JUANA DE AUSTRIA

Regente de España

(Madrid, 1535-1573)

¡Felices los que viven bajo el manto de la religión, lejos de esa atmósfera que mata; felices los que entregados a obras buenas y consagrados a los ejercicios de la piedad sólo respiran el aroma de la devoción, semejantes a las flores afortunadas, que, entre abrasados arenales, encuentran una sombra protectora a las orillas de una fuente!

Jaime Balmes

El espacio de la historia se presenta, a veces, tan sospechosamente reducido que parece como si determinados nombres no cupiesen en él… El de Juana de Austria es uno de ellos. Si entre Carlos V y Felipe II hubiera gobernado los reinos hispánicos un varón quizá las referencias a su persona fueran más amplias o, al menos, certeras. Pero un velo de silencio envolvió la figura de Juana a pesar de haber sido regente de España. Hija de Carlos V y hermana de Felipe II, doña Juana, como miembro de la casa de Austria, tenía muy claro cuál debería ser su papel en la vida: atender y defender los intereses de la familia a la que pertenecía. Por ello había abandonado Castilla aparentemente contenta para casarse con su primo, el heredero al trono portugués, aun cuando pensar en su futuro matrimonio le sumía en la más profunda de las tristezas. Sin embargo, aquel dolor no es comparable al que siente ahora al tener que abandonar a su hijo que todavía no ha cumplido los tres meses de edad. El pequeño Sebastián pertenece a la corona portuguesa y ella a la española. Juana se había quedado viuda y su padre, el emperador, le pide que regrese a Castilla.

La historia volvía a repetirse. Juana recuerda a su tía, la reina Leonor. Leonor era la hermana mayor de su padre, aquella a quien Carlos V no dudó en mentir cuando le ordenó casarse con el rey de Portugal, viudo de su tía doña María. El monarca portugués don Manuel tenía más de cincuenta años y Leonor sólo veinte pero como la alianza con Portugal era conveniente para los intereses de la casa de Austria Leonor debía obedecer a su hermano y casarse con el rey portugués.

No le resultó difícil a Carlos conseguir la aprobación de Leonor porque ella, como todas las mujeres de las casas reinantes, conocía muy bien cuál era su misión, ser simples piezas en un tablero de ajedrez para ser utilizadas según los intereses del momento.

Y así, Leonor se convirtió en reina de Portugal, aunque su hermano no tardaría en volver a solicitar su ayuda.

Nada más enviudar, Leonor hubo de abandonar Lisboa dejando una hija muy pequeña porque ésta pertenecía a la corona portuguesa y ella, Leonor, debía atender los intereses de la casa de Austria… Una vez en Castilla, Leonor conoció que el proyecto de su hermano y de la familia no era otro que el de casarla con Francisco I de Francia.

Recordando la historia de su tía Leonor Juana se siente aliviada al conocer que a ella no la obligan a casarse de nuevo. Sólo le piden que vuelva a casa para ponerse al frente durante un tiempo del gobierno de los reinos hispánicos.

Carlos V, cansado de la responsabilidad imperial, había cedido el gobierno del imperio a su hermano Fernando.

El príncipe Felipe heredaba sus reinos. María y Juana, sus hijas, se convertirán, según las necesidades, en apoyos para un mejor desarrollo de la política imperial. Al quedarse viuda, Juana volvía a estar disponible para atender los intereses de la casa de Austria.

Carlos V dispuso que su hija abandonara Portugal. Quería que ella se hiciera cargo de la regencia de los reinos mientras Felipe II se trasladaba a Inglaterra para casarse con la reina María Tudor.

Con el mismo espíritu de obediencia que aceptó el matrimonio impuesto por su padre Juana cumplirá la orden de regreso a Castilla. Antes que mujer o madre Juana era, igual que su familia, una pieza más al servicio del emperador.

Algunos cronistas de la época comentan que Juana, a cambio de hacerse cargo de la regencia del reino, consiguió de su hermano Felipe la promesa de que no la volverían a casar si ella no lo deseaba.

Eran mujeres fuertes, dispuestas a entregar sus vidas por los intereses de las dinastías reales a las que pertenecían. Se sometían a matrimonios, la mayoría de las veces totalmente vejatorios, y eran utilizadas como moneda de cambio. Uno podría pensar que lo único que interesaba cultivar en estas mujeres era su aspecto físico, ya que una buena apariencia, aunque no fuera lo más esencial, sí habría influido en más de una unión. Pero en honor a la verdad debemos decir que la mayoría de estas mujeres estaban preparadas para gobernar y así lo demostraron cuando se les brindó la oportunidad.

Juana creció en un ambiente abierto, tolerante, de permisividad cultural y religiosa. A los ocho años había conseguido un perfecto dominio del latín, lengua imprescindible para acceder al conocimiento y enseñanza, aunque vedado a la mayoría de las mujeres. Le gustaba mucho la música y tañía varios instrumentos. En palacio les gustaba escuchar sus interpretaciones de música sacra y profana. Era una hermosa mujer con voluntad de hierro y un tanto altiva, como reconoce su padre al recomendarle al príncipe Felipe que antes de emprender el viaje a Inglaterra se preocupe de elegir a las personas que rodearán a Juana como regente.

Felipe cumplió la orden de su padre y personalmente se ocupó de designar a los hombres y mujeres que compondrían la nueva corte de su hermana, la Corte que iba a gobernar Castilla. En esa operación política de largo alcance nada podía quedar fuera de control.

A Juana le tocó mandar en un complejo y comprometido período del siglo XVI (1554-1559). Fue testigo del cambio más radical que experimentó la España moderna: la Contrarreforma, la revolución religiosa. Demostró firmeza e inteligencia. Y tal vez por eso un cualificado observador de la época vio en ella más sentimiento de hombre que de mujer.

Según algunos historiadores la regente doña Juana se enfrentó en determinadas ocasiones a su hermano Felipe II. La política fiscal impuesta en los reinos y las cuestiones internacionales eran, según los expertos, asuntos en los que no estaban de acuerdo:

Ciertamente, entre 1554 y 1559, se constata la existencia de graves tensiones entre la corte que seguía a Felipe II por los Países Bajos e Inglaterra y la Regencia asentada en Valladolid. Sin embargo, estas disputas no deben interpretarse como originadas por un conflicto personal entre Felipe II y Doña Juana sino, más bien, como resultado de las luchas que mantenían los distintos grupos cortesanos por hacerse con el gobierno. Como consecuencia, Doña Juana va a verse sumida en un grave dilema: por una parte, apoyar las medidas que dictan desde los Países Bajos e Inglaterra, principalmente Ruy Gómez, y por otra, su dependencia respecto a los oficiales y ministros de la regencia que estaban dirigidos por Vázquez de Molina y por el Inquisidor General Valdés.[80]

Fueron años difíciles. Pero lo peor aún no había llegado. España vivía un poco al margen de lo que sucedía en Europa. Los reinos hispánicos permanecían muy tranquilos y no sospechaban que la escisión religiosa pudiese afectarlos. Pero se equivocaban.

Primero fueron rumores, más tarde evidencias: en Valladolid y Sevilla habían sido detectados focos protestantes disidentes de la religión católica. Herejes luteranos viviendo en el corazón de los reinos hispánicos. Estudiantes españoles que en Lovaina se aproximaban al calvinismo… Muy pronto se habló de contaminación herética y, con la misma rapidez, la intransigencia se convirtió en arma y la religión en razón de Estado.

Carlos V recibe la terrible noticia. ¡Nunca le van a dejar tranquilo! El calvinismo se ha convertido en la más espantosa de las pesadillas. Desde su retiro de Yuste escribe a su hijo Felipe II a Inglaterra y a la princesa Juana, regente del reino. Les pide que terminen inmediatamente con el problema de la herejía en España. Quiere el emperador que a todos los detenidos se les juzgue con procesos sumarísimos.

La regente puso en práctica las recomendaciones de su padre. La persecución hacia aquello que pudiera estar contaminado por la herejía protestante se generalizó y Juana firmó un decreto por el que se prohibía la importación de libros y la salida de estudiantes hispanos a universidades europeas. Se repitió la orden de que los textos impresos en Castilla debían tener licencia del Consejo Real. La censura ideológica era ya un fenómeno tangible y la Inquisición cobró nuevo protagonismo.

Mayo de 1559, Valladolid. Todo está preparado para la celebración del auto de fe. Catorce personas van a morir en la hoguera y casi todas, por distintos grados de proximidad o incluso amistad, están vinculadas a doña Juana. Y ella debía presidir la celebración. La hija de Carlos V soportó con el rostro destapado las once horas que duró aquel auto. Al parecer, hubo un momento en el que ya no aguantó más y se retiró llorando:

El auto de fe de Valladolid fue un acontecimiento de gran repercusión nacional. Era, un poco, el final de un año de gran crispación religiosa a raíz del descubrimiento de focos luteranos en Castilla y Sevilla. Probablemente la Inquisición, por obra de los mismos detenidos, llegó a pensar que el número de protestantes era mucho mayor del que realmente era. En segundo lugar, se había llegado a descubrir no a personas aisladas sino a un auténtico grupo con espíritu proselitista en el cual no faltaban personas de gran relieve: el canónigo Cazalla, Sarmiento y uno que era corregidor de Toro, que era uno de los principales inductores. Esto hizo temer muchísimo por la estabilidad o unidad religiosa. Hay que decir que del grupo castellano no huyó más que uno que luego fue prendido en Flandes y, en cambio, del grupo protestante sevillano huyeron bastantes, muchos de los cuales luego actúan en Europa, y naturalmente ya actúan sin rebozo ninguno como tales protestantes. Hay que añadir que no hay ni una sola voz que se levante en defensa de lo que hoy llamaríamos libertad religiosa y derechos humanos.[81]

Doña Juana asumió la defensa de la religión católica estrechando la vigilancia de la pureza de la fe. En todo momento manifestó su voluntad política de terminar con los enemigos de la Iglesia que, ante la amenaza de la escisión protagonizada por Lutero, había decidido reforzar el tribunal de la Inquisición en Roma. Eran tiempos de radicalización política y religiosa.

Felipe II, ya viudo de María Tudor, regresó a Castilla y Juana permaneció a su lado en la corte.

Los dos habrían de ver cómo personas muy cercanas a ellos estaban en el punto de mira de la Inquisición. Los excesos de celo comenzaban a producirse.

Cuando la regente se enteró de que en el catálogo de libros prohibidos aparecía uno del padre Borja se resistió a creerlo. Ella misma guardaba en su biblioteca algunos de los libros de su confesor y amigo. Juana está segura de la ortodoxia de Francisco de Borja, le conoce desde niña. Nadie le ha ayudado más que él.

Al morir su madre, la reina Isabel de Portugal, Juana, que sólo tenía cuatro años, encontró el cariño y el consuelo en Francisco de Borja y en su mujer, Leonor de Castro, que había sido la dama predilecta de su madre. Al cabo de los años, y al quedarse viudo, Francisco de Borja ingresa en la Compañía de Jesús, aunque nunca dejó de asesorar y ayudar a la hija del emperador. Andando el tiempo, Juana va a seguir, precisamente, la senda de Francisco de Borja en su camino religioso.

A Francisco de Borja, además, la Inquisición lo involucró en el caso del arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, considerado como sospechoso de herejía protestante. A Carranza se le acusa ante el tribunal de la Inquisición de ser el autor de frases sospechosamente favorables a los disidentes religiosos en un sermón que ha pronunciado en Valladolid y al que han asistido las personas más importantes de la ciudad, entre las que se encontraba la regente.

Juana conocía personalmente a Carranza. Y no tiene inconveniente en acudir a declarar en el tribunal de la Inquisición ante el llamamiento del propio Carranza que la requiere como testigo. Carranza quiere que Juana cuente la verdad de lo que él ha dicho en el sermón de Valladolid. Doña Juana declara y asegura no haber oído nada que le llamase la atención.

El teólogo y dominico Carranza era una de las personas más cercanos al rey Felipe II y la más alta autoridad dentro de la Iglesia española. Debía entrañar una enorme dificultad actuar contra un arzobispo de Toledo, que además había sido elegido para ocupar la sede por el mismo rey Felipe II. Pero el inquisidor general Valdés Salas tratará por todos los medios de abrirle proceso:

El inquisidor general Valdés Salas, muy poco amigo de Carranza, más bien enemigo, se aprovechará de todos los indicios, de todas las menciones del nombre de Carranza por los procesados para presentarlo un poco como cabeza de todo o el centro oculto de ese fenómeno qué se ha producido. El inquisidor conseguirá autorización del papa para procesar a obispos y arzobispos. Valdés va a recabar la autorización del rey, al cual le presenta la figura de Carranza un poco como raíz de todo lo que está pasando en España y sin cuyo proceso sería imposible llegar al fondo de la cuestión. A pesar de que Felipe conocía a Carranza muy directamente, le llegan a convencer para que autorice el inicio del proceso, recomendando que lo hagan con toda limpieza, con toda justicia, etc. Y es dramático pensar que cuando Carranza está preso llega a escribir una carta al monarca diciéndole: «No soy otro del que Vuestra Majestad conoce muy bien y si le dicen lo contrario por ventura se engañan […]» Es decir, Felipe II le conocía muy íntimamente, fue él, el rey, quien se empeñó en hacerle arzobispo de Toledo y Carranza, hay que añadir que hasta el momento de su muerte, esperó la protección del rey.[82]

Nadie estaba a salvo de despertar sospechas y sufrir una acusación ante los vigilantes de la fe. Juana de Austria, a pesar de haberse identificado con la ortodoxia oficial, sufrió los zarpazos de la maledicencia: la regente fue acusada de mantener relaciones ilícitas con Francisco de Borja. Tal vez era una venganza por su postura en el caso Carranza o simplemente doña Juana fue utilizada para dañar la imagen de Francisco de Borja y de la Compañía de Jesús. Borja tuvo que huir a Portugal para no ser detenido y los jesuitas españoles tuvieron que demostrar, con toda claridad, su postura ya que podían correr el riesgo de ser calificados de heterodoxos.

Juana de Austria continuó en la corte. Estuvo al lado de su hermano hasta que terminaron las obras del convento de las Descalzas Reales que había mandado construir para retirarse a vivir en la soledad del mismo. La religiosidad fue una de las características más acusadas de casi todos los miembros de la casa de Austria.

Juana, al igual que su hermanastra Margarita de Parma, estuvo muy unida a los jesuitas. Margarita, que era hija de confesión de san Ignacio de Loyola, estaba casada con Octavio Farnesio, nieto del papa Paulo III. El matrimonio vivía cerca del papa cuando éste aprobó la Compañía de Jesús, y son muchos los que atribuyen la aprobación de la nueva congregación a la influencia que Margarita ejercía sobre el pontífice. Y Juana de Austria fue, en realidad, la única mujer que consiguió ser miembro de la Compañía de Jesús de forma permanente. Sí, de forma permanente porque antes que ella otras tres mujeres habían sido admitidas como jesuitas aunque luego serían expulsadas. (Véase el capítulo dedicado a Isabel Roser)

Juana de Austria nunca fue rechazada pero su identidad permaneció oculta bajo el nombre de Mateo Sánchez. El propio san Ignacio de Loyola decidió mantener en el anonimato la incorporación de doña Juana a la Compañía:

Sí, el hecho de que Juana mantuviese en secreto esta situación suya de pertenencia a la Compañía de Jesús obedecía a unas razones coyunturales y a otras razones más importantes y es que pocos años antes se había verificado la pertenencia a la Compañía de algunas mujeres que conocieron a Ignacio en Barcelona. […] La experiencia terminó mal y se tomó la decisión de no continuar por ese camino. Entonces, ante la petición insistente de san Francisco de Borja como director de Juana, y de ella misma, Ignacio accedió a concederle la pertenencia a la Compañía de Jesús en el grado más, diríamos, en el grado más inicial, pronunciando los primeros votos que podían ser dispensados por la Compañía misma. Doña Juana tenía también, anteriormente, votos de la orden de san Francisco y hubo que disolvérselos para poder entrar en la Compañía de Jesús. Total, que hechas estas operaciones se incorporó. Pero toda la operación se mantuvo en un secreto tan estricto que Doña Juana funcionaba dentro de la Compañía, con las pocas personas que conocían la situación, con un nombre falso, un seudónimo: era conocida y consta documentalmente con el nombre de Mateo Sánchez. Y a cuenta de Mateo Sánchez se daban noticias de que estaba muy entusiasmada en su situación, de que era una mujer sumamente religiosa, caritativa, que se dedicaba a las obras de misericordia y que solía combinar su vida espiritual con sus ocupaciones de gobierno.[83]

Doña Juana de Austria, Mateo Sánchez entre los jesuitas, falleció el 8 de septiembre de 1573. Murió joven, antes de cumplir los cuarenta años y de que su hijo, el rey don Sebastián de Portugal, desapareciera en la batalla de Alcazarquivir. Aquel niño de tres meses en el que nunca dejó de pensar ni un solo día y al que nunca volvió a ver.

Doña Juana de Austria murió en Madrid en la misma casa que había nacido. Por ello había mandado levantar allí el convento de las Descalzas Reales. Murió antes de que su hermana, la emperatriz María, regresase a Madrid para vivir retirada en el mismo monasterio de las Descalzas en el que ella había estado.