Dave
Pensándolo más tarde, supongo que hubiera muerto de la manera más terrible, hecho picadillo contra una armadura de cuernos, si no hubiera sido por Marie y un viaje que hice por Australia nada más licenciarme.
Marie era francesa, de la parte sudatlántica, donde hay buenas costas para practicar el surf. Una tía rubia con un cuerpo impresionante. No especialmente guapa, pero tenía dos bonitos ojos grises y una sonrisa de marfil blanco. Bueno, nos compramos aquel cachivache a diésel en Cairns al que acoplamos un par de tablas de surf y empezamos a bajar los seis mil kilómetros de la Golden Coast haciendo paradas en los spots, que ella tenía bien localizados. Madrugar, hacer surf durante cinco o seis horas y pasar el resto del día a la bartola. Barbacoas, cerveza y algún que otro porro antes o después del «triki-triki». Y al día siguiente, bien temprano, otra vez a rompernos la crisma con las olas. Marie. Oh là là… Creo que dos novios más tarde se casó con un dentista muy rico y tuvo hijos. Pero antes de optar por una existencia aburrida se lo pasó en grande. Doy fe.
Bueno, el caso es que mi cerebro debió de encontrar un patrón en todo aquello cuando el raft de salvamento empezó a deslizarse sobre las olas. Estaba soñando con ella, con su trasero, con Australia y con el surf mientras tenía esa sensación de deslizarme sobre el agua a toda velocidad. Y de escuchar el rumor del mar estallando en la distancia. Estallando. El mar rompiendo ahí delante. No muy lejos.
No muy lejos.
Digo que Marie me salvó porque aquel ruido me hizo abrir los ojos. Podría haberme quedado durmiendo, que era lo que me apetecía en realidad. Dormir en mi manta térmica, sin moverme un palmo, y esperar a que alguien me encontrara. Llevaba horas o quizás días así, no era capaz de saberlo porque todo había transcurrido en una especie de bruma febril. Si tenía sed, bebía. Si tenía hambre, arrancaba una tableta de glucosa. Y después volvía a dormir. Tenía suficiente comida y agua para aguantar días, quizás semanas, pero no creía que eso fuera a ser necesario. Solo debía esperar a que la baliza hiciese su labor, que algún ordenador recibiera mi localización y enviara un equipo de rescate. Aquel avión y aquella caja parecían algo lo suficientemente importante para que los teléfonos rojos hubieran comenzado a sonar. Alguien estaría entonando el «Salid a por ellos cagando leches». Era cuestión de horas escuchar el rotor de un helicóptero sobre mi cabeza.
Pero antes del rotor escuché aquello. El mar estallando en alguna parte. Abrí los ojos y vi aquel tejado de plástico naranja sobre mi cabeza, la bombilla encendida en el centro. No, no estaba cogiendo olas en Byron Beach, ni jugando a quitarle el biquini con los dientes a mi surfer-girl. Estaba dentro de mi raft, tenía frío, me dolía el cuerpo y sentí aquel vértigo, como de viajar encima de un tobogán gigante. El viento seguía sonando a mi alrededor, pero ahora se unía otro sonido. Un sonido profundo, como un tremendo rugido que acontecía lejos de mí.
Es un tema jodido, cuando ya no puedes ni con tus pelotas y algo te dice que estás en peligro, que debes moverte. Pero ¿he dicho ya que mi segundo apellido es MeEncantaQueMeJodan? Doblé las piernas y me senté, provocando a mi nervio ciático, que me pinchó para recordarme los abusos a los que se había visto sujeto. «Mira, tío, colabora un poco, ¿vale? Somos un equipo y a veces hay que sacrificarse por el resto».
La manta se me despegó del pecho y sentí frío. Claro, estaba desnudo. Me había quitado el uniforme nada más entrar allí, pensando en que no lo necesitaría porque el helicóptero de rescate me iba a sacar de allí antes de un abrir y cerrar de ojos.
El raft tenía dos entradas y gateé con las piernas todavía metidas dentro del saco hasta asomarme por una de ellas. Bueno, lo primero que vi es que era de día. El cielo estaba ligeramente nublado, y la luz no era demasiado fuerte, pero tardé un rato en acostumbrarme. Estaba en alta mar y el viento soplaba fuerte. Nos llevaba, a las olas y a mí, en una dirección. Y allí, en ese remoto horizonte, pude distinguir una especie de frente oscuro, como unas nubes. Y temí que estuviéramos navegando directos hacia otra tormenta.
Una ola elevó el raft y lo hizo girar a la derecha. Distinguí los elegantes y metálicos brillos del agua formando una pared de unos dos o tres metros de altura. Después volvimos a bajar y entonces pude escuchar aquel rumor otra vez, a lo lejos. BRRRMMMMMMM… El ruido del mar rompiendo contra algo.
Miré hacia delante y abrí bien los ojos. Aquello no era un frente nuboso. Era tierra. Un monstruo oscuro que abarcaba casi todo el horizonte y hacia el cual me empujaba la marea. Allí, en su base, podía ver la espuma blanca de las olas batiéndose contra la roca. Tierra. La salvación.
Después de la ola, el raft volvió a estabilizarse sobre el agua. Saqué la cabeza por la carpa y un viento frío me recibió, revolviéndome el cabello. Observé aquel trozo de costa y por la ubicación del sol concluí que me aproximaba por el norte. Pensé en varias posibilidades: las Nuevas Hébridas, las Shetland. En todas ellas, hasta la más pequeña, podía contar con encontrarme humanos y teléfonos. En un día estaría en un hospital. Calentito y en manos de una enfermera de ojos marrones y sonrisa de algodón. Ahora debía prepararme para contar lo sucedido. Explicar lo inexplicable. Y aún más difícil que eso: mirar a Suzanna a los ojos y contarle cómo murió Pavel, el padre de su bebé.
Íbamos muy rápido. En cuestión de minutos había recortado la distancia a la mitad, y el macizo de roca era el doble de grande y visible. Lo observé en busca de alguna edificación, pero todo era un desalentador monolito de piedra. Entonces distinguí la espuma de las olas estallando a los pies de aquellos acantilados y el estruendo que resonaba a kilómetros de distancia. Y empecé a pensar que quizás había cantado victoria antes de tiempo.
Traté de mantener la calma y esperé para determinar la dirección de la corriente. Me bastaron dos minutos para darme cuenta de dos cosas. La primera, que en efecto la marea me estaba llevando directamente contra la pared. La segunda, que iba mucho más rápido de lo que inicialmente había pensado. Tendría algo así como cinco o seis minutos antes de que las olas me empotraran contra aquella muerte de piedra.
Volví adentro y observé el suelo y las paredes del raft. Localicé un remo de plástico y eso pasó a la lista corta de cosas útiles para el desembarco. El uniforme estaba desperdigado por el suelo y aún húmedo. Lo estrujé y me lo volví a poner, no me apetecía enfrentarme en calzoncillos a un desembarco. Pensé en lo bien que me vendrían las botas ahora, pero me había deshecho de ellas al salir por la popa del C-17. Al menos había conservado mis gruesos calcetines McIntosh.
Me enfundé el chaleco salvavidas, todavía inflado, y fui a por el remo de plástico. Recordé haber visto una pistola de bengalas en alguna parte. La encontré bajo el envase de la manta térmica. Una Usamit-3 de dos cargas con una provisión de ocho bengalas. Bueno, allí no había necesidad de ponerse a ahorrar. Lo cogí todo y me arrastré hasta la puerta del raft.
La pared ya estaba más cerca y pude ver mejor a lo que me enfrentaba. Nada de suaves colinas con playas de arena blanca a sus pies, no, señor. El Dios de las Cosas Difíciles había preparado una buena yincana para Dave Dupree esa mañana. Las olas reventaban en furiosas embestidas contra una línea de arrecifes en la base del acantilado, y el tramo de mar que lograba escabullirse entre tales colmillos de pedernal se abatía contra un tortuoso infierno de cavidades, nervios de piedra y molares medio sumergidos.
Apunté la Usamit en un ángulo de cuarenta y cinco grados y disparé las dos cargas seguidas hacia el este. Bam, bam. Las bengalas de color naranja cruzaron el firmamento y se produjo una extraña mezcla de luces. Esperaba que alguien ahí arriba las viera a tiempo. Pasase lo que pasase, aunque fuera para limpiar los restos de mis entrañas de aquellos arrecifes, sería mejor ir avisando de que el sargento Dupree estaba entrando en el país sin pasaporte. Después recargué y disparé otras dos bengalas hacia el oeste. Guardé el resto de las cargas para cuando tuviera más clara la posición en la que iba a terminar arribando.
Estaba a menos de quinientos metros de aquel monstruo y por la fuerza del mar intuía que tendría poco margen de maniobra. Pero debía intentarlo. Comencé a otear la pared en busca de una pequeña ensenada al abrigo de aquella violencia, un punto de recesión del oleaje. Todo lo que quedaba a babor del raft era un infierno de arrecifes. Géiseres de espuma se elevaban al reventar las olas contra unos altos colmillos de mineral negro. A estribor, en cambio, había espacio para el aliento. Un pequeño entrante donde las olas llegaban a desarrollarse antes de desaparecer tras la roca. Pensé que era mejor apostar por lo desconocido que por la descuartización segura de los arrecifes de mi izquierda, así que empecé a remar con fuerza.
Las olas ganaban altura al acercarse a la costa. Se entrecruzaban y rompían entre ellas provocando remolinos. Apreté al remo todo lo que pude, aunque supongo que fue cosa de las corrientes o del ángel de la guarda de Cabeza de Chorlito Dupree, que el raft tomara la dirección correcta. Al ganar aquella especie de saliente, pude ver lo que se ocultaba al otro lado. De frente, unas terribles fauces de roca negra iguales o peores que las que había dejado atrás. Pero a mi derecha divisé una sección de roca plana junto a la que el océano discurría de forma más moderada a pesar de seguir teniendo un oleaje de primera. Las olas me llevaban hacia los colmillos negros y, ahora sí, era el momento de romperse los brazos remando.
Aproveché un pequeño receso en el oleaje para avanzar todo lo que pude. Era yo solo contra un raft de veinticuatro personas (vacío pero igualmente aparatoso) y, sin embargo, logré moverlo. La roca formaba una suerte de escalera natural medio sumergida. Aunque no sería ningún camino de rosas, era mi mejor baza.
Remé a fondo y cuando ya estaba a punto de llegar, regresó el oleaje. En solo dos tandas salí disparado hacia delante y la lancha tocó roca por primera vez. Algo puntiagudo nos empaló por debajo e hizo estallar los flotadores. Un bam seguido de un puuufff. De pronto nos habíamos convertido en un trozo de tela. Y otra ola, violenta y cruel, remató el golpe. La carpa se me vino encima y me envolvió como un trozo de embutido humano. Me sumergí en el agua y me golpeé las dos rodillas con algo. De pronto estaba rodeado de mar y plástico, y no sabía ni dónde coño estaba el «arriba» ni el «abajo».
Las olas seguían machacando y volví a darme (esta vez en la cabeza) contra un cuerno submarino. El plástico paraba estos martillazos que, de otro modo, podrían haber sido mortales, pero al mismo tiempo me estaba hundiendo.
El raft era ahora una bolsa de plástico arrugada y revuelta donde las cremalleras de salida se habían perdido en alguna parte. Abrí los brazos, hice hueco dentro del agua y traté de encontrar algo a mis pies con lo que empujarme hacia arriba. Mis pulmones habían comenzado a arder. Joder, si no metía una bocanada de oxígeno en diez segundos tendría que ir diciendo adiós a todo.
Una pequeña claridad me ayudó a orientarme hacia la superficie. Encontré un punto de apoyo. Me empujé y logré sacar la cabeza del agua. Aire. Lo justo para aguantar la siguiente embestida. Me agarré a lo primero que pude y le di la espalda a la ola, que me latigueó sin misericordia e hizo que me clavara contra todos los salientes del pedernal. Las costillas me obligaron a rechinar de dolor.
«Vale, ahora o nunca, Dave, quizás no aguantes la siguiente ola». Todas mis horas en el rocódromo de la base iban a pasar su examen final. Lancé mi brazo derecho como un arpón contra el primer saliente que encontré. Me aferré a eso y tiré para arriba arrastrando el resto de mi cuerpo, que en esos instantes parecía un fardo de lana mojada. Mientras tanto, iba notando que el golpe en las rodillas no había sido ninguna bobada, no, señor. Algo dolía seriamente ahí abajo. Con el otro brazo, siguiente agarradera, arriba. Más dolor y una nueva ola que cayó sobre mí y casi me arranca de la pared. Joder, me alegraba de haberme puesto el uniforme otra vez, pero no me hubiera importado llevar unas botas. Supuse que me estaba pelando los pies, además de tener algún dedo roto y varias uñas fuera de su sitio. Pero eso era solo una confusión de mensajes de dolor que casi se convertía en un mensaje en blanco. Dolor, en mayúsculas, en mi pie derecho. Otro saliente, otro tirón, y conseguí llegar a lo alto de uno de aquellos escalones. Otra lengua de agua, esta vez benévola, me empujó sobre la superficie plana de la roca, pero volví a golpearme en la cabeza, esta vez en la cara. Sentí una piedra hundiéndose en la cavidad de mi ojo derecho como un puñetazo a traición. Me lo palpé mientras el agua se retiraba. Noté la herida a solo un centímetro del párpado, pero el ojo seguía allí. Por poco.
Habíamos progresado; al menos ya no era el saco de las hostias de la maldita marea. A cambio de tener la mitad del cuerpo lleno de magulladuras y las rodillas casi inmovilizadas, había alcanzado una superficie seca y estable. Abrí los ojos y busqué el siguiente nivel en el videojuego. Distinguí otro brazo plano de roca que debía de ser una formación de caliza. Ahí arriba el mar ya no golpeaba. Me levanté como pude, magullado y dolorido hasta la punta del pelo, pero con una inmensa felicidad en mi corazón. Porque me estaba salvando, joder, me estaba salvando de verdad. Agarré por donde pude aquella pared y di un último impulso al tiempo que una ola lo inundaba todo. Casi muerdo la piedra para ayudarme a trepar.
Motas blancas. Recuerdo que al principio pensaba que era todo una alucinación. Después me di cuenta de que eran cagadas de gaviota, joder, y eso eran buenas noticias. Cagadas de gaviota bien secas, que habían aguantado las olas al nivel de la marea. «¡Cagadas de gaviota, seréis mi lecho!», pensé, celebrándolo. Había una pequeña cavidad en la pared. Me arrastré hasta allí y me dejé caer. Pese a que tenía el cuerpo medio congelado y reventado de heridas por todas partes, volví a desvanecerme.
—Gracias —dije—. Gracias por todo.