Dave

¿Qué había pasado… exactamente?

Me volvía loco tratando de recordar, pero era incapaz. La noche anterior, cuando desperté de aquel sueño, seguía sentado sobre la silla, con la escopeta en los muslos. Carmen hecha un ovillo en el suelo, la casa en silencio, a oscuras, y yo jadeando como un perro.

El reloj decía que no me había dormido demasiado: sesenta minutos a lo sumo. Pero ¿qué había ocurrido durante ese tiempo? Había estado con mi Viejo, eso era todo lo que podía recordar. Habíamos hablado de todo un poco, de los buenos tiempos. Freud diría que era normal que tales cosas aparecieran en mis sueños. Entonces ¿de qué preocuparse? Bueno, no estaría tan preocupado si el maldito sueño hubiera sucedido en otro momento y lugar.

Además tenía algunos recuerdos borrosos de algo más. Algo que asomó por esos ojos en espiral, por esos dos remolinos succionadores, cuando El Viejo me dijo que quería mostrarme «algo». Y yo miré… Ganado por la curiosidad, miré. ¿Y qué fue lo que vi?

Durante el desayuno, por supuesto, no quise mencionar nada a Bram y a Carmen. Suficiente tenían con sus propias preocupaciones. Esa mañana tenían una misión de campo en toda regla y me sentí orgulloso al verlos saltar el murete y alejarse del hotel como un par de auténticos valientes. Pero no podía quitarme de encima la preocupación por ese sueño que apenas recordaba. En el que había hablado y hablado de cosas que no podía recordar. ¿Habrían logrado arrancarme algo esos dos tubos de aspiradora industrial?

Eran las 4.00 horas aproximadamente cuando me quedé solo en el hotel. Si todo iba según el plan, a las 6.00 habría un «punto de extracción» listo en una caleta llamada Little Greece. Y para entonces yo tendría que haber terminado mi trabajo.

Una de las últimas cosas que le había pedido a Carmen era algo de betún. Me lo apliqué como una mascarilla por toda la cara y las manos. Después preparé aquella lata de explosivo en una mochila. Puse los cuchillos en su sitio, cogí los prismáticos y salí afuera.

Empecé a toser otra vez. El dolor en mis pulmones era ya algo casi insoportable y solo esperaba que los analgésicos que había desayunado (un cóctel de casi tres gramos mezclados con zumo de melocotón) empezasen pronto a hacer efecto. Al menos para el dolor de pecho y el tembleque. Ya ni siquiera tenía sentido tomarme la fiebre (que seguramente sobrepasaba los cuarenta grados). Y el pie no tenía arreglo. Vaya piltrafa. Estaba como para echar a correr.

El clima, al menos, nos acompañaba. Todavía era de noche pero se podía adivinar un cielo más abierto para el día que comenzaba. Y la marea, si Bram no se equivocaba, debía de estar casi a punto de bajar completamente.

Me senté en uno de esos barriles que había pateado el día anterior y me puse a revisar el mapa de Bram. Ya que no estábamos como para derrochar energía física, al menos debía intentar minimizar errores en el desplazamiento. Me dediqué a observar un punto en el papel y después a intentar ubicarlo con los prismáticos. Una hilera de patéticas luces iluminaba la arteria principal, llamada Main Street. Vi el campanario de una pequeña iglesia emerger de entre las casas. Enfrente debían de encontrarse el Club Social y la oficina de Nolan. Allí era donde estaba la penicilina, pero eso lo había descartado del todo. Seguí hacia el oeste y detecté la luz del Faro de Monaghan. A sus pies debía de estar esa pequeña playa donde Carmen y Bram esperarían con la zódiac, no muy lejos de los hangares.

Siempre y cuando lograsen sacarla de esa casa y arrancar el motor.

Volví al mapa, a repetir el ejercicio. Cualquier cosa con tal de no pensar en ese sueño de la noche pasada. ¿De qué serviría regocijarse en las dudas y el temor? Lo que estaba hecho estaba hecho, y me había dormido durante mi jodida guardia. Y había hablado más de la cuenta. Pero ¿qué fue exactamente lo que dije?