Dave
—Deberíamos matarle, cortarle los huevos y hacérselos comer.
A través del ojo que me quedaba medio sano podía ver al gran John y Lorna, el Sapo Traidor, cada uno a un lado de la cama. Zack, supuse, estaría curándose la pierna.
—Tenemos toda la vida para eso, John. Lo primero es lo primero.
Joder, a Zack su hermano le había volado un buen trozo de espinilla y creo —por lo que vi antes de que me empezaran a golpear en la cara— que también le había arrancado uno de los dos gemelos. Con suerte se quedaría cojo y, si la cosa se torcía, igual habría que amputarle la pierna a la altura de la rodilla.
En cuanto a un servidor, bueno, me habían dado bastante bien. Una paliza como Dios manda, sí, señor, aunque nada roto más allá de un diente que Lorna me había sacado de un palazo (el oído derecho todavía me pitaba por esto mismo; quizás lo hiciese durante el resto de mi vida). John, por su parte, había desatado su furia a patadas en mi vientre… Después hubo tortazos, tirones de pelo… Nada había pasado de ser un dolor superficial, pero había cosas más preocupantes. Mi pie derecho estaba cada vez peor. Lo notaba hinchado debajo de las vendas, como si estuviera a punto de reventar. Claramente infectado, y eso era lo que más me preocupaba. La gangrena no iba a tardar en aparecer. Y los remedios contra eso eran los mismos que hacía cien años… Por otro lado, mis pulmones eran como dos calderas de vapor. Ardían y dolían al respirar, como en una buena neumonía. Y no tenía perspectivas de que esos granjeros fueran a hacer nada por ayudarme, no después de la que les había liado la noche anterior.
Mientras tanto, me preparaba para el siguiente capítulo de Dave y sus Amigos de La Granja. Porque sabía que habría un siguiente capítulo, y que no iba a ser precisamente una conversación educada, al estilo de las tertulias culturales del Aspen Club. Esos sueños, esas cosas que estaban ocurriendo en mi cabeza, me habían aclarado muy bien el asunto. No sabía cómo, ni por qué, pero lo sabía: yo era lo único que se interponía entre esos paletos y el contenido de La Caja. Y ese contenido estaba de alguna manera trabajando activamente en su liberación. Dentro de mi aturdimiento, había llegado a algunas locas conclusiones, como por ejemplo que mis sueños a bordo del avión también habían sido obra de eso que salía como tentáculos negros de los ojos de Chloe Stewart. Incluso el accidente de nuestro C-17 podría estar relacionado con los deseos de eso, que me avisó de lo que estaba a punto de ocurrir porque lo tenía todo planeado. Eso necesitaba que alguien con las manos libres y el cuello en su sitio pudiera abrir el portón de carga, liberarlo y dejarlo flotando en alta mar como una botella con un mensaje dentro, esperando a ser rescatado, tal como había terminado ocurriendo. Dicho de otra forma, muy resumida: Dave Dupree era el responsable de que ese como quieras llamarlo hubiera salido de donde nunca tenía que haber salido. Dave Dupree, que prefirió sobrevivir a cumplir sus órdenes. Y ahora comprendía por qué el doctor Akerman me había pedido que lo hiciera estallar. Lo que viajaba dentro de esa caja era muy listo y muy fuerte, y no quería ni imaginar lo que pasaría si lograba salir y campar a sus anchas.
Y comprender todo esto me dolía casi igual que el palazo en mi cara.
—Eh, soldadito, ¡eh!
Noté que alguien me daba unos ligeros tortazos. Eso hizo que mi encía huérfana soltase un poco de sangre, que escupí por la comisura de los labios.
—¿Estás despierto?
Moví la cabeza para decir que sí.
—Bien, porque tenemos que hablar.
—¿Hablar?
—Sí, vamos a hablar. Bueno, de hecho, eres tú el que va a hablar. Ha llegado el momento de dejarse de bobadas. Lo de anoche fue una idiotez por tu parte. Y ahora Zack quizás ya nunca vuelva a caminar bien. Por tu culpa, señor soldado.
—Lo siento mucho —dije, aunque sonaba más como: «Lo ziento muzzzo».
—Sentirlo vale de poco.
—Escuchadme…
—Escúchame tú —me interrumpió Lorna—. Está a punto de ocurrir algo milagroso, ¿entiendes?
—Sí.
Lorna Ojos de Sapo pareció sorprendida por mi respuesta.
—¿Lo entiendes?
—Es La Caja, ¿no?
—De eso se trata, precisamente. El reloj está corriendo y estamos intentándolo con todas nuestras fuerzas. John se ha dejado las manos dándole con un mazo. Mira, enséñale las manos, John.
Abrió las palmas ante mí y vi que en efecto las tenía completamente peladas y llenas de ampollas rotas.
—Y ahora los muchachos están allí, probando con un soplete, pero ese jodido acero se resiste. Lo sabes, ¿no? Es una aleación increíblemente dura. Tengo la sensación de que es imposible hacerle un agujero.
Yo trataba de seguir el hilo, asintiendo con la cabeza.
—Vale, y ahora llega la parte interesante de verdad. Hemos encontrado algo. Una especie de calculadora escondida debajo de una tapa de color rojo. ¿Sabes lo que te digo?
—No.
—Miente —dijo John—. ¡Miente como un perro!
—No miento —respondí con toda la tranquilidad que pude—. Ya os lo dije: soy como un repartidor de pizzas. Llevo cosas de un sitio a otro, no sé nada más.
—Piénsalo bien, soldado. Es un teclado con botones. Nos pide una contraseña. Creo que es la forma de abrir la caja. Escríbela en un papel, y te dejaremos vivir. Así de fácil. John te llevará a tierra en su barco. ¿Verdad, John?
—Sí —dijo él.
Si hubiera podido, me habría reído por aquella mentira tan infantil. Ellos jamás me dejarían salir de allí con vida. Me iban a matar antes o después (o dejémoslo en que lo iban a intentar; ¡mente en positivo!).
Pero había algo cuando menos interesante en lo que decían. Ellos querían la contraseña, la misma contraseña que la Chloe Stewart «mala» había intentado sonsacarme en mis sueños. Pensaban que eso abriría La Caja. No tenían ni idea de que en realidad la haría volar por los aires, así que empecé a pensar en cómo podría aprovecharme de esa situación. Bueno, la primera idea era lógica: «Dásela, que la tecleen y salten todos por los aires. Estoy seguro, por la pinta que tiene esa caja, de que el explosivo ni les hará daño. Será como si alguien encendiera una luz y en menos de un ¡zam! se habrán descompuesto en pequeños trocitos de carne quemada». Vale, esa parecía la solución más fácil, pero tenía un fallo fundamental. Yo no podía prever cuántas y qué víctimas provocaría esa explosión. Yo sabía (¿por un sueño o porque me lo habían dicho ellos?) que tenían esa caja almacenada en un lugar del pueblo. Y eso significaba un montón de gente inocente, niños y ancianos que el explosivo podría hacer pedazos mientras yo moría cómodamente atado en aquella cama, por culpa de un problema que nunca habría existido si yo hubiese cumplido mis órdenes —«¿eh, doctor Akerman?»—. No, tenía que destruir La Caja, pero hacerlo yo mismo, comprobando el terreno de primera mano.
—¿Un teclado rojo? —pregunté.
Pude ver una expresión lunática en sus rostros.
—¡Sí! —afirmaron al unísono.
—Puede… Puede que se trate del ordenador. La cerradura de ese bicho es electrónica.
—Vale, hasta ahí ya hemos llegado nosotros, soldado —dijo Lorna—. Dale un papel y un lapicero, John, y que apunte…
—No, no… —la interrumpí—. Ya os he dicho que no tengo ni idea de la contraseña, pero podría intentar ayudaros.
—¿Cómo?
—He manejado ordenadores militares del mismo estilo. —Aquellas últimas palabras sonaron a verdad—. Dependiendo del software, pueden manipularse. Abrir una puerta trasera que nos permita saltarnos la contraseña. Pero tendría que ir allí. Sería imposible explicaros aquí todo lo que tendríais que hacer.
—No —me interrumpió John—. Es una trampa.
—Es todo lo que puedo ofreceros, intentarlo. Pero tendríais que llevarme allí.
Lorna me miraba con suspicacia.
—Podríamos llamar a Ngar y a McGrady, que vengan a ayudarnos. Zack fue un idiota, pero con una escopeta y dos tíos grandes no creo que haya nada que temer. Además, este ya está medio molido a golpes.
—No me fío, ¡está planeando algo! —protestó John—. Y se mueve como una jodida culebra. ¡Tú no le has visto!
Lorna se volvió y me miró fijamente.
—¿Vas a intentar jugárnosla otra vez?
Cerré los ojos y volví a abrirlos, muy despacio, compungido.
—Yo solo quiero salir de aquí. Intentaré abrir La Caja, os lo juro. Después podéis llevarme a tierra y os doy mi palabra de que nadie volverá a buscaros. Podéis quedaros con ese maldito botín si prometéis no decirle a nadie que os ayudé. Yo, por mi parte, diré que se hundió en el mar, tal y como debió ocurrir. Y fin de la historia.
Lorna y John se miraron en silencio. Creo que por fin había hablado en un idioma que ellos entendían perfectamente.
—Ok, vamos a pensar lo que dices, pero déjame que te avise de algo: si se te vuelve a ocurrir revolverte o pegar o salir corriendo, quiero que sepas que John es el castrador de la familia. No tenía cabeza para estudiar, así que desde niño le enseñaron a cortar huevos. Es algo que se hace para que el ganado engorde. ¿Creciste en el campo, soldado?
—No —dije—. Soy un chico de asfalto.
—Bueno, pues John sabe un montón de técnicas. Incluso sabe castrar a una oveja con los dientes. En Laponia lo llaman Gaskit.
Abrí los ojos y miré a John. De hecho, le miré los dientes. Las paletas, para ser precisos.
—Todo esto te lo digo a modo informativo, ¿vale? ¿Me prometes que vas a controlar esa agresividad tuya? Porque como vuelvas a darnos el más pequeño problema, te juro que John se divertirá con tus pelotas.
—Te las cortaré —añadió él— y dejaré que te salga toda la sangre del cuerpo hasta que te quedes como una pasa.
—Ok, vale —dije—. No hace falta ponerse así.
—Vale, volvamos al hangar —dijo Lorna—. Quizás esa hubiera sido la mejor idea desde el principio. Quizás, si él pudiera verlo, comprendería lo que está en juego…
—¿Ver el qué? —pregunté.
Entonces sucedió algo en los ojos de aquella mujer. Su cara, que parecía llevar una vida entera arrastrando una pesada carga de mezquindad e ignorancia, se iluminó de pronto.
—Oh, es imposible explicarlo con palabras…
—Cállate —dijo John entonces.
—¿Qué?
—¡Silencio!
Por primera vez era John quien mandaba callar a Lorna. Entonces él corrió a la puerta y en ese mismo instante escuché el ruido de un motor. ¡Un coche se acercaba!
—Es un Defender —dijo John mientras miraba a través de la ranura de la puerta—. Creo que son esos gilipollas del hotel.
—Pero ¿vienen hacia aquí? —preguntó Lorna.
—Han parado frente a la casa.
Lorna fue a reunirse con John en la puerta. Mientras tanto, yo trataba de pensar lo más rápido que era capaz. Estaba claro que esa visita inesperada había puesto a los hermanos en alerta. ¿Habían dicho algo de un hotel? «Los gilipollas del hotel». ¿Es que había un hotel en esa miserable roca perdida en el mar? Un hotel significaba un teléfono, al menos…
—Saldré yo —dijo Lorna—. Tú quédate con el soldado.
—Cuidado —dijo John—. Esta mañana hubo gresca en casa de Bram. Quizás vengan con ganas de fiesta.
—Pues la tendrán.
Lorna salió cerrando la puerta tras de sí. Vale, mientras tanto yo había recibido un montón de información interesante. Lorna, Zack y John tenían, al menos, otros dos compinches llamados McGrady y otro nombre que me había sonado como «Gar». Y, por otro lado, había una «gente del hotel» y un tal Bram en cuya casa había habido una pelea.
John se había quedado junto a la puerta, vigilante. Por alguna razón, ni él ni Lorna habían contemplado la posibilidad de que yo decidiera gritar pidiendo auxilio. Claro que eso podría ser una «nueva idiotez» y Lorna ya me había alertado sobre lo que podía pasarles a mis partes nobles si volvía a las andadas.
¿Debía gritar?