Carmen

Quitando un leve dolor de rótula por el constante martilleo de los saltitos y un par de engorrosas caídas en las que Carmen terminó de embadurnarse de barro y cagadas de oveja, bajar el Bealach fue pan comido. Llegaron a la base de la montaña en el punto más cercano a la Torre Knockmanan, y desde allí era solo andar recto hasta el barranco de Layon Beach. Aquel era, tal como le explicó Bram a Carmen, el camino que solía utilizar para ir a buscar las Lithothamnion corallioides, las algas que ya nunca más recogería para Amelia.

Según enfilaban el llano, Carmen percibió el blanco cottage de Mary Jane resplandeciendo en el oscuro paisaje. Pensó en esa mujer muerta en su cama, descomponiéndose lentamente. Por un instante le pareció una especie de broma absurda, como si todo fuese ridículo e imposible. «Esto no puede estar pasando. Pero ¡si hace tres días estábamos todos bebiendo cerveza en el club!».

Al llegar al barranco, pararon un instante para observar la playa y asegurarse de que eran los únicos visitantes de esa mañana. A esas horas ya había comenzado a amanecer y el aire estaba preñado con una luz débil y cenicienta. Bram había acertado con la marea, que estaba baja, y el mar era como una gran Guinness de color negro, con una corona blanca que relamía la arena en cada batida. Por lo demás, el buen tiempo que se atisbaba desde lo alto del Bealach Ba no parecía haber llegado aún al mar que golpeaba la playa. Olas bastante grandes se abatían ruidosamente sobre la arena y Carmen se preguntó si eso no volcaría la zódiac al primer intento. Pero dejó esas preocupaciones para Bram, que era el que sabía navegar.

Bajaron por el sendero, con cuidado, y la casa de los McMurthy apareció arrinconada en uno de los costados de la playa. Un tejado negro, de una sola sección, que cubría un pequeño edificio de planta rectangular. Aquel soleado día del pasado junio, cuando Didi y ella fueron a la playa con aquellos surferos franceses, Carmen se había llegado a preguntar cómo sería por dentro… Y esa horrible mañana, según se acercaban al nivel de la arena, tuvo un acceso de grave humor al pensar que estaba a punto de descubrirlo.

Según pusieron los pies en los primeros metros de la playa, los recibió una ráfaga de granos de arena. Bram se dio la vuelta para ver si Carmen le seguía el paso.

—¿Qué hora es?

Carmen consultó el reloj de pulsera que había sincronizado con Dave antes de salir. Tuvo que esperar a que sus ojos encontrasen las dos manecillas en la débil luz del amanecer.

—Las cinco y veinte.

—Ok —dijo Bram—. Vamos bien de tiempo.

Caminaron por la parte más pegada al barranco hasta llegar a la vivienda. Cuando estaban a unos diez metros de la primera fachada, Bram le hizo un gesto para que esperara. Carmen entendió que quería echar un vistazo. Bram cogió la escopeta por la culata y se lo apoyó en el antebrazo mientras salía caminando en dirección a la casa. La rodeó en un radio de varios metros, lo que a Carmen le pareció una precaución quizás un tanto exagerada.

—¡Ok! —gritó Bram en la distancia.

Carmen entendió que eso significaba algo así como «luz verde». Y estaba a punto de salir caminando cuando notó algo por el rabillo del ojo. Algo de un color furiosamente amarillo que contrastaba con ese paisaje de tonos grises y apagados de la arena y el mar de esa mañana. El objeto estaba varado en la misma orilla de la playa a unos cinco metros de ella. Y por un instante se quedó mirándolo. ¿Qué era?

—¡Carmen! —llamó Bram.

De no haber sido por la terrible prisa que llevaban, Carmen hubiera bajado de inmediato a observarlo. Pero lo cierto es que tenía toda la pinta de la típica basura que se acumula en todas las playas del mundo, ya le echaría un ojo más tarde.

El cottage de los McMurthy estaba edificado sobre unos cimientos de granito, que a su vez se habían construido sobre las antiguas vetas de roca. La puerta del garaje estaba pegada al cierre de la playa, a unos cinco metros del agua (en marea alta quizás fueran dos) y había una rampa de botadura. El frontal de la casa exhibía dos grandes ventanas protegidas por un enrejado de metal.

Bram la esperaba en la misma entrada del garaje, revisando un grueso candado que daba cierre a la pequeña portezuela.

—Tal y como nos dijiste —advirtió Carmen.

—Sí. No es tan pequeño como recordaba, pero creo que no habrá problemas.

Carmen dejó caer la mochila al suelo. Sacó la cizalla y por un momento pensó en pasársela a Bram, pero después decidió que bien podía intentarlo ella misma. Se acercó y mordió el arco del candado con las zapatas de la cizalla. Luego imprimió todas las fuerzas sobre los brazos de la herramienta, pero aquello se le resistió. Después de apretar durante diez segundos, todo lo que consiguió fue hacer una pequeña mella en el cierre del candado.

—Espera —le dijo Bram—. Es mejor que apoyes un brazo contra la puerta. Mira, así…

Bram le indicó cómo hacerlo. La cizalla quedó apoyada en la puerta del garaje.

—Vamos, empujaremos entre los dos —dijo Bram agarrando el extremo libre—. Una, dos…

Rebotaron dos veces, pero al tercer impulso oyeron un fuerte sonido. La cizalla se cerró de golpe y el candado salió volando.

—¡Bien!

Bram se aprestó a abrir la puerta. La poca luz de la mañana iluminó los primeros metros del garaje, que emanaba un fuerte olor a humedad.

—¡La zódiac! —dijo Bram señalando a un gran bulto, que resultó ser el morro de la lancha—. Tú quédate aquí vigilando.

Bram entró dentro y Carmen se giró escopeta en mano. Estuvo un buen rato mirando hacia el mar, hasta que se dio cuenta de que el peligro, de haberlo, vendría por el barranco. Entonces caminó hasta la esquina de la casa. Desde esa posición podría detectar a cualquiera que intentara bajar, con el tiempo suficiente de apuntarle y darle de lleno si hacía falta.

Volvió a ver ese objeto amarillo en la orilla. Parecía ¿un chaleco salvavidas?

Entonces oyó unos fuertes ruidos metálicos y a Bram maldiciendo un par de veces. Regresó a la entrada del garaje, donde Bram estaba plantado con los brazos en jarras, como calculando mentalmente.

—¿Qué?

—Algo con lo que no había contado. La puerta grande está cerrada con un candado de suelo. ¡Cómo he podido ser tan idiota!

—¿No es posible romperlo?

—No —dijo Bram—. Es un candado de suelo. No hay manera de cortarlo con la cizalla.

Carmen entró a ver y, efectivamente, allí estaba: una gruesa pieza metálica, como un gran tornillo, fijada al suelo a través de un agujero en la puerta.

El garaje estaba helado y el ambiente apestaba a condensación. La zódiac, tapada con una lona negra, ocupaba casi todo el espacio. Había un mueble de estanterías donde se apilaban cajas de herramientas, botes de barniz… Y después había una puerta, a la izquierda, que probablemente conectaba con la casa.

Salió afuera y vio a Bram sacando el detonador y desenrollando el cable.

—¿Qué haces?

—Para eso lo hemos traído, ¿no? —respondió Bram alterado—. Vamos, dame la pila y aléjate. Ponte al otro lado de esa pared.

Carmen no estaba ni mucho menos tranquila, pero en ese instante supo que estaba muchísimo más relajada que Bram Logan. Le miró las manos, mientras desenrollaba el cable del detonador, y vio que tenía un tembleque considerable.

—Espera, Bram —le dijo.

—¿Qué? —replicó el otro fuera de sí—. ¡Dame la pila, joder!

Carmen se sacó la pila del bolsillo de los vaqueros y se la entregó.

—Hay otra opción —dijo Carmen entonces—. Busquemos la llave.

—¿Buscar la llave del candado? Los McMurthy no están aquí. Se la habrán llevado.

—Seguro que hay una copia en alguna parte —respondió Carmen.

Bram negó con la cabeza.

—Eso sería como buscar una aguja en un pajar. Esto —y Bram alzó el pequeño detonador— es más rápido.

—Pero has dicho que íbamos bien de tiempo, ¿no? Además, esa explosión podría reventar la zódiac. Y podrían oírla en el pueblo.

Ese par de buenos argumentos lograron que Bram se parase un instante a recapacitar. Volvió a preguntarle la hora y Carmen volvió a decírsela.

—Dame solo diez minutos —dijo Carmen—. Buscaré por aquí. También hay una puerta que parece conectar con la casa.

—Diez minutos —dijo Bram.

Carmen volvió al garaje y se dirigió a la puerta. Estaba cerrada pero era de madera.

—Apártate —dijo Bram entrando en el garaje con su escopeta—. O mejor, sal afuera.

Carmen lo hizo y en cuanto salió por la portezuela, escuchó un par de detonaciones. Al regresar, todo era humo y olor a pólvora, pero Bram había conseguido destrozar la zona de la cerradura, que ahora estaba astillada, aunque todavía seguía cerrada. Empezaron a darle culatazos y patadas hasta que lograron hacer saltar el cierre.

—Joder… —dijo Carmen cuando por fin cedió la puerta—. Y parecía poca cosa.

Al otro lado encontraron un largo pasillo que recorría la casa de punta a punta, hasta la puerta principal. Carmen entró y caminó hacia el fondo, escrutando cada habitación que se encontraba. A la derecha había una cocina y un salón, las dos con ventanas a la playa. A la izquierda, un baño y dos dormitorios. Todo estaba vacío y recogido, como suelen quedar las casas de veraneo en invierno.

Al regresar, vio que Bram traía la mochila del explosivo. La colocó sobre la mesa de la cocina y sacó el detonador. Después colocó la pila a un lado.

—Quince minutos —dijo—. Después reventaré esa puerta como me llamo Bram Logan. Entretanto trataré de arrancar el motor.

La lluvia comenzó a tamborilear en el tejado de la casa y los cristales pronto se llenaron de gotas. Carmen decidió probar a buscar la llave en los sitios habituales donde la gente de cualquier raza y religión deja sus llaves: un llavero colgante, una cómoda llena de «cositas», un cenicero en la cocina. Se dirigió en primer lugar al salón, que quedaba en el extremo contrario del garaje. Era una estancia agradable (o debía de serlo con la chimenea encendida). Había un par de sofás tapizados con tela escocesa verde, una alfombra de piel y una estantería llena de libros. Se fijó en una serie de trofeos dorados que coronaban lo alto de la librería y que emulaban las velas de un barco. Tuvo un rápido reflejo de imaginarse a los McMurthy como una familia bien, con su velero, su casita a pie de playa, su chimenea, sus libros… Y pensó que algún día le gustaría poder pedirles disculpas por haberles destrozado la puerta. Seguro que hasta eran gente simpática.

No había ningún colgador de llaves a la vista y el único mueble con cajones que encontró estaba destinado a guardar botellas de licor, vasos, un Risk, un Monopoly y un Trivial Pursuit. Al mismo tiempo, desde el garaje comenzó a escuchar los gruñidos mecánicos del motor.

«Solo faltaba que ahora no pudiéramos arrancarlo», pensó. «Eso terminaría con la misión de un plumazo. A menos que Bram diga que se puede llegar remando».

Salió de allí y entró en el primer dormitorio que quedaba a la izquierda. Era el de un matrimonio. Armarios con ropa de cama. Decoraciones baratas y suelo de moqueta lleno de manchas de humedad. Sobre una de las mesillas de noche había otro grueso trofeo de vela. «Jesús», pensó, «deben de ser buenos en lo suyo». Carmen miró dentro de la copa. Había un reloj de pulsera parado, cuatro peniques y un caramelo. Después levantó la pesada base de granito por si podían haberlas escondido debajo. Nada. Registró los cajones de las mesillas, donde solo encontró libros, recibos y unas gafas de lectura.

Salió del pasillo y se saltó el siguiente dormitorio, pensando que la cocina era su mejor baza.

En ese mismo instante se oyó un ruido fortísimo desde el garaje. Una explosión. Bram había conseguido arrancar el motor. «¡Bien!», pensó Carmen oyendo cómo Bram le daba un par de acelerones mientras gritaba victoria.

«Ya está hecho. Solo falta que encuentres la llave y salgamos limpiamente de este sitio».

Escrutó la encimera, pero estaba desierta a excepción de un kettle y un horrible juego de tazas de té. Después se puso a abrir cajones. Cubiertos, servilletas, trapos… ¿Dónde tenían los McMurthy ese clásico cajón o recodo que sirve para todo un poco? Pasó a los armarios, donde encontró platos, vasos, jarras, sartenes, cazos… «¡Eh! Un momento…», se dijo al abrir un armario largo que contenía escobas, fregonas y los útiles de limpieza. En el fondo había un ¡cuadro de colgantes con un llavero! Lo cogió y lo observó. Contenía tres llaves. Dos grandes y una pequeña. Y estuvo casi cien por cien segura de que había dado con ello.

No iban a necesitar esa endemoniada bomba para nada. Se volvió con el llavero en la mano y justo en ese instante vio una silueta moverse a través de la ventana. ¿Bram?

Y antes de que desapareciera del todo, Carmen pudo atisbar el brillo de la gabardina que llevaba puesta.

Era una gabardina de pescador.