EXCORIO TRAE UN MENSAJE
EL OTOÑO RETORNÓ a Gormenghast como un espectro sombrío que vuelve a su antro. El aliento otoñal podía sentirse en los corredores olvidados. Todo Gormenghast se había convertido en otoño, y los moradores de la fortaleza eran sombras del otoño.
El ruinoso castillo, emergiendo entre las brumas, exhalaba la estación, y todas las piedras frías la respiraban. Los árboles atormentados ardían y goteaban junto al lago oscuro, y las hojas arrancadas por el viento eran llevadas en círculos enloquecidos por entre las torres. Las nubes se desmoronaban al enroscarse, o recorrían inquietas el abierto campo de piedra, soltando espirales que flotaban a la deriva entre los torreones y trepaban en enjambres por los muros ocultos.
Desde lo alto de la Torre de los Pedernales los búhos inviolables en las galerías de piedra daban gritos inhumanos, o dejándose caer en las tinieblas ventosas volaban en silencio hacia los terrenos de caza. A Fucsia se la veía cada vez menos en el castillo. Día a día, a medida que el tiempo se hacía más amenazador, más prolongaba esos largos paseos que ahora prefería sobre todas las cosas. Había recapturado la excitación de años antes, cuando se empeñaba en arrastrar a Tata Ganga a unas tortuosas caminatas que a la anciana niñera le parecían tan innecesarias como peligrosas. Pero ahora Fucsia no necesitaba ni quería una compañera.
Volviendo a visitar esas zonas más agrestes de los contornos que casi había olvidado, se sintió a la vez exaltada y sola. Había llegado a necesitar esa mezcla de dulzura y de amargura como antes había necesitado la buhardilla. Observaba con ojos ceñudos el color cambiante de los árboles, y se llenaba los bolsillos con largas hojas doradas y helechos de color fuego, y en verdad con cualquier cosa que encontrase en los bosques y lugares rocosos. Su habitación se llenó de piedras con formas curiosas que le habían llamado la atención, de hongos que recordaban manos o platos, trozos raros de sílex y ramas contorsionadas. La señora Ganga, sabiendo que los reproches serían inútiles, observaba todas las noches, pellizcándose el labio inferior, cómo Fucsia se vaciaba los bolsillos de nuevos tesoros que se amontonaban en el cuarto, por el que ya era difícil moverse.
Pegadas o clavadas a la pared, grandes hojas se habían instalado entre los dibujos y jeroglíficos de Fucsia, y el suelo estaba casi todo cubierto de trofeos.
—¿No tienes ya suficiente, querida? —dijo Tata viendo que Fucsia entraba una noche con un canto rodado cubierto de musgo y lo depositaba encima de la cama. Unas diminutas frondas de helecho y unas florecillas blancas, pequeñas como mosquitos, asomaban en el musgo, aquí y allá.
Fucsia no había oído la pregunta y la anciana se acercó hasta un lado de la cama.
—¿Verdad que ahora ya tienes suficiente, tormento mío? Oh, sí, creo que sí. Ya es suficiente para tu cuarto, querida. ¡Dios mío, qué sucia eres! Oh, mi pobre corazón, qué poco atractiva eres.
Fucsia se echó hacia atrás la melena chorreante, que le colgó como una pesada mata de algas negras sobre el cuello de la capa. Luego hizo desesperados esfuerzos por desabrocharse el botón del cuello y en cuanto se desprendió de la capa, la empujó debajo de la cama con el pie. Entonces pareció que veía a la señora Ganga por vez primera. Inclinándose hacia adelante, la besó varias veces en la frente, y el agua de lluvia goteó sobre las ropas de la niñera.
—¡Oh, qué cosa más inconsciente y desaseada, insoportable criatura! Oh, mi pobre corazón, ¿cómo has podido? —dijo la señora Ganga, perdiendo de pronto la paciencia y golpeando el pie contra el suelo—. ¡Todo sobre mi satén negro, sucia criatura! ¡Oh, mi pobre vestido! Pequeño monstruo mojado, ¿por qué no te puedes quedar dentro cuando hay viento y barro en todas partes? ¡Siempre me maltratas! ¡Siempre! ¡Siempre!
—No es verdad —dijo Fucsia, estrujándose las manos.
La pobre niñera se echó a llorar.
—¿Lo es? ¿Lo es? —dijo Fucsia.
—No sé. No sé nada —dijo Tata—. Todo el mundo me maltrata. ¿Cómo puedo saberlo?
—Entonces me marcho —dijo Fucsia.
Tata tragó saliva y alzó bruscamente la cabeza.
—¿Te marchas? —exclamó con una voz quejumbrosa—. ¡No, no! No debes marcharte. —Luego, con una mirada inquisidora que no lograba esconder el temor de los ojos, añadió—: ¿Adónde? ¿Adónde podrías irte, querida?
—Lejos de aquí. Me iría a otro país, donde la gente no sabría que soy lady Fucsia, y se sorprendería cuando yo les dijera que lo soy, y me tratarían mejor, y serían más educados y me rendirían homenaje a veces. Y yo seguiría trayendo a casa hojas y piedras brillantes y hongos del bosque, sin importarme lo que pensaran.
—¿Te alejarías de mí? —dijo Tata con una voz tan melancólica que Fucsia la cogió en sus vigorosos brazos.
—No llores —le dijo—. No sirve de nada.
Tata alzó de nuevo los ojos, y esta vez estaban llenos del amor que sentía por su «niña». Pero a pesar de que la ternura la había debilitado, sintió que no debía ceder y repitió:
—¿Es imprescindible que salgas bajo la lluvia y que sigas desgarrándote la ropa, tormento de mi vida? ¿No eres ya bastante mayor para salir sólo en los días buenos?
—Me gusta el otoño —dijo Fucsia muy lentamente—. Por eso salgo a mirarlo.
—¿No podrías verlo desde tu ventana, mi preciosa? Así podrías mirarlo y estar abrigada al mismo tiempo, aunque en verdad no sé si hay algo que mirar. Pero claro, yo no soy más que una pobre vieja.
—Yo sé lo que quiero, o sea que no te preocupes —dijo Fucsia—. Descubro cosas.
—Eres una testaruda —dijo la señora Ganga un poco malhumorada—, pero yo sé muchas más cosas de lo que tú crees, ¡sí, por supuesto que sí!, y ahora voy a buscarte la merienda. Podrás tomarla junto al fuego, y también traeré a mi niño, que ya tendría que estar despierto. Oh, querida, hay tanto que hacer. ¡Mi pobre corazón! Me pregunto cuánto resistirá.
Los ojos de la señora Ganga, siguiendo a los de Fucsia, dieron con el canto rodado, que iba dejando un creciente cerco de humedad sobre la colcha.
—¡Eres el terror más sucio del mundo! ¿Para qué quieres esta piedra? ¿Para qué, querida? ¿De qué sirve? Nunca me haces caso, nunca. No sientas la cabeza aunque te lo pida. Ahora ya no tengo a nadie que me ayude. Keda se ha marchado y tengo que cargar con todo. —Tata Ganga se secó los ojos con el revés de la mano—. ¡Quítate esas ropas húmedas, o no te daré nada! ¡Y esos zapatos sucios ahora mismo! —Tata Ganga forcejeó un rato con el pomo, abrió la puerta, y se marchó arrastrando los pies por el pasillo, con una mano apretada contra el pecho.
Fucsia se arrancó los zapatos sin desanudar los cordones, sujetando los talones y tirando de los pies. La señora Ganga le había encendido un fuego brillante, y Fucsia se quitó el vestido y se frotó con él el cabello mojado. Luego, envuelta en una abrigada manta, se dejó caer en un sillón bajo junto a la chimenea, y hundiéndose en esta blandura familiar miró con ojos entornados las llamas saltarinas.
Cuando Tata regresó con la bandeja de té, bollos tostados, pan de pasas, mantequilla, huevos y un tarro de miel, encontró a Fucsia dormida.
Dejando la bandeja en la chimenea, fue de puntillas hacia la puerta y desapareció, para volver en menos de un minuto con Titus en brazos. Titus llevaba un vestido blanco que le acentuaba el cálido color de la cara. Había nacido prácticamente calvo, pero ahora, a pesar de que no habían pasado más que dos meses, lucía una mata de cabello tan negra como la de su hermana.
La señora Ganga se sentó con Titus en una silla frente a Fucsia, y miró a la muchacha con aire indeciso, preguntándose si sería mejor despertarla inmediatamente o dejarla dormir y preparar después otra tetera.
—Pero los bollos también se enfriarán —se dijo a sí misma—. ¡Oh, qué pesada es!
El problema quedó resuelto con un repentino y brusco golpe de nudillos en la puerta que hizo que la señora Ganga se sobresaltara violentamente y apretara a Titus contra el hombro, y que Fucsia despertara de su sueño.
—¿Quién es? —chilló Tata—. ¿Quién es?
—Excorio —respondió el criado de lord Sepulcravo.
La puerta se abrió unas pulgadas y un rostro huesudo apareció en lo alto del hueco de la puerta.
—¿Bien? —dijo Tata Ganga sacudiendo bruscamente la cabeza—. ¿Bien? ¿Bien? ¿Qué sucede?
Fucsia se volvió y examinó la estrecha abertura entre la puerta y la pared, hasta descubrir las facciones cadavéricas.
—¿Por qué no entras? —dijo.
—No he sido invitado —respondió monótonamente Excorio, y entró en la habitación; las rodillas le crujían con cada paso que daba. Volvió los ojos rápidamente de Fucsia a la señora Ganga y de la señora Ganga a Titus, los posó unos instantes en la repleta bandeja junto a la chimenea, y luego miró otra vez a Fucsia, envuelta en la manta. Al ver que la muchacha continuaba mirándolo, levantó mecánicamente la mano derecha como un manojo de garras embotadas y empezó a rascarse un chichón prominente en la parte de atrás de la cabeza.
—Mensaje del conde, mi señoría —dijo, volviendo a posar los ojos en la bandeja.
—¿Quiere verme? —preguntó Fucsia.
—Lord Titus —contestó Excorio, devorando con los ojos la tetera, los bollos tostados, el pan de pasas, la mantequilla, los huevos y el tarro de miel.
—¿Está diciendo que quiere ver al pequeño Titus? —chilló la señora Ganga, intentando tocar el suelo con los pies.
Excorio asintió mecánicamente.
—Tiene que reunirse conmigo. Junto a la arcada del patio. Ocho y media —añadió Excorio, restregándose las manos contra la ropa.
—Quiere ver a mi pequeño conde —susurró la anciana niñera a Fucsia, que aunque ya no tenía aversión a su hermano, tampoco compartía la excitada devoción de Tata—. Quiere ver a mi pequeño cielo.
—¿Por qué no? —dijo Excorio. Y volvió al mutismo de siempre, después de añadir—: Nueve en punto. Biblioteca.
—Oh, mi pobre corazón, a esas horas ya tendría que estar en camita —farfulló Tata, apretando a Titus todavía con más fuerza.
—Excorio —dijo Fucsia, que también había estado mirando la bandeja de la merienda—, ¿quieres comer algo?
A manera de respuesta, el escuálido criado se encaminó inmediatamente hacia una silla que había localizado con el rabillo del ojo, la puso entre las dos mujeres, y se sentó. Luego extrajo un reloj deslustrado, le lanzó una mirada ceñuda, como si se tratara de un enemigo mortal, y volvió a guardarlo en un secreto escondrijo del grasiento traje negro.
Tata consiguió al fin bajarse de la silla, puso a Titus sobre un cojín delante del fuego, y empezó a servir el té. Encontró otra taza para Excorio, y durante un rato, los tres permanecieron sentados en silencio, comiendo o bebiendo, y alargando la mano hasta la bandeja para coger lo que precisaran, pero sin preocuparse por mirar a los demás. Las llamas bailaban en la habitación, y el calor era bien recibido, ya que en el exterior o en los pasillos, las húmedas y frías corrientes de aire otoñales calaban la carne hasta los huesos.
Excorio volvió a sacar el reloj, se secó la boca con el revés de la mano, se puso de pie, y volcó un plato que estaba junto a la silla; el plato cayó al suelo y se rompió. El ruido sobresaltó a Excorio, y con mano temblorosa se aferró al respaldo de la silla. Titus torció la cara al oír el ruido, como si fuera a llorar, pero cambió de parecer.
Fucsia se sorprendió al descubrir una señal tan obvia de agitación en Excorio, a quien conocía desde la infancia y en quien nunca había observado muestras de nerviosismo.
—¿Por qué tiemblas? —dijo—. Antes nunca temblabas.
Excorio recobró la calma, se volvió a sentar bruscamente, y mostró a Fucsia una cara inexpresiva.
—Es la noche —dijo en tono neutro—. No duermo, lady Fucsia. —Y estalló en una carcajada desanimada y lúgubre, como un cuchillo que rechinara sobre algo herrumbrado.
Enseguida estaba otra vez de pie, junto a la puerta. La abrió muy despacio y después de escudriñar el pasillo, desapareció centímetro a centímetro, cerrando la puerta con un golpe seco.
—A las nueve en punto —dijo Tata con una voz trémula—. ¿Por qué querrá tu padre ver a mi pequeño conde a las nueve en punto? Oh, mi pobre corazón, ¿para qué querrá verlo?
Pero Fucsia, agotada tras la larga jornada en los bosques chorreantes, estaba otra vez profundamente dormida, y las llamas rojas le bailaban aquí y allá sobre el rostro recostado.