LA APARICIÓN
ALGO ENVUELTO EN UN SUDARIO blanco se movía hacia la puerta de los aposentos de las mellizas. El castillo dormía. El silencio era espacio. La Cosa, inhumanamente alta, parecía desmembrada.
En la habitación, las tías permanecían sentadas y abrazadas delante del hogar frío. Hacía mucho rato que esperaban que girara el pomo de la puerta. Y eso es lo que ahora empezó a ocurrir. Las mellizas lo miraban fijamente. Hacía más de una hora que lo estaban observando, en la sala mal iluminada, escuchando el tictac del reloj de latón. Entonces, de pronto, en la hendedura que crecía por momentos, la Cosa entró bruscamente, rascando el dintel con la cabeza, una cabeza helada que sonreía mostrando los dientes, una cabeza que era una calavera.
No pudieron gritar. Las mellizas no pudieron gritar. Tenían las gargantas contraídas y los miembros rígidos. Los cuatro ojos idénticos y desorbitados eran horribles, y mientras seguían así, paralizadas, una voz gritó por debajo de la sonriente calavera.
—¡Terror! ¡Terror! ¡Terror! ¡El más puro, absoluto y sangriento Terror!
Y una sábana de nueve pies de longitud entró en la sala.
El cráneo del viejo Agrimoho había sido útil al fin. Espolvoreado con fósforo, se balanceaba sobre la punta del bastón-espada, y la sábana, sujeta con un clavo a la coronilla, colgaba verticalmente a ambos lados. De este modo, Pirañavelo podía sostener la calavera tres pies por encima de su propia cabeza y mirar por una rendija que había abierto en la sábana a la altura del ojo. El sudario blanco le caía hasta el suelo en largos y esculturales pliegues.
Las mellizas estaban del mismo color que la sábana. Tenían las bocas abiertas, y los gritos que no encontraban desahogo les desgarraban las entrañas. Se habían quedado literalmente heladas de espanto, y sus cabellos, desentendiéndose de rizos y bucles, se habían erguido como hierbas de la pampa, levantadas por ráfagas que rondan temblorosas en la penumbra y presagian una tormenta. Las dos hermanas no podían ni siquiera apretujarse más una contra otra, pues tenían los miembros pesados como piedra fría. Era el fin. La Cosa arañó el techo con el cráneo y se adelantó silenciosa y de una sola pieza. Al no tener posibilidad humana de altura, no tenía altura. No era un fantasma alto; era inconmensurable; era la Muerte, avanzando como un elemento natural.
Pirañavelo había comprendido que si no hacía algo, las mellizas, a través de las flojas redes de sus cerebros vacíos, no tardarían en divulgar el secreto del Incendio. Por mucho que las tuviera dominadas, no estaba seguro de que esa obediencia, que era ahora automática cuando se encontraban delante de él, persistiera junto a otras gentes. Ahora se daba cuenta de que en realidad había estado a merced de sus lenguas desde el día del Incendio, y de que podía sentirse satisfecho de que no lo hubieran descubierto hasta ahora. Había pensado que las hermanas, a pesar de su estulticia, serían capaces de comprender el peligro que corrían si despertaban alguna sospecha. Pero ahora estaba convencido de que sólo el terror y las represalias conseguirían cerrarles los labios. Por este motivo había pasado noches en vela, planeando un pequeño episodio. Tenía fósforo, que había preparado junto con varios venenos en el laboratorio del doctor Prunescualo, y para los que todavía no había encontrado utilidad; tenía también el bastón-espada, que no desenvainaba más que para pulir el filo delgado; y tenía una sábana: con estos ingredientes podría confeccionar una muerte ambulante.
Y ahora estaba en la habitación de las mellizas. Las veía perfectamente a través de la abertura en la sábana. Si no hablaba enseguida, antes de que comenzara la histeria, no oirían nada, y captarían aún menos el significado de lo que quería transmitirles. Levantó la voz hasta un tono horrible y extraño.
—¡Soy la Muerte! —exclamó—. Soy todos los que han muerto. Soy la Muerte de las Mellizas. ¡Observad! Mirad mi semblante. Está desnudo. Es de hueso. Es la Venganza. Escuchad. Soy la que estrangula.
Avanzó un paso más hacia ellas. Todavía tenían la boca abierta y las tensas gargantas intentaban desahogar el grito desgarrador.
—He venido como Advertencia. ¡Advertencia! Tenéis gargantas largas y blancas, perfectas para que os estrangule. Mis huesudas manos podrían retorcerlas hasta quitaros el último suspiro… He venido como Advertencia. ¡Escuchad!
No tenían alternativa.
—Soy la Muerte, y quiero deciros algo, a vosotras, las Incendiarias. Aquella noche encendisteis un fuego escarlata. ¡Quemasteis el corazón de vuestro hermano! ¡Oh, horror!
Pirañavelo tomó aliento. Los desorbitados ojos de las mellizas casi se apoyaban en los pómulos. Tenía que hablarles de una manera muy simple.
—Pero hay un crimen todavía más sangriento. El crimen de hablar. El crimen de Mencionar. Mencionar. Yo castigo este crimen estrangulando en una habitación a oscuras. Os estaré observando. Cada vez que abráis la boca os estaré observando. Observando. Observando con mis enormes ojos de hueso. Y os estaré escuchando. Escuchando con mis orejas descarnadas… y mis largos dedos se moverán impacientes… impacientes. No hablaréis ni siquiera entre vosotras. No de vuestro crimen. ¡Oh horror! No del Fuego escarlata.
»La tumba fría me reclama, pero ¿voy a volver? ¡No! Me quedaré siempre aquí, con vosotras. Escuchando, escuchando, moviendo los dedos impacientes. Vosotras no me veréis… pero yo estaré aquí…, allí… y dondequiera que vayáis… para siempre. No mencionéis el Fuego… ni a Pirañavelo…, ni el Fuego ni a Pirañavelo, vuestro protector, si estimáis en algo vuestras largas gargantas…, vuestras largas y blancas gargantas.
Pirañavelo se volvió con aire majestuoso. La calavera se había inclinado ligeramente en la punta del bastón, pero no importaba. Las mellizas eran dos estatuas de hielo en un mar ártico.
Mientras salía solemnemente por la puerta, algo grotesco, terrorífico, ridículo en la inclinación de la calavera, como si estuviera escuchando, remató enfáticamente todo lo que había ocurrido.
En cuanto hubo cerrado la puerta se desprendió de la sábana, y envolviendo con ella la calavera, la ocultó entre un montón de trastos junto a la pared del pasillo.
De la habitación no venía ningún ruido. Sabía que sería inútil que las visitara esa misma noche. Cualquier cosa que dijera pasaría inadvertida. Esperó todavía unos instantes más a que la histeria encontrase voz, pero al fin emprendió el camino de vuelta. Al doblar la esquina de un lejano pasillo, se detuvo y se quedó escuchando, muy quieto. Había empezado. Amortiguado como estaba por la distancia y las puertas cerradas, era suficientemente aterrador: el grito lejano, plano e interminable del más puro pánico.
Cuando fue a visitarlas, la tarde siguiente, las encontró en cama. La anciana que apestaba les había llevado la comida. Yacían tumbadas y juntas, y era evidente que se sentían muy mal. Estaban tan blancas que era difícil decir dónde acababan sus caras y dónde empezaba la larga almohada.
La habitación estaba brillantemente iluminada, como advirtió con satisfacción. Recordaba que, como «Muerte», había mencionado su preferencia por estrangular «en una habitación a oscuras». La fuerte iluminación indicaba que las mellizas recordaban al menos una parte de lo que había dicho la noche anterior.
Pero ni siquiera ahora había que bajar la guardia.
—Sus señorías —dijo—, las veo ojerosas. Muy ojerosas. Pero créanme, ese aspecto que tienen no es tan malo como mi estado de ánimo. He venido a pedirles consejo, y quizá también ayuda. Estén preparadas. —Tosió—. He recibido una visita. Una visita del Más Allá. No se sobresalten, damas, pero el visitante era la Muerte. Se acercó a mí y me dijo: «Sus señorías han cometido un crimen detestable. Ahora iré a visitarlas y les retorceré el cuello hasta dejarlas sin aliento». Pero yo le dije: «¡No! ¡Aguarde un momento, se lo suplico! Ellas han prometido que no divulgarán ni una palabra». Y la Muerte me respondió: «¿Cómo puedo estar segura? ¿Qué prueba tengo?». Yo le contesté: «Yo respondo por ellas. Si sus señorías pronuncian las palabras INCENDIO O PIRAÑAVELO, usted se las lleva bajo tierra con los gusanos».
Cora y Clarice intentaban hablar, pero estaban muy débiles. Por fin, Cora dijo:
—Ella… estuvo… aquí… también. Todavía está aquí. ¡Oh, sálvanos! ¡Sálvanos!
—¡Ha estado aquí! —dijo Pirañavelo, poniéndose en pie de un salto—. ¿La Muerte ha estado aquí también?
—Sí.
—¡Me extraña que sigan con vida! ¿Les dio algunas órdenes?
—Sí —dijo Clarice.
—¿Y las recuerdan todas?
—Sí…, sí —dijo Cora, pasándose los dedos por la garganta—. Lo recordamos todo. ¡Oh, sálvanos!
—Son ustedes quienes pueden salvarse, guardando silencio. ¿Desean seguir con vida?
Las dos movieron patéticamente la cabeza, asintiendo.
—Entonces, ni una palabra.
—Ni una palabra —repitió Clarice en el silencio de la iluminada habitación.
Pirañavelo hizo una reverencia y se retiró. Regresó por otra escalera, flanqueada por una larga y alta barandilla, y deslizándose sobre ella a gran velocidad, aterrizó en el rellano dando una especie de salto.
Había ocupado una serie de habitaciones con ventanas que daban al prado plantado de cedros. Estos aposentos eran más adecuados para la posición que tenía ahora y sus nuevas ocupaciones.
Echando una ojeada al pasillo antes de entrar en sus apartamentos, divisó a lo lejos —no alcanzaba a oír el sonido de las pisadas— las siluetas de Fucsia y del doctor.
Entró en su habitación. La ventana era un rectángulo de color azul ahumado, atravesado por ramas negras. Encendió una lámpara. Las paredes se iluminaron y la ventana se oscureció. Las ramas habían desaparecido. Cerró las persianas. Se quitó los zapatos sacudiendo los pies, y saltó de espaldas sobre la cama. Abandonando por un momento sus aires de dignidad, se convirtió, por lo menos físicamente, en el muchacho de diecisiete años que era, contorsionándose, arqueando el espinazo y estirando brazos y piernas con extraordinario júbilo. Luego empezó a reír y reír, con los ojos rojos inundados de lágrimas, hasta que, completamente agotado, se dejó caer sobre las almohadas y se durmió con una mueca en los labios finos.
Una hora antes, Fucsia había acudido a su cita con el doctor, en la Sala Fresca. Por una vez, Prunescualo había estado serio. La había ayudado con palabras bien escogidas y con pensamientos sencillos y directos que le tocaron hábilmente el apesadumbrado corazón. Durante la charla habían repasado todos los acontecimientos tristes y lamentables que ocurrieran últimamente. Habían hablado de las personas más próximas a ellos: de la meditabunda madre de Fucsia; de la misteriosa desaparición del conde, y de si estaría vivo o muerto; de Irma y de las mellizas; del enigma de Vulturno y de Excorio; de la diminuta Tata Ganga, de Bergantín y de Pirañavelo.
—Desconfía de él, Fucsia. Recuerda lo que te digo.
—Sí —dijo Fucsia—. Iré con cuidado, doctor Prune.
El crepúsculo descendía al otro lado del ventanal…, un inmenso y vacilante crepúsculo que se derrumbaba como una niebla de cenizas.
Fucsia se desabrochó los dos primeros botones de la blusa y dobló los bordes hacia adentro. Se había apartado de Prunescualo y se puso las manos ahuecadas sobre el esternón, como si escondiera algo.
—Sí, iré con cuidado, doctor Prune —repitió—, recordaré todo lo que me ha dicho…, pero, esta noche tenía que ponérmelo, tenía que hacerlo.
—¿Tenías que ponerte qué, mi pequeña seta? —dijo Prunescualo, hablando con ligereza por primera vez, pues la sesión seria había concluido y ya podían relajarse—. Bendita sea mi confusa mente, si no he perdido el hilo… ¡si había alguno! Dilo otra vez, mi belleza atezada.
—¡Mire! ¡Mire! Sólo para usted y para mí, como yo quería.
Dejó caer pesadamente las manos a ambos costados. Le brillaban los ojos. Con la cabeza en alto, la refulgente garganta, las piernas un poco separadas y las puntas de los pies ligeramente vueltas hacia dentro, era una mezcla de torpeza y magnificencia.
—¡MIRE!
Obedeciendo la orden, el doctor miró con ojos realmente abiertos. El rubí que le había regalado aquella noche, la noche en que conociera a Pirañavelo, ardía contra el pecho de Fucsia.
Y entonces, de pronto, inesperadamente, Fucsia había huido, los pies golpeando pesadamente las losas de piedra, mientras la puerta de la Sala Fresca oscilaba de aquí para allá…, de aquí para allá.