MARÍA RAFOLS
El silencio de la humildad
(Villafranca del Panadés, 1781-Zaragoza, 1853)
Las grandes obras de caridad han tenido siempre pequeños principios, como si necesitasen su origen el sello de la humildad y de la modestia, sin los cuales no pueden vivir.
Concepción Arenal
A pesar haber nacido en Cataluña y vivido en aquella región los primeros veintidós años de su vida, el nombre de María Rafols quedaría unido para siempre a la ciudad de Zaragoza.
Su comportamiento durante la guerra con los franceses, su vida de entrega a los enfermos, a los desamparados y a los niños hizo imposible que su existencia fuera olvidada en la historia de esta ciudad.
María se presentó un día en Zaragoza acompañada de otras once mujeres. Llegaban dispuestas a tratar de poner orden en el Hospital Provincial Real y General de Nuestra Señora de Gracia, que atravesaba una situación caótica. Con ellas iban también doce hombres con la misma finalidad. Eran dos grupos dedicados a la beneficencia.
¿Pertenecían las doce mujeres a la misma congregación religiosa? ¿Qué orden era ésta? ¿Y la de los hombres? Se sabe que fue un sacerdote, el padre Juan Bonal, quien les encomendó el trabajo y puso en contacto con las autoridades de la ciudad. Es probable que las hermanas llegadas a Zaragoza no pertenecieran a ninguna comunidad concreta y que fuera el padre Bonal quien las reunió dándoles el hábito después de que hubieran prometido vivir en pobreza, castidad y obediencia. Sí, es fácil que haya sucedido así. No debemos olvidar que en aquel tiempo las monjas aún no habían dejado la clausura y que no lo harían hasta bien entrado el siglo XIX:
El catolicismo del XIX va a estar protagonizado cada vez más por las mujeres, por las religiosas y también por las laicas. Yo creo que se podría decir que es un siglo escrito por lo femenino en el mundo católico. La Iglesia va a sufrir tres retos importantes: el reto de la cultura, de la ciencia, de la investigación, el reto de la miseria producida por la industrialización y los círculos alrededor de las ciudades, y las misiones. Las mujeres salen, las religiosas salen de los conventos y se van a dedicar a estos tres campos angustiosos para la vida religiosa y para la evangelización. Pero más importante todavía, o al menos más novedoso: la mujer va a sustituir en muchos sitios a los clérigos, a los sacerdotes en la evangelización directa, en la catequesis, en la enseñanza del catecismo.[151]
María Rafols y las hermanas que le acompañan serán las primeras monjas que en España se dediquen al cuidado de enfermos. El camino lo habían iniciado hacía casi dos siglos las Hermanas de la Caridad, orden fundada en Francia por San Vicente de Paúl y Luisa de Marillac. Y aunque dentro de los objetivos de esta institución figurase el de ir implantándose poco a poco en otros países en España no lo conseguirán hasta finales del siglo XVIII. No lo lograrán porque las juntas que regían los hospitales españoles no querían dejar las riendas de los mismos en manos de unas religiosas que seguían manteniéndose dependientes y obedientes a sus superiores franceses, y también porque los españoles no habían asimilado todavía que una mujer, aunque fuera monja, pudiera atender a los enfermos varones. Por ello, María Rafols, a la cabeza de la hermandad femenina que capitaneaba, aceptó en un primer momento —aunque pensara lo contrario, como más tarde se demostrará— que las hermanas se ocupasen sólo de las mujeres y los niños enfermos. Pero esta limitación no sería inconveniente para que unas cuantas hermanas, entre las que se encontraba María, se dedicaran a estudiar la flebotomía con permiso de las autoridades de la Sitiada y bajo la vigilancia del teniente cirujano del hospital. Cuando se presentaron al examen público, su destreza superó a la de los mancebos que llevaban años de práctica en esta técnica, y consecuentemente tuvieron que ser aprobadas. Pasados los años, las autoridades sanitarias del momento intentarán que las hermanas dejen de practicar sangrías, pero María Rafols argumentará su protesta con la siguiente reflexión: si ellas no están capacitadas para este trabajo, ¿en qué lugar colocarían a los eminentes miembros del tribunal examinador que las aprobaron e incluso les reconocieron mayor destreza que a los hombres?
María Rafols conseguirá que las hermanas continúen con su trabajo. Ella sabía que podían realizar algo más que las tareas asistenciales encomendadas, y discretamente, sin llamar la atención, se irán preparando para desempeñar todo tipo de trabajos en el hospital. Mientras tanto, prosiguen con su labor silenciosa de atención a las enfermas y a los niños.
Muy pronto se notaría en el Hospital Provincial Real y General de Nuestra Señora de Gracia el trabajo de las dos hermandades. La entrega y el amor a los enfermos de las religiosas cambiará totalmente la vida en el hospital, aunque les iba a resultar muy difícil terminar con los intereses de muchos empleados corruptos que se resistían a dejar sus prebendas. Tanto las hermanas como los hermanos se veían obligados a sortear cada día mil obstáculos para poder desarrollar bien su trabajo. No tardarán en producirse algunas bajas entre los hermanos mientras que María y sus compañeras resistían y acometían la tarea que les había sido encomendada con ilusión y alegría, aunque María Rafols y las hermanas aún no habían demostrado hasta dónde podía llegar su amor.
La ocasión se presentó poco tiempo después. Al bombardear los franceses el hospital, durante los «sitios», las hermanas trabajaron sin descanso. La hermandad de hombres ya se había extinguido pero ellas continuaron, aunque muchas murieron víctimas del agotamiento. Hubo momentos en que debieron atender a más de 60.000 heridos:
En el tiempo calamitoso de los dos asedios, en que al Hospital le faltaron todos los recursos, las hermanas se dedicaron a pedir por la ciudad limosnas de dinero, efectos, ropas, consiguiendo muy felices resultados. Algunos días de la semana dejaban toda su ración a beneficio de los pobres enfermos y también cedieron a los mismos en 1810 doscientas libras, trece sueldos y doce dineros, que alcanzaban de los salarios vencidos en 1808 y 1809.[152]
En este texto reproducido por el padre Martín Descalzo, recogido de un documento de 1816, queda muy clara la labor de la hermandad femenina. Son muchos los documentos de la época que hablan del comportamiento de las religiosas durante los «sitios». Pero es en la Relación de 1809, como apunta Martín Descalzo, donde se aportan nuevos datos:
En los años 1808 y 1809 fue donde la caridad evangélica de esta Institución rayó a mayor altura; en efecto, sitiada Zaragoza, bombardeada, y lo mismo el Hospital, ellas ayudaron a sacar a los enfermos del medio de los proyectiles; ellas les conducían y alojaban, los asistían y salían a pedir de puerta en puerta el sustento para socorrerlos, ellas fueron a Torrero a suplicar al general sitiador provisiones para sus enfermos; y pasaron en medio de la gruesa metralla a curar los heridos españoles al mismo campo francés.[153]
Parece ser que cuando la situación se hizo insostenible en el hospital, lo mismo que en la ciudad —no disponían ni de víveres ni de medicamentos y tampoco dónde conseguirlos—, María Rafols, con otras dos religiosas, se atrevió a introducirse en el campamento francés. Una vez allí, después de sufrir las burlas e insultos de los soldados, consiguió entrevistarse con el general Lannes, que la atendió en sus peticiones y le concedió un salvoconducto a fin de que las hermanas pudieran entrar en el campamento en busca de alimentos:
Grande tuvo que ser el atractivo humano de la madre Rafols para lograr que el vengativo e inmisericorde Lannes pudiera otorgarle los favores que ella pedía de medicamentos, vendajes, apósitos, para sus enfermos del Hospital Provincial, y también víveres. Pero el mérito principal de la madre Rafols cuando llegó a Zaragoza fue saberse incardinar en lo que era la mujer aragonesa de entonces, y sobre todo superar las dificultades enormes que había en la administración del propio Hospital Provincial. Ella con sus once monjas tuvo una actuación extraordinaria en los «sitios», que naturalmente hizo que el nombre de esta mujer, que también por sí sola hubiese podido pasar a la historia, fuese reconocido hoy por todos.[154]
Aciertan quienes consideran a María Rafols, por su comportamiento con los heridos en los «sitios» de Zaragoza, como precursora de la Cruz Roja. En algunos documentos, como hemos visto, se dice que «… y pasaron en medio de la gruesa metralla a curar los heridos españoles al mismo campo francés». Lo cierto es que María Rafols y sus hermanas fueron pioneras en muchos aspectos. Su ejemplo y comportamiento con los enfermos ha perdurado a través de los años:
El criterio que tenían de la caridad, de la asistencia a los heridos, han sabido transmitirlo de generación en generación, siendo nosotros unos afortunados que hemos podido recoger de entonces acá los buenos modos de atender a los enfermos que hoy se siguen practicando en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia. El concepto de trascendencia del hombre, el concepto de la caridad, su desprendimiento y su entrega total hacen que los enfermos que han tenido la suerte de ser atendidos por las hijas de la madre Rafols estén siempre agradecidos, pues la labor que desarrollan cada día si no superada no deja de ser igual a la que indujo en su primer momento a María Rafols.[155]
Y esto es así porque las Hermanas de la Caridad de Santa Ana intentan que el carisma de la madre Rafols, su fundadora, guíe sus pasos. La llama del amor que María Rafols supo mantener viva a lo largo de su existencia continúa hoy iluminando a sus hijas.
Después de los críticos años de los «sitios» María, apoyada en el padre Juan Bonal, decidió acometer la fundación de una congregación para que la labor desarrollada por la primitiva comunidad tuviese continuidad en las nuevas hermanas que desde el primer día se fueron acercando deseosas de colaborar en aquella extraordinaria obra. María Rafols y las once hermanas que llegaron con ella a Zaragoza sabían que deberían entregar el testigo si querían que la semilla que habían plantado diese sus frutos.
Corría el año 1825 y trece mujeres juraban sus votos como religiosas. Sólo María Rafols y otras dos de las doce hermanas llegadas en 1804 a Zaragoza habían sobrevivido. Hacía años que María no ocupaba el cargo de dirección en la Hermandad. La sacristía era entonces su lugar de trabajo. María desempeñaba la labor más humilde.
María Rafols había dado muestras de su valor y de su amor por los demás poniéndose a la cabeza y dando ejemplo al resto de las hermanas en momentos muy difíciles y ahora, en tiempos de bonanza, se retiraba a un segundo plano. ¿Por qué lo hace? Ella nunca habría abandonado el timón de la nave. En el documento de la Sitiada donde se da cuenta de su renuncia se dice:
La hermana María Rafols, superiora de las Hermanas de la Caridad, expuso en un memorial que, habiendo sido nombrada para este empleo y confirmada en él por la Ilustrísima Sitiada, ha procurado cumplir exactamente con este cargo en todas sus partes, como también con el encargo que le hizo el Gobierno para la asistencia y alivio de los pobres prisioneros. Y, siendo este empleo de tan gran peso, y haciendo ya siete años que le sirve, desea descansar de esta fatiga por algunos ages de que se halla molestada en algunas temporadas y de que cree se verá libre si se la exonera de esta obligación. Y por todo ello suplica a la Sitiada se digne atender su solicitud y exonerarla del citado empleo de superiora.[156]
Cuesta creer que en 1811, año en que María renuncia a su cargo, lo haga debido a unos achaques, que sin duda padecía, pero que jamás, según su personalidad, constituirían motivo suficiente para tomar esa decisión. Resulta mucho más creíble que ella humildemente decida apartarse al intuir que no gozaba de la confianza de las nuevas autoridades de la Sitiada, y, sobre todo, al comprobar que algunos utilizan su figura para sembrar la discordia entre las hermanas.
Con su decisión María Rafols volvió a dar muestras de su amor y humildad. Porque se necesita ser muy humilde para elegir el último de los cargos de la comunidad cuando sabes que te corresponde el primero. Y se necesita mucho amor a las hermanas y a la congregación para renunciar a tu cargo para evitar la división entre ellas. Pero María era así: amaba a los demás y deseaba entregarse por ellos. Su entrega sería total.
Así lo pondrá de manifiesto al aceptar, después de dos años en la sombra, el encargo de ponerse al frente de la guardería que alberga a más de 500 expósitos. La aceptación de María Rafols es comprensible ya que siempre estará a disposición de las necesidades de la Hermandad. Pero, ¿por qué se acuerdan de ella? ¿Qué ha sucedido en este tiempo? Es posible que la salud de María hubiera mejorado, pero lo que sí es cierto es que los miembros de la Sitiada habían sido destituidos y los nuevos tenían distintas afinidades políticas. Dato éste que viene a reforzar las hipótesis que apuntábamos sobre la decisión de María Rafols de renunciar a la presidencia de la Hermandad.
Durante más de veinte años se ocupará María Rafols de la inclusa. Lo hará de forma ejemplar, convirtiéndose en el alma y motor de aquella institución que atravesaba momentos dificilísimos en los que resultaba casi imposible enfrentarse con éxito a la mortalidad infantil.
Fueron años de paz y tranquilidad para María Rafols. También para los niños de la inclusa, que se sentían queridos y protegidos. Seguro que de haber podido jamás hubiesen permitido la marcha de la madre Rafols cuando la autoridad policial acudió a la inclusa para detenerla.
¿Qué había hecho María Rafols?, ¿de qué se le acusaba? Todo apunta al carácter político del asunto ya que fue encerrada en la antigua cárcel de la Inquisición que estaba destinada exclusivamente para presos de tipo político. Varias sirvientas de la inclusa fueron llamadas a declarar y se hablaba de que la madre Rafols había prestado ayuda a algunas personas que huían de la justicia. Nunca se ha sabido exactamente de qué se acusaba a María Rafols, que después de dos meses de prisión y diez de libertad provisional conoció por fin la sentencia del tribunal. En el acta de la Sitiada de aquel día 10 de abril de 1835 se dice:
[…] habiéndose visto por la Real Sala del Crimen la causa en que se inculpó a la Madre Rafols, aunque no se le ha hallado complicidad alguna, se la destierra al pueblo de su naturaleza […].[157]
María Rafols aceptó en silencio el exilio, sólo manifestó el deseo de que la enviasen a una casa que las hermanas tenían en Huesca. El Tribunal autorizó la solicitud y María Rafols fue trasladada a Huesca. Allí pasó seis años.
Su salud se fue deteriorando. La situación económica del hospital de Huesca era desesperante, lo que hace que la madre Rafols no disponga de lo más elemental para subsistir.
En el verano de 1841 María Rafols, creyendo que ya se acercaba la muerte, suplica que la lleven a morir a su queridísimo hospital de Zaragoza. Curiosamente, como apunta Martín Descalzo:
En el escrito que se dirige a la Sitiada se subraya que habiendo cesado ya el motivo por el cual se le hizo salir de Zaragoza, suplica a la junta tenga a bien concederle aquella licencia para poder regresar.[158]
El motivo era sin duda político. En 1840 la reina regente, María Cristina, se había visto obligada a abandonar España. El general Espartero era el nuevo regente hasta la mayoría de edad de la reina Isabel II. El Gobierno había cambiado. Los dirigentes políticos en las provincias, también.
La vida nunca es fácil y la de María Rafols tampoco lo fue, aunque ella contaba con un sólido apoyo: el amor a los demás, y esa fue la fuerza que impulsó todos sus actos.
Murió en agosto de 1853 rodeada de todas sus hijas. No llegó a conocer la aprobación definitiva de la orden que había fundado, pero los cimientos eran sólidos. Su fe y su ejemplo de caridad, muy difíciles de olvidar.
Fue en la conmemoración del centenario de los «sitios», en 1908 cuando la madre Rafols pasó a ocupar el primer plano de la actualidad: Zaragoza la nombró «Heroína de la Caridad».
María Rafols merecía ocupar un lugar destacado entre los más puros y genuinos ejemplos de generosidad. Se abrió su proceso de beatificación y la aureola de santidad de la madre siguió creciendo. Sin embargo, la imagen de María Rafols sería distorsionada. La aparición de unos escritos, las llamadas «Profecías de la Madre Rafols», textos que hablaban de sucesos ocurridos cincuenta años después de su muerte, la convirtieron en guía para algunos sectores que no dudaron en capitalizar la figura de María Rafols.
En 1944 el Vaticano se pronunció: todos los escritos atribuidos a la monja eran falsos. ¿Quién o quiénes se habían dedicado a redactar aquellos textos? El papa Pío XII paralizó el proceso de beatificación y recomendó silencio sobre lo sucedido. En 1980, a instancias de la mayoría de los obispos españoles, encabezados por el entonces arzobispo de Zaragoza monseñor Elías Yanes, el papa Juan Pablo II revocaba la suspensión del proceso. Catorce años más tarde, el 16 de octubre de 1994, María Rafols era beatificada.
Independientemente del reconocimiento y significado que para los católicos entraña una beatificación, María Rafols se hizo acreedora de un lugar en la historia por su comportamiento ejemplar con los heridos en el campo de batalla, con los enfermos hospitalizados y con los niños acogidos en la inclusa. También la historia se acuerda de ella, porque María Rafols fue una de las primeras en reivindicar que las monjas, las mujeres, se ocupasen de actividades hasta entonces privativas de los hombres.