Dave

Llevaba un abrigo de hielo, un casco de espinas en la cabeza, una máscara de sangre sobre los ojos.

«¡Corre, Dupree, por todos tus malditos muertos, mueve ese culo de cemento!».

En el más absoluto dolor, tanto que se confundía con el vacío, podía escuchar mi respiración, lenta, muy lenta. ¿Estaba vivo? ¿Cómo se puede estar vivo en esa cámara de dolor rojo?

Cerré los ojos. Traté de pensar en algo bonito, pero nada me vino a la cabeza. Solo el ruido de mis pulmones y aquel silbato del capitán Davis.

Era como si me encontrara en lo más profundo de una tubería. Y a lo lejos, a unos mil kilómetros, se veía la desembocadura, un punto de luz en el que parecía estar sucediendo algo. ¿El qué? Oscuridad, frío… Pero yo ya estaba bien adentro y seguía hundiéndome. Iba en la dirección opuesta. Ahí abajo había más silencio y cierta sensación de calor. Pero entonces alguien me habló. Era el capitán Davis. O mi padre, no estoy seguro. Era una voz penetrante, una de esas voces que no puedes dejar de escuchar.

«¡Culo de cemento, eres un perdedor! ¡Abre los malditos ojos y actúa!».

De acuerdo, estaba claro: era el capitán-instructor Davis y me estaba gritando en el oído. Soplaba en su silbato amarillo con todas las fuerzas de su rechoncho y jodido cuerpo de capitán chusquero. «¿Puedes dejar de silbarme en los putos oídos, Davis? Deben de haber pasado por lo menos quince años desde la graduación y ya no soy ningún novato. Si no fuera por el rango, te soltaba un soplamocos».

«Pues abre los malditos ojos, Dupree».

Lo hice. Mi nombre es «Siempre a la orden» y mi apellido, «Me gusta sufrir». Tuve que dar la vuelta y empezar a trepar por aquel túnel, en dirección a la salida, mientras notaba algo irritante en los ojos, algo que me molestaba enormemente. Pero no podía quitármelo de la cara porque tenía los brazos inmovilizados en aquella estrecha tubería. Tenía que salir de allí primero («Abre los ojos») y llegar a lo alto de aquel tubo («Abre los malditos ojos»).

Lo conseguí (aunque solo mentalmente, por supuesto, solo mentalmente). Abrí los ojos y un líquido irritante se coló en ellos. Me limpié con una manga. Después volví a abrirlos. Todo estaba a oscuras. El mundo estaba girado, del revés. Una luz naranja daba vueltas. ¿Una ambulancia? Pero no se escuchaba nada, ni una sirena, ni un quejido, solo una especie de colosal gruñido metálico, como si algo muy grande se estuviera aplastando contra otra cosa. También podía escucharse el sonido del agua burbujeante, entrando a chorros por alguna parte. Todavía no sabía dónde estaba, pero en la Escuela de los Cabezas de Chorlito nos enseñan a despertarnos en la oscuridad, confundidos, pateados y diciendo «BuenosDíasQuieroMiDesayuno».

Mi cuerpo comenzó a enviarme señales. La primera y más aguda, una sensación dolorosa en la parte derecha de mi cráneo. Palpé la frente hasta notar una larga brecha de unos cinco centímetros. De ahí venía el líquido irritante: sangre. Sangraba a chorros, aunque parecía solo una herida superficial.

Llegó la segunda señal, dolor en el costado. Llevé la mano ahí. El uniforme no estaba roto ni tampoco parecía haber sangre. Una contusión. Cuidado con las costillas rotas al levantarte. Y, hablando de eso, ¿cómo vamos de piernas? Traté de moverlas, suavemente, primero una y después la otra, y parecía que el mecanismo seguía allí. Pero había sensación creciente de malestar. Era el frío. La humedad. Estaba sumergido en el agua, y eso concordaba con ese ruido que se escuchaba en alguna parte. Sonaba como mucha agua, como un barco hundiéndose en el océano. Y esos quejidos monumentales, como el acero sometido a una fuerte presión en un desguace de coches.

«El avión, Dave. Estamos en el mar. Nos hemos estrellado y ahora nos hundimos. Debes despertar, hijo mío, tienes una oportunidad y debes aprovecharla».

La luz naranja giraba como una peonza. Traté de enfocar mis ojos en ella, seguí aquel haz con la mirada y observé las paredes. Todo estaba girado, mal colocado.

—¡Nos hundimos! —intenté gritar, pero mi garganta y mis pulmones solo devolvieron un patético sonido—. ¡Pavel, Alex!

Mi voz reverberó en aquel silencioso y oscuro espacio, y la sangre me volvió a empañar la vista. Me limpié de nuevo y observé la luz naranja. Por supuesto: era una de las luces de emergencia del techo del C-17.

—¿Hay alguien ahí? —volví a gritar—. ¿Podéis oírme?

Traté de ponerme en pie. Parecía que las piernas estaban en su sitio. Una me dolía, pero era lo normal tras un fuerte golpe. Los músculos tiraban correctamente y los huesos resistían. Conseguí ponerme a cuatro patas y las costillas me saludaron con un latigazo de dolor, pero me pareció que no estaban rotas. El agua me llegaba por la mitad de los antebrazos y los muslos. Agua helada. La probé y confirmé que era salada. Estábamos en el puto océano, joder.

El puto océano se estaba tragando el avión.

Busqué en la oscuridad hasta que encontré algo a lo que asirme. Tiré con fuerza y me puse en pie. Me mantuve agarrado a aquello. Se movía adelante y atrás, como un gran bulto dormido. Avancé mi mano hasta que toqué piel. Aquello era un rostro. Lo recorrí con la mano, palpé su nariz, su boca abierta, hundí mis dedos en su cabello. Aún estaba caliente.

—¿Pavel? —le pregunté a aquella forma en la oscuridad.

Pero no respondió. Entonces, según recorría la otra mejilla de aquella persona, me topé con un hombro. La mejilla pegada al hombro de una manera atroz, antinatural. Y comencé a imaginármelo. Cogí aquella cabeza con las dos manos y la zarandeé en el aire, y se movió como la extremidad de un gran muñeco sin vida. «Cuello roto. Cuida tu cuello, soldado».

Seguí palpando aquel cuerpo, todavía en busca de una confirmación de mis sospechas. Bajé por su torso y distinguí el tacto de la tela de un uniforme reglamentario. Y los dos bolsillos delanteros de la camisa. Y dentro de uno de esos bolsillos sentí una pequeña forma cilíndrica. Una linterna.

La saqué y la encendí. El haz de luz molestó mis dilatadas pupilas. Después apunté hasta iluminar aquel rostro. Era Pavel, tal y como había imaginado. Su cara muerta me observaba desde la bancada del C-17. Su boca era como una negra caverna por la que no salía ni una brizna de aliento. Sus ojos vacíos, sin vida, miraban de frente, a la nada.

«Joder…», pensé. «En un avión, Pavel. En un maldito avión…».

Le besé en la frente y le cerré los ojos. Solo me vino a la cabeza la idea de ese bebé que llegaría en abril. «Me haré cargo de él, Pavel… No le faltará de nada», dije.

Aunque primero tenía que salir de allí.

Dos asientos más allá debía de estar Dan, pero el golpe había provocado algunas cosas. En primer lugar, el impacto había arrancado la butaca y Dan estaba como elevado en el aire. En segundo lugar, un hard-case de la nave se había soltado y actuado como una metralla bestial. Se había llevado la cabeza de Dan por delante, o eso me pareció. Allí solo había una roja oscuridad a la que no quise dedicar tiempo.

El doctor Paulsson, un par de asientos más adelante, estaba caído hacia el frente. El cuello parecía en su sitio pero tenía una mano apretada contra el pecho, los dedos cerrados en torno al cinturón a la altura de su corazón. Este ni siquiera había llegado a tocar tierra. O agua, mejor dicho. Solo le había dado tiempo a coger el chaleco salvavidas y meter un brazo dentro de él.

Entonces, según vagaba por ese infierno de muertos y agua fría, recordé que todo eso lo había soñado. ¿Quizás estaba todavía dentro de una pesadilla? El avión cayendo a plomo durante dos o tres minutos completos. Los pilotos rompiéndose los brazos tratando de planear hasta el último minuto… Pero no, no estaba dormido. Todo el dolor y el frío que sentía eran reales. Toda la magnífica y terrible soledad en aquel vientre de ballena.

El agua seguía entrando y el avión se inclinaba. Se oían más gruñidos. El mar nos estaba tragando y llegaba ya a la altura de mi muslo. Le calculé cinco o seis grados como mucho. Entonces empecé a pensar. Había sobrevivido, pero todavía no era momento de descorchar el champán. Si esa agua me cubría más allá del pecho, moriría en cuestión de minutos.

«Vale. Hay que salir de aquí y mantenerse a flote».

Le quité el chaleco a Paulsson y me lo coloqué encima sin hincharlo. Eso me daría algo más de tiempo ahí fuera, pero no mucho más. Después salí de la zona inundada y pisé suelo seco. Había que evitar el contacto con esa muerte de hielo a toda costa. Seguí moviendo el foco hacia la proa. Las claustrofóbicas paredes del C-17 desaparecían bajo el agua en unos pocos metros. Stu y el resto de los hombres de la cabina debían de ser ya pasto de los peces.

Apunté al techo del avión con la linterna. Contaba con cuatro balsas de salvamento acopladas al techo. Hinchables, con capacidad para una veintena de almas, agua, comida, mantas térmicas y lo más importante: balizas. Si todo iba según el manual, los cuatro nichos habrían reventado al llegar al nivel de amerizaje y las lanchas se habrían desplegado en la superficie.

Pero eso era en el manual. La luz de mi Texas Instruments iluminó un par de bolsas amarillas en sus cestones y confirmé que la Ley de Murphy suele ser tan hija de puta como la pintan. Al menos dos habían fallado. Bueno, recé para que hubiera una forma manual de reventar el tejado y salir a flote en uno de esos tipis. Pero eso solo lo sabría cuando el agua estuviera bien arriba.

Mientras tanto, debería fijar otra ruta de escape. Me volví y seguí rastreando con la linterna. El reefer no estaba ya sobre los raíles. Se había soltado de los anclajes y ahora yacía aplastado contra la pared de babor. Supuse que su acero blindado habría matado por aplastamiento a los que se sentaban allí. El trajeado y el otro científico, el que se había puesto nervioso minutos antes del apagón. Además, calculé que también había condenado la puerta de salto de babor, con lo cual solo me quedaban el portón de carga y la puerta de salto de estribor.

Según iluminaba La Caja, el haz de mi linterna reflectó en un tejido amarillo y semifosforescente. Era uno de los dos largos cilindros que La Caja llevaba acoplados en sus laterales. Flotadores de hinchado explosivo. Dos gigantescos airbags que alguien había acoplado al trasto ante el «improbable» evento de un amerizaje. Fue uno de esos momentos en los que te alegras de que haya gente inteligente imaginando desastres improbables.

Eso me llevó a pensar en el panel atornillado de color rojo, oculto en la parte trasera del reefer. De mis hombres, yo era el único que sabía que estaba allí y lo que significaba.

Y lo más importante: cómo hacerlo funcionar.

«Ante cualquier amenaza de seguridad o el extravío de su carga, deberá activar el mecanismo de autodestrucción». Esas eran las órdenes.

«Déjate de mierdas», dijo una voz en mi cabeza. «Vas a sobrevivir. No es el momento de pensar en eso. Abre el portón de carga y sal de aquí. Luego podrás tomar otras decisiones».

La cola del avión se inclinó un poco más. Ahora ya era difícil mantenerse en pie, y el agua comenzaba a tragarse la proa. Crucé la bodega a todo correr y llegué al cuadro de control del portón de carga. Una gran palanca roja, protegida en una celdilla de plástico, desbloqueaba los hidráulicos y abría la puerta lentamente. Retiré la protección y tiré de ella hacia abajo. Un chasquido me indicó que había funcionado y vi aparecer una franja de cielo nocturno en lo alto de aquella boca de ballena que comenzaba a abrirse. Un rumor terrible, el del furioso vendaval, comenzó a escucharse en ese mismo instante. Tragué saliva y traté de no pensar en lo que me esperaba ahí fuera.

El portón terminó de abrirse. Vale, eso había funcionado. Había una ruta de escape, pero ahora tenía que conseguir algo con lo que ponerme a flote.

Regresé a La Caja y apunté a los flotadores con la linterna, en busca del tirador. Recuerdo ver el vapor de mi respiración saliendo como de la chimenea de una vieja locomotora. En ese instante, la luz de la Texas Instruments iluminó un rostro. Era el científico que se había puesto histérico justo antes de comenzar a caer. Estaba blanco, casi congelado, pero al recibir la luz en la cara sus ojos se arrugaron parcialmente. Estaba vivo.

—¡Eh!