Dave
—¿A cuántos has matado en tu vida?
John estaba sentado en una silla, a dos cautelosos metros de mi cama, con aquella escopeta cargada apoyada a un lado.
—En serio, un soldado como tú habrá matado a muchos, ¿no?
Me había despertado dándome un par de bofetadas y por lo menos me había dado algo para desayunar (un pan mojado en leche fría). Me lo había metido en la boca y se había divertido viendo mis intentos por comerlo sin atragantarme, y teniendo que escupirlo un par de veces hasta que finalmente conseguí trocearlo y engullirlo.
Había luchado por comer algo porque esa mañana era importante para mí. Era la mañana en la que íbamos a salir de paseo y yo «intentaría abrir». La Caja.
Sí, la mentira seguía en pie, y Lorna y sus amigos se la habían tragado hasta el fondo. Al menos eso podía deducir por lo que había escuchado esa mañana al otro lado de la puerta. Le dijeron a John que volverían en una hora «con McGrady y Ngar». Al parecer, eran los dos hombres más fuertes de la banda, los tipos cachas que traían para asegurarse de que yo no intentaba nada raro durante mi trayecto a la lonja. Lo primero de todo sería evaluar bien a esos dos «alfiles».
A John ya le tenía calado. Era lento. Lento como un jodido elefante. Podía sacarle los ojos y metérselos en los bolsillos de su peto de granjero antes de que pudiera alcanzarme con uno solo de sus puñetazos. El primer problema era que sus puñetazos hacían mucho daño y el segundo, que John ya no se fiaba un pelo de mí. Me había visto moverme como una culebra y, al menos en eso, era sabio y se mantenía a una distancia bastante prudente. Mis esperanzas, por lo tanto, estaban puestas en ese viaje que parecía que íbamos a hacer. Era hora de jugar a imaginar cosas. ¿Podemos utilizar la esquina de una puerta para sacar un ojo? ¿Asfixiar a alguien con un cinturón de seguridad? El cinturón de seguridad tenía muchas posibilidades. Podía incluso quitarme unas esposas con él. Pero todas esas oportunidades las iría viendo en su momento. Por ahora, todo lo que sabía es que me iban a llevar ante ese reefer y querían que introdujese el código. ¿Cuánto tiempo de retardo tendría el explosivo? Cinco o diez minutos a lo sumo, dependiendo del tipo de explosivo que llevase. Y la gran pregunta era: una vez activado el sistema, ¿se enterarían los que estaban allí de que iba a explotar?
Noté algo impactando en mi cara. Algo líquido y tibio. Un escupitajo.
—¿O me dirás que eres uno de esos mariquitas que se alistaron para traer la paz al mundo?
—Entre otras cosas —dije—. Y para salvar a las ballenas.
John Lusk se rio. Se diría que estábamos desarrollando algún tipo de relación.
—John, necesito más analgésicos, por favor.
Él se revolvió en su silla.
—No, ya te lo hemos dicho. No habrá más de nada hasta que hagas lo que has prometido. Después…
Se quedó pensativo.
—¿Qué pasará después, John? —le pregunté.
—No lo sé. Supongo que te enviaremos a un hospital en Thurso.
«Thurso», pensé, «por fin un nombre».
—¿Thurso? —me apresuré a decir—. ¿Qué es eso? ¿Una ciudad?
—Sí —dijo John—. Allí hay un buen hospital. Ya verás…
John mentía muy mal. Joder, mentía tan terriblemente mal que era para sentirse ofendido. Estaba claro que planeaban liquidarme en cuanto metiera aquel código en su jodida caja. Quizás por eso no le importaba seguir hablando.
—¿Esa ciudad, Thurso, es donde vamos a ir hoy?
—No, claro que no. Thurso está en el continente. Aunque no deja de ser otra isla —se rio—, pero más grande.
—¿Y está muy lejos?
—A unos cuarenta minutos en ferry. Solo que el ferry no funciona. Hay muy mala mar.
—¿Quieres decir que estamos incomunicados?
—Sí, hombre, llevamos así varios días. —Entonces se dio cuenta de que eso contradecía la historia de que me dejarían salir de allí—. Bueno, basta de cháchara, ¿eh? Se acabó el hablar.
Vale. Me quedé callado y reflexionando sobre esa nueva información. Así que estábamos en una isla no muy grande (ir y volver a la otra punta no suponía más de una hora en coche) y que llevaba varios días incomunicada. Y el punto civilizado más cercano era Thurso, pero ¿cómo podría llegar hasta allí incluso si lograba liberarme de esos tipos?
«La gente del hotel», pensé.
Entonces oímos a lo lejos el sonido de un motor aproximándose. ¿Ya estaban aquí? No es que mi reloj mental estuviera demasiado fino, pero me parecía que solo habían pasado unos quince minutos desde que escuché a Zack gritar de dolor mientras lo acomodaban en el asiento («Lo llevaremos al pueblo a que le echen un vistazo, creo que se le está infectando la pierna») y oí el coche alejarse de la granja.
A John también debió de parecerle muy raro. Al principio se le torció un poco esa sonrisa de hijo de puta ignorante y malvado que había llevado puesta toda la mañana, y un rato después, creo que al mismo tiempo que yo, debió de darse cuenta de que ese motor sonaba diferente. No era el tres válvulas gasolina de su vieja furgoneta, no. Era un coche más moderno y, además, se había parado lejos del establo, quizás frente a la casa.
—Pero ¿qué…? —balbució John Lusk.
Yo me hubiera apostado mi paga de Navidad a que se trataba otra vez del vehículo del día anterior, el de la gente del hotel, y eso me dio aliento. ¿Qué estaba ocurriendo con ellos? ¿Qué clase de rivalidad? ¿Cómo podía yo aprovecharme de todo esto?
John se levantó y se apresuró al pequeño ventanuco. Por la maldición que soltó, estuve seguro de haber acertado. Se quedó en la ventana, pensando en qué hacer. Después vino directamente a la cama. Dejó la escopeta apoyada en la silla y cogió un rollo de papel de cocina. Empezó a hacer una bola de papel.
—Abre la boca —dijo cuando tuvo una bola de tamaño considerable formada en la mano—. Abre la maldita boca y no se te ocurra hacer nada.
La superstición de John sobre mí era tal que quizás pensaba que un tipo atado de pies y manos y con una cuerda al cuello podría matarle de una dentellada (¿o quizás con mi aliento?). Bueno, lo hice. Abrí la boca y el cabrón me metió aquella bola de papel hasta la campanilla. Eso me provocó arcadas y tosí hasta conseguir liberar un poco de espacio para poder seguir respirando bien (tenía un orificio de mi nariz lleno de sangre seca). Después cogió una de las cuerdas que me atrapaban el cuello y la colocó encima de mi boca, apretando con fuerza.
—Así te quedarás calladito —dijo antes de regresar al ventanuco.
En ese momento alguien hizo sonar un claxon.
—Se va a enterar ese hijo de la gran puta —dijo John al tiempo que cogía la escopeta—. ¡SE VA A ENTERAR!
Llegó a la puerta y la empujó con fuerza, pero el viento, casi como una broma, se la devolvió en toda la cara, a lo que John Lusk replicó con una maldición que me hubiera hecho reír si no estuviera sintiendo unas terribles arcadas por aquel bolón de papel que me había metido en la boca. De hecho, al intentar moverla con la lengua empeoré la situación. Tosí y sentí ganas de vomitar, pero si lo hacía, atado como estaba, me provocaría una asfixia de libro. Y lo malo es que tras toser respiré fuerte y me la incrusté aún más en la garganta. Joder, había sobrevivido a un accidente aéreo, a un naufragio en aguas heladas, al cautiverio en la casa de los primos escoceses de Charles Manson y ahora iba a morir asfixiado con una bola de papel.
No, joder. Por puro amor propio tenía que seguir vivo.
Me concentré en respirar por la nariz y tratar de liberar algo de espacio en la boca, pero lo cierto es que, atado de pies y manos, y con el cuello rodeado por una soga, corría un riesgo bastante real de ahogarme.