LA PRINCESA DE ÉBOLI

Historia de una ambición

(Cifuentes, 1540-Pastrana, 1592)

El orgullo forma parte de esa ternura infinita que se debe tener por uno mismo y sin la cual toda felicidad me parece improbable.

Sacha Guitry

La princesa de Éboli fue la más controvertida y envidiada mujer de su tiempo. El rey Felipe II ordenó personalmente su encierro. Fue implacable con ella. Se habló de amores tormentosos de la Éboli con el secretario real Antonio Pérez, de celos de Felipe II, de intrigas y traiciones, de asesinatos. Elementos suficientes para convertir a Ana de Mendoza, princesa de Éboli, en uno de los personajes más populares de la historia española. Sin embargo, la identidad, la auténtica imagen de esta mujer era muy distinta de la que ha llegado hasta nosotros.

Hija del segundo conde de Mélito y de Ana Catalina de Silva, descendiente de los condes de Cifuentes, Ana creció en medio de un ambiente poco apropiado para una niña. Las continuas disputas de sus padres convertían el hogar familiar en un auténtico infierno que Ana deseaba abandonar. De ahí su alegría cuando se concertó su matrimonio con Ruy Gómez de Silva, que era uno de los personajes más cercanos al príncipe Felipe, el futuro rey Felipe II.

Ruy Gómez de Silva, a quien en la corte apodaban el portugués por su ascendencia —era nieto de uno de los pajes que la emperatriz Isabel, madre de Felipe, se trajo de Portugal—, llegará a ocupar un lugar muy destacado en la política del reinado de Felipe II. Con el rey viajará por Europa y junto a su soberano luchará en San Quintín por los intereses españoles.

Durante un tiempo Ruiz Gómez de Silva será el responsable de la política internacional española y Felipe II pronto concederá al matrimonio el título de príncipes de Éboli.

Fueron años de gloria para doña Ana que vivía totalmente integrada en la corte y se movía en los más altos círculos de poder. En la historia ha quedado constancia de su amistad con la tercera esposa del rey, Isabel de Valois. Cuentan que Catalina de Médicis, madre de Isabel, envió a la Éboli una preciosa sortija como agradecimiento por la amistad que siempre había demostrado a su hija. La fidelidad del matrimonio Ruy Gómez de Silva al rey era incuestionable, y su presencia junto al monarca, habitual.

Cuando en 1561 Felipe II decide establecer la corte en Madrid los príncipes de Éboli se trasladaron a esta villa, adquiriendo una casa muy cerca del Alcázar (Palacio Real). Allí vivirán hasta que Gómez de Silva sea relevado de su cargo.

Hacia 1565 los intereses españoles en el mundo no estaban seguros. La evolución de la política internacional va a poner en entredicho la viabilidad de las tesis políticas defendidas por el príncipe de Éboli. Será entonces cuando el duque de Alba aproveche para proponer las líneas defendidas por sus seguidores. El duque de Alba asumirá la dirección de la política internacional de Felipe II. Ruy Gómez de Silva, al perder protagonismo y al no ser necesaria su presencia al lado del rey, solicitará autorización para irse a vivir a Pastrana. Felipe II accede gustoso y les concede un nuevo título nobiliario: duques de Pastrana.

El príncipe de Éboli se identificó inmediatamente con aquellas tierras. De la mano de Gómez de Silva Pastrana se convertiría en villa ducal y conocería años de esplendor, no sólo en el aspecto económico sino también en el demográfico: la población se vio notablemente incrementada con la llegada de unas cuantas familias de moriscos que, probablemente por iniciativa del príncipe de Éboli, se instalaron en Pastrana.

Hacía bastante tiempo que los moriscos, descendientes de los antiguos musulmanes, entrañaban un peligro para la estabilidad de la monarquía. La política de integración no había funcionado ya que los moriscos seguían conservando su identidad. Cuando en 1567 se publica un edicto suprimiendo las manifestaciones propias de su cultura: lenguaje, religión e indumentaria, los moriscos de las Alpujarras se sublevan porque no quieren ser asimilados, y van a luchar para conseguir el trato de nación sometida que es a lo que aspiran.

Dos años tardaría don Juan de Austria en terminar con la rebelión, y después, en vez de expulsar a los moriscos, Felipe II y sus consejeros deciden diseminarlos por el interior de Castilla.

Ruy Gómez de Silva, que siempre había defendido una política moderada y que siempre había protegido a los moriscos, sabrá sacar rendimiento a la presencia morisca en Pastrana y utilizará las habilidades de los moriscos para trabajar en la elaboración de tejidos de seda. Además de favorecer la industria, Gómez de Silva se preocupó de repoblar de árboles frutales grandes extensiones de terreno. Incluso para favorecer la producción sedera mandó plantar zonas de moreras.

Fueron años tranquilos para el matrimonio Gómez de Silva. Ana vivía rodeada del cariño de sus hijos, de la protección de su esposo y del respeto y adulación de quienes la rodeaban. Ella posee un carácter fuerte y es una persona ambiciosa, pero su marido atempera con su cariño y prudencia las aristas de la personalidad de su esposa. Todo cambiará cuando Ruy Gómez de Silva fallezca repentinamente en Madrid. Corría el año 1573.

Cuenta la historia que la princesa de Éboli se trasladó inmediatamente a Madrid para acompañar el cadáver de su marido, que según su última voluntad quería ser enterrado en la iglesia de Nuestra Señora de Pastrana que ellos habían fundado y para la que consiguieron del papa san Pío V el rango de colegiata. Gómez de Silva nombraba a su mujer tutora de sus hijos y administradora de sus bienes. Pero la princesa de Éboli estaba enloquecida por el dolor, y la misma noche del entierro de su marido ingresó en el convento de monjas carmelitas cuya fundación en Pastrana habían favorecido ellos. Ana de Mendoza convenció a dos de sus sirvientas y las tres profesaron como monjas.

Los que conocían a la princesa de Éboli sabían que aquella decisión seria un fracaso. La personalidad y el carácter de Ana no se doblegaría nunca a la disciplina de las normas conventuales, a las rigurosas normas de un convento fundado por santa Teresa, fiel modelo de la nueva realidad monástica que ponía en práctica las directrices del concilio de Trento.

Los pronósticos no tardaron en cumplirse. A los pocos meses surgieron los problemas entre Ana de Mendoza y las monjas. La princesa, enfadada con la comunidad, se retiró a una parte aislada del convento y mandó abrir una puerta para tener acceso directo a la calle. Enterada santa Teresa del conflicto, y para evitar males mayores, se llevó a sus monjas de Pastrana.

No tardó la Éboli en conseguir que otra comunidad religiosa de monjas, las concepcionistas franciscanas de Toledo, se trasladara al convento de Pastrana, aunque ella se vería obligada a abandonarlo ante la decisión del rey Felipe II, que no dudó en ordenarle a Ana que dejara la vida monástica recordándole que debería ocuparse de la tutela de sus hijos.

La princesa de Éboli abandonó el convento y se puso al frente de su casa. Inmediatamente negoció el matrimonio de su hija mayor con el duque de Medina Sidonia. Y demostró lo generosa que era no escatimando regalos y obsequiando a todos sus hijos con muchas joyas de oro y plata. También les regaló vestidos y preciosas y valiosísimas telas. Ana de Mendoza no parecía darse cuenta de que su situación económica empeoraba, por lo que su padre, el conde de Mélito, preocupado por el estado financiero de su hija, escribió al rey para que éste ordenara el regreso de Ana a la Corte.

Felipe II siempre se mostrará reacio al regreso de la Éboli y así lo manifiesta, pero Ana se traslada a Madrid.

Al llegar a este punto, sin duda crucial en la vida de la Éboli, resulta sorprendente que ésta se decidiera a regresar a Madrid en contra de la opinión del rey. Hubo quien dijo entonces que Felipe II sí había autorizado privadamente el regreso de la princesa a Madrid. Para otros, Ana se atrevió a desobedecer al monarca porque contaba con el apoyo que le brindaba el secretario de Felipe II, Antonio Pérez, un viejo conocido y colaborador de su marido. Sea como fuere, lo cierto es que Ana de Mendoza estaba atravesando los peores momentos de su existencia. Su padre, el viejo conde de Mélito, se había casado con una jovencita de la que esperaba un hijo. Si nacía un varón, Ana vería cómo toda la herencia de los Mendoza se esfumaba. Además, la princesa se había dado cuenta de que estaba prácticamente arruinada. Su desplazamiento a Madrid se hacía imprescindible.

La presencia de la princesa de Éboli en la capital no fue bien vista por algunos colaboradores del rey como Mateo Vázquez, que observaba con temor la relación, cada día mayor, entre la princesa y el secretario real Antonio Pérez.

Bien es verdad que Mateo Vázquez sentía por Antonio Pérez una aversión profunda y hubiera deseado desbancarle pero siempre se encontraba con la oposición del monarca. Felipe II apreciaba y confiaba en Antonio Pérez, en quien delegaba asuntos de Estado. Antonio Pérez era la persona mejor informada de todo lo que concernía a la monarquía. Tenía acceso a la correspondencia privada del rey y era el nexo entre los embajadores españoles en Europa y el soberano. Recibía la información que luego trasladaba a los consejos correspondientes para su posterior toma de decisiones. Antonio Pérez era también un hombre con fama de corrupto, uno de los personajes más hábiles e inteligentes de la época.

Sin duda, Antonio Pérez reunía las condiciones perfectas para ser un buen aliado de la princesa de Éboli, que estaba deseando recuperar la influencia perdida al lado del rey. ¿Pero qué podía ofrecer Ana de Mendoza a Antonio Pérez?

En este aspecto, como en otros muchos, las opiniones son diversas. Unos se inclinan por lo más fácil, ¿qué puede ofrecer una mujer?: pues su encanto, utilizar su atractivo. Según los defensores de esta teoría la princesa de Éboli sedujo a Antonio Pérez convirtiéndole en su amante. Para los que apoyan esta posibilidad, Ana de Mendoza fue la mujer fatal del reinado de Felipe II. Para otros, la princesa de Éboli y Antonio Pérez estaban unidos por intereses comunes. No debemos olvidar el poder que el partido ebolista había tenido y aún mantenía en algunos ámbitos, sobre todo en Portugal, y seguro que la princesa podría influir en la voluntad de muchos ebolistas.

Es muy posible que la ambición, tanto de Antonio Pérez como de Ana de Mendoza, les llevara a utilizar secretos de Estado, a negociar con ellos en lo que hoy llamaríamos tráfico de influencias. Y eso fue lo que supuestamente descubrió Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria.

Juan de Escobedo había llegado de Flandes para presentarle al rey varias peticiones de don Juan de Austria y también para intentar mejorar su situación personal. Escobedo negocia con Antonio Pérez, pero no consigue nada. Pasan los día y será entonces cuando Escobedo, para presionar a Antonio Pérez, le amenaza con revelar al rey los negocios que él y la Éboli se traen entre manos.

Esta versión del chantaje es mucho más creíble que la que se refiere a la amenaza de Escobedo con contarle al monarca los amores entre Ana y Pérez. Porque aunque Felipe II hubiera mantenido relaciones con la princesa no parece muy normal que su reacción al conocer el romance entre su supuesta amante y el secretario real pudiese ser tan terrible como para que los chantajeados decidieran eliminar a Escobedo antes de que pudiera informar al monarca. Claro que también pudieron estar relacionados los dos aspectos: el amor y el tráfico de influencias.

Lo cierto es que Juan de Escobedo murió apuñalado en un callejón de Madrid y que supuestamente el cerebro de la operación fue Antonio Pérez. No parece seguro que la princesa de Éboli interviniera, aunque sí parece que estaba al tanto de lo que iba a suceder. Pero lo más sorprendente es que después del asesinato no sucedió nada.

Sólo el efecto que las presiones de la familia Escobedo, al parecer alentada por Mateo Vázquez, consiguen en la opinión pública mueve a Felipe II a buscar a los culpables del asesinato de Juan de Escobedo.

Y así, a los dieciséis meses de la muerte de Escobedo, son detenidos el mismo día y a la misma hora la princesa de Éboli y Antonio Pérez. Curiosamente, lo que fue un simple arresto domiciliario para Antonio Pérez se convirtió en rígida prisión para la princesa. Primero en la torre de Pinto y más tarde en Santorcaz. ¿Por qué esta diferencia? Algunos historiadores lo atribuyen a que Antonio Pérez —que era un personaje muy hábil— había guardado copias e incluso originales de documentos secretos a los que él habitualmente tenía acceso. Por tanto convenía alcanzar un acuerdo, mientras que con Ana de Mendoza podían emplear todo el rigor. Un rigor sin duda ejemplarizante. Pero es que además la princesa entrañaba un peligro, y sobre todo su culpa había sido mayor. Hoy se sabe que Ana de Mendoza se atrevió a conspirar contra el rey por la corona portuguesa:

Los señores padecíamos gran cansancio de estarnos de señores toda la vida […] porque enfada ser siempre señores y nunca reyes.[84]

Esta frase atribuida a la princesa de Éboli nos muestra su ambición. La Éboli pudo haber sido reina y quizá algún día lo soñó. Tal vez si sus padres y familiares se hubieran preocupado hoy se sentaría en un trono.

Ana de Mendoza ha sido, todavía lo es, una mujer hermosa, seductora e inteligente que ha gozado de los privilegios de los poderosos y, además, después de la muerte de su marido es libre. Libre para decidir su futuro y el de sus hijos. Quiere ocupar el lugar de los elegidos. Desea el poder. La princesa de Éboli decide entonces luchar por la oportunidad que le brinda el destino. Ana puede conseguir para sus hijas lo que otros no supieron alcanzar para ella.

Conviene destacar que el mismo año del asesinato de Juan de Escobedo, 1578, falleció en la batalla de Alcazarquivir don Sebastián, el hijo de doña Juana de Austria. A su muerte ascendió al trono el cardenal Enrique de Avis, un anciano que murió dos años después. Felipe II reclamó para sí la corona portuguesa a la que también aspiraba la casa de Braganza. La duquesa Catalina de Braganza y el rey Felipe II tenían los mismos derechos puesto que ambos eran descendientes del rey don Manuel.

Parece probado que la princesa conspiró en este asunto portugués contra Felipe II y que éste descubrió las intrigas de Ana. La Éboli intentó casar a una de sus hijas con el heredero de la casa de Braganza y puso toda su información —que supuestamente seria mucha— al servicio de los intereses de los Braganza.

¿Sintió temor el rey de la influencia que aún conservaba el partido ebolista en Portugal y por ello decidió suprimir el peligro que encerraba la princesa de Éboli? Nunca lo sabremos. Lo cierto es que Ana de Mendoza no fue acusada formalmente del asesinato de Escobedo ni de nada en concreto y permaneció los últimos doce años de su vida encerrada.

En 1581 Felipe II fue coronado rey de Portugal. Y va a ser en ese tiempo cuando el monarca decida aliviar la prisión de la Éboli permitiéndole regresar a su casa de Pastrana, en la que deberá permanecer en calidad de prisionera.

Mientras la princesa de Éboli permanece prisionera en su casa, Antonio Pérez disfruta en Madrid de una relativa tranquilidad. Sólo siete años después del asesinato de Escobedo se dicta auto de prisión contra Antonio Pérez, que consigue huir a Aragón para acogerse a sus fueros y eludir la justicia de Felipe II. Éste intentará que la Inquisición se haga cargo de Pérez pero los zaragozanos salen a la calle y se producen graves enfrentamientos tras la invasión de un ejército real, con un balance de varias personas ejecutadas. Una de ellas, tal vez la más representativa y por tanto más ejemplarizante, fue la del justicia de Aragón, Juan de Lanuza. Antonio Pérez consiguió pasar a Francia.

¿Le ayudó la princesa de Éboli a escapar? ¿Se despidió de ella? Nunca conoceremos exactamente lo que pasó. Lo que sí sabemos es la reacción de Felipe II, que ordenó extremar el rigor de la prisión de la princesa mandando levantar una pared que aislara la habitación donde se encontraba. Ana de Mendoza quedó prácticamente emparedada. Sólo un torno la comunicaba con el exterior.

¿Temía el rey que Ana huyese como lo había hecho Antonio Pérez? ¿Le culpaba de haberle ayudado en su huida? Lo cierto es que la princesa de Éboli nunca fue acusada formalmente de nada. ¿Por qué no se le abrió proceso judicial? ¿Por qué no le permitieron defenderse?

Casi todos los historiadores coinciden en que la princesa de Éboli fue encerrada por su participación en intrigas y sobre todo por el asunto de Escobedo. Carmen Iglesias apunta que a la hora de analizar estos sucesos debemos tener en cuenta que las prácticas judiciales de la época, al igual que las prácticas de la guerra en ese mismo momento, eran muy diferentes de las nuestras:

Existía una indefensión que a nosotros ahora nos puede escandalizar, pero era práctica común en todos los Estados europeos; se podía meter a alguien en la cárcel sin ningún proceso abierto. Y esto tenía un sentido en la época porque hay que recordar que la acusación a un miembro de una familia afectaba a todo el clan, a todo el linaje. De manera que tanto la infamia como también, a veces, la pérdida de bienes materiales que podría acarrear el proceso judicial afectaba a un colectivo muy variado e importante. No existía el sentido de individualidad que tenemos ahora con respecto a la relación con la justicia. Era toda una familia o era todo un linaje el que en determinados momentos y según qué tipo de delito se veía involucrado.[85]

Es posible que en esta matización se encuentre la explicación del por qué la familia Mendoza no se volcó en la defensa de la princesa de Éboli. Sí intentaron ayudarla. Se sabe que familiares suyos presentaron ante Felipe II la eximente de locura, tal vez porque creían que Ana se estaba volviendo loca o porque en el fondo lo que intentaban conseguir era la misericordia del soberano.

Todo fue inútil.

Doña Ana de Mendoza permaneció encerrada entre cuatro paredes. Jamás accedió a solicitar el perdón real. Se dice que repetía una y otra k vez:

El rey sabe bien la verdad que no debe pedir testigos sino a si mismo. […] No mendigaré justicia como culpada y delincuente eso no, que no he hecho por qué ni conoceré jamás culpa[86].

Pasaron los días, los meses, la princesa de Éboli ya no quiere seguir viviendo. A través del torno, su única comunicación con el exterior, manifestó su voluntad de que no se le practicaran más sangrías para aliviar la enfermedad.

Ana de Mendoza falleció en su prisión de Pastrana en 1592.Tenía 52 años. Fue enterrada en la colegiata de Nuestra Señora de Pastrana al lado de su esposo, Ruy Gómez de Silva.

¿Fue la princesa de Éboli la mujer fatal de la que hablan algunos? ¿Fue una loca ambiciosa? ¿Una peligrosa intrigante?

Es posible que Ana de Mendoza haya sido simplemente una mujer. Una mujer que pretendió ser ella misma utilizando su libertad y poder para conseguir lo que quería y que no dudó en emplear los medios que tenía a su alcance. Algo siempre peligroso, en especial para las mujeres y sobre todo en el siglo XVI.