JUANA DE TRASTÁMARA, «LA BELTRANEJA»

Víctima inocente

(Madrid, 1462-Lisboa, 1530)

La dignidad es tu bien así como la probidad; ¿quién puede quitártelas?

Epícteto

Corría el año 1462 y el otoño medieval daba paso a una prometedora primavera. El Renacimiento proveniente de Italia se extendía poco a poco por el continente. Europa abría sus puertas a una nueva concepción de la vida: florecían las artes, despertaba el pensamiento y se liberaban los espíritus. Los viejos cimientos de la sociedad medieval se iban derrumbando. Los reyes intentaban terminar con las prerrogativas feudales: había que desposeer a los grandes señores del derecho de ejercer la justicia en sus feudos y tener ejércitos armados si se quería conseguir y garantizar el poder preeminente de la monarquía. Fue en este tiempo cuando comenzaron a consolidarse los Estados como forma política en torno a la institución monárquica, aunque el camino sería lento y difícil.

En Castilla, el rey Enrique IV trató de controlar a la oligarquía nobiliaria buscando el apoyo de las ciudades, de los conversos y de la nobleza media urbana. Se rodeó de hombres fieles a los que distinguió en detrimento de los nobles tradicionales, que reaccionaron violentamente en contra de la institución monárquica.

Esta era la situación del reino cuando la noticia del embarazo de la reina doña Juana vino a tranquilizar un poco el ambiente cortesano. En Madrid, el 28 de febrero de 1462, los personajes más importantes de la corte acudieron al alcázar para presenciar el nacimiento del heredero, ya que de acuerdo con un riguroso protocolo la reina había de parir en público.[27]

Así sucedió. Doña Juana, rodeada por el rey, el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo y otros altos dignatarios del reino dio a luz a una niña a quien pusieron de nombre Juana. La alegría se extendió por toda Castilla. Aquella niña constituía el mejor augurio de paz. El rey Enrique IV ya tenía heredera. Con Juana se consolidaba la monarquía y la sucesión dinástica parecía asegurada.

Castilla celebró con innumerables fiestas el nacimiento de la princesa Juana. Los grandes del reino acudieron a reconocerla como heredera y a jurarle fidelidad. También los hermanastros del rey, los infantes Alfonso e Isabel, reconocieron a la princesa como heredera. Aunque no habría de transcurrir mucho tiempo para que ambos le disputaran la Corona.

La hija de Enrique IV fue víctima de las intrigas y ambiciones de casi todas las personas que rodeaban a su padre. Entre todos convirtieron el futuro de Juana de Trastámara en uno de los más tristes de la historia.

El primer personaje de este drama fue Juan Pacheco, marqués de Villena, el amigo de la infancia del rey y el noble más ambicioso e intrigante de la época, el hombre que podía doblegar la voluntad del monarca a su antojo.

Cuando el marqués de Villena conoció la decisión de Enrique IV de nombrar a Beltrán de la Cueva maestre de Santiago no pudo soportarlo. Villena deseaba y esperaba ese nombramiento.

Los maestrazgos de las órdenes militares eran los cargos más codiciados del reino, auténticos centros de poder e indudables fuentes de riqueza. Los maestrazgos siempre habían estado en manos de la nobleza. Aunque llevaba muchos años al lado del rey y era un servidor leal, Beltrán de la Cueva no dejaba de ser un advenedizo. No le resultó difícil a Villena concitar en torno suyo a la mayor parte de la nobleza. Los nobles castellanos no podían mostrarse indiferentes ante aquella provocación. Y fue entonces cuando el marqués de Villena tramó la venganza. Eligió la calumnia, el arma sin duda más eficaz para dañar la imagen del rey y de aquel plebeyo. Villena difundió la noticia de que la princesa doña Juana no era hija del rey Enrique IV sino de Beltrán de la Cueva: «Hemos jurado por primogénita heredera a doña Juana no lo siendo», afirmó el marqués, «pues doña Juana no es hija del rey sino de Beltrán de la Cueva».

La princesa doña Juana, nuestra protagonista, era una niña de dos años. La negra sombra que siempre le acompañaría empezaba a cernirse sobre ella.

Su madre, la reina doña Juana, horrorizada por el comentario del marqués de Villena, prestó testimonio público en la catedral de Segovia:

Hago juramento a Dios y a Santa María y a la señal de la Cruz —dijo la reina—, que yo sé cierto que la dicha princesa doña Juana es hija legítima y natural del rey mi señor, y mía.[28]

De nada sirvió. El rey Enrique IV no trató de desmentir la injuria del marqués de Villena y el rumor de la ilegitimidad de Juana se fue extendiendo por el reino. Muchos empezaron entonces a llamarla la Beltraneja por considerarla hija de Beltrán de la Cueva.

La actitud del rey y la siempre buena disposición del pueblo para creer este tipo de rumores contribuyeron a imprimir un carácter de autenticidad a aquella perversa noticia. Además, el terreno estaba perfectamente abonado y era muy fácil creerse semejante historia. La supuesta impotencia del rey no constituía ningún secreto para los castellanos.

El primer matrimonio de Enrique IV con Blanca de Navarra fue anulado por no haber sido consumado. En la sentencia de nulidad se dice que: «De los 13 años que duró el enlace, los reyes cohabitaron durante tres, sin lograr llevar a cabo la conjunción sexual»; claro que en otro párrafo de la mencionada sentencia se alude a las relaciones que don Enrique mantuvo con mujeres de Segovia, las cuales declararon bajo juramento: «Que el rey había habido en cada una de ellas trato y conocimiento de hombre a mujer, así como cualquier otro hombre potente, y que tenía una verga viril firme y daba su débito y simiente viril como otro varón».[29]

Indudablemente, y a pesar de estas últimas afirmaciones, algo fallaba en la sexualidad del rey, y en este aspecto sí parecen estar de acuerdo los cronistas de la época. Sin embargo, en el análisis realizado por historiadores posteriores existen algunas discrepancias motivadas, la mayoría de las veces, por la afinidad o rechazo que les inspire la figura del rey. Lafuente escribe: «Si no fue impotente por naturaleza, dio ocasión con sus vicios a que tal se le tuviera y pregonara».[30]

El padre Mariana pensaba que: «Puede sospecharse que gran parte de esta fábula se forjó en gracia a los Reyes don Fernando y doña Isabel».[31]

Por su parte, Sitges afirmaba que: «La impotencia es la falta menos probada que se achaca a Enrique IV, y los textos en que se apoya tal imputación no son de autenticidad tan evidente que merezcan crédito absoluto».[32]

En el año 1946 el doctor Gregorio Marañón consiguió autorización para examinar los restos del rey Enrique IV. La exhumación del cadáver del monarca se realizó en el monasterio de Guadalupe, recinto elegido por Enrique IV que quiso alcanzar el reposo eterno al lado de su madre, la reina doña María, enterrada en aquel lugar. El doctor Marañón finalizó su labor de investigación con importantes y reveladoras conclusiones sobre aspectos oscuros tanto de la personalidad del rey como de las causas que originaron su muerte (de la que nos ocuparemos más adelante).

Respecto a la presumible impotencia de Enrique IV Gregorio Marañón manifiesta:

«Nuestra conclusión de que la impotencia del rey fue, probablemente, sólo relativa, y ligada con su psicología esquizoide, se confirma por el hecho, bien comprobado, de que la anulación del matrimonio con doña Blanca se hizo pensando ya en una nueva unión conyugal».[33]

«La clase de impotencia que debió de padecer el rey no era, según todos los indicios, una impotencia absoluta, y pudo muy bien permitirle alguna relación aislada, más o menos trabajosa y deficiente; pero es bien sabido que una vida humana se engendra, a veces, en las condiciones más desfavorables y más apartadas de la buena técnica».[34]

Así pues, estaba en lo cierto el historiador Sitges cuando afirmaba que de todas las faltas atribuidas a Enrique IV era la impotencia la menos probada.

Pero, ¿por qué Enrique IV se mostró impasible ante las calumnias del marqués de Villena? ¿Por qué no defendió la legitimidad de su hija? ¿Y el honor de la reina? El rey será otro de los personajes que con su actitud colaboró a tejer la desgracia de su hija.

Cuentan las crónicas que el obispo de Cuenca, Lope Barrientos, antiguo preceptor del rey, le dijo:

Señor, pues que Vuestra Alteza no quiere defender su honra ni vengar sus injurias, no esperéis reinar con gloriosa fama, os certifico que desde ahora quedaréis por el más abatido rey que jamás ovo en España.[35]

Lope Barrientos trataba de convencer al monarca de la conveniencia de utilizar las armas contra el marqués de Villena, que respaldado por la mayor parte de la nobleza exigió al rey el cambio en la línea sucesoria. Enrique IV debería designar a su hermanastro, el infante don Alfonso, heredero del trono y maestre de Santiago.

No sólo Lope Barrientos sino otros miembros del Consejo Real, como más tarde el cardenal Mendoza, intentaron disuadir al soberano. Pero Enrique IV deseaba la paz más que nada en el mundo y respondió así al obispo Lope Barrientos:

Los que no habéis de pelear siempre hacéis franqueza de las vidas ajenas. Bien parece padre obispo que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea. Sabed que de otra forma se ha de tomar este negocio, y no como vos decís y votáis.[36]

Y el rey cedió. Pidió a Beltrán de la Cueva la renuncia al maestrazgo de Santiago y nombró heredero a su hermanastro el infante don Alfonso con la condición de que se casara con la princesa doña Juana.

Si Juana no era la hija legítima del rey, ¿por qué Enrique IV se preocupa de asegurarle el trono? Es verdad que la desheredó, pero jamás Enrique IV dijo que Juana era ilegítima.

Es muy difícil enjuiciar las reacciones de las personas y mucho más si éstas vivieron hace muchísimo tiempo en una sociedad y en unos ambientes totalmente distintos a los actuales. De todas formas, resulta evidente que Enrique IV era un ser enfermo y cobarde y, como buen cobarde, capaz de cometer las mayores vilezas. Enrique IV debía saber que lo único que perseguían los nobles rebeldes era debilitar el poder real, y que aunque él accediera a sus reivindicaciones no se detendrían ante nada, pero claudicó…

Un año después, el marqués de Villena y los nobles que le seguían celebraron un acto vergonzoso que pasaría a la historia como «la farsa de Ávila». En una especie de escenario situado en el exterior de las murallas de Ávila los nobles colocaron un muñeco. Lo vistieron de rey y al grito de ¡a tierra puto! lo derribaron.

En aquella grotesca ceremonia el marqués de Villena y la nobleza destituyeron a Enrique IV y proclamaron rey de Castilla a su hermanastro el infante don Alfonso. Era la declaración de guerra civil.

A pesar de ello, el rey todavía dudaba sobre la conveniencia de utilizar las armas con los rebeldes. Enrique IV intentará por todos los medios pactar acuerdos. Todo es inútil. El marqués de Villena y la nobleza que le apoya no aceptan ningún tipo de arreglo. Lo único que pretenden es arrebatarle el trono. Quieren coronar al infante don Alfonso —un niño de doce años— para así intervenir, según sus intereses, en los destinos de Castilla.

Es fácil imaginarse cuál sería el sentimiento de los altos cargos y nobles que aún permanecían fieles al rey al comprobar la reacción del monarca. Cuentan las crónicas que una de las familias más importantes de la nobleza, los Mendoza, negoció su participación en la guerra al lado del rey a cambio de que éste les entregara como rehén a su hija, la princesa doña Juana. Los Mendoza creían en la legitimidad de la princesa. Incluso llegará un día en que los Mendoza defenderán los intereses de doña Juana ante su propio padre, aunque más tarde también la abandonarán.

Los castellanos se enfrentaban en la guerra civil. Las armas deberían decidir el futuro de Castilla. Pero en aquella contienda no hubo vencedores ni vencidos. El fallecimiento repentino del infante don Alfonso iba a influir decisivamente en los destinos del reino y también en el porvenir de la princesa doña Juana.

Con la muerte de don Alfonso desaparecía la posibilidad de hacer realidad el proyectado matrimonio con el que Enrique IV pretendía asegurarle el trono a su hija Juana. Aunque también aquel fallecimiento podría significar el final de las luchas internas, la vuelta a la normalidad. Doña Juana podría ser reconocida de nuevo como princesa heredera… No fue así. A los nobles rebeldes les importaba poco el infante don Alfonso, lo único que les interesaba era quitarle el poder a Enrique IV Inmediatamente buscaron sustituto para el infante fallecido. Fue entonces cuando pensaron en la infanta Isabel…

Doña Isabel, hermana de don Alfonso y hermanastra del rey Enrique IV, no aceptará la propuesta de los nobles que pretenden proclamarla reina. Con su decisión, doña Isabel puso fin a la guerra civil. No quiso disputarle la Corona a su hermanastro el rey, aunque sí le exigió ser declarada princesa heredera:

Sobre un punto se expresó Isabel sin dar cabida a la más pequeña duda: ella era la legítima sucesora; doña Juana no. Sin explicar con detalle cuáles eran los motivos de la ilegitimidad de su ahijada de bautismo afirmó que, muerto don Alfonso, a ella correspondía la sucesión.[37]

Corría el mes de septiembre de 1468 cuando en Guisando doña Isabel es reconocida como princesa de Asturias. ¡Lo había conseguido! Su entrada en la escena política fue triunfal. Enrique IV, por «mantener la paz y el sosiego del reino», accedía a nombrarla princesa heredera. El rey sacrificaba de nuevo a su hija doña Juana:

En el pacto de Guisando el rey suscribió su propia deshonra del modo más solemne al desposeer a su presunta hija del título de heredera.[38]

Isabel sabía muy bien lo que hacía. No le importó incumplir los pactos de Guisando en los que se había comprometido a no casarse sin la aprobación de su hermanastro el rey Enrique IV. Isabel eligió como esposo a Fernando de Aragón:

Fernando era el mejor partido que se le podía presentar a Isabel. Fernando le iba a proporcionar una serie de apoyos que necesitaba para enfrentarse a su sobrina Juana. Fernando era hijo del rey de Aragón, Juan II, y de una mujer castellana, Juana Enríquez, que pertenecía a una familia de las más importantes de Castilla en aquel momento. Por otra parte, Fernando era el pariente varón más próximo a Enrique, y esto podía plantear algún problema si a Fernando, en un momento dado, se le ocurría, esgrimiendo su parentesco con Enrique IV, exigir la herencia que correspondía a Juana.[39]

Así pues no es malintencionado pensar que doña Isabel «mató dos pájaros de un tiro». Al casarse con Fernando lograba que el partido aragonés de su marido defendiera sus aspiraciones al trono de Castilla al mismo tiempo que eliminaba un posible rival. Fernando, convertido en su esposo, no iba a disputarle a ella la Corona. A doña Isabel le interesaba tanto aquella boda que no dudó en utilizar una bula falsa, aunque incurriera en excomunión, pues era necesaria la dispensa papal para poder casarse. Fernando y ella eran primos.

Antes de morir, de forma inesperada, Enrique IV había enviado una carta al papa Paulo II en la que pedía al pontífice «que no se confirme la sucesión de los reinos en su hermana, doña Isabel, sino en su hija doña Juana»[40]. Fuera como fuese, lo cierto es que el rey Enrique no deseaba dar cumplimiento a lo acordado en Guisando. En aquellos pactos se estipulaba que la infanta doña Isabel sería jurada en las Cortes como princesa heredera. Las Cortes se reunieron en Ocaña pero nunca reconocieron ni juraron a doña Isabel como heredera.

Aquí se plantea uno de los grandes interrogantes de esta historia: ¿era necesario el juramento en las Cortes para que Isabel fuera reconocida legalmente como princesa heredera?

Lo cierto es que con legalidad o sin ella doña Isabel siempre se mantendrá firme en su postura; ella es la princesa heredera, ella es quien debe suceder en el trono a su hermanastro el rey Enrique IV. Por ello, nada más fallecer el rey, Isabel, sin esperar el regreso de Fernando, su marido, se proclama reina de Castilla en Segovia. Castilla está dividida entre los defensores de Juana, a la que consideran heredera legítima, y de Isabel, cuando entra en escena uno de los personajes clave en el reinado de Isabel que antes había sido defensor de Juana.

Dicen que en su lecho de muerte Enrique IV pidió al cardenal Mendoza que se ocupase de su hija Juana pero, por primera vez en su vida, Pedro González de Mendoza iba a traicionar la confianza de su rey tomando partido por Isabel y abandonando a Juana en manos portuguesas.

Todo esto sucede a lo largo de trece años. Ésa es la edad de doña Juana, que asiste atónita a los acontecimientos sin saber muy bien qué pasa. Corre el mes de mayo de 1475. Su padre ha muerto y su tía doña Isabel se ha proclamado reina de Castilla pero Juana sabe que la Corona le pertenece a ella. Para defenderla ha llegado de Portugal su tío, el rey don Alfonso V. Es un hombre viejo con el que la obligan a casarse.

La nobleza castellana se encuentra dividida entre doña Isabel, que ya se ha hecho proclamar reina, y doña Juana. Paradójicamente, los nobles que en principio rechazaron a Juana, por considerarla ilegítima, son los que ahora están de su parte. Se pasaron al lado de Juana cuando comprobaron que Isabel no iba a ser un juguete en sus manos.

Doña Isabel era una mujer muy lista. Había observado lo sucedido con su hermano el infante don Alfonso y también el vil comportamiento de estos personajes con el rey Enrique; por lo que se mantendría alejada de ellos consiguiendo no caer en sus redes.

Y Juana, ¿qué puede hacer? Sólo tiene trece años. Sigue siendo una niña, lo que no le impide comprobar cómo fue utilizada para perjudicar a su padre, el rey.

Doña Juana cree que todos se han conjurado contra su padre, ¡deseaban acabar con él! Sólo pensar que dentro de unos minutos podrá leer en la plaza aquel documento le da fuerzas para enfrentarse a la multitud. Doña Juana quiere comunicar a todos los castellanos algo que para ella es ya una evidencia.

El rey Enrique IV había muerto, según la versión oficial, de «un, flujo de sangre» pero las circunstancias que rodearon la muerte del monarca y la extraña sintomatología de la enfermedad fue, sin duda, la causa de que en algunos sectores se especulara sobre el posible asesinato del rey. En opinión de estos sectores Enrique IV habría muerto víctima de un envenenamiento. Don Gregorio Marañón no descartó esta hipótesis, más bien se mostró de acuerdo. Después de examinar en 1946 el cadáver del rey Enrique IV el doctor Marañón manifestaba:

Los trastornos descritos en la enfermedad de Enrique IV pueden responder a un determinado número de enfermedades, aunque mucho mejor que a cualquiera de ellas se acoplan las de envenenamiento. Encaja tan bien esta sintomatología en la sospecha de envenenamiento que moralmente nos queda la casi certidumbre de que ésta fue la causa del término de su infeliz vida y reinado.[41]

¿Habían asesinado a su padre los partidarios de doña Isabel? ¿Sería cómplice su tía? Doña Juana está segura de que su padre murió envenenado. Con voz temblorosa dice a la muchedumbre reunida en la plaza de Plasencia:

Por codicia desordenada del reinar acordaron y trataron ellos, y otros por ellos, y fueron en habla y consejo de hacerle dar, y le fueron dadas yerbas y ponzoña, de que después falleció.[42]

Con estas palabras doña Juana de Trastámara, la Beltraneja, dejaba constancia de su acusación. Fue la primera y la última vez que los castellanos pudieron escuchar la voz de la hija del rey Enrique IV. Sucedía en la plaza de la catedral de Plasencia.

Cuatro años más tarde sólo un reducido grupo presenciará la desesperación de doña Juana después de escuchar las condiciones de paz de su tía:

Doña Juana abandonará todo titulo; no podrá llamarse reina, ni princesa ni infanta hasta que no se verifique el matrimonio con el hijo de los reyes doña Isabel y don Fernando. Si doña Juana no acepta este matrimonio deberá ser monja profesa. No podrá casarse ni tener hijos.[43]

Juana no puede dar crédito a lo que le están diciendo. Pretenden retenerla en rehenes más de diez años en espera de que el hijo de su tía Isabel decida si quiere casarse con ella… ¿Qué persigue Isabel con aquella oferta matrimonial? Tal vez su deseo no es otro que el de legalizar un reinado implantado por la fuerza de las armas o simplemente entretener a su sobrina con engaños y falsas promesas.

Doña Isabel era la triunfadora. Sus partidarios habían ganado la guerra. Isabel imponía las condiciones de paz. Doña Juana se resiste a creer que su tía haya decidido anularla… «No podrá casarse ni tener hijos…» Juana tiene entonces diecisiete años. Es una joven hermosa y a pesar de su difícil situación desea vivir, y la obligan a encerrarse en un convento… Ella no puede aceptar aquella disparatada propuesta matrimonial. Entre todos han decidido su futuro. Juana sabe que su tío Alfonso V, el rey de Portugal —que la ha liberado del lazo conyugal, el matrimonio no se había consumado—, está avergonzado por aquellos acuerdos con la reina Isabel en los que él renunció a todos los derechos de doña Juana a la corona de Castilla. Juana se siente sola. Sabe que nunca le abandonará esa sensación. Todos la han utilizado pero, por primera vez en su vida, la hija de Enrique IV decidirá por sí misma.

Doña Juana dijo ¡no! Rechazó el matrimonio con el hijo de Isabel y Fernando. No aceptó la posibilidad de ser reina por vía indirecta. La Corona le pertenecía a ella y no a su tía Isabel.

En octubre de 1480 doña Juana profesa como monja clarisa en Coimbra. A la ceremonia asiste una delegación castellana presidida por Hernando de Talavera, confesor de la reina de Castilla. Doña Isabel quiere tener la completa seguridad de que su sobrina Juana ingresa en religión…

Cuentan las crónicas que la joven novicia pasó la noche anterior llorando, en un último intento por conseguir la ayuda de los monarcas portugueses. Según algunos textos de la época Juana les había pedido en reiteradas ocasiones que impidieran su entrada en el convento. Contaba dieciocho años. No quería ser monja. Deseaba crear una familia, tener hijos, pero no a cambio de renunciar a su única verdad. Y doña Juana profesó como monja y reconoció hacerlo de forma voluntaria.

Primavera de 1505. Doña Juana de Trastámara, «la excelente señora», como la llaman en Portugal, vive aislada en un pazo de las afueras de Lisboa. Es la residencia que le han facilitado los monarcas portugueses. Juana sabe que la mayor parte de las personas que han puesto a su servicio son espías del rey con la única misión de controlar todos sus movimientos. El monarca portugués quiere estar al tanto de las visitas que recibe, de las cartas que, muy de tarde en tarde, llegan al pazo.

A lo largo de estos años doña Juana ha salido y entrado del convento según los intereses del momento. Su profesión religiosa no constituyó ningún inconveniente para que los soberanos portugueses especularan con posibles matrimonios de Juana a fin de obtener ventajas políticas en sus negociaciones con Castilla. Doña Juana sabe que nunca dejará de ser una prisionera en Portugal. Había pensado tantas veces en la huida, pero ¿adónde ir?, ¿cuánto tiempo tardarían en entregarla como botín a su tía Isabel?

En la primavera de 1505 doña Juana se siente en paz. Por fin su vida discurre tranquila, hace tiempo que se han olvidado de ella. Sin, embargo, los fantasmas del pasado cobrarán vida de nuevo.

En Castilla había muerto doña Isabel la Católica. El rey viudo, Fernando, necesitaba del apoyo de Francia o de Portugal para mantenerse en el trono y seguir gobernando, y fue entonces cuando él y sus partidarios pensaron en doña Juana, la Beltraneja. Cuando comunicaron a Juana la propuesta de matrimonio con el rey Fernando una sonrisa iluminó su rostro. Juana no pudo evitar cierta complacencia al pensar en lo que sentiría su tía Isabel si desde la tumba pudiera enterarse de aquella proposición. Doña Juana acababa de cumplir 43 años. Todavía estaba a tiempo de recuperar lo que era suyo pero la hija de Enrique IV dijo ¡no!

Doña Juana murió en 1530, cuando todos sus contemporáneos habían desaparecido; pudo comprobar cómo muchas de las personas que la utilizaron fueron víctimas de terribles remordimientos a la hora de la muerte. Sabemos que la firmeza de doña Juana en el dolor fue tan admirable como sincera. La hija de Enrique IV asumió valerosamente el papel de víctima que la vida le deparaba. Doña Juana se comportó con gran dignidad, pero, ¿por qué no se rebeló? ¿Por qué no luchó por lo que le pertenecía?

Quizá porque era tal el desengaño que prefirió aislarse y vivir en su mundo interior o porque las impresiones de la infancia la marcaron sensiblemente. Es posible que la clave para entender el comportamiento de la princesa doña Juana se encuentre en una de las disposiciones de su testamento:

Dejo 100.000 reales para ayudar a las huérfanas deshonradas, obligadas a probar sus derechos. Yo, la reina.[44]