Una hora más tarde…

Llevaba un abrigo de hielo, un casco de espinas en la cabeza, una máscara de sangre sobre los ojos.

El capitán Davis, el entrenador de los novatos, soplaba su silbato junto a mi oído:

«¡Corre, Dupree, por todos tus malditos muertos, mueve ese culo de cemento!».

En el más absoluto dolor, tanto que se confundía con el vacío, podía escuchar mi respiración, lenta, muy lenta. ¿Estaba vivo? ¿Cómo se puede estar vivo en esa cámara de dolor rojo?

Cerré los ojos. Traté de pensar en algo bonito, pero nada me vino a la cabeza. Solo el ruido de mis pulmones y aquel silbato del capitán Davis.

«¡Despierta, Dave!».