McGrady

«Eh, eh, llamando al señor McGrady. Llamando al señor McGrady. Despierta, pedazo de pajillero».

McGrady abrió los ojos. ¿Qué hora era? Bueno, eso daba igual, era de noche. Había caído rendido después de un duro día de trabajo. ¿Y los demás? Miró a su alrededor. En el hangar de TransArk no se oía un alma, pero el aire todavía olía a quemado. Se habían pasado las últimas cuatro horas intentándolo con el soldador por los cuatro costados de La Caja. Pero nada. Habían gastado las dos bombonas de gas en vano. Y nada.

«Levanta ese culo gordo, Tom», dijo la voz.

—¿Quién coño…? —gruñó McGrady. Pero enseguida se dio cuenta de que esa voz no pertenecía a ninguno de sus amigos.

Esa voz… La reconocería entre un millón de voces. Cálida. Amigable. ¿Era posible?

Entonces se dio cuenta de algo más. La voz había surgido de La Caja. Y no solo eso: había también un resplandor, una especie de luz violeta que se proyectaba como un rectángulo en el suelo del hangar.

TOM MCGRADY, PASE POR LA CAJA NÚMERO 1

¡La Caja estaba abierta!

Pero ¿qué demonios? ¿Habían conseguido abrirla al fin? ¿Quizás McRae había dado con la clave y no había dicho nada? Miró otra vez a su alrededor. A excepción de ese ruido y las luces que provenían del interior de La Caja, en el resto del hangar no parecían haberse operado grandes cambios. La gente seguía adormilada por las esquinas, protegiéndose del frío con mantas. Tratando de resguardarse del tremendo frío que aquello emanaba.

Pero ¿es que nadie se había dado cuenta de que estaba abierta? ¿O quizás…?

«¡Joder!», pensó. «McRae y MacMaster la han abierto y se lo han llevado TODO mientras los demás dormíamos. O quizás los demás también estén compinchados. ¡Quizás me han dejado a mí solo con las manos vacías!».

Ese pensamiento le hizo espabilarse nerviosamente. Se apoyó en la pared para ponerse en pie. Después se dirigió apresuradamente a La Caja. Desde el ángulo en el que se estaba acercando no podía ver aún gran cosa, pero entonces, al encarar la puerta abierta, vio de dónde salía toda esa luz, y esa visión, bueno…

Le hizo reír.

Se trataba de un fantástico bar. Un fantástico bar de cócteles como hacía siglos que no pisaba. Un barra de plata y oro y un muro (literalmente), un muro de botellas de todos los colores.

¿Eso era lo que había dentro de La Caja? Por supuesto que no. Solo lo estaba soñando, aunque fuera uno de los sueños más macanudos que había tenido en toda su jodida existencia. Podía sentir la luz, la música y el calor del bar igual que sentía sus calzoncillos (bastante usados) apretándole las pelotas. O el olor a quemado del soplete. O el frío y la humedad del hangar.

Entonces vio a alguien, un tipo de espaldas a él, sentado en un taburete. Vestía una americana de color borgoña y un sombrero de ala corta. Joder, pero si era… Bueno, se parecía un buen montón de montones a…

—¿Tío? ¿Tío Gus?

—Ven p’aquí, pedazo de mierda. Te invito a un trago. Es tu cumpleaños, ¿no?

—¿Qué? —dijo McGrady mientras sentía que los labios se le estiraban hasta formar una perfecta sonrisa.

—Entra y aparca ese gigantesco culo en un taburete, Tom, tenemos que hablar.

Su tío Gus, el hermano de su madre. Una de las pocas personas que alguna vez le mostraron algo de afecto en su vida. Alguien a quien McGrady había admirado como un ejemplo a seguir.

Gus era algo así como un liante profesional. Un día vendía relojes y al siguiente estaba con el negocio del cobre. Siempre llevaba un fajo de billetes bien gordo en el bolsillo. Y él, bueno, era su único sobrino. En cierta ocasión, ahora que lo recordaba, le llevó a un bar de cócteles muy parecido (¿o era el mismo?) a este que había surgido casi como por arte de magia dentro de ese contenedor.

¿Cómo se llamaba ese antro? Algo así como El Pato Borracho. Era el día de su decimosexto cumpleaños y el tío Gus le llevó a ese lugar. Había unas cuantas mujeres en la barra, todas amigas suyas. Mujeres de gran calibre y con mucho maquillaje. Y después de tomarse un par de copas —¡oh, sí!— subieron por unas escaleras y el tío Gus dijo que pagaría gustoso porque su único sobrino se desvirgara. ¡El tío Gus! La única persona que alguna vez le trató con amabilidad hasta que unos gitanos irlandeses lo mataron de un navajazo. Pero ¿qué hacía allí, vivito y coleando?

—¿Qué bebes, Tom?

—No sé, una cerveza.

McGrady se dio cuenta de que su voz sonaba joven. A unos dieciséis recién cumplidos.

—Estás en un jodido bar de cócteles, Tom. Aquí no se bebe cerveza. Mira la carta.

McGrady cogió la carta y la abrió. Estaba a punto de decirle al tío Gus que tomaría «cualquier cosa» o «lo mismo que él». Le avergonzaba un poco tener que admitir que leía tan despacio… Pero en ese instante pasó algo curioso. Sus ojos se fueron directamente a uno de los combinados que poblaban la zona central del menú.

—Sex On The Beach.

—¡Buena elección, Tom! ¡Que sea un Sex On The Beach, entonces!

De pronto el bar se había agrandado y había gente, camareros, incluso una nube de humo de tabaco flotando en el aire. Sonaba música. McGrady notaba todo esto pero no podía verlo. Sus ojos se habían quedado quietos, observando a su tío: su elegante chaqueta de terciopelo, su corbata y sus botas de piel de lagarto.

—Recuerdo este día.

—Claro que lo recuerdas. Fue el único día memorable de tu, por otra parte, miserable y patética existencia.

Gus dijo aquello con una fantástica sonrisa en los labios y McGrady sonrió también.

—Bueno, al menos lo fue hasta que lo jodiste ahí arriba con Nancy la Piernas Locas. ¿Qué fue lo que pasó, Tom? ¿Problemas con el ascensor?

—¿Qué? ¡No!

—Pues Nancy me dijo que…

—Nancy es una puta mentirosa.

—Una puta, sí —dijo el tío Gus—. Pero mentirosa, lo que se dice mentirosa… Me explicó que tu golosina no respondía a los estímulos normales. ¿Tal vez necesitas otro tipo de gasolina…?

—Bueno… Qué… ¿qué demonios quieres, tío Gus?

—No, Tom, lo que realmente importa aquí es lo que TÚ quieres.

—¿Yo?

—Sí, Tom. Lo que más quieres en el mundo, ¿qué es?

—Dinero.

Entonces Gus le soltó un tortazo sin venir a cuento.

—¡No! ¡No es el puto dinero! Bebe, joder, me parece que voy a tener que deletreártelo.

De pronto el cóctel había aparecido a su lado. Era una copa muy extraña con un líquido violáceo en su interior, tocado con la cáscara de una fruta multicolor que McGrady no había visto en toda su vida. Tomó la copa y se la llevó a los labios. Y, según bebía, la vio. A ella, a la mujer española. De pronto tenía su sabor en la boca. El sabor de un rico ya-sabes-qué.

—¿Ahora sabes lo que quiero decir?

McGrady sonrió, avergonzado.

—Sí…

—No, no creo que lo sepas. Vuelve a beber, y esta vez cierra los ojos.

Lo hizo y entonces la vio. Vio a Carmen semidesnuda, tiritando en el rincón de una habitación donde solo estaban ellos dos. Y McGrady notó que algo se despertaba ahí abajo.

—Vale, vale —dijo el tío Gus—. Abre los ojos, todavía no he acabado.

McGrady volvió a ver los ojos de su tío. Ojos que daban vuelta tras vuelta, como una noria de esmeraldas.