Carmen

En su sueño Carmen estaba allí, de pie, en la habitación de Amelia, y la tormenta se había recrudecido en el exterior. Estaba sola, no entendía por qué (quizás Charlie y Amelia habían salido a atisbar algo en el mar o en el puerto).

Estaba sola, frente a la radio de onda media, en la que seguía sonando un zumbido. Algo que iba y venía, como el viento. Y la tormenta era una diosa enfadada. Bramaba y lanzaba ráfagas de agua y viento contra el Kirkwall. El resplandor de los relámpagos estallaba de vez en cuando, iluminando las partes más oscuras del hotel.

Seguía atenta a ese altavoz, a ese zumbido que sonaba casi como a película de ciencia ficción, danzando entre sonidos graves y agudos, chirriando y cayendo en broncas frecuencias.

Entonces, de pronto, algo cobró una forma. La forma de una voz.

—Ma… Oig… Ma…

Carmen notó el corazón dándole un brinco en el pecho. Se acercó al altavoz. Aquello sonaba como la voz de alguien gritando a través de la ventisca.

—Ma…

—Dios mío —dijo.

Se sentó en la butaca. Cogió el transmisor. Apretó el botón.

—Oiga. Aquí el hotel Kirkwall en St. Kilda. ¿Me oye? Cambio.

El zumbido revoloteó, hizo un par de piruetas, pero después volvió a concentrarse en esa voz que sonaba tan lejos, casi como si estuviera en el fondo del mar.

—Ma…má… —dijo la voz—. ¿E…r…es… t…ú?

En ese instante un relámpago iluminó la habitación.

Carmen aún sujetaba el transmisor con la mano derecha. Apretó el botón.

—¿Quién habla? —Su voz temblaba. Y la garganta se le había secado de pronto—. ¿Quién está ahí?

Soltó el botón. El zumbido era como una música (ZUIIII) y a veces emitía una especie de sonidos entrecortados (ZAJAJA) que podían confundirse con una risa.

—Ma…má… dón…de… es…tás…

Era su voz. La voz de su cachorro. La habría reconocido entre miles de millones de voces, no le cabía la menor duda.

—¿Daniel? —Ahora notaba algo en su garganta, un tumor de expansión rápida, algo que definitivamente iba a matarla o hacerla reventar—. ¿Hijo mío?

ZZUIIIIIIIIUUUUUUUUUUUZUIIIIIIUU

MAMÁ, MAMÁ

ZUUUUUUUUUUUUUUIJA-JA-JA

—¡Daniel! ¡Daniel! ¡Daniel!

Siguió gritando, como una loca, hasta que todo se perdió en un oscuro sonido y ella se derrumbó sobre la mesa. ¡Estaba vivo! Siempre lo había sabido… Siempre… Pese a lo que le dijeron… Ellos…

Todos esos psicólogos pagados por la GRAN corporación, ¿para qué? El doctor Platanian, Odenssky… Nombres que incluso parecían inventados, como sus malditas pruebas. «Usted ha desarrollado una fantasía delirante, señorita… Perdón, señora». Como sus malditos mapas. «Es físicamente imposible que ellos… ¿Me entiende?». Como sus drogas felices. Pagadas por la gran corporación. ¡Pagadas para que ellos dejasen de protestar! ¡De buscar!

Pero ella le había encontrado. Volvió a levantarse y cogió el micro.

—Daniel… ¿Dónde estás? Por favor, cariño, si me oyes… Descríbeme ese lugar… Saldré de aquí… Iré a buscarte.

Las lágrimas le caían en el muslo y mojaban sus vaqueros.

—¿Daniel?

La música de zumbidos creció como si un organista diabólico hubiera apretado todas las teclas al mismo tiempo. Rugió un acorde disonante y en el fondo, pequeña como una perla enana, Daniel dijo algo más antes de desaparecer:

—Es…ta…mos… a…qu…í.

—¡Daniel! ¡No te vayas! ¡No!


Se ahogaba y pataleó como en un estertor, hasta que por fin recobró la respiración. Tenía la cara bañada en lágrimas. Los dientes doloridos de tanto apretar. El corazón acelerado en el pecho.

La luz del día se colaba por las cortinas de su habitación. Afuera, las gaviotas graznaban un desafinado canto mañanero. No había radio, ni Daniel. Había sido una pesadilla. Otra de sus maravillosas pesadillas.

Todavía podía oír la voz de su pequeño hablando por la radio. La voz tan perfecta, tan bien conservada por su maldita cabeza. «Qué real», pensó. ¿No dicen los médicos que el cuerpo humano es un milagro de la autodefensa y la supervivencia? ¿Por qué se empeñaba su cabeza en autodestruirse de esa forma?

Se fue relajando tras la conmoción del sueño. Sus encías fueron distendiéndose y el corazón volvió a su sitio. Sin embargo, había un aspecto de la pesadilla que se mantenía firme como un sabor amargo. El doctor Platanian, aquel nombre que en castellano sonaba tan ridículo. ¿De qué recóndito archivo de su memoria lo había sacado?

Se levantó y caminó hasta la ventana. Apartó las cortinas y abrió las contraventanas para dejar entrar la poca luz de la mañana.

«Oh, Dios… Dios mío…».

Escuchó bocinas en el puerto, pero no lo atribuyó a nada. Pensó que era el Gigha llegando a puerto, aunque ¿no era demasiado pronto? Pero ¿qué hora era?

«Daniel. Qué real era. Qué real…».

Casi sin pensarlo, abrió un cajón del secreter que había bajo la ventana. Sacó de allí una pequeña fotografía de 10 × 15, a color. JULIO DE 2003, escrito en el reverso.

Estaban los tres. Dani tenía una especie de salacot en la cabeza. Algo que habían encontrado en la despensa de la casa de alquiler. Álex llevaba puesto un sombrero de paja. Y miraban a la cámara riéndose. Tenían la cara manchada de crema solar. Daniel solo tenía cuatro años. Había perdido una paleta al caerse, un mes antes, contra el respaldo de una silla, pero aun así sonreía con todas sus fuerzas. Ella tenía las dos manos cruzadas sobre su pecho. Protectora. Disfrutando de ese pequeño y amado cuerpo.

«Qué real… Qué real», pensó recordando la voz de su sueño.

No sacaba la foto muy a menudo. Solo de vez en cuando se exponía a ese autoflagelo. Pero aquella mañana, después de esa pesadilla tan… ¿Cómo definirla? ¿Ultrarreal? ¿Precisa? (la voz de Dani estaba clavada, la verdad), había necesitado verla.

Sonaron de nuevo las bocinas del puerto. ¿Qué ocurría? Sorbió por la nariz, se limpió las lágrimas y apartó un poco la cortina. ¿Vendría hoy el ferry? Quizás las predicciones habían sido demasiado catastrofistas, como siempre.

Y quizás Charlie se largase en él.

Oh, Charlie. Charlie…

Dejó la ventana abierta y se dirigió al baño ensuite. Se desnudó frente al espejo y observó su cuerpo delgado y pálido. Unas buenas caderas y unas piernas que aún conservaban el tono de los tiempos en los que corría todos los días. Unos senos pequeños con dos grandes pezones que parecían de color negro. No le hubiera importado ofrecerle todo eso a Charlie la noche anterior.

Charlie…

Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua comenzara a emanar vapor. Y mientras esperaba y la sobrecogedora sensación de su pesadilla se iba desvaneciendo, se preguntó cómo habría quedado la cosa.

Anoche, con todo el episodio de Amelia y su radio, ella aprovechó para desaparecer. El centro de salvamento de Thurso llamó de vuelta para informar de que no faltaba ni un solo barco de la flota, y que tampoco habían recibido nada en los canales de emergencia. Amelia juró y perjuró que allí fuera había alguien «en apuros» y los de Thurso le respondieron que era demasiado peligroso salir al mar en una noche así, y más para buscar una aguja en un pajar; una aguja que apenas había dicho dos frases por radio, entrecortadas y borrosas, a una mujer de setenta y tres años. Y dieron el SOS por inválido. Quizás era un mensaje entre barcos, le dijo Charlie, puede que informando de un incendio a bordo, alguna cosa que tuviera una explicación menos trágica o inquietante que un naufragio.

El caso es que Carmen dijo que se iba a fregar los platos, aunque cualquier excusa hubiera sido buena. Y cuando terminó el fregado y se asomó para dar las buenas noches, Charlie y Amelia todavía seguían en la radio. «Estoy hecha polvo. Me voy a dormir», dijo, evitando mirar a Charlie, aunque notaba sus ojos clavándose en ella. Claro, es que la cosa había quedado a medias. Pero a esas alturas, ella ya había decidido que «no iba a pasar». Ya está. Volvería a su habitación, se metería debajo del edredón nórdico y se diría a sí misma que era lo mejor que podía hacer. No le apetecía dar demasiadas explicaciones.

Entró en la ducha y se dejó abrazar por el agua caliente. Entonces se le ocurrió lo que podría haberle dicho a Charlie. Y lo dijo, susurrando bajo el agua caliente:

—¿Sabes algo, Lomax? Acabas de joder el momento. Casi hubiera preferido que no me contaras lo de Jane, de verdad. Hubiera sido mucho mejor que me emborracharas, me llevaras a la habitación y echásemos un señor polvo aunque fuera a espaldas de tu novia. Pero ahora… bufff. Ahora me has hecho sentirme como una puta revientaparejas.

El timbre de la recepción sonó cuando estaba en la ducha, disfrutando de ese pequeño placer del agua hirviendo que la Electrolux del sótano le regalaba cada mañana. Quizás por eso tardó en conectar el sonido del timbre con la idea: «Hay alguien llamando a la puerta del hotel».

—¡Joder!

Saltó fuera de la ducha y se enrolló una toalla.

—No, joder. No puedes bajar en toalla. ¡Vístete!

Desde más o menos septiembre, habían acordado que ella se encargaba de la recepción hasta el mediodía. La artrosis de Amelia estaba ya en una etapa en la que las mañanas eran un pequeño infierno para ella. Se despertaba rígida como una tabla y tenía que dedicar al menos media hora a hacer ejercicios de calentamiento, seguidos de una larga ducha caliente hasta que el deshielo de sus articulaciones le permitía caminar con la ayuda del bastón (el andador, que guardaba en algún sitio de su despensa, todavía llevaba el precio puesto).

Carmen repitió los vaqueros de la noche y se enfundó su camiseta de Ryan Adams antes de salir por la puerta y bajar las escaleras a saltos. Llegó a la recepción, giró la llave, quitó el pasador y recordó sonreír antes de abrir la puerta.

Al otro lado se encontró a los inesperados clientes: Gillian y Nevin Moore, los sobrinos de Didi.

—¡Vosotros! —exclamó Carmen, todavía respirando fuerte.

Los dos muchachos esperaban con cara de vergüenza sin atreverse a pasar un metro más allá del felpudo. El carillón tibetano encadenó varios acordes y terminó apagándose.

—Chicos —dijo Carmen—. ¿Qué pasa?

Gillian era la hermana mayor. Era de esas chicas que se ponen rojas cuando tienen que hablar en público y, además, parecía estar un poco nerviosa. Afuera lloviznaba y el viento se había calmado un poco, pero no era el mejor clima del mundo para estar esperando. Gillian dio un par de pasos dentro de la recepción y su hermano la siguió.

En ese mismo instante apareció Amelia también por ahí, con la bata de algodón azul y el bastón.

—¿No es un poco pronto para venir a pedir galletas?

—Nos manda Didi —arrancó a decir Gillian—. MacMaster y los demás del Kosmo han encontrado una cosa a la deriva esta mañana.

—¿Una cosa?

—Una caja —dijo Nevin—. Un contenedor, señora.

—No es un contenedor, y cállate cuando hablo —Gillian dijo esto al tiempo que le daba un cachete—. Bueno, parece un contenedor, pero es bastante raro. Estaba flotando, dicen, a varias millas al este de la planta petrolífera. Lo han remolcado hasta el puerto y descargado en el malecón.

—Dicen que puede ser radioactivo —añadió Nevin.

—Se dice radiactivo, idiota.

—¿Qué? —preguntó Amelia—. ¿De qué demonios habláis? Espero que esto no sea una broma.

—¡Se lo juro, señora! —respondió Gillian con los ojos lagrimeando—. Nuestra tía dijo que subiéramos a buscar al señor Lomax porque hay algunas inscripciones y cosas en las paredes del contenedor que nadie entiende. ¡Por eso nos han mandado a buscarle! ¡Y nosotros tenemos que irnos pronto porque queremos coger el ferry de la mañana!

Amelia y Carmen se cruzaron una mirada.

—Bueno, un momento —dijo Carmen—. Subiré a buscar a Charlie.

Se apresuró escaleras arriba y recorrió el pasillo hasta la 108. Llamó a la puerta dos veces y Charlie abrió. Tenía los pantalones puestos pero el torso (un bonito torso) al descubierto.

—¿Sí?

El tono de Charlie era un gruñido.

—Perdona que te moleste…

—No, tranquila, dime.

—Los sobrinos de Didi están en la puerta. Dicen que los pescadores han encontrado algo a la deriva. Una especie de contenedor raro. Didi opina que deberías verlo.

—¿Un contenedor? —dijo Charlie frunciendo el ceño. Después arqueó las cejas y sonrió un poco—. Vale. En fin. Me pongo una camisa…

Charlie se terminó de vestir y bajaron a la recepción. Allí, los Moore repitieron lo mismo que les habían dicho a Carmen y a Amelia, con la novedad de que habían sido los marineros del Arran (el otro pesquero del puerto) quienes habían ayudado a los del Kosmo a remolcar aquel contenedor.

—¿Habéis visto esos extraños símbolos alguno de vosotros? —preguntó Charlie—. ¿Los de esa caja?

Nevin asintió con la cabeza mientras masticaba una tostada.

—Sí, señor. Yo.

—Sí —dijo su hermana—. Nevin estaba en primera fila cuando lo descargaron.

—Veamos. ¿Tenéis un papel y un bolígrafo por aquí, Amelia?

—En la mesa —dijo la mujer.

Carmen se deslizó tras el mostrador y sacó el bolígrafo que dormía atrapado en el libro de reservas desde hacía por lo menos cinco semanas. Después cogió uno de los folletos turísticos de la Torre Knockmanan (nada de trípticos a todo color, en St. Kilda bastaba con una fotocopia en una hoja de color rosa) y le dio la vuelta.

Charlie dibujó en el centro del papel, rodeado de tres franjas curvas, el símbolo de la radiactividad. Se lo mostró a Nevin y le preguntó si era ese el que había visto pegado en el contenedor. El muchacho negó con la cabeza.

—Ese no.

—¿Seguro? —insistió—. ¿Quizás había una calavera y una especie de rayos eléctricos?

Nevin volvió a negar.

—No. Era otra cosa.

—Ok —respondió Charlie pasándole la mano por aquel cabello color zanahoria—. Posiblemente sea carga que se habrá desprendido de algún transbordador, pero vayamos a echar un vistazo.


Disponían de uno de los pocos coches que había en la isla. Un Rover Defender que el difunto Frank Doyle había comprado y hecho llegar a St. Kilda una década atrás. Era una chatarra con la que iban a buscar a los clientes que llegaban del ferry («Servicio de pick-up gratuito», como anunciaba su publicidad) y que también salvaba las dos millas que distaban entre el hotel y la calle comercial de Portmaddock. En días lluviosos, era la mejor forma de llegar al pueblo en un estado presentable.

Amelia despidió a los hermanos Moore con sendos paquetes de crusty sweets.

—Avisadme si resulta que han encontrado el tesoro del capitán Drake —dijo desde la puerta de la cocina.


Main Street era la única calle de toda la isla, en sentido estricto. Lo demás eran sendas o caminos asfaltados pero sin una sola señal de tráfico (aunque en Main Street solo había un stop, una señal de treinta millas por hora y un ATENCIÓN BACHES). La «Avenida», como la llamaban los parroquianos, empezaba siendo un par de casas y terminaba convirtiéndose en el núcleo de negocios y viviendas que se acumulaban junto al puerto.

Para ser cien almas en St. Kilda, el nivel de servicios no estaba del todo mal: el café de Ann Moore (regentado por su hermana Didi desde hacía un año), el pub Poosie Nansie y el Fish and Chips de los Malone. ¿Quién da más para una roca perdida en medio del mar? Todo eso, por supuesto, tenía mucho que ver con la vieja plataforma de petróleo de la compañía Marsh, cuya silueta aún podía verse en los días claros, a quince millas de la isla en dirección sudoeste. Durante la construcción y la vida útil de aquel monstruo de chatarra, St. Kilda había sido el punto más cercano a la planta y eso había propiciado el pequeño desarrollo del puerto. En aquellos días felices, le contó una vez Amelia, había incluso que hacer reservas para dormir en el hotel. Todo hasta que la plataforma «chupó» la última gota del sedimento doce años atrás y, tras algunas prospecciones y reintentos, los mandamases dijeron que no había nada que hacer. «Quizás volvamos a intentarlo, por ahora dejaremos ese montón de chatarra en medio del mar, si no les importa».

Y la gente protestó, pero ¿a quién le importaban cien locos viviendo en una de las islas más alejadas de Escocia? Como siempre, el pueblo llano y pobre tenía todas las de perder.

—¿Puede dejarnos aquí? —dijo Gillian—. Es que nosotros nos vamos en el Gigha.

—Si es que viene —dijo Nevin.

—No seas gafe, Nevin —replicó su hermana—. Claro que vendrá.

Carmen frenó y los dejó marchar deseándoles una feliz Navidad.

Había gente esperando en el embarcadero del ferry, una docena de personas con maletas de mano y bolsas entre los que Carmen reconoció a los dueños del Poosie Nansie, Duncan y Helen. Su decisión de cerrar el único pub de St. Kilda por Navidades había suscitado polémica en el pueblo. Ahora ya solo quedaba el Club Social para poder beber cerveza. Y solo de lata.

La otra pequeña multitud se arremolinaba en la otra punta del muelle, en la zona de carga de los pesqueros. Allí se veía un barco amarrado y «algo» posado sobre la piedra.

—Joder —dijo Charlie al ver la multitud que se arremolinaba allí—. Espero de verdad que eso no sea radiactivo, o muchos se van a quedar calvos muy pronto.

La llegada del Defender atrajo la atención del gentío, que se situaba alrededor de un objeto de gran tamaño recién descargado del Kosmo, un orgulloso pesquero de color rojo que aún tenía su grúa desplegada sobre él.

Vieron a Keith Nolan, el alguacil (el sheriff, como lo llamaban en St. Kilda), y a Gareth Lowry, el jefe del consejo, charlando con algunos paisanos. Para Carmen, eran como el gordo y el flaco. Nolan, un tipo enjuto, arisco, que hablaba casi sin mover la boca, como un ventrílocuo (lo que hacía que Carmen fuese incapaz de entenderle la mayoría de las veces) y Lowry, alto, espigado y sonriente. Pelo blanco rizado, ojos verdes y sonrisa de político besaniños. Y siempre iban juntos a todas partes.

—¡Eh, Lomax! —exclamó Gareth Lowry—. Mire qué pescado tan raro han sacado del mar esta mañana.

Algunas risas apoyaron aquel saludo.

Lomax y Carmen se acercaron y la multitud se abrió como si Charlie fuera un doctor que viniera a pasar consulta. Aunque Carmen no recordaría bien todas las caras que vio rodeando La Caja por primera vez, no olvidaría que Lorna Lusk también estaba allí. Fumando uno de sus cigarrillos, vestida como siempre de negro, con sus gruesas piernas asomando encima de unas botas de goma. Al pasar junto a ella, Carmen percibió su rancio olor, mezcla de naftalina, tabaco y humedad. Y sus ojos llenos de odio —de un odio que jamás había logrado entender— fijos en ella.

Y así, casi sin darse cuenta, terminaron ellos también frente a aquello que habían encontrado los pescadores y que ahora descansaba sobre el malecón de piedra.

La Caja.

No era el tesoro del capitán Drake, precisamente, y lo cierto es que, tal y como había dicho Nevin Moore, parecía uno de esos contenedores como los que transportan los cargueros. Pero había algo en esa caja que la hacía diferente, pensó Carmen. El acero negro brillaba de una forma extraña, con esos símbolos pintados en su superficie. Además, estaban los dos flotadores cilíndricos de color amarillo, que parecían la causa probable de que aquella mole no hubiera acabado en el fondo del mar. ¿Quién le pondría flotadores a algo que no tuviera valor?

—¿Qué le parece? —le preguntó Lowry a Charlie.

Charlie no respondió de inmediato. Rodeó la caja en silencio, mirando arriba y abajo con el ceño fruncido, concentrado y a la vez sorprendido, igual que todos los que estaban allí. Mientras tanto, solo roto por el viento, se había hecho un silencio sepulcral alrededor del objeto. Al otro lado, con los brazos cruzados estaban —supuso Carmen— los pescadores del Kosmo, y quizás también los del Arran. Sus impermeables de plástico aún calados hasta el gorro. Sus botas. Expresión de intriga en sus rostros. Y también de cierta preocupación.

Al fin Charlie terminó de dar la vuelta.

—Es un contenedor refrigerado —dijo al llegar junto a Lowry y elevando un poco la voz para que el resto pudiera oírle—. Eso es lo primero que se puede dar por sentado. Tiene un bonito aparataje ahí atrás. Un depósito de líquido refrigerante y una batería autónoma. Y también un cuadro de mando acoplado a un lado. Es bastante sofisticado, la verdad.

—¿Puede ser peligroso? —preguntó Nolan.

—Ese símbolo de ahí atrás indica que lleva un depósito de gas líquido, posiblemente nitrógeno, para la refrigeración. Pero no hay ningún otro símbolo que especifique un peligro evidente.

—¿Y qué le parece la cerradura? —preguntó entonces uno de aquellos pescadores—. ¿Alguna vez ha visto algo así?

Charlie se acercó a La Caja y observó la gruesa pieza de metal que abrazaba los cierres del contenedor. Era de un color ligeramente más claro que el resto, pero también de acero o de alguna aleación metálica. Como la caricatura grandilocuente de un candado.

—Diría que es una cerradura electrónica —dijo Charlie—. Aunque jamás he visto una igual. Parece estar blindada.

—Como el resto de la caja. Esto no es chapa precisamente —dijo un barbudo pescador, Ewan McRae, golpeando el metal.

Sus golpes retumbaron de una forma extraña en los oídos de Carmen.

—¡No lo toques, Ewan! —gritó alguien—. A ver si te vas a poner de color verde.

Hubo unas cuantas risas y comentarios. La gente estaba nerviosa, como era natural.

—¿Y qué hay de esos símbolos en la puerta? —dijo Lowry entonces—. ¿Los reconoce?

Lowry se refería a una señal serigrafiada sobre la puerta. Un par de letras y un número. Y debajo, una especie de óvalo con dos equis en su interior.

—No responde a ningún estándar, al menos que yo conozca —respondió Charlie—. Supongo que será una referencia interna de la compañía propietaria. ¿Han hecho alguna llamada al respecto? Quizás algún carguero tuvo problemas la noche anterior o…

De pronto, Charlie miró a Carmen y ambos pensaron lo mismo: esa extraña transmisión de emergencia que solo Amelia Doyle parecía haber captado. Pero antes de que pudiese decir otra cosa, se escucharon rumores entre los pescadores y Lowry mostró su sonrisa de reptil antes de hablar:

—¿Llamar a quién, señor Lomax?

—Pues supongo que al mando naval o…

—Verá, señor Lomax —le interrumpió uno de los pescadores—. Los contenedores se pierden, ¿sabe? Hay miles flotando en el mar. Alguien, alguna aseguradora habrá pagado ya por este.

—Lo han pescado los del Kosmo y a ellos les pertenece —dijo una mujer desde otro lado—. Eso es lo que mi marido quiere decir.

—Los del Kosmo y los del Arran —replicó otra voz a todo volumen. Era un pescador llamado Niam MacMaster, que iba todavía vestido con su impermeable verde oscuro—. No se olviden. Sin nosotros no hubieran podido arrastrarlo al puerto. Han sido los brazos de Ngar los que lo han amarrado —dijo señalando a un gigante de color que sonrió jaleado por sus compañeros.

—Escuchen, escuchen —dijo Charlie forzando una sonrisa—. Todo esto me parece muy bien. Comprendo que tengan sus ilusiones al respecto de lo que han sacado del mar, pero esto no es un contenedor al uso. Aquí no viajan cosas de valor…

—¿Y usted qué sabe? Si lo han cerrado así de bien será por algo.

—Puede que sea peligroso —respondió Charlie.

Esa palabra provocó una retracción en los rumores.

—Pero usted no ha visto ningún símbolo de peligro —replicó Nolan.

—Eso es… —dijo Lowry.

—Que no se vea no significa que no lo haya —empezó a decir Charlie, pero se interrumpió—. ¿Qué es lo que piensan hacer con él? ¿Abrirlo?

—Bueno, si nadie lo reclama en un tiempo…

—Es un contenedor refrigerado —insistió Charlie otra vez—. Eso significa que la carga es orgánica o química. Y no creo que se trate precisamente de pescado. Nadie le pone flotadores y una cerradura electrónica a un montón de atún. Lo siguiente que se me ocurre es algún tipo de explosivo inestable, gas líquido, o si me dejan fantasear, incluso algo bioquímico, como un virus. ¿De verdad quieren darle soplete? Podría estallar y llevarse medio pueblo por delante.

Las miradas se ensombrecieron un poco.

—Precisamente por eso lo haremos en un sitio apartado —dijo Lowry con esa sonrisa tan farisea que ponía a veces—. Los chicos han pensado en la antigua lonja de pescado de TransArk, y allí se quedará hasta que decidamos qué hacer con él. Esta noche hay asamblea y se discutirá la manera de proceder.

—Pero ¿por qué no piensan al revés? —contraatacó Charlie—. Estoy de acuerdo en que parece algo importante, y quizás su dueño esté dispuesto a dar una buena recompensa por él. Dinero contante y sonante. Pero por supuesto no habrá trato si ustedes malogran la mercancía intentando abrir la caja por sus propios medios.

—Eso es verdad —dijo Carmen, que ya sentía que Charlie se estaba quedando demasiado solo en aquel debate.

La idea pareció calar entre los pescadores e incluso el propio Lowry se había quedado pensando con la mirada perdida en alguna parte.

—¿Y qué es lo que plantea entonces, señor Lomax?

—Bueno, sacaremos unas cuantas fotos y haremos esa llamada por radio…

—¡Y les entregaremos el asunto en bandeja! —le interrumpió una voz que sonó como el graznido de una gaviota.

La voz había surgido a sus espaldas, pero Carmen no tuvo que girarse para saber quién era su dueña.

Lorna Lusk se adelantó hasta la primera fila y se colocó frente a Charlie en una posición casi de pelea. Era una mujer robusta, de la misma altura que él. Carmen llegó a temer que lo cogiera por la camisa. Charlie no era lo que se dice un tipo agresivo. Además, era el clásico idiota que no pegaría a Lorna solo porque era mujer.

—Eso es lo que quiere, ¿verdad? —le inquirió Lorna—. Llamar a Edimburgo cuanto antes. ¿Y qué pasará entonces? Yo se lo diré.

—No quiero llamar a nadie —respondió Charlie moderando su voz—, pero creo que es mejor saber a qué nos enfrentamos antes de hacer una locura.

—¿Sabéis lo que pasará? —dijo Lorna dándose la vuelta y hablando para todo el mundo—. ¿Sabéis lo que pasará si hacemos una sola llamada y hablamos de esto?

—¡Que se lo llevarán! —respondió alguien.

—¡Exacto! Pondrán una de sus leyes como excusa y nos dejarán como siempre, con una mano delante y otra detrás. ¡Eso es lo que pasará!

Lorna no era precisamente el personaje más popular de St. Kilda, pero aquellas palabras suyas arrancaron una buena cantidad de aplausos y frases de aprobación.

En aquel instante, casi como un efecto bien orquestado, oyeron la bocina del ferry. Todo el mundo miró al mar, por donde había aparecido el Gigha, aproximándose lentamente sobre un mar encrespado.

—Vaya, así que han conseguido venir —dijo Lowry.

Y alguien, aunque no supieron exactamente quién, dijo:

—Bueno, pues están ustedes a tiempo de marcharse antes de que hagamos volar la isla.

Los presentes estallaron en una carcajada y de pronto aquello había vuelto a recobrar el aire festivo y despreocupado que tenía cuando Charlie y Carmen habían llegado.

Charlie hizo un último intento acercándose a Gareth Lowry.

—Hay una ley, Gareth, de mercancías extraviadas en alta mar. Usted debe…

Lowry sonrió y palmeó el hombro de Lomax como si fuera un niño que hubiera de tranquilizar.

—Relájese, Lomax. Hoy habrá una asamblea y decidiremos qué hacer, ¿eh? Y miraremos esas leyes suyas… Pero, por lo pronto, Nolan y yo somos la autoridad en St. Kilda y decimos que, provisionalmente, la caja pertenece a los…

En aquel instante, según el Gigha se iba aproximando al puerto, vieron acercarse el tractor de Iriah Brosnan desde Main Street.

—¿Pueden mover ese coche? —dijo Nolan señalando el Defender—. El tractor tiene que llegar hasta aquí mismo.

—Esto es una locura y lo saben —respondió Lomax.

Lowry, de nuevo con una sonrisa cobarde, hizo un gesto para que Lomax bajara la voz, casi como si alguien fuera a saltarle los dientes si no lo hacía. Carmen lo cogió del brazo y tiró de él antes de que a alguien se le cruzaran los cables.

—No es el momento —le dijo—. Ahora no, Charlie.

Lomax se dejó convencer y ambos llegaron al Defender. Carmen metió la marcha atrás y salieron de allí.

—Están absolutamente locos —dijo Charlie.

Carmen observó a Lorna Lusk y al resto de los pueblerinos rodeando aquella caja. Lo cierto es que a Charlie no le faltaba razón: tenían todo el aspecto de una cuadrilla de locos.