LEONOR LÓPEZ DE CÓRDOBA
Por el honor familiar
(Calatayud, 1362?-Córdoba, 1423?)
El honor es grande pero la responsabilidad del honor es mayor.
San Agustín
No era reina. Ni hija de reyes, pero Leonor López de Córdoba fue la mujer más influyente del reino de Castilla a comienzos del siglo XV.
Su presencia cerca de la Corona no fue bien vista por sus contemporáneos, y Fernán Pérez de Guzmán escribiría:
Confusión y vergüenza para Castilla que los grandes, prelados y caballeros, cuyos antecesores pusieron freno con buena y justa osadía a sus desordenadas voluntades por provecho del Reino […] se sometan ahora a la voluntad de una liviana y pobre mujer.[12]
Leonor había tenido la audacia de intervenir en el gobierno de Castilla. Pero no sería su cargo como valida de la reina Catalina de Lancaster lo que le aseguraría un lugar en la historia, sino el haber sido la autora de la primera autobiografía que se conoce en lengua castellana.
Leonor López de Córdoba, que sufrió las consecuencias de la guerra fratricida entre Pedro I y Enrique de Trastámara, sintió la necesidad de contar su vida y dictó sus memorias a un escribano de Córdoba.
Las memorias o autobiografía de Leonor López de Córdoba constituyen el relato, a veces desgarrador, de una mujer que sufrió mucho. Sólo son unos nueve folios, en los que la autora cuenta los acontecimientos que marcaron los primeros cuarenta años de su vida. A su muerte, Leonor dejó sus memorias en los archivos de la iglesia de San Pablo en Córdoba. Quiso que esta institución fuera la guardiana de su verdad, la encargada de preservarla para la historia.
El documento original se perdió a lo largo de los siglos, pero en la actualidad se ha localizado una copia de las memorias de Leonor en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla. Está incluida en un tomo que aparece catalogado como copia de un documento antiguo que se hallaba en el archivo de San Pablo de Córdoba.
Las memorias o autobiografía de Leonor comienzan así:
En el nombre de Dios Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero. Sepan cuantos estas escrituras vieren, como yo doña Leonor López de Córdoba, hija de mi señor el Maestre don Martín López de Córdoba e doña Sancha Carrillo, a quien dé Dios gloria y paraíso, juro por esta significación que yo adoro como todo esto que aquí es escrito es verdad, que lo vi e pasó por mí. Nací en Calatayud en casa del señor Rey Don Pedro, e fueron las señoras Infantas, sus hijas, mis madrinas […][13]
Por el relato histórico de esos años podemos comprobar que Calatayud había caído en manos castellanas en el verano de 1362. Pedro I, al que la historia recordaría como el Cruel o el Justiciero, según quien lo enjuiciase, después de conquistar Calatayud prosiguió su campaña en Aragón hasta febrero del siguiente año, arrebatando a los aragoneses todos los pueblos y ciudades del occidente de la región.
Por estos datos sabemos que Leonor López de Córdoba nació entre septiembre de 1362 y febrero de 1363. Llegaba al mundo en un momento difícil de la historia. Castilla disfrutaba entonces de la precaria paz de una tregua en la guerra civil que enfrentaba, desde hacía años, a los partidarios del rey legítimo Pedro I con los del bastardo Enrique de Trastámara.
La guerra había sido inevitable porque a determinados poderes fácticos no les interesaba la política del rey y deseaban arrebatarle el trono; porque existía un hermanastro del monarca con aspiraciones a la Corona, y porque la personalidad de Pedro I era terriblemente conflictiva. Su carácter inestable, su ira incontenible y su desenfrenada pasión por las mujeres le habían acarreado un gran número de enemigos. Pedro I se había casado con la princesa francesa Blanca de Borbón. A los dos días de la boda el rey ordenó que fuera encerrada en el castillo de Sigüenza. Pedro argumentó que la unión con Blanca no era legal, pues él se había desposado antes en secreto con María de Padilla. Aquel escándalo dividió a los castellanos y rompió las relaciones con Francia. El rey Pedro I, fiel a su palabra, siguió viviendo con María de Padilla, que fue la madre de sus hijos. Cuando ésta murió, Pedro juró ante las Cortes castellanas que María de Padilla había sido su verdadera esposa y que las hijas habidas con ella eran sus descendientes legítimas. Las Cortes reconocieron a las tres hijas del rey y a María de Padilla como herederas del trono.
Éstas eran las infantas a las que alude Leonor en sus memorias, aquellas que fueron sus madrinas y a las que un día su padre ayudará a escapar de Castilla.
La infancia de Leonor discurrió en la corte de Pedro I ya que su padre, Martín López de Córdoba, era una de las personas más cercanas al monarca, que primero le nombró camarero mayor y después le distinguió con el cargo de maestre de Calatrava y Alcántara. Martín López de Córdoba siempre permanecerá fiel a Pedro I, jamás traicionará su confianza e incluso después de que éste muriera asesinado por su propio hermanastro, Enrique de Trastámara, seguirá defendiendo los intereses de su rey.
Leonor cuenta en sus memorias que su padre, al no poder hacer nada para evitar el asesinato de Pedro I, regresó a Carmona, donde vivían, para desde allí seguir defendiendo la legitimidad dinástica que señalaba como auténticas herederas a las hijas de Pedro I y María de Padilla:
Residíamos en Carmona con las hijas del señor rey don Pedro y mis cuñados, maridos de mis hermanas, y un hermano mío que se llamaba don Lope, y Ruy Gutiérrez de Hinestrosa, mi marido, con quien mi padre me había casado al cumplir los siete años.
Y fue así que cuando el señor rey don Pedro quedó cercado en Montiel, mi padre acudió allí con gente para socorrerlo; y halló que era muerto a manos de su hermano.[14]
En los manuales de historia se puede leer que cuando Enrique de Trastámara, después de asesinar a su hermanastro, se convirtió en rey de Castilla, la mayoría de las ciudades se sometieron a la autoridad del nuevo soberano, aunque algunas plazas del sur siguieron defendiendo la legitimidad en la línea sucesoria. En esta lucha destacó Carmona, que muy pronto fue sitiada por el rey Enrique. El interés por someter esta plaza era indudable; en Carmona se encontraban las infantas, las herederas de Pedro I, defendidas por Martín López de Córdoba, que abortó todos los intentos de asalto a la plaza.
Leonor narra en su autobiografía cómo el nuevo rey, el bastardo Trastámara, viendo que por la fuerza de las armas no podía entrar en Carmona envió a un emisario:
[…] mandó al Condestable de Castilla para que tratase con mi padre. Y los medios que mi padre trató fueron dos: el uno, que las señoras infantas pudieran trasladarse a Inglaterra con todos sus tesoros. Y así fue hecho. El otro capítulo fue que él, sus hijos y valedores y todos los que habían defendido la villa fueran perdonados. Y así se lo dio firmado el dicho Condestable en nombre del rey. Mi padre entregó la villa. Y el rey Enrique mandó que le cortasen la cabeza a mi padre en la plaza de San Francisco de Sevilla, y que le fueran confiscados sus bienes y los de su yerno, valedores y criados.[15]
Leonor dice que a su padre le cortaron la cabeza, aunque al respecto existen discrepancias entre los historiadores: para muchos, Leonor miente porque, según ellos, la auténtica versión es la que da el canciller López de Ayala, contemporáneo de los hechos, quien escribe que a don Martín lo arrastraron por Sevilla y llegando a la plaza de San Francisco le cortaron los pies y las manos y lo quemaron. Según estos historiadores, no existen razones para que el canciller mintiera puesto que, como parcial que era del rey Enrique, no tiene por qué achacarle o atribuirle una crueldad excesiva. Sin embargo, según ellos, doña Leonor sí tiene razones para mentir puesto que el rey ha hecho morir a su padre sin honor, de una manera afrentosa.
Por el contrario, para otro grupo de estudiosos las memorias de Leonor son totalmente fiables ya que existen en ellas una serie de detalles, incluso los más nimios, que documentalmente son verídicos. En consecuencia, piensan que cuando hay una contraposición, un contraste entre las memorias de Leonor o relatos coetáneos como la crónica de Ayala u otros documentos, se debe dar veracidad al relato que hace doña Leonor.
Fuera como fuese; lo cierto es que si Leonor cambia algún detalle sobre la muerte de su padre lo hace movida por el amor. Además, es normal que trate de ensalzar la figura paterna:
Cuando llevaban a mi padre para ser ejecutado se encontró con Mosén Beltrán Duguesclin, el caballero francés que entregó al rey don Pedro para que lo matasen. Duguesclin le dijo a mi padre: Señor Maestre, ¿no os decía yo que vuestras andanzas habían de parar en esto?, y mi padre respondió: Más vale morir como leal, como yo lo he hecho, que no vivir como vos vivís habiendo sido traidor.[16]
El francés Beltrán Duguesclin era el jefe de las Compañías Blancas, grupos de mercenarios ingleses y franceses que arrasaron y depredaron pueblos y ciudades en el camino hacia el trono de Enrique de Trastámara.
Si Enrique de Trastámara incumplió su palabra, al no respetar la vida del padre de Leonor, lo mismo hizo con sus hijos, familiares y amigos. No ordenó su muerte, aunque la mayoría de ellos lo hubiesen preferido de saber lo que les esperaba. Así lo describe Leonor en sus memorias:
Después de la muerte de mi padre, los demás que quedamos estuvimos presos en las Atarazanas nueve años hasta que el rey don Enrique falleció. Y nuestros maridos tenían 60 libras de hierro cada uno en los pies y mi hermano don Lope una cadena encima de los hierros en que había 70 eslabones. Él era niño de 13 años, la más hermosa criatura que había en el mundo. A mi marido poníanlo en el aljibe del hambre, y teníanlo 6 o 7 días que nunca comía ni bebía, porque era primo de las señoras infantas, hijas del rey don Pedro. En esto vino una pestilencia y murieron todos; mis dos hermanos y mis cuñados y trece caballeros de la casa de mi padre y a todos los sacaban a desherrar al desherradero, como moros después de muertos.
[…] Y no quedaron en las Atarazanas de la casa de mi señor padre sino mi marido y yo.[17]
Probablemente éste sea el único testimonio que exista de alguien prisionero en las Atarazanas.
Mandadas construir por Alfonso X el Sabio como astilleros, las Atarazanas cumplieron su misión durante un tiempo hasta que la inactividad en el sector las sumió en un largo período de abandono. Más tarde se convertirían en recinto de dolor y terror. Los reyes Pedro I, Enrique de Trastámara y sus sucesores las utilizaron como cárcel.
Ocho años tenía Leonor cuando la encerraron en prisión. Su único delito fue ser hija de Martín López de Córdoba, el mayor privado del rey Pedro I. Sólo ella y su marido lograron sobrevivir… Cuando abandonaron las Atarazanas, a la muerte del rey Enrique, Leonor había cumplido los 18 años.
Leonor cuenta en sus memorias cómo tratan ella y su marido de rehacer sus vidas al salir de la cárcel. No tienen parientes cercanos, sólo una tía de Leonor que vive en Córdoba, y con ella se va Leonor hasta que su marido acuda a recogerla después de recuperar la herencia que le correspondía en su calidad de hijo único.
Pasaron más de siete años sin que Leonor tuviera noticias de su marido. En este tiempo parece que Ruy Gutiérrez de Hinestrosa anduvo vagando por el mundo incapaz de conseguir la herencia que le pertenecía. Sólo cuando un conocido de Córdoba coincidió con él en Badajoz y le contó que Leonor se encontraba bien reunió fuerzas para acudir a su lado.
Con la llegada de su marido a Córdoba la vida de Leonor se vería alterada. Mientras estuvo sola no le importó vivir de la caridad de su familia, pero ahora era distinto. Necesitaba un hogar propio. Su tía les cedió una casa junto a la suya. Leonor dice en su autobiografía que todas las noches rezaba 300 avemarías a la Virgen para que la autorizasen a abrir un postigo que permitiese el acceso directo desde su casa a la de su tía sin salir al exterior, puesto que no quería que la viesen cómo iba a comer a la mesa de sus parientes.
Leonor era una mujer creyente, confiaba en la divina providencia y esperaba recibir un día ayuda sobrenatural para conseguir una casa. Mientras tanto realizaba todas aquellas acciones que pudieran ser meritorias a los ojos de Dios.
En esto vino un robo de la judería y tomé un niño huérfano para que fuese instruido en la fe. Hícelo bautizar, y un día saliendo de misa de San Hipólito con mi señora tía le supliqué se sirviera comprar para mí unos corrales cercanos a la iglesia, pues hacía 17 años que yo estaba en su compañía. Mi señora tía me los compró […], y tengo que por aquella caridad que hice al criar al huérfano judío en la fe de Jesucristo, Dios me ayudó a darme aquel comienzo de casa.[18]
Leonor estaba totalmente convencida de que su buena acción había sido del agrado de Dios, que la premiaba con aquello que ella tanto deseaba, por lo que debería seguir cuidando al niño judío aunque en ello le fuera la vida.
La religiosidad de Leonor no constituía ninguna excepción en la sociedad de finales del siglo XIV.
Su relato es sincero. Documentalmente se ha comprobado la veracidad de muchos de los datos reflejados en su autobiografía. El saqueo de la judería al que Leonor se refiere es el sucedido en 1392. Córdoba, como otras ciudades, sufrió el zarpazo antijudío después del terrible progrom de Sevilla en el que fueron asesinados miles de judíos. También la peste negra, procedente de las estepas del Asia central, llegó a la Península a finales del XIV.
Leonor habla de esta plaga y de sus consecuencias. Relata como ella y toda su familia salieron de Córdoba buscando pequeñas localidades más seguras. Vivieron en Santaella y en Aguilar, pero la tragedia les perseguía. Un día, el niño judío que había recogido llegó a casa con dos landres en la garganta y tres carbuneros en el rostro con muy grande calentura:
Dijéronme: viene con pestilencia. Y el dolor que a mi corazón llegó bien lo podéis entender quien esta historia oyereis, que por mi culpa había entrado tan gran dolencia en la casa de mi familia. Fui a llamar a un criado del señor mi padre y roguéle que llevase aquel mozo a su casa.
El criado tuvo miedo y me dijo: Señora ¿Cómo lo llevaré con pestilencia que me mate? Dijele: hijo no querrá Dios. Y él con vergüenza de mí llevólo, y por mis pecados trece personas que de noche lo velaban todos murieron.
¡Qué remordimiento debió de sentir Leonor! Aunque sus sufrimientos serían mayores.
Cuenta que una noche, su hijo, de doce años, vino a verla para decirle que no había nadie que velase al enfermo y ella le mandó a él:
«Señora, ahora que han muerto otros, ¿queréis que me mate?» «Por la caridad que yo hago —le dije— Dios habrá piedad de mí.» Y mi hijo lo fue a velar; e por mis pecados aquella misma noche le dio la pestilencia y murió.[19]
Leonor no omite en su desgarrado relato el desprecio y el rechazo que provoca entre las gentes del pueblo su acción:
Y cuando lo llevaban a enterrar fui yo con él, y cuando iba por la calle con mi hijo muerto las gentes salían dando alaridos, amancilladas de mí, y con gritos que los cielos traspasaban decían: salid señores y veréis la más desventurada, desamparada y más maldita mujer del mundo.[20]
Lo cierto es que cuesta comprender la actitud de Leonor, aunque se intente explicar a través de códigos de conducta medievales como apuntan algunos estudiosos:
Criar y educar en la fe a ese huérfano judío constituye su gran tributo, su gran obra meritoria que esgrime ante Dios para conseguir de Él lo que en esta época era su gran preciada finalidad; tener casa propia, con lo que eso implicaba de dignidad. Una vez conseguido eso su obligación y su lealtad van a llegar hasta las últimas consecuencias. No es una cuestión de amores. Es una cuestión de lealtades y de obligaciones.[21]
Las memorias o autobiografía de Leonor finalizan contando cómo después de lo sucedido con el huérfano judío su tía no quiso volver a saber nada de ella:
[…] me rogó que no volviera nunca. Y así víneme a mi casa a Córdoba.[22]
Con estas palabras Leonor pone el punto final a su autobiografía. Un relato que nos ha permitido introducirnos en la sociedad medieval castellana y en las circunstancias, trágicas la mayoría de las veces, que rodearon la existencia de esta mujer. Sin embargo, no todo fueron desgracias en la vida de Leonor.
Consultando documentos de la época encontramos su nombre entre los de las personas más poderosas del reino de Castilla a comienzos del siglo XV:
E estaba con la reina doña Catalina una dueña que dicen Leonor López, hija de don Martín López, Maestre que fue de Calatrava […] la cual dueña era muy privada de la reina y ésta se fiaba tanto de ella y la amaba en tal manera, que ninguna cosa hacía sin su consejo.[23]
Así se habla de Leonor López de Córdoba en las crónicas medievales. Su relación con la reina Catalina debió de ser muy estrecha.
En una carta localizada en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla la soberana deja constancia de su amor por Leonor. La despedida no puede ser más elocuente: «La reina, vuestra leal hija.»
Es fácil que la reina hubiera reclamado la presencia de Leonor en la corte porque Catalina de Lancaster era hija de una de las infantas, hijas de Pedro I y madrinas de Leonor.
Catalina se había convertido en reina de Castilla al casarse con Enrique III. Ellos fueron los primeros príncipes de Asturias. Su unión simbolizaba la paz. El matrimonio de aquellos jóvenes había conseguido cerrar una vieja herida en el corazón de los castellanos. Ella, Catalina, era nieta de Pedro I. Él, Enrique III, de Enrique de Trastámara.
A la muerte del rey Enrique Catalina se ocupó de la regencia del reino hasta la mayoría de edad de su hijo, el futuro Juan II. Fue entonces cuando Leonor disfrutó de gran protagonismo en la corte.
Al llegar a este punto la pregunta se hace inevitable, ¿por qué Leonor no incluyó esta etapa de su vida en las memorias?
La respuesta parece sencilla: porque fueron escritas con anterioridad a su presencia al lado de la soberana. Aunque también se podría decir que bien pudo añadir más tarde un anexo a sus memorias. Tal vez la explicación más convincente sea la de Nicasio Salvador Miguel:
La explicación es muy sencilla, se trata de un texto escrito hacia 1400 como consecuencia de una circunstancia muy concreta y es la situación anímica en que ella se encuentra tras regresar de Santaella y de Aguilar. Haber muerto su hijo, haberse enfrentado de nuevo con su familia la lleva a utilizar un tipo de género bastante frecuente en esta época que es la «consolatoria», que normalmente se escribía en forma epistolar y mediante la cual se intentaban paliar las miserias de la vida haciéndolas públicas para que pudieran servir como ejemplo.[24]
Fueron muchas sus tragedias y tal vez Leonor intentara atenuar su dolor desahogándose, dándolas a conocer o simplemente buscaba la comprensión de la sociedad justificando su comportamiento ante la opinión pública, o quizá lo único que pretendía era reflexionar sobre las propias acciones.
Leonor fue una mujer fuerte. Soportó la muerte de su padre y de todos sus hermanos y sobrevivió a más de nueve años de prisión. Y quiso que la historia conociera su verdad, y tiene el mérito de ser la autora de la primera autobiografía que se conoce en lengua castellana. Una autobiografía que sin duda presenta rasgos de modernidad:
La originalidad de las memorias de doña Leonor radica en que es uno de los primeros testimonios de exaltación del yo, de un yo personal, autónomo, existencial a la manera moderna, un yo que busca la complicidad del lector emocionándole con un lenguaje directo en primera persona.[25]
Sólo nos queda añadir que Leonor López de Córdoba consiguió lo que pretendía:
Dicto mis memorias para que la verdadera historia de mi vida permanezca en el recuerdo de quienes leyeran el relato.[26]