Theresa
Lenguas de mar y espuma lamían las rocas, invadían el asfalto, preñaban el aire de humedad. Toda la zona del puerto estaba envuelta en aquella especie de espray denso e inacabable que las ráfagas de viento se encargaban de mover de un lado para otro. Aquel viento huracanado y extraño, que al rozar las rocas emitía sonidos vibrantes, como acordes de una guitarra muy grave.
El viento subía como una riada por Main Street y se colaba bajo el portón de la iglesia de St. Mikas, agitando la llama de todas esas velas, que eran la única fuente de luz y calor.
—¡Babilonia la Grande, Madre de todas las Rameras y las Abominaciones de la Tierra!
La voz reverberaba entre las viejas paredes. Entre las velas encendidas. Entre las cabezas que yacían pegadas a la piedra. Nadie la veía, caminando de un lado al otro con el cabello erizado. Sus ojos enrojecidos por la lectura permanente, sin descanso.
—Yo soy el Alfa y el Omega, dijo el Señor… El Principio y el Fin.
Sus pasos nerviosos. Sus pequeñas carcajadas. Pero casi ninguno apreciaba esto. Los demás estaban todos inmersos en ese gran acorde. El acorde del viento.
—Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos… ¡ELLA! La puta.
Algunos hombres con sus gabardinas puestas escuchaban desde el fondo de la iglesia. En pie.
—Dadle a ella como ella os ha dado… ¡Dadle tormento y llanto!
—¡Tormento y llanto!
—Respondamos con su misma moneda… ¡A los que dieron a Dios razones para castigarnos! ¡A los que han estado adorando a la Bestia a nuestras espaldas!
Theresa alzó su libro y leyó algunas frases subrayadas con un bolígrafo rojo.
—¡Hagamos que se arrepientan!
—¡Castiguémoslos!
—¡Sí! ¡Castiguémoslos! —gritaron al unísono.