Carmen
El miedo la mantuvo acuclillada y encogida detrás de esas cajas por lo menos hasta cinco minutos después de que el ruido del vehículo se hubiera desvanecido en el exterior. Pero ella estaba sencillamente en «otra parte» jugando a un juego llamado «ni te muevas, ni respires».
¿Y si McGrady no se había marchado con los demás? ¿Y si se ha quedado quieto, en la boca de la madriguera, esperándola?
Fue la voz de Bram la que la sacó de su aturdimiento. Al principio fue como si ella estuviera sumergida en el fondo del océano y Bram la llamase desde una barca en la superficie.
—¿Carmen? ¡Carmen!
Tomó conciencia de todo. De cómo sus brazos se apretaban contra las piernas, que estaban tensas como dos cables. De cómo sus dientes se cerraban los unos contra los otros, casi pulverizándose la corona de las muelas. Y cuando se dio cuenta de todo esto y decidió relajar su musculatura, también percibió el sudor que la empapaba de los pies a la cabeza.
Retiró una caja de la muralla, después otra, y echó un vistazo desde su escondite. Nadie. Se habían marchado todos, incluido McGrady. ¿Había llegado a olerla? Eso era imposible, era humanamente imposible. Solo había tenido una intuición al ver el Defender, pero si de verdad hubiera sabido que ella estaba allí, ¿no habría dicho a sus camaradas: «Marchaos, yo voy en un rato» y se hubiera dedicado a buscarla para hacerle Dios sabe qué cosas?
—¡Carmen! —repitió Bram desde el exterior—. Por favor, responde. ¿Estás bien?
Apartó el resto de las cajas y salió de su escondite. Vio que la mesa de enfrente había sido derribada y todas las pequeñas esculturas se habían desparramado por el suelo.
—¡Bram! —gritó.
Salió afuera. Bram estaba todavía en el suelo, pero se había sentado apoyándose contra una de las ruedas del Defender. Se estaba tocando la parte trasera de la cabeza y se miraba la mano. Cuando Carmen llegó a su lado vio que tenía la palma llena de sangre.
Bram la miró y Carmen solo pudo echarse a llorar.
—¡Lo siento! —dijo hincándose de rodillas en el suelo—. Lo siento mucho, Bram.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó Bram muy despacio.
—No he venido a ayudarte… Estaba paralizada, no me he atrevido a…
—Hubieses sido muy idiota —zanjó Bram—. No quiero ni pensar lo que esos hijos de perra hubieran hecho de haberte encontrado aquí. Anda, saca la bolsa que tengo en el coche. Creo que hay algo de desinfectante y una gasa. Me tienes que limpiar esta herida.
—¿Con qué te han dado?
—No lo sé. Con algo muy duro.
Carmen fue a por el botiquín y regresó junto a Bram. El cabello blanco de la parte trasera de su cabeza estaba empapado en sangre. Al apartarlo, Carmen encontró una pequeña brecha de un centímetro de largo.
—Quizás haya que darle un punto, ¿sabes hacerlo?
—No tengo ni idea.
—Vale, podemos dejar eso para más tarde. Entra en la casa y ve al armario donde he estado mirando antes. Hay una caja de vendas elásticas, tráela. Creo que eso será suficiente por el momento. Ah, y unas pequeñas tijeras. Creo que están en el mismo armario, en una cesta de costura.
Bram se quedó apretando la gasa contra su herida mientras Carmen iba en busca de los vendajes. Al regresar lloviznaba un poco más fuerte, pero Bram insistió en que ella le practicara la cura allí mismo. Primero le pidió que le cortase el pelo alrededor de la herida. Después roció la zona herida con más desinfectante y finalmente le aplicó una tira de venda a modo de cierre.
—¿Ha dejado de sangrar?
—Sí —dijo Carmen—. Parece que funciona.
—Vale, entonces ayúdame a levantarme. Vamos a arrancar este maldito trasto y a volver al hotel.
Bram estaba dolorido por los puñetazos de McGrady, pero no parecía tener nada roto ahí dentro. Se puso en pie con ayuda de Carmen y se sentó en el asiento del conductor del Defender.
—Creo que vas a tener que hacerlo tú sola, cariño. Empuja mientras giro el volante. Lo enfilaré por esa pequeña pendiente y trataré de arrancarlo en segunda.
Bram se refería a una suave bajada que iba desde el cottage hasta una zona bastante poblada de esculturas. Era su mejor opción si querían que el coche cogiera la velocidad suficiente.
Carmen puso sus dos manos en la trasera del coche y gritó que estaba lista. Entonces Bram quitó el freno de mano y Carmen proyectó cada centímetro de su cuerpo contra aquella mole de dos toneladas. El primer intento fue en vano. El Defender se balanceó ligeramente adelante y atrás, quedándose donde estaba. Carmen dejó escapar una maldición, se despegó del coche y lo miró en silencio un instante. Algo dentro de ella bullía de furia y ganas de estallar, y ese era el momento exacto para dejarlo salir. Dio un paso atrás y se lanzó contra el Defender como si fuera un luchador de sumo que debía vencer por imposible que fuera. En esta ocasión provocó un balanceo aún mayor, y aprovechó el rebote para volver a empujar. Y de esa manera, las ruedas del coche empezaron a rodar sobre la hierba.
Bram gritó un hurra desde dentro de la cabina, Carmen volvió a lanzarse contra el coche, esta vez con muchos más ánimos, y notó cómo comenzaba a deslizarse cuesta abajo. Finalmente se tropezó con algo en el suelo y cayó de bruces en la hierba, aunque el coche ya iba acelerando solo.
Bram esperó todavía unos segundos para embragar la segunda marcha. Se llevó por delante el cartel de bienvenida y un par de instalaciones, pero el coche ganó la velocidad suficiente. Se escuchó el motor explosionando y arrancando, y a continuación Bram dio unos cuantos acelerones para asegurarse de que no se calaba de pronto.
—¡Vamos! —gritó desde dentro.
Carmen se puso en pie y corrió hasta alcanzar el coche.
Condujeron hasta el hotel muy lentamente. Temían encontrarse con McGrady y sus amigos a la vuelta de alguna curva, aunque ahora, dentro del coche, se sentían capaces de reventarlos si hacía falta. De hecho, en cierta forma, a Carmen no le hubiese importado tener la oportunidad de resarcirse.
—Hay que llamar a Thurso y pedir ayuda. Esta vez Nolan tendrá que aceptar la realidad. Han estado a punto de matarte.
Bram se limitó a decir lo siguiente:
—No creo que Nolan esté a la altura de todo esto.
Y después se quedó sumergido en algún pensamiento que no quiso compartir.
Llegaron al Kirkwall y aparcaron en la parte delantera del hotel, con el morro orientado hacia la cuesta. Carmen salió y al instante detectó un par de cosas. Los cristales del salón estaban ligeramente ahumados y se veía el resplandor de la chimenea ardiendo.
—Pero ¿qué demonios…?
La puerta principal se abrió. Era Amelia Doyle. Despierta. Viva. Y con el ceño fruncido como si estuviera muy enfadada.
—¡Amelia! —exclamó Carmen al borde del llanto.
Amelia salió al umbral sujetando un bastón con una mano y cerrándose la bata con la otra. Y se los quedó mirando como una madre que sale a recibir a un par de hijos juerguistas.
—¿Dónde te habías metido, Carmen? ¿Bram? Pero ¿qué os ha pasado?
Una mirada bastó para que Amelia entendiera que allí se cocía una historia demasiado larga para ser explicada en el umbral de su puerta. La cara de Carmen era un poema. Y al ver a Bram sujetarse la gasa en la cabeza, soltó una maldición. Carmen sintió algo tan infantil como el deseo de que todo aquello fuera el despertar de una pesadilla (al menos en parte) y que Charlie Lomax estuviera también esperándolos dentro del hotel.
Pero la máquina de las sorpresas había cocinado otra cosa esa mañana. En el salón, sentada delante de una taza de té, estaba Didi Moore. Y también tenía la cara de haber visto un fantasma.
—Joder. ¿Qué ha pasado? —dijo al verlos entrar.
—Eso me gustaría saber a mí —dijo Carmen—. Amelia, ¿cuándo te has despertado?
—Hace una hora —dijo ella como si nada.
—¿Y qué haces tú aquí, Didi?
—¡Bueno, pongamos un poco de orden! —dijo Amelia—. Lo primero, Bram Logan, es que te sientes aquí. Carmen, ve a por mi botiquín. Vamos a ver esa herida.
Bram tomó asiento en un butacón de espaldas al mirador y Amelia le retiró el vendaje para dejar la herida al descubierto. Carmen llegaba en ese momento con una gran caja de cartón blanco donde Amelia tenía su kit de primeros auxilios. Sacó un envase esterilizado con material de sutura y un bote de desinfectante. Y Amelia le dijo a Didi que trajera también la botella de whisky.
—Vale… Ahora, vamos en orden —dijo Amelia—. Yo no puedo coserle la cabeza a este hombre y hablar. Y tú, Bram, será mejor que te dediques a beber. Así que, chicas, ¿podéis contarnos qué demonios os ha pasado a cada una?
—Lo primero —dijo Carmen— es si alguien ha visto a Charlie Lomax hoy.
—¿Hoy? No —respondió Amelia—. Pensaba que estabais juntos.
Carmen tragó saliva y miró a Didi.
—¿Y tú, Didi? ¿Quizás le has visto por el café?
«Por favor, por favor, dime que sí».
Pero Didi negó con la cabeza mientras daba una calada a un cigarrillo. Tenía la cara descompuesta.
—Ni siquiera he abierto el café esta mañana, Carmen. Según me he despertado, he venido corriendo a buscaros.
—¿Qué?
—No he pegado ojo —empezó a contar Didi—. Anoche pasó algo en el pueblo. Esas viejas locas vinieron al café, joder… Y después, más tarde… Todavía no me explico cómo…
Carmen se acercó y le acarició un brazo.
—A ver, Didi, empieza por el principio —dijo Carmen.
Didi fumó una larga calada y fue expulsando el humo a medida que empezaba a hilar su historia.
—Eran las ocho… Un minuto más tarde y esas brujas se lo habrían encontrado cerrado. Yo les dije que estaba ya limpiando, pero ellas, tenías que ver sus ojos, estaban como idas, ni se movieron. Dijeron que habían venido a buscarme. Que era la noche de oración nocturna. Yo, claro, casi me parto el culo…
—Pero ¿quiénes eran? —intervino Carmen.
—Nicoleta McRae y Elsa Lowry.
—O sea, el Grupo por la Restauración del Sabbath.
—Había más personas fuera del café. No las vi a todas, pero había gente ahí fuera, una docena, esperando en silencio bajo la lluvia. Bueno, en fin, yo les dije que se marcharan y salí de la barra para cerrar el café, pero entonces Theresa Sheeran me cortó el paso de muy malas maneras y me dijo que me convenía ir con ellas.
—¿Qué?
—Así, de verdad, como una maldita gángster de película. Por un instante pensé que si no lo hacía me iba a dar con la mano abierta. Es que estaba como hirviendo de ira. Me empezó a decir que había ocurrido un milagro y no sé qué mierdas más. «¿No quieres ver un milagro, Didi?». Y yo le dije que un milagro sería que Brad Pitt entrase por la puerta y me invitara a cenar. Entonces ella me amenazó. Me dijo que las cosas se iban a poner difíciles para mí.
—¿Eso te dijo?
—Sí, dijo algo sobre la tormenta y el Apocalipsis. Algo sobre una «segunda Sion». Entonces Elsa Lowry empezó con eso de «Arrepiéntete» y alguno de los de fuera también lo gritó, y de repente lanzaron algo contra mi escaparate. Alguien tiró una piedra y lo rajó de arriba abajo.
Hasta Amelia, que estaba concentrada en curar a Bram, levantó la vista al escuchar aquello.
—Bueno, imagínate cómo me puse. Cogí el viejo taco de billar de mi tío. La Sheeran y la Lowry se quedaron donde estaban y yo salí fuera. Y allí… Joder… Allí había por lo menos diez personas más. Reconocí a Nicoleta McRae y a la señora Brosnan y les grité que qué demonios estaban haciendo. Que pagarían por ese cristal. Pero nadie me respondió. Entonces las mujeres salieron de mi café y Theresa Sheeran, al pasar a mi lado, me dijo algo…
Didi perdió la mirada como si ese recuerdo doliera.
—¿Qué te dijo? —preguntó Carmen.
—«Mira dentro de ti, sabes que llevas el pecado dentro», eso fue lo que me dijo, pero hubo algo más. Al decirlo, me tocó aquí. —Didi se llevó la mano al vientre.
Ni Carmen, ni Amelia ni Bram entendieron aquello, pero Didi dejó escapar una lágrima.
—Es imposible, ¿entendéis? Es imposible que ella lo pudiera saber. Ni ella ni nadie.
—¿El qué, Didi?
Se llevó el cigarrillo a los labios y Carmen se dio cuenta de que le temblaba la mano. También de que era la primera vez que veía a Didi derramar una sola lágrima.
—Es una historia que nadie puede conocer. Cuando me marché de esta jodida isla, a los diecisiete años, llevaba un niño en el vientre. No era un niño todavía, solo un feto. El padre era un trabajador de la planta, un contratista. Jamás supe su nombre, ni me interesó. Me fui a Londres e hice lo que tenía que hacer. Y estando allí decidí no regresar. Y nunca le conté a nadie nada, ni a mis padres, ni a mis tíos, ni a nadie… Joder… De hecho, es la primera vez en mi vida que lo cuento en voz alta. Es imposible que Theresa Sheeran supiera nada.
El cigarrillo de Didi se había consumido a la mitad entre sus dedos. Volvió a fumar y eso produjo un silencio muy pesado en el salón. Amelia había cosido un par de puntos en la cabeza de Bram y este ni siquiera había abierto la boca para quejarse, pero entonces fue él quien habló:
—Pero, Didi, puede que eso de tocarte el vientre fuera solo una casualidad. Y tú elaboraste el resto.
—No, no… Os lo juro. Esa vieja bruja no me ha tocado en toda su vida. Y puso los dedos ahí por algo.
—¿Y qué sucedió después? —dijo Amelia—. ¿Pasó algo más?
—En ese momento nada más. Yo cerré la puerta y ellos se marcharon en comitiva, supongo que a la iglesia. Joder, yo estaba temblando. Si no hubiera sido porque estaba muerta de miedo habría subido a buscaros en ese mismo instante, pero no me atrevía a salir. Así que cogí un manojo de hierba y me hice un canuto bien cargado. Me tumbé en mi litera y me lo fumé mientras trataba de imaginarme de dónde coño habría sacado la Sheeran esa información sobre mí. Y creo que en algún momento me quedé dormida, pero debió de ser muy poco rato. Me desperté asustada, alguien gritaba en alguna parte. El porro se me había apagado en las manos. Me levanté y me quedé escuchando. Era una especie de gemido, de llanto, que se confundía con el viento. Miré por la ventana pero era incapaz de ver nada. Y entonces, lo juro por Dios, escuché a un bebé llorar.
—¿A un bebé?
—Sí. Joder. Era el llanto de un niño recién nacido. No podía ser otra cosa. Y eso, que yo sepa, es imposible.
—Y también que yo sepa —dijo Amelia Doyle—. Si hubiera una sola mujer embarazada en la isla lo sabríamos.
—Entonces bajé las escaleras al café —continuó Didi— y busqué por todas partes. A veces me parecía que sonaba fuera en la calle, otras veces creía que lo tenía justo detrás de mí. Hasta que al final decidí que ese porro me estaba dando un mal viaje.
—Muy posiblemente —dijo Carmen—. Sobre todo después de lo que te acababa de pasar con Sheeran.
—A ver —dijo Didi—. Cuando vivía en Londres me puse hasta las cejas de maría y de otras mil cosas. Y he alucinado. He alucinado de puta madre, hasta el punto de ver el papel de mi habitación cobrar vida y bailar al ritmo de David Bowie. Pero esto era diferente. Era, de alguna manera, diferente.
—Sé a qué te refieres —dijo entonces Bram—. Y no creo que sea una alucinación causada por tu porro.
Amelia había terminado su cura y se sentó junto a Bram.
—¿Qué quieres decir?
—Enseguida —respondió él como si no quisiera contestar a su pregunta—. Todo eso que ha descrito Didi encaja muy bien con lo que ha pasado esta mañana en mi cottage. ¿Carmen, quieres contárselo?
Carmen estaba sentada junto a Didi, en el reposabrazos de uno de los sofás del mirador, acariciándole el cabello a su amiga.
—Vale, aunque voy a tener que contar la versión larga.
—Pues empieza, cariño, creo que no tenemos otra cosa que hacer.
Y Carmen lo hizo. Empezó hablando de la noche anterior y cómo Charlie y ella se habían encontrado a Amelia dormida «demasiado pronto», cosa que les pareció rara pero achacaron a la tensión del día. Después contó cómo Charlie y ella habían mantenido aquella pequeña discusión durante la cena.
—Estábamos un poco trastornados por el asunto de McGrady. Cenamos y bebimos, quizás más de la cuenta. Y Charlie empezó a hablar de nosotros. Bueno, creo que el único que no está al día de las cosas es Bram.
—¿Charlie y tú? —dijo Bram—. Bueno, tengo ojos en la cara…
—En fin —prosiguió Carmen—. Tuvimos una discusión muy tonta y él se marchó por la puerta. Pensé que solo iba a darse un garbeo.
Por eso se tumbó frente al fuego a esperarle y allí se había quedado dormida. Y esa mañana, Charlie seguía sin aparecer y Amelia estaba tirada en el suelo, de bruces, y como inconsciente o profundamente dormida.
—¿Lo dices en serio? —la interrumpió Amelia.
—¿No recuerdas nada?
—La verdad es que no —dijo ella—. No recuerdo nada de la noche pasada… Bueno, tuve un sueño sobre Frank. Pero no sé exactamente cuándo me fui a dormir. Aunque estaba vestida al despertarme… Eso sí me ha parecido raro.
—He sido yo la que te ha metido en la cama —dijo Carmen.
—Has dormido más de quince horas —dijo entonces Bram—. ¿Has tomado algo? ¿Hay algo que pueda explicar ese sueño?
—No, nada.
—Bueno, sigue con lo de Bram —dijo Amelia—. ¿Qué pasó después?
Carmen narró entonces la escena de McGrady y el resto de los pescadores. Explicó cómo se habían enfrentado a Bram y no se ahorró ni un detalle sobre los puñetazos de McGrady o el golpe en la cabeza de un pescador que no había podido reconocer porque llevaban todos «esas gabardinas de pesca, como si fueran un uniforme».
Amelia se tapó los ojos con las manos en un gesto de horror e incredulidad. Didi se encendió otro cigarrillo y Bram bebió de la botella. Carmen contó entonces cómo los pescadores habían asaltado el estudio de Bram y la parte final, en la que McGrady había regresado un momento y se había dirigido a ella, «como si pudiera olerme».
—Eso es un buen resumen —dijo Bram cuando Carmen hubo terminado su relato.
—Joder, espero que los empapelen por eso —dijo Didi.
—No te quepa duda de que así será —respondió Amelia levantándose.
—¿Adónde vas?
—A la radio. Esto se ha salido de madre. Voy a llamar a Thurso.
Carmen recordó que la antena se había caído la tarde anterior.
—Podría subir al tejado y comprobar la antena —dijo Carmen.
—¿Con este día? Ni se te ocurra, bajaremos al pueblo y utilizaremos la radio del Club Social. Es diez veces más potente que esta y tiene una antena a prueba de bombas.
—Pero ¿qué dirá Nolan?
—Que se le ocurra decirnos algo.
—Yo os acompaño —dijo Didi.
—No, Didi, prefiero que te quedes aquí, cuidando de este viejo carcamal —dijo Amelia—. ¿O prefieres quedarte tú, Carmen? Quizás no tengas cuerpo para ir al pueblo después de lo de esta mañana.
—No —dijo Carmen—. Quiero ir.
—Vale, entonces haz el favor de subir al desván. Dentro del baúl de mimbre hay una vieja escopeta de caza de Frank. Debería haber una caja de cartuchos, espero que no estén demasiado húmedos.
—Esperad —dijo Bram—. ¿Qué vais a hacer con la escopeta?
—Defendernos si hace falta —respondió Amelia.
Esta vez fue más fácil arrancar el coche. Lo habían dejado aparcado en cuesta y Didi, además, tenía la fuerza de un buey. Según cogió un poco de velocidad, Carmen embragó la segunda marcha y el motor se puso en funcionamiento. Amelia iba sentada a su lado, con la culata de la escopeta apoyada en el suelo del coche y los cañones apuntando al techo.
—Vamos directos a Main Street —dijo.
Carmen se alegró de estar haciendo aquello. Haciendo algo y no escondiéndose como antes, en la casa de Bram. «Podían haberle matado mientras tú te escondías como un ratón».
Pero en los primeros metros de Main Street, con aquel viento huracanado y la lluvia danzando alocadamente en el asfalto, volvió a notar ese terror en la boca del estómago. ¿Y si volvían a toparse con los pescadores?
«Pero debemos pedir ayuda. Alguien tiene que venir a ayudarnos».
En el horizonte, un frente de color azul oscuro se cernía sobre St. Kilda, prometiendo más electricidad para esa noche. Carmen y Amelia, en silencio dentro del coche, fueron notando los empujones de la ventisca. El limpiaparabrisas iba a toda velocidad, apartando las gotas que les venían de frente, de lado, de arriba y de abajo. Ni un alma, nadie, ni una luz iluminando las ventanas que iban pasando de largo. ¿Dónde estaba la gente?
Aparcaron justo enfrente de la puerta del Club Social.
—Deja el motor en marcha —dijo Amelia—. No creo que pueda empujar el coche después.
Salieron del Defender, Amelia usando la escopeta como un bastón. Empujaron la puerta y entraron. La gran sala de eventos, bailes y celebraciones estaba completamente vacía. Tomaron las escaleras y subieron a la primera planta, y según lo hacían notaron un fuerte olor a lejía, como si alguien acabara de pasar una fregona por allí, aunque el suelo estaba seco.
—Parece que no hay nadie —dijo Carmen.
—Mejor —dijo Amelia—. Menos explicaciones que tendremos que dar.
Empujaron la siguiente puerta acristalada y entraron en la sala de espera, que también estaba vacía y olía muchísimo a lejía. Al fondo, la puerta del despacho estaba cerrada a cal y canto. Carmen se imaginó, por un instante, que Charlie estaría allí, discutiendo con Lowry o hablando por la radio. ¿No era eso lo que había dicho que iba a hacer? El bueno de Lomax, tan cabezón como infantil. En cuanto lo encontrase, lo llevaría a un aparte y le diría cuatro cosas bien dichas. «Tú no necesitas una novia, Charlie. Lo que necesitas es echarme otro polvo y olvidarte un poco de Jane». Y no saldrían de debajo del edredón hasta que la tormenta pasara de largo y el ferry volviera a funcionar. Y se largarían de allí para siempre.
Carmen llamó a la puerta. Esperaron unos segundos pero nadie respondió, así que giró la manilla y entraron.
El despacho de Lowry y Nolan, el centro de la Ley y el Orden en St. Kilda, estaba vacío. Y allí el olor a lejía era todavía más fuerte. Sin poner siquiera un pie dentro, Carmen y Amelia se dieron cuenta de que allí había sucedido algo extraño. La mesa estaba torcida y había unos cuantos papeles por el suelo.
—Cuidado —dijo Amelia inmediatamente—. Sujeta esto.
Le pasó la escopeta a Carmen, que la cogió con cuidado, apuntando hacia las ventanas. Amelia fue directa hacia la radio mientras Carmen montaba guardia.
—Por el amor de Dios —dijo Amelia.
—¿Qué?
—Acércate.
Carmen se apresuró hasta allí. La caja de la radio estaba ligeramente deformada por arriba, como si alguien la hubiera golpeado con un martillo o algo parecido. Al acercarse un poco más, vieron que el cobertor frontal estaba hecho trizas. De hecho, estaba prácticamente separado de las tripas del aparato.
—Alguien la ha destrozado a golpes.
Amelia cogió uno de los diales y tiró un poco de él. El panel de mandos se cayó como la fachada de una casa de cartón piedra. En ese instante escucharon un ruido en el almacén contiguo. La puerta se abrió y vieron salir a Lowry armado con una fregona y un cubo.
—¡Lowry!
—Baja eso —dijo señalando los cañones de la escopeta que Carmen mantenía a media altura.
—¿Qué demonios ha pasado aquí?
—Alguien ha saboteado la radio, eso es lo que ha pasado.
Lowry no dejaba de mirar la escopeta.
—¿A cuenta de qué viene traer ese arma?
—Han agredido a Bram hace una hora. Le han abierto la cabeza y le han propinado varios puñetazos. Han sido McGrady y los suyos. Carmen ha sido testigo.
—Y le han robado su equipo de soldadura —añadió Carmen.
Lowry hizo algo extraño entonces. Apoyó las manos en la mesa y se quedó pensativo, con la mirada perdida.
—¿Lowry?
—¿Qué? —dijo él.
—¿No piensas hacer nada?
—¿Hacer qué? La radio está rota y además he dimitido como miembro del consejo.
—¿Cómo que has dimitido? No se puede dimitir cuando a uno le viene en gana. Sobre todo en esta situación. Hay que tener un poco de sentido de la responsabilidad.
—Charlie Lomax ha desaparecido —dijo Carmen—. ¿Le has visto hoy? ¿O ayer por la noche?
—Lomax, Lomax, Lomax… —dijo Lowry.
—¿Qué?
—¿No os ha contado lo del informe? Pensaba que erais buenos amigos.
—¿De qué estás hablando? —dijo Amelia.
—¿Aún no sabes lo que han decidido los políticos de la capital? Que nos sacarán de aquí, poco a poco, en el plazo de cinco años. St. Kilda se convertirá en un parque natural o una base del ejército, pero nadie más vivirá aquí. Somos los últimos. Ve despidiéndote de tu hotel, Amelia.
—¿Qué? —Amelia miró a Carmen—. ¿Tú sabías eso, Carmen?
—Yo… No sabía que hubiera un plazo.
Amelia se quedó un segundo en silencio.
—Ayer por la noche hubo una asamblea especial —dijo Lowry—. Me han pedido que dimita. Vamos a crear un nuevo comité. Vamos a luchar, ¿entendéis? Esta es la última infamia que estamos dispuestos a soportar.
—De acuerdo —dijo Amelia—. Yo estaré en esa lucha contigo, Lowry, pero en cualquier caso aquí están pasando cosas muy graves. Casi matan a Bram hoy. Y Didi nos ha contado que anoche también sufrió un ataque. Alguien apedreó su café. Siento mucho decirte que tu esposa estaba entre la multitud.
—He oído eso —dijo Lowry—. Didi se mofó de ellos primero.
—¿Qué? ¡Permíteme que lo dude!
—Hubo testigos, Amelia. Theresa solo fue a invitarla a la oración y ella salió riéndose de ellos. Les dijo que se podían ir al infierno. A alguien le calentó demasiado y pasó lo que pasó. No se puede jugar así con los sentimientos de la gente.
—Pero ¿de qué hablas, Frank, joder? ¿Estás en tus cabales? —Amelia no había podido remediar un grito—. Acabo de coserle la cabeza a Bram Logan hace diez minutos. Le han golpeado y robado en su propia casa. Como no hagas algo ahora mismo, te juro por mi vida que te denunciaré a ti también.
Esa amenaza consiguió por fin la atención de Lowry. Volvió el rostro hacia Amelia y le dedicó una mirada llena de furia.
—Es el final, Amelia. ¿No lo ves? Todo, todo en esta isla está sentenciado. Y esa caja es la última oportunidad de mucha gente, incluso la tuya. ¿Por qué os oponéis? La verdad es que a mí también me cuesta entenderos…
—¿Oponerse a qué, Gareth? ¿Estás en tus cabales?
Lowry levantó la mano y la puso delante de la boca de Amelia, como si quisiera callarla. Como si otro Gareth Lowry más agresivo dentro de él le estuviera pidiendo cerrarle la boca a aquella anciana respondona.
—Solo digo… —Se interrumpió para tomar aire—. Solo digo que os conviene olvidaros del tema, ¿entiendes, Amelia? Refugiaros en el hotel hasta que todo esto haya pasado. Será cosa de unos días, y entonces…
—Entonces ¿qué…?
Lowry abrió los ojos de par en par. Algo le había hecho sonreír.
—Entonces ya no habrá más preocupaciones, para ninguno, Amelia. Yo no sé cómo explicártelo… Volved al hotel. Y no salgáis.
—De acuerdo —dijo Amelia—. Eso es precisamente lo que pienso hacer. Volver al hotel, arreglar mi antena y llamar a todo el mundo. La policía, el rescate marítimo, todos. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
En ese momento se abrió la puerta del despacho. Fue algo tan repentino y brusco que Carmen se asustó y se volvió con su escopeta. Keith Nolan entró muy despacio. El agua de la lluvia se resbalaba por encima de su capa impermeable de pescador.
—¡Nolan! —dijo Amelia como si estuviera llamándole al orden, pero en su voz había algo de duda y desesperación también. Como una maestra intentando poner un poco de orden en una clase de niños asesinos.
—Entrégame esa escopeta —dijo Nolan—. Vamos, no hagas ninguna locura.
Carmen estaba petrificada.
—No —dijo Amelia—. Solo estábamos hablando, Keith. Y hay una buena razón para llevar una escopeta. Si nos escuchas…
Entonces Lowry dio un paso al frente.
—¡Vienen aquí amenazándome con eso, Keith!
—Ya veo. Vamos, la escopeta.
Keith había dado un paso en dirección a Carmen, con la mano extendida y casi tocando el cañón. Amelia se interpuso entre ellos dos y levantó los cañones de la escopeta.
—No estábamos amenazando a nadie. Hemos venido a denunciar una agresión y un asalto en la casa de Bram. ¿O tú también has dimitido de tu cargo, Nolan?
Había algo en el rostro de Keith Nolan que inmediatamente las dejó entrever que así era.
—Dadme la escopeta y hablaremos.
—Nos vamos de aquí —respondió Amelia—. Y la escopeta se viene con nosotras. Carmen, sal muy despacio.
Carmen empezó a caminar hacia la puerta y Amelia fue detrás. Los dos hombres se quedaron donde estaban.
—Somos vuestros vecinos, Amelia —dijo Lowry—. ¿Es que no os dais cuenta? Todo esto es por el bien de la comunidad.
—Sois una panda de locos —respondió ella—. Esto no va a quedar así. De ninguna manera. Si protegéis a McGrady seréis cómplices de todo esto.
El Defender seguía en marcha cuando salieron. Entraron y solo entonces se dieron cuenta de la situación. Estaban huyendo de la oficina de Keith Nolan y Gareth Lowry, por imposible y surrealista que eso pudiera sonar. Era como si el último atisbo de la ley de St. Kilda acabara de irse por el desagüe.
—Llevaba una de esas gabardinas —dijo Carmen.
—Lo sé —respondió Amelia—. Me he dado cuenta. Creo que hemos hecho lo correcto.
—Yo también lo creo.
—Vamos, quita el freno y salgamos de aquí.
Carmen metió la marcha atrás y salió dibujando una curva en sentido al puerto. Entonces embragó la primera para maniobrar. Fue a meter la marcha atrás cuando sus ojos percibieron una especie de luz a través del parabrisas.
Y ante lo que vieron, Amelia dejó escapar un «cielo santo»; Carmen también habría dicho algo si no se hubiera quedado sin aire.
Las puertas de la capilla de St. Mikas estaban abiertas de par en par y, por lo que se veía en la distancia, su interior estaba iluminado por decenas de velas. Y había gente allí, veinte o treinta personas sentadas en los bancos de madera, aunque también vieron a dos mujeres tumbadas en el pasillo. No había música, ni rezos, ni nadie dando un sermón en el altar. Sencillamente estaban allí, escuchando el silencio.
—El día de la oración —dijo Carmen—. El Sabbath.
—Vamos, nena, arranca —respondió Amelia.
Pero Carmen estaba como hipnotizada por aquello. ¿Había algo que ellas dos no veían? ¿Había algo allí que ellas dos eran incapaces de percibir por alguna razón? La visión de las velas y la gente en silencio la subyugó. ¿Y si en realidad estuvieran equivocadas? ¿Y si en realidad debieran salir del coche e ir a rezar?
—¡Vamos! —repitió Amelia Doyle—. Saca este maldito coche de aquí.
Carmen embragó la marcha atrás y, entonces, desde uno de los laterales del portón vieron aparecer a Theresa Sheeran. La mujer se quedó quieta en el centro exacto de la entrada, mirándolas en silencio, como si con sus ojos pudiera decir: «Arrepentíos, aún estáis a tiempo».
El Defender salió proyectado hacia atrás sin demasiado control cuando Carmen pisó el acelerador. De haber habido un coche aparcado en los aledaños del Club Social, lo hubiese embestido sin duda. Pero tuvieron suerte, esa mañana no había ninguno en los alrededores.