Carmen

No iba a recordar ese sueño hasta más tarde, ni tampoco sabría cuándo lo soñó con exactitud, pero fue justo entonces.

Charlie bajaba por Corbbet Hill un poco borracho, vestido como la noche en que desapareció. Se alejaba del Kirkwall hasta quedarse parado a medio camino y miraba atrás, hacia las luces de la cocina que podían verse desde la distancia.

«Deberías volver y pedirle perdón», pensaba. «Sabes por todo lo que ha pasado y, aun así, te atreves a presionarla. Eres un idiota. Un maldito idiota».

Carmen podía ver sus pensamientos y sus emociones entremezcladas, casi como una experiencia lisérgica. ¿Era una fantasía u ocurrió realmente así? En esa isla, donde las voces se entreveraban con los sueños, ya nadie podía estar seguro de nada.

Con una mezcla de excitación y de miedo —convenientemente amortiguado por la autoconfianza que le brindaba la sobredosis de Talisker—, Charlie emprendió su camino a Portmaddock.

Aún tenía algo que hacer. A fin de cuentas, nadie le iba a pasar por encima, darle dos tortazos y humillarlo gratuitamente, como esa mañana frente a la lonja de TransArk. Esa era una parte de la personalidad de Charlie Lomax que raras veces salía a la superficie, pero el ingeniero tenía su orgullo, como cualquier hombre, y esa noche estaba dispuesto a ejercitarlo aunque eso significara arriesgar el pellejo un poco. Que Carmen le hubiera dado esa respuesta tan fría también ayudaba bastante, claro. A veces un hombre necesita restaurar su dignidad de cualquier manera, aunque sea haciendo una tontería.

Y eso era lo que Lomax estaba a punto de hacer.

El Club Social tenía las luces apagadas y la puerta cerrada, pero Charlie conocía algunos trucos a esas alturas. Por la parte de atrás, a través de unas escaleras, se accedía al pequeño almacén municipal, donde Nolan guardaba las señalizaciones especiales, las vallas y un centenar de sillas de madera que se utilizaban para los raros eventos al aire libre del pueblo. Y del almacén al despacho del sheriff solo se interponía una puerta bastante fácil de abrir, sobre todo porque la llave estaba escondida en la caja de los plomos.

«Ellos han roto su promesa», pensaba Lomax, «así que yo puedo romper la mía».

El despacho del alguacil estaba a oscuras, pero Charlie no necesitó luz alguna para manejarse en su interior: había estado allí esa misma tarde, sin contar un buen número de reuniones con Nolan y Lowry.

Tomó asiento en la cómoda butaca de cuero de Nolan y se giró sobre su eje, que chirrió indiscretamente en el silencio de la noche. Buscó a tientas los auriculares de la radio y se los colocó sobre los oídos. Después apretó el interruptor, un botón negro en un lateral de la máquina, y se iluminaron unas cuantas luces, incluyendo el panel del dial, indicando que estaba en el canal 6.

—¿Thurso? —dijo en voz baja—. ¿Hablo con rescate marítimo?

En ese momento, al escuchar su propia voz rompiendo el silencio de aquella habitación, pensó por primera vez en la locura que estaba cometiendo. ¿Es que no había tenido suficiente con ver la cara de locos de McGrady y los demás?

—¿Hay alguien ahí? —repitió.

Era el mismo dial por el que había visto hablar a Nolan esa misma tarde, pero lo único que pudo escuchar cuando soltó el botón de interlocución fue… nieve…

—Mi nombre es Charlie Lomax, les hablo desde St. Kilda. ¿Me oye alguien? Necesito comunicarme con el mando naval o la policía. ¿Hola?

Soltó el botón otra vez y la radio solo devolvió esa especie de zumbido fluctuante, como si un pequeño demonio se dedicara a tocar una flauta desafinada dentro de esa caja negra.

La caja negra. Su ojo. La intensa sensación de que alguien «le había visto».

Un ruido al otro lado de la puerta le sobresaltó. Algo se había estrellado contra el suelo en el almacén. Una de esas malditas sillas de madera, seguramente.

Hizo un ruido muy fuerte y después Charlie se quedó callado, esperando oír algo más. Joder, ni se había planteado que Nolan o algún otro parroquiano pudiera estar montando guardia ahí fuera. Se levantó de la silla y fue a mirar. Abrió la puerta y observó la sala de espera. Nadie. No contento con eso, la cruzó y se asomó por las escaleras. Tampoco, ni un alma.

Regresó entonces a la pequeña sala y volvió a tomar asiento frente a la radio, que seguía encendida, emitiendo nieve y más nieve. Adelantó la mano para coger los auriculares pero no los encontró. Entonces palpó a lo ancho de la mesa en busca de ellos… ¿Dónde estaban?

Percibió un movimiento en la oscuridad, pero apenas le dio tiempo a reaccionar.

Algo rodeó su cuello y notó un brazo sujetarle por detrás. O dos, o tres. En realidad nunca lo iba a saber.

Eso que se movía frente a él resultó ser una silueta emergiendo desde la penumbra.

Un hombre vestido con esa gabardina de pescador.

—¡Socorro! —logró gritar en su última interlocución por la radio. Entonces alguien le atrapó la mano y la sostuvo con fuerza.

Rodearon su cuello con el cable del transmisor y tiraron de él con una fuerza increíble. El aire dejó de correr por su garganta.

Lo intentó con todas sus fuerzas, pero era como si lo hubieran enterrado en hormigón. En medio minuto sintió que los pulmones le abrasaban. El dolor del cable en su garganta se convirtió en la última cosa que iba a sentir en su vida.

Carmen gritó en sueños, en la oscuridad en la habitación. Pero no llegó a despertarse. De todas formas, la pesadilla acabó en cuanto Charlie dejó de agitarse en ese nudo de brazos que lo sujetaban.