Dave
5.25 horas.
El amanecer es la hora perfecta para lanzarse al ataque. Es cuando aprieta el frío y el enemigo se arrebuja en su catre. Y cuando sobreviene el más profundo de los sueños.
Además, una densa bruma llegó como un aliado de última hora y, arropado por ella, me lancé.
Descendí por una de las faldas laterales del Kirkwall y corrí en paralelo a uno de esos muretes de piedra que cruzaban la isla como cicatrices. Igual que un fantasma, me alejé del pueblo, de las casas y de las posibles miradas de algún vigilante despierto. El viento solo se había atenuado ligeramente y el banco de niebla pasaría pronto, así que me la jugué un poco. Bien envuelto en aquella bruma, caminé por un prado llano sin apenas obstáculos de ningún tipo. Vi los cuerpos de algunos animales arremolinados en una esquina: ovejas. Un tanque de agua y lo que posiblemente era una pequeña caseta donde se almacenaba leche o lana. Pensé en la posibilidad de cruzarme con algún perro, pero no se dio el caso. Llegué al muro que delimitaba aquel patch verde esmeralda justo cuando la niebla comenzaba a abandonar la isla. Estaba ya bastante cerca del mar y no había tenido que cortar ninguna garganta, lo cual era intrínsecamente bueno. Además, los analgésicos y la adrenalina me mantenían distraído del dolor, aunque mi pie estaba ya tan aturdido que a veces fallaba al posarse y se torcía contra el tobillo. Más dolor. Pero estaba muy cerca. Ya casi no quedaba nada.
Llegué a unos ciento cincuenta metros del Faro de Monaghan, que era una torre de unos quince metros, apostada oportunamente en el promontorio de mayor altura de esos alrededores. La hierba terminaba allí comida por un mordisco, dando paso a un alto barranco de piedra negra sobre la pequeña playa que iba a ser el punto de encuentro si todo salía bien. Tumbado entre piedras y hierbajos, eché mano de los prismáticos y observé un poco. Por supuesto, aún no había rastro de la zódiac. A esas alturas de la película, Bram y Carmen debían de estar llegando a Layon Beach y haciendo frente a la dificultad de sacar la lancha de ese garaje. Observé el pequeño camino que descendía hasta la playa y que discurría en paralelo a las ruinas de un antiguo monasterio, según me había explicado Bram. Ahora solo quedaban en pie algunas paredes de piedra, pero eran suficientes para montar una última línea de defensa. Esperé un minuto, gocé de un poco de descanso y después me puse en marcha. El acantilado tenía un pequeño escalón por el que avancé cómodamente durante un rato. Después, cuando no quedó más remedio, salí otra vez a campo abierto y eché una carrera hasta las ruinas. Elegí una de las paredes más grandes y me aposté allí, para asegurarme de que seguía siendo un loco solitario al alba. Después dejé la escopeta cargada y algo de munición escondida en un hueco entre las piedras.
«Si logro volver hasta aquí ya sería todo un maldito éxito», pensé al colocar la última piedra.
La luz del faro era un tenue y patético resplandor. La seguí con los prismáticos en busca de algún vigía en el faro, pero allí no había nadie. Ni un alma. ¿Para qué, en el fondo? No esperaban un golpe, ni por mar ni por tierra. Estarían agazapados como una araña, con una trampa bien tendida a su alrededor, esperando la llegada de su deliciosa mosca.
Rodeé el promontorio como pude. El último tramo lo hice arrastrándome, hasta el camino que llamaban, según el mapa, «la senda de los monjes». Viejas piedras, hierba húmeda y un camino trazado muchos siglos atrás que terminaba en el puerto natural de la isla.
Lloviznaba. Llegué a un pequeño receso en el camino, una suerte de mirador antiquísimo hecho de piedras. Me paré un instante a descansar y a echar otro vistazo. El puerto era relativamente grande si lo comparábamos con el tamaño de la isla. Un largo muelle, hangares, incluso una vieja grúa. ¿Cuál era el secreto económico de aquel islote? Se lo preguntaría a Bram en nuestra siguiente charla, cuando llegásemos a cabo Gertrudis, en unas horas, y pudiésemos tomarnos un buen whisky. Oh, sí. Un buen vaso de whisky mientras nos curábamos las heridas.
Con los prismáticos en la mano barrí los tejados de aquel laberinto de lonjas. No había mucha actividad que se dijera. Una pequeña carretera, que circunvalaba la población, desembocaba allí mismo, en una avenida que servía de arteria principal entre los pabellones. El de TransArk estaba marcado claramente en el mapa. Era uno de los más grandes. Situado junto a un muelle de carga, de color rojizo, como había apuntado Bram a mano.
Dediqué un minuto a medir ese muelle de carga mentalmente, ya que iba a ser la ruta de escape. Unos cincuenta metros en llano, desde la puerta del hangar hasta la base de la montaña. Después estaba aquella pendiente y, una vez ganado el promontorio, todo era una suave loma en cuesta hasta la pequeña playa.
Una especie de sabor agridulce se abrió paso en mi paladar.
Reconozco que había sido bastante imaginativo respecto a mi plan cuando se lo conté a Carmen y a Bram. En el fondo, todo lo que quería era sonar autoritario y seguro de mí mismo.
Pero al divisar aquel muelle, la pendiente y la distancia… Era demasiado terreno que abarcar con un herido a cuestas. Y las prioridades estaban muy claras. Didi tenía una oportunidad, pero yo, con mi pie en esas condiciones, tenía muy pocas.
Con la clásica deportividad y buen humor de un Cabeza de Chorlito, me dije que no debía darlo todo por perdido. Quizás hubiera un golpe de suerte inesperado ahí abajo, aunque algo me hacía dudarlo gravemente.
Solo un milagro me sacaría vivo de esa isla.