McGrady
La puerta se cerró y McGrady se quedó allí fuera, en el frío de la noche. A través de las ventanas empañadas podían verse jerséis de colores, personas bailando y el sonido del acordeón. Miró todo eso con asco.
«¿De qué coño iba Nolan, defendiendo a los listillos?».
No obstante, estaba eufórico por otras razones. Y contento de haberles dejado las cosas claras a ese grupo de «pijos».
Se alejó del club y se dirigió al puerto. Hacía frío y se dio cuenta de que no llevaba su chaqueta. ¿Dónde la habría dejado, joder? Quizás en el barco, pero no le apetecía ir a por ella.
Avanzó canturreando hasta el malecón. Allí se paró justo en el borde, se sacó a su amiguito y, casi estrangulándolo, apuntó contra la oscuridad. Se quedó con los ojos cerrados escuchando el sonido del puerto: los cascos de los barcos chapoteando en el agua. El viento. El viento que parecía hablarle.
«¡Eh, McGrady!».
Presionó su vejiga hasta producir un vaporoso chorro de orina. «Ahhh… Joder, mear es una de esas cosas que nos ponen de buen humor, ¿no? Incluso cuando te has quedado con las ganas de zumbarles a ese viejo hippy y al ingeniero cruasán. ¿Quién coño se creen que son poniendo todas esas objeciones? ¿A quién coño le importa su opinión? Ni siquiera son de la isla. Aunque Amelia llevara media vida allí, esa “capitalista” no debería tener voz ni voto en sus asuntos. Por no hablar de Carmen y ese idiota cruasán. Y el sabiondo de Bram Logan…». Cuánto le hubiera gustado encajarle un puñetazo debajo de las costillas a ese viejo.
Pero ya lo haría.
«Claro que sí, McGrady, todo lo bueno termina por llegar».
Se pasó por lo menos un par de minutos vaciando la carga. Incluso le dolían los riñones de haberse aguantado tanto. Y a pesar del frío, logró concentrarse en el pelo castaño de Carmen, y en su cabeza desfilaron un montón de imágenes sexuales y violentas. Todo en su cabeza era sujetar, empujar con fuerza y sujetar. Agarrar cuellos y estrangularlos. Se la agitó un par de veces, y otro par de veces más, aun a sabiendas de que incluso sin haber bebido casi cinco litros de cerveza, llevaba unos cuantos años incapaz de que se le pusiera tiesa. Pero lo cierto es que esos pensamientos desagradables conseguían lo que muy pocas pelis porno.
Después de mear, se encendió un cigarrillo y fumó contra el viento, entornando los ojos. Por lo demás, pensó, el día estaba siendo muy positivo. Desde la madrugada, cuando dieron con esa caja que flotaba en medio del mar y la rescataron. Joder, todos supieron inmediatamente (y eso era algo curioso) que aquella caja contenía algo importante. ¡Pues claro que NO llevaba atunes! Y todos se pusieron tan contentos porque sabían que era algo importante de verdad. Algo que, de ser manejado correctamente, les dejaría unos buenos billetes.
Quizás la cantidad suficiente para jubilarse de una puta vez.
Durante la tarde, mientras se ponían hasta las cejas en la lonja, como si estuvieran celebrando una boda, habían especulado sobre el contenido de La Caja. Se les había ocurrido de todo. Un tesoro de botellas antiguas, obras de arte de alguno de esos pintores raros (Gallagher dijo que una vez había oído que esas mierdas de arte moderno pueden llegar al millón de libras si te descuidas), toneladas de cocaína o dinero contante y sonante (esto es lo que más les gustó). El asunto era abrirla con cuidado y después verían cómo manejaban el asunto. Quien más quien menos, todos conocían algún pillo en el continente con quien podrían poner cualquier tipo de mercancía en circulación.
Pero, entonces, en la asamblea habían oído a Lomax y a Bram hablar de leyes y del mando naval y toda esa palabrería universitaria, y de pronto les había entrado miedo. Miedo a que esos dos progres la jodieran. A que se les ocurriera llamar a Edimburgo y les dieran el asunto en bandeja. Pero eso no iba a pasar, claro que no, porque La Caja era SUYA.
Y ese «suya» en mayúsculas era un sentimiento poderoso y agradable. Lo había sido desde que McGrady la tocó por primera vez. Una sensación positiva, como de buenas noticias. Y por eso juró que nadie se la arrebataría, porque era su premio. Lo que les correspondía. El mar se lo había dado a ELLOS.
La luz de un par de farolas iluminaba la parte final del puerto, donde los pabellones, viejos hangares de metal oxidado, se acumulaban formando una suerte de laberinto. Había una rampa de piedra que daba al mar, de esas que se utilizan para sacar barcos, carenarlos y volverlos a botar. Un par de botes viejos descansaban allí. Cadenas de algún ancla, redes de pesca extendidas de forma un tanto desordenada al lado de un montón de nasas para pescar marisco. McGrady pasó al lado, luchando contra el viento que hacía inclinarse sus cien kilos y que le apagaba el cigarrillo una y otra vez.
Llegó hasta el portón de aquella gran lonja en cuyo frontal se leía la palabra TRANSARK escrita con letras de molde y espray blanco. El gran portón estaba abierto. Lo empujó con excitación. Porque allí había algo aún más chispeante que la guapa mujer de pelo castaño. Esa caja. Y quería volver a tocarla, sentir aquello que había sentido la primera vez. Porque él había sido el primero en hacerlo. El primero de todos. Antes de que Ngar y McRae la hubieran atado con las sogas. Él había sido el que la había acercado con el arpón y, al hacerlo, había sentido aquella especie de dulce chispazo en sus dedos. Esa agradable sensación de comodidad. Y esa voz que le había llamado desde el fondo de su cabeza —«McGrady. McGrady. Llamando al obseso de Tom McGrady»— y que casi le había hecho reír.
Pero, claro, no se lo dijo a nadie por miedo a que le tomaran por un loco. Suficientes problemas tenía ya.
Entró en aquel oscuro y vasto espacio, dejando el viento y el frío a su espalda. La luz de una de esas farolas se colaba por los ventanucos superiores del hangar y proyectaba una luz inquietante. El viejo hangar de TransArk, que en su día se utilizó para empaquetar pescado y enviarlo por helicóptero a los mejores restaurantes de Reino Unido, era ahora, como muchas cosas en la isla, un lugar desierto. Solo estaba aquello: La Caja. Un rectángulo de perfecta negrura en medio de la penumbra.
Caminó en silencio por el hangar, oyendo resonar sus pasos hasta que se situó a un metro exacto del contenedor. A partir de ese momento, comenzó a notar la agradable sensación otra vez. Y se recreó en ella.
«Hola, viejo pajillero. ¿Cómo está el obseso mental de McGrady? No le diremos a nadie lo de tus años en Perth, ¿eh?».
Pero ¿quién era? ¿Cómo podía saberlo? Bueno, a esas alturas de la noche eso daba igual.
«Hola, Tommy. ¿Te has lavado las manos? Ven aquí. Te haré feliz».
Estaba a punto de hacerlo, de extender su brazo y rozar el metal negro, cuando de pronto escuchó un ruido. Unos pasos caminaron alrededor de La Caja. Los pasos de alguien que quizás llevaba allí más tiempo que él.
Ngar.
El senegalés, alto como un árbol, ni siquiera dijo nada. Se acercó a McGrady y este vio su blanca dentadura sonreír en la oscuridad. Entonces Ngar le tomó por la muñeca suavemente y McGrady tuvo, por un instante, ganas de retirar el brazo y soltarle un mamporro. Pensó que Ngar se había vuelto marica, o que siempre lo había sido. En Perth había muchos buscando una mamada en las duchas. Incluso ofreciéndola. Pero algo en la mirada de Ngar le dijo a McGrady que el asunto iba de otra cosa.
Entonces Ngar le cogió de la muñeca y tiró de ella para dirigir el brazo de McGrady hasta el metal. «Puedes arrastrar tu caballo hasta el arroyo, pero no podrás obligarle a beber». McGrady abrió la mano y Ngar se la empujó finalmente hasta que su palma se fundió con el acero.
Y entonces lo notó entrar. Entrar dentro de él.
«Bebe, Tom».
Ngar le soltó la mano y McGrady puso la otra palma sobre el acero. El gigante senegalés hizo lo propio con sus dos manos. Y en la penumbra del hangar, los dos hombres se miraron con los ojos enloquecidos y sus pupilas bailando en medio de aquel extraño placer.
«Bebe, déjame entrar».
Comenzaron a reírse, a aullar como dos lobos, pero el viento que azotaba el viejo tejado apenas permitió que nada de eso llegara hasta la calle.