Carmen
Habrían oído el motor. O los disparos. Pero ¿cómo podían haber llegado tan rápido?
Todo eso lo pensó en un lapso de tres segundos. Los que tardó en lanzarse en una carrera desesperada en dirección al pasillo.
—¡Bram! —gritó. Tenía que avisarle—. ¡Bram!
Se lo encontró parado junto a la puerta del garaje que acababan de reventar. La miraba con los ojos fijos. Seguramente él también los había visto.
—¡Han debido de oírnos! —le gritó Carmen—. ¡Corre! ¡La escop…!
Pero entonces vio a Bram lanzar una mano hacia la pared y agarrarse a ella. Abrió la boca como para responder a Carmen, pero no llegó a decir nada. Tampoco ella lo habría escuchado. El motor de la zódiac seguía ronroneando en el garaje.
—¡Bram!
Por toda respuesta, Bram hincó una rodilla en el suelo. Se encorvó y con la otra mano intentó agarrarse a algo que no llegó a encontrar. Carmen vio lo que era.
La empuñadura de un cuchillo sobresalía de su espalda.
—¡No!
Iba a echar a correr hacia su amigo cuando vio algo aparecer detrás de él. Una gabardina de plástico empapada. Negra y brillante como la piel de una orca. Y el que la llevaba era casi tan alto como la puerta.
Se llevó la mano a la capucha y la retiró. Era Tom McGrady.
—Bueno, bueno —dijo—. Mira a quién tenemos aquí.
«Las escopetas», pensó Carmen. Todo lo demás —incluyendo a Bram en el suelo muriéndose— era secundario. Las escopetas. ¿Dónde las habían dejado? El pánico acababa de liberar una dosis excepcionalmente alta de adrenalina en su sangre y eso le impedía pensar con claridad.
¿En la cocina?
McGrady se agachó y tiró del cuchillo que Bram llevaba en la espalda como una banderilla. Lo giró en la palma de su mano hasta volver a empuñarlo con el filo hacia abajo. Levantó la mano con una rapidez inaudita y se lo volvió a clavar en espalda. Bram Logan ni siquiera gritó. Hizo un ruido soltando aire, como el que uno haría al coger algo demasiado pesado. Y después se quedó quieto.
Carmen ni siquiera gritó. Dio un paso hacia atrás. Y otro. Y McGrady se levantó y la miró fijamente.
Las escopetas. Las escopetas. Las escopetas. No había otra cosa en la cabeza de Carmen. Pero ahora que lo recordaba, las escopetas debían de haberse quedado en el garaje, detrás de McGrady. Bram solo había metido la bomba en la cocina, pero… ¡La bomba! Recordó el detonador. Recordó la pila, que ella le había dado a Bram. ¿Había llegado él a colocarla? No, señor. Se había quedado desarmada en la cocina.
Pero la cocina quedaba a mil kilómetros de distancia en ese momento.
McGrady dio una larga zancada por encima de Bram.
—¡Y ahora a divertirse!
Carmen se dio la vuelta y salió corriendo en dirección opuesta, hacia la puerta. Tenía unas llaves… No habría más de cinco metros de distancia, pero quizás, si tenía suerte, acertaría con la llave a la primera y podría salir huyendo por la playa.
Ese era todo su plan.
Llegó a la puerta como un cohete y se estrelló contra ella. Abrió la palma de la mano y miró el llavero, las dos llaves grandes. Tenía que ser una de ellas.
—¡Eh! ¿Dónde vas, preciosa?
McGrady hablaba tranquilamente, como si no tuviera prisa. Estaba muy seguro de sí mismo. Carmen tomó una de las llaves al azar. La mano le temblaba, pero logró meterla en la cerradura relativamente rápido. Entonces probó a girar, pero no funcionó. «Joder».
Alguien gritó a través de la ventana del salón.
—¡Eh!
Se giró y vio a otro pescador ahí fuera. Llevaba la capucha quitada y por eso pudo reconocer a Zack Lusk. Hacía algo como ¿apuntarla? Casi al mismo tiempo escuchó un disparo terrible y uno de los cristales de la ventana explotó en mil pedazos. Carmen se lanzó hacia atrás y perdió el equilibrio. Dio un traspié y terminó cayéndose contra la chimenea. Una esquina de cemento se le clavó en el costado.
—Pero ¡qué haces! —gritó McGrady a través de la ventana—. ¿Quieres que te mate a hostias?
En el suelo, Carmen había perdido el aliento por un instante. Se recostó y miró esa escena entre McGrady y Zack.
—Joder… ¡Es que iba a escapar! —gritó Zack Lusk desde el hueco recién abierto en la ventana.
—¡Dispárate a los huevos! —le respondió McGrady enfurecido—. ¡La quiero enterita para mí! Sin un solo roce.
Después se plantó en medio del salón y señaló a Carmen con uno de sus gordos dedos.
Carmen lo observó. Desde las patas de sus pantalones, que estaban quemados, hasta lo alto de su cabeza, donde el pelo rizado y grasiento se le arremolinaba en la frente, era un ser asqueroso.
Entonces y solo entonces vio el atizador. Estaba muy cerca de ella, colgando de un sostén junto a una pala y unas tenazas. Entendió inmediatamente que aquello podía ser su última oportunidad.
Se había dado un golpetazo tremendo en el costado, pero en esa situación casi ni sentía el dolor. Se movió muy deprisa, pero McGrady también se dio cuenta. Pese a que era una maldita foca, fue rápido. Le dio una fuerte patada lateral al cacharro, que salió volando. Después cogió a Carmen del pelo y la arrastró, alejándola de la chimenea. Ella gritó de dolor, pero McGrady no la soltó hasta haberla llevado casi al centro de la habitación. Pensó que le iba a arrancar la jodida tapa del cráneo.
La soltó, dejándola caer en la alfombra.
—¡Fogosa y peligrosa! Zack, trae la cuerda.
Carmen estaba de rodillas, alzó la vista y vio a McGrady ante ella, apretándose la entrepierna con una mano.
«Me va a violar», pensó. «Me va a violar y después me matará».
Tras cinco minutos de intensa violencia, la escena se pausó un instante. Carmen pudo volver a oír el ruido de la lluvia tamborileando sobre el tejado. Le dolía la cabeza por el tirón de pelo, y también el costado, pero aun así logró volver a centrarse en algo.
«Saliste del cottage de los Lusk», pensó. «También saldrás de aquí».
Además, ¿qué le pasaba a McGrady? Seguía con la mano en su entrepierna, respirando fuerte, pero no había dado ni un solo paso hacia ella. Era como si la temiera de alguna forma. Y por lo menos había transcurrido un minuto. Entonces Carmen se fijó en cómo se apretaba ahí, como si quisiera arrancársela de cuajo.
«Joder, creo que no se le pone tiesa», pensó Carmen.
Entonces apareció Zack Lusk con un trozo de cuerda y la escopeta colgado del hombro, como un soldadito de cuento.
—¿Dónde lo vamos a hacer? —le preguntó—. ¿Aquí mismito?
—Tú apunta con la escopeta —respondió McGrady—. No me fío un pelo de esta tigresa.
Carmen se arrastró hacia atrás.
—¡No! —gritó Carmen—. ¡Dejadme ir!
Mientras Zack la apuntaba con los dos cañones de la escopeta, McGrady se quitó la gabardina de pescador pasándosela por encima de la cabeza. Carmen pudo apreciar su gorda barriga sobresaliendo del pantalón.
Volvió a mirar el atizador; no era capaz de imaginar otra opción en esos momentos. Se lanzó a intentarlo de nuevo y entonces se produjo una explosión. Zack había vuelto a disparar y había hecho volar el atizador y el resto de los utensilios de la chimenea.
Con el oído pitando por el estruendo, vio a McGrady venírsele encima. Carmen alzó los brazos como para defenderse, pero las poderosas manos del gigante la atraparon por las muñecas y la sacaron volando de su rincón. Lo siguiente que notó fue que algo caía sobre su cara con la fuerza de una pala, pero resultó ser tan solo una bofetada. Eso la hizo caer de rodillas al suelo. Pensaba que el castigo por su insumisión quizás acabaría ahí, pero entonces notó una patada en el culo que terminó de tumbarla. Una de esas que te hacen recordar los huesos que hay al fondo. Gimió de dolor y se quedó plantada en el suelo.
—Joder, que no me quiero follar a una muerta —oyó decir a Zack.
—Cállate —replicó McGrady.
El dolor era tan intenso, y por los cuatro costados de su cuerpo, que ya no tenía fuerzas para resistirse. Se quedó quieta mientras sentía el rugoso tacto de una cuerda alrededor de su cuello.
—Ahora tú eres mi perra, ¿entiendes? Y yo soy tu amo y señor. Vas a obedecerme o te haré mucho daño…
Le cerró el nudo tan fuerte que Carmen pensó que la iba a estrangular sin quererlo. Después tiró de ella, como para que se pusiera de pie. Carmen lo hizo, con dolor.
—¡En pie!
Carmen notó que las lágrimas estaban a punto de salirle por la boca. Notó que quería romper a llorar y pedir clemencia.
—Desnúdate —le dijo McGrady—. Muy despacio.
—¡Sí! —gritó Zack.
Carmen se encogió sobre sí misma. Puso los dos brazos sobre su pecho.
—Quítate la maldita ropa o te juro que te va a doler un montón.
Estaba paralizada, por fin el miedo había conseguido quebrarla. Medio encorvada, desesperada… Si en ese momento hubiera podido lanzarse por un décimo piso para salir de allí, lo hubiera hecho sin dudarlo. Pero no había décimos pisos, y le dolía todo el cuerpo y solo pensaba en evitar más dolor. Que no la volvieran a pegar. Se bajó la cremallera lentamente. Cada centímetro de cremallera que bajaba trataba de encontrar sus pensamientos.
¿Qué era lo que debía hacer?
Quizás nada. Quizás lo mejor era dejar que ocurriera.
Si este era el final, lo mejor sería que fuera rápido.