EL ALMUERZO SOMBRÍO
BERGANTÍN IGNORA que en esta histórica mañana ha habido en el castillo graves y siniestros acontecimientos. Sabe, naturalmente, que desde el incendio de la biblioteca el conde tiene mala salud, pero no está enterado de su espantosa transformación sobre la chimenea. Desde las primeras horas del día ha estado estudiando los puntos más delicados del ritual del Almuerzo. Ahora, mientras cojea hacia el comedor, con la muleta resonando ominosamente sobre las losas, se chupa una guedeja de la barba, que tras muchos años de práctica se curva hacia arriba y le entra en la boca, y murmura con aire irritado.
Sigue viviendo en la polvorienta habitación de techo bajo que ocupa desde hace más de siete décadas. Aunque sus nuevas responsabilidades lo obligan a entrevistar a numerosos criados y oficiales, no ha pensado en instalarse en alguna de las muchas habitaciones de las que podría disponer, si lo deseara. El hecho de que quienes vienen a verlo, ya sea por una consulta o en busca de instrucciones, tengan que contorsionarse dolorosamente para franquear el umbral de su madriguera, y una vez dentro tengan que moverse doblados por la mitad, no lo afecta en lo más mínimo. A Bergantín no le interesa la comodidad de los demás.
Fucsia, de camino hacia el comedor, en compañía de la señora Ganga, que lleva a Titus en brazos, oye el golpeteo de la muleta de Bergantín pasillo abajo. En circunstancias normales, ese sonido le hubiera parecido terrible, pero tras los trágicos y aterradores minutos que acaba de pasar con su padre, se siente invadida por una angustia violenta y unos pensamientos nefastos que no dejan lugar para ningún otro temor. Viste el inmemorial escarlata que corresponde a la hija primogénita de la Casa Groan en el bautizo de un hermano, y alrededor del cuello luce lo que llaman las Palomas de la Primogénita, un collar de palomas de arenisca blanca, esculpidas por el decimoséptimo conde de Gormenghast, y ensartadas en un cordón de hierba.
Envuelto en el rollo de terciopelo lila, Titus no hace ningún ruido. Fucsia sostiene a un lado la espada negra, aunque la cadena dorada sigue sujeta al bebé. Tata Ganga, más turbada y excitada que nunca, se chupa los labios arrugados y mira ya al bulto ya a Fucsia, mientas arrastra los pies pequeños por debajo de su mejor falda color sepia.
—¿Verdad que no llegaremos tarde, tormento mío? Oh no, eso no estaría bien, ¿verdad que no? —Echa una ojeada a un extremo del rollo lila—. Bendito sea, qué bien se comporta a pesar de esos truenos horribles. Ay, es más bueno que un ángel.
Fucsia no oye; está moviéndose en su propio mundo de pesadilla. ¿A quién puede recurrir? ¿A quién puede preguntar? «El doctor Prune, el doctor Prune», se dice a sí misma, «él me lo dirá. Él sabrá que yo puedo curarlo. Sólo yo puedo curarlo».
Delante de ella, al doblar un recodo, ve la puerta del comedor, y ocultándola casi del todo, con la mano en el pomo de latón, está Vulturno. El chef empuja enseguida la puerta para ellos, y entran en el refectorio. Son los últimos en llegar, y aunque esto ha ocurrido de manera más casual que deliberada, así tiene que ser, ya que Titus es no sólo invitado de honor, sino también huésped de honor, pues hoy accede al reino como Heredero de Gormenghast, después de haber arrostrado el ciclo de las cuatro estaciones.
Fucsia sube los siete escalones de madera que conducen al estrado y a la mesa larga. A la derecha se extiende la sala fría y resonante, con un charco de agua de lluvia extendiéndose por el suelo de piedra. El tamborileo de la espesa lluvia vertical sobre el techo es el ruido de fondo de todo lo que ocurre. Extendiendo la mano derecha, Fucsia ayuda a la señora Ganga a subir los dos últimos escalones. La asamblea, sentada en silencio alrededor de la mesa larga, ha vuelto la cabeza hacia Tata y el preciado bulto, y en el momento en que la anciana pone los pies sobre el estrado, todos se incorporan y se oye el ruido de las patas de las sillas que raspan la madera. A Fucsia le parece que unos bosques altos e impenetrables se han alzado delante, formas enormes y borrosas que no reconoce, como si pertenecieran a otro mundo. Pero aunque lo piensa un momento, no llega a sentirlo, pues está abrumada bajo el peso del miedo que tiene por su padre.
Cuando levanta la cabeza y lo ve, la asalta una emoción indefinible. No había imaginado que pudiera asistir al Almuerzo y había creído que se quedaría en su habitación con el doctor. La imagen de la última vez que ha visto a su padre es aún tan vivida para ella que al encontrarlo ahora en esa atmósfera tan distinta, siente por un momento un hálito de esperanza, la esperanza de que todo ha sido un sueño, de que no ha estado en la habitación de su padre, de que él no ha estado encima de la chimenea con esos ojos redondos, despiadados. Porque ahora lo mira y le parece tan dulce, tan triste, tan delgado, y ve que en los labios de él hay una débil sonrisa de bienvenida.
Vulturno, que ha entrado detrás de ella, conduce a la señora Ganga hacia una silla en cuyo respaldo están pintadas las palabras: PARA UN CRIADO. Enfrente, en la mesa, hay un espacio libre, un semicírculo en el que han puesto un cojín alargado. Al sentarse, Tata advierte que la barbilla le queda al nivel del canto de la mesa, y tiene que esforzarse para levantar el bulto lila y depositarlo encima del cojín. A su izquierda está Gertrude Groan. La señora Ganga le echa una mirada temerosa y no ve más que una enorme extensión de oscuridad, pues las ropas negras de la condesa parecen no tener fin. Alza un poco los ojos, y la oscuridad continúa subiendo. Los alza un poco más, y la oscuridad persiste. Levantando toda la cabeza y mirando casi verticalmente hacia arriba, cree distinguir, cerca del cenit, un avivamiento de color en la noche. ¡Y pensar que una hora antes ha estado ayudando a trenzar esos bucles que ahora parecen estar rozando los desconchados querubines del techo!
A la derecha está el conde, apoyado en el respaldo de la silla, con aire indiferente y cansado. No obstante, todavía sonríe tristemente a su hija, que está al otro lado de la mesa, frente a Gertrude. A derecha e izquierda de Fucsia están sentados Irma Prunescualo y el doctor. El doctor y Fucsia tienen los dedos meñiques entrelazados debajo de la mesa. Cora está sentada frente a su hermano, el conde, y a la izquierda de la condesa; y delante de Irma, está Clarice. Un delicado y suculento jamón, iluminado por una vela, ocupa casi todo el espacio entre el conde y Cora, en el extremo de la mesa presidida por Vulturno, que ahora inicia sus tareas oficiales armado con un trinchante y un cuchillo de acero. En el otro extremo de la mesa, en una silla alta, arde sin llama la figura de Bergantín.
Los comensales comen espasmódicamente cada vez que encuentran un momento de respiro entre las interminables formalidades y los complicados procedimientos que Bergantín pone en marcha en los momentos exactos. Si esos trámites son molestos en extremo para todos los presentes, no sería menos tedioso para el lector tener que soportar el largo catálogo del ritual del Almuerzo, empezando por la rotura del Jarrón central, cuyos fragmentos se recogen en dos montones, uno a la cabeza y el otro a los pies de Titus, y finalizando con el extraordinario espectáculo de Bergantín, que pisotea (en apariencia como símbolo del poder de quien cuida de las inquebrantables leyes de Gormenghast) arriba y abajo toda la mesa del Almuerzo siete veces consecutivas, en medio de los restos de comida y con la pata de madera golpeando la oscura superficie de roble.
Nadie de los que están sentados a la mesa sabe que no hay nueve personas en el estrado, sino diez. Durante toda la comida ha habido diez.
La décima es Pirañavelo. El día anterior, al caer la tarde, cuando el comedor estaba invadido por una cálida nube de motas de polvo y todo movimiento había engendrado un eco vacío en el silencio, se había acercado deprisa a la plataforma llevando bajo el brazo un rollo de tela negra y un bulto que parecía una red. Después de cerciorarse de que estaba completamente solo, había desenrollado parte de la tela y había subido los escalones de madera del estrado deslizándose como un rayo bajo la mesa.
Durante un rato sólo se oyeron unos rápidos sonidos y algún ocasional repiqueteo metálico, pero el ruido aumentó de pronto, y siguieron dos minutos de intensa actividad. Pirañavelo era partidario de trabajar con rapidez, sobre todo si se trataba de asuntos sucios. Cuando por fin reapareció, se sacudió el polvo con cuidado, y era aparente, en caso de que hubiera habido alguien allí para verlo, que aunque todavía llevaba el rollo de tela, no ocurría lo mismo con la red. Si este mismo hipotético observador hubiera echado una ojeada debajo de la mesa desde cualquier parte de la sala, no hubiera advertido nada extraordinario, pues nada se veía; pero si se hubiera tomado la molestia de gatear entre las patas de la mesa y mirar hacia arriba, hubiera descubierto que, extendida en el centro del bajo «techo» de roble, había una comodísima hamaca.
Es en esta hamaca donde Pirañavelo está tumbado en la penumbra, cercado por un panorama de diecisiete piernas, y una pata de palo, o, más exactamente, dieciséis piernas, ya que Fucsia tiene una doblada debajo del cuerpo. Pirañavelo se había separado bruscamente de las gemelas cuando bajaban hacia el comedor y había conseguido deslizarse en la sala antes que nadie. Tiene la superficie de roble de la mesa a unas pocas pulgadas de la cara. Hasta ahora ha obtenido muy pocas satisfacciones, ya que la mayor parte de la ceremonia ha consistido en una serie de fantásticas pantomimas que se han llevado a cabo encima de él, y que en consecuencia no ha podido observar. De hecho, no hay conversación, y lo único que oye durante la interminable comida es la voz desabrida y didáctica de Bergantín que recita las ancestrales frases legendarias, los irritantes y apologéticos accesos de tos de Irma, y el ligero crujido de la silla de Fucsia cada vez que se mueve. De cuando en cuando la condesa murmura algo que nadie oye, pero una y otra vez hace que Tata se frote nerviosamente los tobillos. Los piececitos le cuelgan a casi tres palmos del suelo del estrado, y Pirañavelo tiene muchas ganas de retorcérselos.
Comprendiendo que no va a sacar ninguna ventaja de haberse ocultado con tanta astucia, pero viendo también que ahora no puede dejar su escondite, empieza a pensar como una máquina, repasando mentalmente la posición que ha alcanzado en el castillo.
A excepción de Sepulcravo y de Titus, cuyos intereses cardinales están por el momento restringidos al mundo de lo blanco y lo negro —la leche y el sueño—, el resto de los comensales no tiene apenas otra alternativa que la de ponerse a meditar, pues no hay ninguna conversación, y las oportunidades de comer el almuerzo tan suntuosamente dispuesto sobre la mesa son casi nulas, pues nadie hace circular las fuentes. Así pues, todos se dedican a soñar despiertos durante el malogrado ágape. La vieja voz seca del extremo de la mesa tiene un efecto casi hipnótico, aun a una hora tan temprana, y mientras las mentes vagan de aquí para allá, la lluvia sigue martilleando contra el techo y gotea en el lejano charco del alargado comedor.
Nadie escucha a Bergantín. La lluvia ha estado tamborileando sin parar. La voz de Bergantín está en la oscuridad, y en la oscuridad está la voz, y nada tiene fin.