredero seguiría siendo siempre el primogénito pero, en caso de fallecimiento, y aquí está la modificación del procedimiento tradicional, lo serian sus hijos, aunque fueran niños. Fernando de la Cerda tenía hijos varones y el mayor era, según la decisión del rey Sabio, a quien le correspondía la Corona.

Alfonso X, al inclinarse a favor de su nieto, no valoró el peligro que encerraba dejar la Corona en manos de un niño que no podía hacerse cargo del gobierno. Ni parece que considerara el riesgo de fractura entre los diferentes grupos de poder de la nobleza castellana. Con su resolución el rey Sabio creaba un grave conflicto sucesorio en la corona de Castilla porque Sancho IV, desoyendo los deseos de su padre, se proclamó rey de Castilla. Fue la primera prueba de fuego para María de Molina. La situación de rebeldía en la que su esposo se había declarado frente a su padre exigía, sobre todo, prudencia en el ejercicio del poder.

La guerra parecía inevitable. Sevilla, corte de Alfonso X, se levantó y reaccionó en contra del nuevo soberano de Castilla, Sancho, que se había atrevido a coronarse rey sin respetar la voluntad de su padre. El clima de confrontación civil era una guerra declarada y abierta entre padre e hijo.

En 1284 Alfonso X el Sabio murió en Sevilla sin modificar su testamento en el que desheredaba a su hijo Sancho.

A pesar de la desaparición del rey Sabio, en Sevilla continuaba el rechazo a Sancho IV Su madre, la reina viuda Violante, y su hijo, don Juan, acaudillaban una guerra sorda, una guerra por el poder que minaba la Península. Los leales al rey fallecido, un grupo de poder cuyos miembros eran todos cristianos, se mezclaban sin ruborizarse con los árabes y no dudaban a la hora de solicitar ayuda a los musulmanes para atacar Castilla; antes lo había hecho el propio Alfonso X al pedirle a Guzmán el Bueno —Alonso Pérez de Guzmán— que negociase el apoyo del sultán de Marruecos para luchar contra su hijo Sancho. Guzmán el Bueno tuvo éxito en su empresa y permaneció fiel al rey Sabio, pero a la muerte de éste se puso al servicio de Sancho IV, que le encargó la defensa de Tarifa. Seria en esta plaza donde Alonso Pérez de Guzmán recibiría el sobrenombre de El Bueno. El enemigo había secuestrado a su hijo y amenazó con matarle si Guzmán no les entregaba la ciudad. Guzmán, con el corazón destrozado, consintió en el sacrificio de su hijo y Tarifa siguió en manos castellanas.

Era aquél un mundo de grandes fidelidades y también de grandes traiciones. Las alianzas de hoy se cambiaban por otras más ventajosas al día siguiente. La lucha por el poder constituía el motor que impulsaba todas las acciones.

María de Molina estuvo a la altura de las circunstancias. Su equilibrio y diplomacia fueron esenciales para Castilla. María aconsejó prudencia a su esposo. Le recomendó la paz y la negociación con Aragón porque de este reino podía depender su permanencia en el trono: los pretendientes legítimos a la Corona castellana, los adversarios de Sancho, sus sobrinos, los infantes de la Cerda, eran rehenes del monarca aragonés. Aconsejó la negociación con el reino de Granada. María sabía que la diplomacia era el remedio más eficaz. Y Sancho IV, siguiendo el consejo de María, conseguiría el apoyo y la alianza del rey de Granada, quebrando así las alianzas de sus enemigos con aquél. Pero María no logrará convencer a su esposo del peligro que entraña un determinado sector de la nobleza, temeroso de perder sus privilegios y prebendas.

Es un momento muy conflictivo no sólo en la Península, en Castilla, sino en toda Europa. Desde finales del siglo XII se ha producido la recepción del derecho romano y se están sentando las bases de lo que va a ser el Estado moderno. Y esto supone, en Castilla, el fin del poder político de la nobleza tradicional, que la nobleza tradicional ya no intervenga en los asuntos de gobierno, sino que sean el Rey y las instituciones que se irán creando, que se están creando en este momento, los que atiendan al Gobierno del reino. Alfonso X había puesto las bases con la introducción del derecho romano y la nobleza veía que Sancho iba a seguir la política de su padre y, por tanto, un grupo muy importante de nobles, incluso de sangre real: infantes, tíos de Sancho, parientes próximos suyos estaban en contra de esta situación que pensaban que si los que ostentaban la corona eran los infantes de la Cerda, los iban a poder manejar y de esta forma seguirían manteniendo un poder político.[8]

Sólo María de Molina parecía ver la avaricia y la envidia detrás de aquel grupo de nobles. Muchos de ellos habían luchado contra el rey Sancho desde Sevilla al lado de don Alfonso X. La reina comprobó hondamente abatida cómo su marido, don Sancho, desoyendo sus consejos, se entregaba a muchos de aquellos traidores.

El rey prometió a uno de ellos, al señor de Vizcaya, don Lope Díaz de Haro, «facerle el mayor ome del reino e más honrado».

El señor de Vizcaya, desde la posición de poder que le otorgó Sancho IV, intrigó tratando de acercarse a Aragón y alimentando la ruptura con Francia, a pesar de que conocía el interés de la reina María de Molina por la mediación que pudiera hacer el monarca francés ante su amigo el papa, única vía para conseguir la deseada dispensa matrimonial y la legitimación de la Iglesia para que sus hijos pudieran heredar legalmente el trono.

Don Lope, con la intención de bombardear la buena relación con Francia, divulgó por doquier que el soberano francés pretendía, ignorando la existencia de María de Molina, casar a Sancho con su hermana a cambio de la amistad.

Don Lope quería gobernar a su antojo pero debía hacerse antes con la voluntad del rey. Tarea no muy difícil la de encauzar las decisiones de Sancho IV, aunque para conseguirlo don Lope sabía que resultaba imprescindible aislar a María de Molina de él puesto que la reina siempre se había opuesto a sus maniobras. Después de haber fracasado en su intento de alejar al rey de María, proponiéndole a éste el matrimonio con la hermana del monarca francés, trataba ahora de convencerle para que se casara con aquella antigua novia, la fea y brava Guillermina de Moncada.

María de Molina, a pesar del dolor que le producía ver cómo su marido se alejaba de ella, no se permitió ningún tipo de vacilación y siguió luchando por él, por sus hijos y por Castilla. Ella amaba a Castilla y de forma muy especial a Toro. En esta ciudad había nacido su primer hijo, la infanta Isabel. Sancho IV le regaló entonces la villa de Toro en señal de agradecimiento y como recuerdo de aquel feliz día. Desde entonces María sintió un gran cariño por este lugar y le otorgó muchas mercedes. Por ello quiso que fuera Toro el escenario donde se celebrara la asamblea para decidir si el reino castellano acordaba la alianza con Francia —el deseo de la reina— o se optaba por la amistad con Aragón, como quería Lope Díaz de Haro. María consiguió los suficientes apoyos para desarmar la trama de su enemigo y prevaleció su criterio.

El señor de Vizcaya no asimiló bien la derrota y trató de devolverles el golpe a María y al rey, a quien ya no podía dominar. La reina se había convertido en su mayor enemigo y don Lope les hizo frente hasta su muerte. A su lado se había situado el hermano de Sancho IV, el infante don Juan, el mismo que desde Sevilla intrigaba para privarle del trono.

El señor de Vizcaya murió asesinado en presencia del infante don Juan y María de Molina intercedió para evitar la muerte de su cuñado. De vengar la muerte de don Lope se encargó su hijo, Diego López de Haro y Alfonso III de Aragón, dejando en libertad a los infantes de la Cerda, los herederos que disputaban el trono a Sancho IV. Poco después, el primogénito de la Cerda fue proclamado rey de Castilla en Jaca.

Cuando todo parecía perdido, María recibió buenas y esperanzadoras noticias: el monarca francés había solicitado al papa la dispensa matrimonial para ellos. Portugal les reiteraba su amistad y Marruecos volvía a tenderles una mano amiga, ayudándoles, incluso, a esclarecer la verdad e informándoles de mezquinas maniobras por parte de algunos nobles castellanos. En Aragón había muerto el rey sin hijos, sucediéndole en el trono su hermano que estaba soltero. Castilla, María de Molina y Sancho IV se apresuraron a firmar una alianza con Aragón que sellaron con el matrimonio de su hija, la infanta Isabel, con el nuevo monarca aragonés, don Jaime.

Pero la alianza duró poco. La infanta Isabel fue repudiada por don Jaime, que se comprometió con otra mujer, Blanca de Nápoles. La hija de María y Sancho retornaría a Castilla.

El sur volvió a entrar en ebullición. El emir de Granada atravesó el Estrecho para entrevistarse con el sultán de Marruecos. La peligrosa maniobra se produjo en un momento en que la tensión se recrudecía en Castilla: las intrigas de la antigua nobleza feudal socavaron, otra vez, el camino hacia la estabilidad. Algunos nobles se sentían desplazados por fuerzas emergentes que, de hecho, estaban sentando las bases de un nuevo sistema de gobierno, que caminaban hacia el Estado moderno:

Sancho IV y sus sucesores intentaron poner barreras a los grupos dominantes, por medio de su alianza con las ciudades y la labor de la burocracia jurídica. La Hermandad contrarrestó la codicia de los poderosos en los años de máxima debilidad de la institución monárquica. Su defensa de la monarquía es recompensada con el reconocimiento de los fueros ciudadanos, la independencia de las villas respecto de la nobleza y la separación de los eclesiásticos de la corte. La doble vía de concesiones a la nobleza y a las ciudades facilitó la autonomía de la corona, que basculó de uno a otro bando según sus intereses.[9]

María de Molina era la mejor valedora del nuevo grupo de poder y se preocupó de asegurarse el apoyo de la burguesía y las ciudades, la nueva clase social que estaba cobrando fuerza y que ella impulsaba. Debido a ello, la reina se convertirá en la enemiga a batir por la vieja nobleza defraudada:

Ella sabe entender cuál es el proyecto nuevo y moderno: la legitimación de los municipios, del poder popular, del poder entendido de las clases rectoras, de las ciudades, que es un mundo moderno que se abre justamente con la revolución de las burguesías urbanas, de los grupos mesocráticos que tienen su fundamento en los parlamentos, en las cortes, son, en último término, el poder definitivo que doña María de Molina sabrá conjugar para legitimar el concepto importante de unidad que ella sabe llevar, precisamente, contra la secesión de los viejos y clásicos estamentos: nobiliario y eclesiástico.[10]

Fue la reina María de Molina quien determinó tomar la dirección de la defensa de Andalucía. María de Molina planeó un programa eficaz que condujo a la mejor victoria y que sorprendió a todos: el acuerdo con los musulmanes. Castilla se libró de los asuntos perturbadores, que sólo eran útiles para alimentar los intereses de la nobleza.

Corría el año 1295 cuando Sancho IV, rey de Castilla, moría dejando desamparada a María de Molina y a sus siete hijos. Desamparada porque aunque todos sabían que ella era la reina, y que además había ejercido como tal, la Iglesia todavía no había legalizado su matrimonio. El rey, presintiendo lo que podría suceder a su muerte, dejó escrito:

Que fuera doña María, su mujer, la tutora de su heredero, Fernando, porque él era pequeño de edad y temía que desde que él finase habría una gran discordia en su tierra por la guarda del mozo[11].

No se equivocaba don Sancho. En su misma cámara mortuoria, en mitad de aquella penumbra y dolor, los nobles organizaron conciliábulos y se enzarzaron en polémicas egoístas. A la cámara mortuoria acudió también don Enrique, un nuevo personaje que por desgracia para la reina viuda se incorporó a la corte. Familiar lejano de su difunto esposo, era la encarnación viva de la intriga y perturbación política.

Don Enrique presionó a María con la intención de compartir con ella la tutoría de don Fernando, el rey niño. La negativa de la reina abrió la guerra para la que ya estaban preparados el propio don Enrique y un amplísimo sector de la nobleza. María de Molina y su hijo Fernando fueron rechazados en varias ciudades castellanas a las que viajaron: puertas cerradas, revueltas, asonadas que encabezó don Juan, el hermano de su marido, aquél a quien ella salvó la vida.

Doña Violante, la madre de Sancho, que siempre se había opuesto a su reinado, también se sumó a la oposición activa y pactó el reino de Castilla para su nieto don Alfonso de la Cerda y el de León para su hijo don Juan. Castilla volvió a romperse. Todos confiaban en la pronta caída de una mujer que imaginaban débil.

La encrucijada política tenía muy difícil solución. Doña María comenzó a pactar. Buscó apoyo en las ciudades, redujo impuestos gravosos para la mayoría, compartió con don Enrique la tutela de su hijo don Fernando y limitó el poder del clero. En el pueblo castellano si encontró fuerza moral y depositó en él su confianza. En prenda, dejó a sus hijos repartidos en distintas ciudades y las gentes le fueron fieles.

Las luchas internas castellanas fueron aprovechadas por don Dionís de Portugal, que declaró la guerra a Castilla apoyando al autonombrado rey de León, el infante don Juan. María de Molina consiguió firmar con don Dionís el pacto de Alcañices en virtud del cual logra la solidaridad de los nobles en apoyo de su hijo Fernando IV.

El papa Bonifacio VIII extendió en Francia la bula que, por fin, legitimaba el matrimonio entre Sancho IV y María de Molina. Sus hijos ya podían ser reconocidos como herederos legales de Castilla y ella, la única capaz de hacer frente a los hombres, se convirtió en la reina más popular. María de Molina supo acallar los malintencionados rumores sobre la autenticidad de la bula que enseguida circularon por doquier. Nadie los creyó después de que doña María ordenara leer públicamente el texto del papa.

La reina, entonces regente, consiguió poco a poco ir imponiendo su autoridad. Los enemigos ya no podían atacarle de frente porque las ciudades la defendían.

Pero mientras doña María luchaba por los intereses de Castilla, los nobles trataron de apartarla, como siempre, de su camino y secuestraron, como lo habían hecho con Sancho IV, la voluntad de su hijo Fernando. El inexperto Fernando, como había hecho su padre, se dejó halagar por la hipócrita amabilidad de sus cortesanos, por su falsa complacencia y consintió el desprecio con el que se trató a la reina.

El ya rey Fernando IV no aceptó que su madre participara en los trámites políticos de su boda con doña Constanza, la hija de don Dionís de Portugal. El matrimonio tuvo dos hijos: Leonor y Alfonso.

El dolor y la angustia volvieron a adueñarse de María de Molina. Castilla volvía a necesitarla: Fernando, su hijo, el rey, murió en Granada luchando contra los infieles. Los nobles emergieron con más ímpetu que nunca y María fue condenada de nuevo a soportar el peso del gobierno, esta vez como cotutora de su nieto, el futuro Alfonso XI. La experiencia y serenidad, el equilibrio y diplomacia característicos de María le permitieron conducir el barco hasta el puerto más seguro, anteponiendo siempre la razón de Estado.

El gran éxito personal de María de Molina fue, sin duda, la unidad de Castilla, que preservó contra todo y contra todos. Supo poner rumbo hacia el norte, la mejor dirección de las posibles, y entregar a su nieto unos territorios jurídicamente ordenados.