LA SEÑORA GANGA A LA LUZ DE LA LUNA

ASÍ PUES, LORD SEPULCRAVO, la condesa Gertrude, su hija primogénita Fucsia, el doctor Prunescualo, Rottcodd, Excorio, Vulturno, Tata Ganga, Pirañavelo y Agrimoho han sido sorprendidos en sus respectivas ocupaciones el día del natalicio, lo que ha permitido tal vez vislumbrar la atmósfera en la que a Titus le tocó nacer.

En los primeros años, Titus estaría al cuidado de Tata Ganga, quien cargaba orgullosamente esta prodigiosa responsabilidad sobre sus diminutas y encorvadas espaldas. Durante la primera mitad de este temprano período, el pequeño Titus fue protagonista, aunque con feliz inconsciencia, de dos ceremonias excepcionales: el bautizo, celebrado a los doce días de su nacimiento, y el almuerzo ceremonial de su primer cumpleaños. Huelga decir que, para la señora Ganga, todos los días abundaban en acontecimientos excepcionales, entregada como estaba en cuerpo y alma a las tareas de criar a Titus.

Al anochecer de ese día memorable, descendió por el estrecho camino empedrado y bordeado de acacias, hacia la puerta de la muralla que conducía al corazón de las viviendas de barro. La sombra de la señora Ganga corría junto a ella entre las acacias, mientras el sol se ponía en un pantano de luz azafranada por detrás de la montaña de Gormenghast. Raramente se aventuraba a traspasar las murallas del castillo y había sentido una cierta intranquilidad al levantar con esfuerzo la pesada tapa de un cofre para extraer de debajo de una capa de alcanfor su mejor sombrero. Era muy negro en verdad, aunque como compensación tenía prendida en la copa un racimo de quebradizas uvas de cristal. Cuatro o cinco uvas estaban rotas, pero apenas se notaba. Tata Ganga había levantado el sombrero a la altura del hombro y lo había examinado de soslayo antes de soplar las uvas de cristal para quitar las posibles motas de polvo. Al ver que el aliento las había empañado, se había levantado las enaguas, y doblándose sobre el sombrero, había frotado rápida y brevemente cada uno de los granos.

Luego se había acercado casi furtivamente a la puerta y había pegado la oreja al panel. No había oído nada. No obstante, cada vez que hacía algo desacostumbrado, por necesario que fuera, se sentía realmente culpable y miraba azorada alrededor, con los ojos muy abiertos, ribeteados de rojo, y sacudiendo ligeramente la cabeza, o bien, si se encontraba a solas en una habitación, como ahora, se precipitaba hacia la puerta y escuchaba un rato.

En cuanto se aseguraba de que no había nadie, abría bruscamente la puerta y escrutaba el pasillo vacío antes de volver a su tarea con renovada confianza. Esta vez, el hecho de ponerse su mejor sombrero a las nueve de la noche, con el propósito de aventurarse fuera del castillo, bajar por el largo paseo y luego ir hacia el norte por la avenida de acacias, había bastado para que corriera hacia la puerta, como si sospechara que había alguien allí, alguien que fuera capaz de oír lo que ella estaba pensando. Volvió de puntillas hacia la cama, y calándose el sombrero de terciopelo había añadido catorce pulgadas a su estatura. Luego había abandonado la habitación, bajando los dos tramos de escalera, que le parecieron aterradoramente vacíos.

Recordando, al franquear la puerta principal del ala oeste, que la condesa en persona le había encargado esta insólita misión, se sintió un poco más reconfortada; pero cualquiera que fuese la autoridad fáctica, seguía preocupada por algo más profundo, algo que pertenecía a la tácita y férrea tradición del lugar. Le hacía sentir que no actuaba correctamente. Sin embargo, había que encontrar una ama de cría para el bebé, y la lógica de esta urgencia la empujó a seguir adelante. Al salir del cuarto había cogido un par de guantes de lana negra. Era un anochecer veraniego suave y templado, pero Tata Ganga se sentía más fuerte con los guantes puestos.

A la derecha, la silueta de las acacias se recortaba contra la montaña, mientras que las de la izquierda brillaban tenuemente con una especie de brillo subterráneo. Las sombras de los troncos rayaban el camino como la deslustrada piel de una cebra. La señora Ganga, una figura diminuta bajo la espesa y sombría bóveda de follaje, despertaba al andar débiles ecos en las rocas vecinas, pues sus tacones martilleaban con un ritmo apresurado y desigual el camino de piedra.

La avenida cubría una considerable distancia, y cuando por fin la anciana niñera alcanzó el extremo norte, la luna naciente salió a recibirla con una luz fría. La muralla exterior de Gormenghast se alzó de súbito ante ella. La niñera pasó por debajo de una arcada.

La señora Ganga sabía que a esta hora los Moradores estarían cenando. Mientras avanzaba con pasitos ligeros, recordó una ocasión muy parecida, la vez que se le había encomendado buscar una ama de cría para Fucsia. Aquella vez también había sido al anochecer, aunque una hora o dos más temprano. El viento había soplado en ráfagas, y ella recordó cómo la voz se le había perdido en el viento y que todos la habían entendido mal y se habían imaginado que lord Groan había fallecido.

Después de aquel día no había estado más que tres veces en esta parte de Extramuros, y en cada ocasión había sido para acompañar a Fucsia en esos largos paseos que la muchacha se empeñó en dar durante un tiempo, con lluvia o sol. La señora Ganga no estaba ya para estas caminatas, pero en una de esas ocasiones había pasado junto a las casas de barro cuando los Moradores tomaban la última comida. Sabía que los Moradores siempre cenaban al aire libre, en mesas dispuestas en cuatro largas hileras sobre el polvo ceniciento. En esta polvareda, recordaba, sólo unos pocos cactos conseguían echar raíces.

Siguiendo la pendiente de un prado peñascoso que bajaba desde la arcada y desembocaba en el polvo donde estaban las viviendas, descubrió de repente, al alzar los ojos, uno de esos cactos.

Sondear las profundidades de quince años es difícil para la memoria de una anciana, más difícil aún que sondear las aguas de la niñez, pero en cuanto la señora Ganga vio el cacto, recordó claramente y con todo detalle cómo se había detenido a contemplar aquel monstruo cicatrizado el día del nacimiento de Fucsia.

Aquí estaba de nuevo, el tronco escamado que se dividía en cuatro postes verticales como los brazos de un gigantesco candelabro gris cubierto de púas, tan enormes y brutales como cuernos de rinoceronte. Ninguna refulgente floración mitigaba este apagado acromatismo, a pesar de que en otros tiempos el árbol se había abierto de pronto en una gloria de tres horas. Más allá de este cacto, el terreno se elevaba en una melancólica colina, que la señora Ganga tuvo que escalar antes de poder ver a los Moradores de Extramuros sentados a las mesas. Detrás de ellos, las casas de barro se amontonaban en un enjambre gris que se extendía hasta los pies de la muralla. Cuatro o cinco cactos habían crecido allí, y se alzaban por encima de las mesas.

Los cactos eran parecidos, tanto en tamaño como en las ramificaciones de los altos brazos espinosos, al que la señora Ganga había visto antes, y ahora, mientras ella se acercaba, parecían envueltos en celajes de cálida luz solar.

En la hilera de mesas más próximas a la muralla exterior, estaban sentados los ancianos, los abuelos, los enfermos. A la izquierda estaban las mujeres casadas, atendiendo a sus hijos.

Las dos mesas restantes eran las de los hombres y los muchachos. Las chicas de doce a veintitrés años comían aparte en una vivienda de barro, de techumbre baja, y algunas de ellas se encargaban de servir a los ancianos sentados directamente bajo las almenas.

Más lejos, el terreno se hundía en un valle árido y poco profundo que contenía las viviendas, de manera que, mientras la anciana avanzaba paso a paso, veía los techos de barro como telón de fondo de los comensales, ya que las paredes de las chozas desaparecían en las desigualdades del terreno. Era una escena desoladora. De las exuberantes sombras del paseo de las acacias la señora Ganga había pasado de repente a un mundo árido. Vio las rodajas de raíz blanca y los cuencos de vino de endrina que tenían delante. Las largas raíces tubulares, que desenterraban todos los días en un bosque próximo, estaban sobre las mesas todas las noches, cortadas en docenas de delgados cilindros. Esto, recordó la niñera, era la dieta tradicional en Extramuros.

Al observar las raíces blancas que proyectaban sombras decrecientes sobre la perspectiva de las mesas, recordó estremeciéndose que ella tenía una posición social mucho más elevada que la de estos pobres ocupantes de las casas de barro. Era cierto que hacían bonitas esculturas, pero no vivían dentro de las murallas de Gormenghast, y Tata Ganga, al aproximarse a la primera mesa, se ajustó bien los guantes estirándolos alrededor de los dedos, frunciendo la boca diminuta y arrugada.

Los Moradores la habían visto tan pronto como el sombrero de la niñera asomó sobre la árida cima de la colina; todas las cabezas se habían vuelto hacia ella, todos los ojos la habían mirado. Las madres habían hecho una pausa, algunas de ellas con la cuchara a medio camino de la boca de los hijos.

Era inusual que los «Castillos», tal como llamaban a los que provenían del interior de la muralla, se acercaran a ellos a la hora de las comidas. Se quedaron mirándola, inmóviles y en silencio.

La señora Ganga se había detenido. La luz de la luna relucía sobre las uvas de cristal.

Un hombre muy viejo y con aspecto de profeta se levantó y se acercó a la señora Ganga. Luego esperó a que una anciana a la que estaban ayudando a incorporarse, y que había esperado a que él se detuviera, se acercara también a la señora Ganga y se quedara allí junto al viejo de pie y en silencio. A continuación, dos espléndidos chicos de cinco o seis años fueron enviados desde las mesas de las madres. Al llegar junto a la señora Ganga se pararon discretamente, e imitando a los mayores alzaron los brazos, y juntando las muñecas ahuecaron las manos e inclinaron la cabeza.

Permanecieron así durante unos instantes, hasta que el viejo alzó la velluda cabeza y entreabrió la larga línea quebrada de la boca.

—Gormenghast —dijo, y la voz era como un ruido de piedras rodando por valles lejanos; había dicho «Gormenghast» en un tono casi reverencial. Éste era el saludo de los Moradores a todos los que pertenecían al Castillo, y en cuanto se pronunciaba esta palabra, la persona a la que iba dirigida respondía: «Los Tallistas Brillantes». A partir de aquí ya se podía iniciar la conversación. Si bien los Moradores eran insensibles a cualquier adulación y se mostraban indiferentes frente al interés que pudieran despertar sus obras, de las que se consideraban jueces supremos, esta respuesta era una especie de paliativo, como si así se les reconociese lo que para ellos era un derecho indiscutible, al menos en un nivel espiritual si no mundano o hereditario. Establecía una cierta concordia desde el principio. Había sido una jugada maestra de discernimiento, la cima del tacto, del decimoséptimo conde de Groan, quien centenares de años antes había introducido esta fórmula en el ritual del Castillo.

Estaban muy, muy lejos de ser brillantes, aquellos tallistas. Iban uniformemente vestidos con túnicas de color gris oscuro, ceñidas a la cintura con correas resistentes que sacaban de la capa exterior de esas raíces de las que comían la pulpa dura y blanca. No había nada de brillante en el aspecto de estas gentes, excepto una cosa. La luz en los ojos de los niños más jóvenes. Sí, y también de los muchachos y muchachas hasta la edad de diecinueve, y a veces veinte años. Había tal contraste entre estos jóvenes y sus mayores, incluso los que tenían veintitantos años, que costaba imaginar que pertenecieran a la misma raza. La trágica razón era que en cuanto alcanzaban la plena madurez física perdían todo su encanto y se marchitaban como las flores después de unas pocas horas de brillo y fuerza.

Nadie parecía de mediana edad. Las madres, salvo aquellas que habían tenido hijos en la adolescencia, parecían tan viejas como sus propios padres.

Y sin embargo, no morían antes de lo normal. Al contrario, de la larga hilera de rostros seniles sentados a las tres mesas más próximas a la gran muralla, podría haberse deducido que la longevidad de esta gente era anormal.

Sólo los niños parecían radiantes: los ojos, el lustre del cabello, y en cierto modo también sus movimientos y voces. Eran brillantes con una especie de brillo antinatural. No era el fulgor saludable de una llama libre, sino la luminosidad febril con que el relámpago ilumina de repente las ramas de los árboles a medianoche; de fugaces llamaradas en la oscuridad, de algo que la luz de una antorcha convierte en un fantasma.

Incluso esta emanación antinatural moría en estos muchachos y muchachas cuando cumplían diecinueve años; junto con la belleza de las facciones desaparecía también ese brillo. Sólo dentro de los cuerpos de los Moradores adultos había una especie de luz, o si no de luz, por lo menos de ardor, el ardor de la inquietud creadora. Éstos eran los Tallistas Brillantes.

La señora Ganga levantó muy alto la manita ganchuda. Los cuatro Moradores estaban alineados frente a ella en posturas menos formales. Los niños, pasándose los brazos flacos y polvorientos por encima de los hombros, la miraban con curiosidad.

—He venido —dijo con una voz que recorrió las mesas fina como la voz de un zarapito—, he venido, a pesar de ser tan tarde, para anunciaros algo maravilloso. —Se reajustó el sombrero, y volvió a advertir complacida el brillante volumen del racimo de uvas.

El anciano se volvió hacia los demás y la voz rodó entre las mesas:

—Ha venido para anunciarnos algo maravilloso.

La anciana lo imitó como un eco distorsionado y chilló:

—Algo maravilloso. Sí, sí, una noticia maravillosa para vosotros —añadió—. Estaréis todos muy orgullosos, puedo asegurarlo.

La señora Ganga, ahora que había empezado, estaba bastante contenta. Se apretaba con fuerza las manos enguantadas cada vez que la traicionaban los nervios.

—Todos estamos orgullosos. Todos nosotros. El Castillo —lo dijo en un tono un tanto vanidoso— está muy, muy satisfecho, y en cuanto os anuncie lo que ha sucedido, también vosotros seréis felices; oh, sí, estoy segura, puesto que dependéis del castillo. —La señora Ganga nunca había sido muy diplomática—. Os echan comida desde las almenas todos los días, ¿no es verdad? —Frunció los labios y se detuvo a recuperar aliento.

Un hombre joven levantó unas espesas cejas negras y escupió.

—Prueba de que el Castillo piensa mucho en vosotros. Piensa en vosotros cada día, ¿no es verdad? Y por eso vais a sentiros muy felices cuando os diga la maravillosa noticia que voy a deciros.

La señora Ganga sonrió un instante, pero de pronto se sintió un poco nerviosa a pesar de la superioridad de sus conocimientos, y miró rápidamente, como un pájaro, de un rostro a otro. Había erguido la cabecita y había observado con la mayor severidad posible a un muchachito que le respondió con una sonrisa deslumbrante. El pelo le caía en mechones sobre los hombros. Entre los dientes, le brillaba una pepita blanca de raíz.

La señora Ganga apartó los ojos y dio dos o tres palmadas bruscas, como pidiendo silencio, aunque no se oía ningún ruido. De pronto, tuvo ganas de estar de vuelta en el castillo y encerrarse en su cuarto, y sin pensarlo más, dijo:

—Acaba de nacer un nuevo Groan, un niñito. Un niñito de la Sangre. Está a mi cuidado, como es natural, y quiero enseguida una ama de cría para él. Necesito una para llevármela al castillo enseguida. Bien. Es todo lo que quería anunciaros.

Las mujeres viejas se miraron unas a otras y se alejaron hacia las casas. Regresaron trayendo pastelitos y botellas de vino de endrina. Entretanto los hombres formaron un gran círculo y repitieron el nombre Gormenghast setenta y siete veces. Mientras la señora Ganga esperaba y observaba a los niños que se habían puesto a jugar, una mujer se le acercó. Contó a la señora Ganga que su criatura había muerto a las pocas horas de nacer, unos días antes, pero que ella se sentía con fuerzas, dispuesta a acompañarla. Tenía, quizás, veinte años, y buena figura, pero la trágica desintegración de su belleza ya había empezado, a pesar de que aún conservaba en los ojos el brillo de la juventud. Cogió un cesto y no parecía temer que la rechazaran. La señora Ganga pensaba que lo correcto sería hacerle unas cuantas preguntas, pero la joven moradora puso el vino de endrina y los pasteles en el cesto, cogió a la señora Ganga tranquilamente del brazo, y la anciana niñera se encontró caminando hacia la gran muralla. Miró de reojo a su joven compañera, preguntándose si había elegido correctamente, y luego, dándose cuenta de que no había elegido nada, se detuvo un instante y echó una mirada nerviosa por encima del hombro.

Titus Groan
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