PRIMERA SANGRE
TITUS CRECÍA, bajo el cuidado de Tata Ganga y de Keda, hora a hora en el ala oeste. La extraña cabecita había cambiado de forma con el paso del tiempo, como sucede con los recién nacidos, y parecía haber encontrado por fin unas proporciones definitivas. Era alargada y de un volumen que prometía convertirse en algo casi único.
Los ojos violeta contrarrestaban, en opinión de la señora Ganga, cualquier rareza en la configuración de la cabeza y las facciones, que por otra parte no eran nada excepcional teniendo en cuenta la familia a la que pertenecía.
Ya desde un principio, había en Titus algo encantador. Es verdad que sus gritos destemplados llegaban a ser casi insoportables, y Tata Ganga, que había insistido en encargarse de él entre una comida y otra, llegaba a veces a una especie de palpitante desesperación.
El cuarto día, los preparativos para el bautizo estaban ya en marcha.
Esta ceremonia se celebraba siempre la tarde del duodécimo día, en una agradable sala abierta de la planta baja, cuyos ventanales daban sobre los cedros y los prados recortados que bajaban hacia las terrazas de Gormenghast, donde la condesa se paseaba al amanecer con los gatos blancos como la nieve.
Ésta era tal vez la habitación más acogedora y al mismo tiempo la más elegante del castillo. No había sombras escondidas en rincones. La impresión general era de tranquilidad y agradable distinción, y cuando el sol de la tarde transformaba el césped de enfrente en una alfombra de color verde-dorado, esta sala de tonos cálidos era el lugar ideal para pasar el tiempo. Pocas veces la utilizaban.
La condesa no entraba nunca en esta habitación, prefiriendo esas zonas del castillo en las que la claridad y las sombras se movían de continuo, y donde no había tanta luz. Se sabía que lord Sepulcravo la recorría algunas veces de arriba abajo, se detenía junto a la ventana a contemplar los cedros, y volvía a salir hasta que un día se le ocurría volver, uno o dos meses más tarde.
Tata Ganga se había sentado allí en contadas ocasiones, tejiendo furtivamente, con la lana en una bolsa de papel sobre la larga mesa de refectorio. El alto respaldo del sillón tallado descollaba por encima de ella. Alrededor, la sala amplia y templada. En todas las mesas jarrones con flores cortadas por Pentecostés, el jefe de jardineros. Pero generalmente la sala permanecía vacía durante semanas y semanas, excepto una hora en la mañana de cada día, cuando Pentecostés entraba a arreglar los ramos. Desierta como estaba la sala, Pentecostés no dejaba pasar un solo día sin cambiar el agua de los jarrones y volver a arreglarlos con gusto y arte, pues había nacido en las casas de barro y llevaba en los tuétanos el amor y el sentido del color que distinguía a los Tallistas Brillantes.
La mañana del bautizo había salido a cortar las flores para la sala. Las torres de Gormenghast se alzaban por entre las nieblas matinales y ocultaban una conmoción de nubes rojizas en el cielo oriental. Se detuvo unos instantes sobre la hierba y alzando los ojos hacia la enorme edificación de mampostería, alcanzó a ver entre las sombras las esculturas corroídas y las cabezas quebrantadas de piedra gris.
Al abrigo de la muralla oeste donde estaba ahora, el rocío había ennegrecido la hierba, pero al pie de uno de los siete cedros, un rayo de sol rasante se transformaba en un charco de luz, haciendo que las briznas mojadas destellaran con diamantes multicolores. El aire del amanecer era frío, y Pentecostés se ciñó el capote de cuero que llevaba sobre la cabeza como un monje. Era un capote resistente y flexible, y había quedado manchado y oscurecido por muchas tormentas y la lluvia que goteaba de los árboles enguantados de musgo. Atada a un cordel, la navaja de jardinero le pendía a un lado.
Por encima de los torreones, como ala arrancada del cuerpo de un águila, una nube solitaria se desplazaba hacia el norte a través del aire madrugador manchado de sangre.
Por encima de Pentecostés, los cedros, como grandes dibujos al carbón, expusieron de pronto su estructura, las capas de follaje plano que se alzaban unas sobre otras, los bordes ribeteados por el sol naciente.
Pentecostés se volvió de espaldas al castillo y pasó por entre los cedros, dejando sobre las manchas brillantes de rocío las huellas oscuras de unas pisadas ligeramente vueltas hacia dentro. Al andar parecía que se hundía en la tierra. Cada zancada era una actitud, una prueba, una especie de exploración interior, como si supiera que lo que importaba, lo que realmente entendía y amaba, estaba debajo de él, bajo esos pies que se movían pausadamente. Estaba en la tierra, era la tierra.
Pentecostés, envuelto en la capucha de cuero, no tenía una estatura espectacular, y aquel modo de andar, aunque pleno de significado, era sin embargo algo ridículo. Tenía las piernas demasiado cortas, pero la cabeza, vetusta y arrugada, era noble y majestuosa, con una huesuda frente apergaminada, y nariz recta.
De las flores tenía un conocimiento superior al de un botánico o un artista, ya que le interesaba más el crecimiento que el resultado, el proceso orgánico que culminaba en los dorados y azules antes que los colores, las formas, o cualquier otro aspecto visible.
Como la madre que no querría menos a un hijo de rostro mutilado, así amaba él las flores. A todo lo que crecía, prodigaba conocimientos y amor; pero al manzano se entregaba de cuerpo y alma.
Sobre el flanco norte de una pequeña colina que descendía poco a poco hacia un riachuelo, se alzaban claramente unos árboles frutales; para Pentecostés, cada uno de ellos tenía una personalidad propia.
Cuando en agosto, Fucsia se asomaba a la ventana del desván, alcanzaba a verlo a lo lejos, subido a veces en una pequeña escalera, o bien, si las ramas eran bastante bajas, de pie sobre la hierba, el cuerpo largo y las piernas cortas empequeñecidos, y la hermosa cabeza cubierta por una capucha que le ocultaba la cara. Minúsculo como parecía, visto desde tamaña altura. Fucsia adivinaba que estaba puliendo las manzanas que colgaban de las ramas y dándoles un brillo de espejo; se doblaba hacia adelante para echarles el aliento y después las frotaba con un paño de seda, sacando a la piel escarlata unos destellos que llegaban hasta la elevada y sombría buhardilla.
Luego Pentecostés se alejaba del árbol que acababa de pulir y daba lentamente una vuelta alrededor, admirando los diferentes grupos de manzanas y el tronco nudoso que sostenía las ramas.
Pentecostés estuvo un tiempo en el jardín vallado recogiendo las flores que llevaría a la Sala del Bautizo. Iba de un lado a otro, hasta que por fin consiguió imaginar la habitación con todos los jarrones llenos y decidió el color del día.
El sol había disipado las nieblas, y ascendía como un plato brillante en el cielo, como si un hilo invisible tirara de él. En la Sala del Bautizo todavía no había luz, pero Pentecostés entró por la puerta ventana, una oscura y desproporcionada silueta con flores refulgentes en los brazos.
Entretanto, el castillo empezaba a despertar o estaba ya despierto. Lord Sepulcravo tomaba el desayuno en el refectorio en compañía de Agrimoho. Tata Ganga se batía con una montaña de mantas y Fucsia permanecía debajo enroscada en la oscuridad. Vulturno estaba en cama tomándose un vaso de vino que le había traído uno de los pinches; sólo estaba despierto a medias, el cuerpo abotagado y doblado en pliegues espantosos. Excorio murmuraba consigo mismo, mientras paseaba arriba y abajo por un interminable pasillo gris, con las articulaciones de las rodillas marcando cada paso como un reloj. Rottcodd pasaba el plumero por la tercera talla, levantando pequeñas nubes de polvo cada vez que se movía, y el doctor Prunescualo estaba cantando mientras tomaba su baño matinal. En las paredes del cuarto de baño colgaban unos diagramas anatómicos pintados en largos pergaminos. Incluso en el baño llevaba las gafas puestas y mientras intentaba recuperar una pastilla de jabón perfumado por encima del borde de la bañera, le cantaba al músculo oblicuo externo como si se tratase de la mujer amada.
Pirañavelo se miraba al espejo y se examinaba el incipiente bigote, y Keda en el cuarto del ala norte observaba cómo el sol se movía por el Bosque Retorcido.
Lord Titus Groan, ignorando que el alba anunciaba el día del bautizo, dormía profundamente. La cabeza colgando a un lado, la cara medio escondida por la almohada, el puño diminuto apretujado contra la boca. Llevaba un camisón de seda amarilla, sembrado de estrellas azules, y la luz que se filtraba a través de las persianas entreabiertas le subía por la cara.
La mañana avanzaba. Había muchas idas y venidas. Tata había perdido la cabeza, y sin la silenciosa ayuda de Keda hubiera sido incapaz de afrontar la situación.
Había que planchar el vestido del bautizo e ir a buscar los anillos y la pequeña corona de joyas engastadas que guardaban en una cajita de hierro en la armería, y sólo Carrascoso tenía la llave y estaba sordo como una tapia.
El baño y la ropa de Titus tenían que ser especialmente perfectos, y con tantas cosas por delante, a la señora Ganga se le pasaban las horas volando. Antes de que se diera cuenta, ya eran las dos de la tarde.
Por fin Keda había encontrado a Carrascoso, y mediante una rápida sucesión de señas ingeniosas, lo había convencido de que había un bautizo esa tarde, que necesitaban la corona, y que se la devolvería en cuanto la ceremonia concluyese. En realidad, Keda había allanado o resuelto una a una todas las dificultades que hacían que Tata Ganga se estrujara las manos y sacudiera desesperada la vieja cabeza.
La tarde era perfecta. Los grandes cedros se desplegaban magníficamente en el aire quieto. Habían cortado el césped, que parecía un espejo opaco de color esmeralda. Las esculturas de las paredes que la noche había engullido y que habían titubeado a la luz del amanecer, lucían ahora nítidas y brillantes.
La Sala del Bautizo era fresca, clara y tranquila, y aguardaba la llegada de los personajes con espacio y dignidad. Las flores en los jarrones eran increíblemente graciosas. Pentecostés había elegido el color lavanda como nota dominante, pero aquí y allá una flor blanca dialogaba serenamente con una flor blanca a través del espacio alfombrado de verde, y una orquídea dorada era el eco de otra orquídea dorada.
Hacia las tres de la tarde, una gran actividad pudo haberse observado en muchos de los cuartos de Gormenghast, pero la Sala Fresca esperaba en sereno silencio. No había otra vida en el cuarto que las gargantas de las flores.
De repente se abrió la puerta y apareció Excorio. Vestía el largo y apolillado traje negro, pero se había esforzado por quitarle las manchas mayores y había recortado los bordes más deshilachados de los puños y de los pantalones en toscas líneas rectas. Además de estas mejoras, llevaba una pesada cadena de latón alrededor del cuello. En la mano sostenía una bandeja con un cuenco de agua. En la dignidad negativa de la sala parecía un espantapájaros positivo. Pero de esto no se daba cuenta. Había ayudado a lord Sepulcravo a vestirse, y mientras su señoría, finalizado el tocado, se arreglaba las uñas junto a la ventana de la habitación, se había marchado rápidamente con la urna bautismal. Llenar el cuenco y depositarlo en la mesa del centro de la Sala Fresca eran sus únicas obligaciones hasta que comenzara la ceremonia propiamente dicha. Dejó el cuenco sobre la mesa sin ningún miramiento, se rascó la nuca y se hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Hacía tiempo que no venía a la Sala Fresca. No era una habitación que le gustara particularmente. A su modo de ver, no era en absoluto parte de Gormenghast. Con un gesto de desafío, proyectó la barbilla hacia adelante como si fuera una pieza de maquinaria, y se paseaba por la habitación mirando malévolamente las flores cuando de pronto oyó una voz detrás de la puerta, una voz espesa, untuosamente asesina.
—¡Eh, alto ahí! ¡Alto ahí! ¡Id con tiento, mis pequeños ojos de rata! ¡A un lado! ¡Vamos, a un lado, si no queréis que os corte en filetes! ¡Quietos! ¡Quietos! Carne misericordiosa, ¿por qué tendré que habérmelas con palurdos?
El pomo giró, la puerta empezó a abrirse y el oponente físico de Excorio empezó a aparecer en la abertura. Durante un buen rato, así le pareció a Excorio, unas tensas superficies de tela se transformaron en un gran arco, y por último sobre estas telas apareció una cabeza, y los ojos empotrados en aquella cabeza se clavaron en Excorio. Éste se puso rígido —si es posible que un pedazo de madera pueda ponerse todavía más rígido—, hundió la cabeza entre las clavículas y alzó los hombros como un buitre. Los brazos le caían tiesamente desde lo alto de los hombros hasta los bolsillos del pantalón, donde tenía los puños apretados.
Vulturno, en cuanto vio de quién se trataba, se detuvo en seco, y una pequeña marejada de carne le corrió por la cara, propagándose rápidamente aquí y allá, hasta que decididas a seguir el mismo impulso, las olas invadieron los dos océanos de las mejillas, dejando entre ellas un vacío, un segmento jadeante, como un melón al que le han quitado una rodaja. Era horrible. Era como si la naturaleza hubiese perdido el rumbo. Como si la sonrisa, como concepto, como manifestación de alegría, hubiera sido un error, pues aquí, en la cara de Vulturno, la idea había sido subvertida.
Una voz salió de la cara:
—Bien, bien, bien —dijo—, que me pongan a hervir si éste no es el señor Excorión. El único y verdadero Excorión. Bien, bien, bien. Aquí ante mí en la Sala Fresca. Habrá entrado por el ojo de la cerradura, me imagino. ¡Oh, mis hígados y luces adorables, el mismísimo Excorión en persona!
La línea de la boca de Excorio, siempre delgada y dura, se hizo todavía más delgada, como trazada con una aguja. Miró de arriba abajo la montaña blanca, coronada con el encumbrado y níveo gorro de cocinero, ya que incluso el negligente Vulturno se había acicalado para la ocasión.
Si bien Escorio esquivaba al chef siempre que le era posible, encuentros accidentales como el de hoy no podían evitarse, y de los encuentros fortuitos del pasado, Excorio había aprendido que la enorme casa de carne que ahora se alzaba ante él, tenía a pesar de todos sus defectos un don para el sarcasmo que sobrepasaba los límites de su propia naturaleza taciturna. En consecuencia, Excorio seguía la táctica, siempre que le era posible, de no tener en cuenta al chef como uno no tiene en cuenta un pozo negro al borde de un camino, y aunque se sintiera lastimado porque Vulturno insistía en llamarlo Excorión, y porque había aludido a su delgadez, Excorio dominó sus erizadas pasiones y salió a grandes zancadas de la sala, no sin antes examinar la masa enemiga y escupir por la ventana, como para quitarse de dentro algo nocivo. A pesar de que la experiencia le había enseñado a callar, cada palabra mortificante de Vulturno añadía leña al fuego de odio que le ardía entre las costillas.
Vulturno, mientras Excorio escupía, había retrocedido con la cabeza hacia atrás, fingiendo miedo, y con una expresión de cómica concentración había mirado primero a Excorio y luego la ventana, varias veces.
—Bien, bien, bien —dijo con su voz más provocadora, pastosa como masa de pan—. ¡Qué talento! Se supera día a día. Vivir para ver. ¡Que me pringuen si no es verdad! Por la anguila que despellejé la noche del viernes, cada día se aprende algo nuevo.
Girando sobre los talones, dio la espalda a Excorio y rugió:
—¡Adelante, paso ligero! Que avance el triunvirato, las pequeñas alimañas que se me han pegado al corazón. Adelante uno a uno.
»Señor Excorión, voy a presentarlo —dijo Vulturno a medida que los muchachos se acercaban sin apartar ni un segundo los asustados ojos de los precarios cargamentos—. Señor Excorión, Maestro Pedrera, Maestro Pedrera, Señor Excorión; Señor Excorión, Maestro Tronero, Maestro Tronero, Señor Excorión; Señor Excorión, Maestro Garroso, Maestro Garroso, Señor Excorión. ¡Excorión, Pedrera, Excorión, Tronero, Excorión, Garroso, Excorión!
Las presentaciones habían sido una mezcla tal de elocuencia e impertinencia, que Excorio no pudo dominarse más. Que él, primer criado de Gormenghast y confidente de lord Sepulcravo, tuviese que ser presentado a unos meros pinches de cocina, era excesivo, y fue con rápidas zancadas hacia la puerta (pues de cualquier modo tenía que volver con su señoría), y al pasar delante del chef se quitó la cadena que llevaba al cuello y azotó la cara de su burlador con los pesados eslabones de latón. Antes de que Vulturno se recuperara, Excorio estaba ya alejándose por los pasillos. La cara del chef se había transformado. Toda la vasta extensión de la cabeza había sido modelada, como arcilla en las manos de un artista, para que exteriorizase una pasión. En la cara, en letras pulposas, se leía la palabra venganza. Los ojos habían dejado de centellear casi instantáneamente y se habían convertido en trocitos de cristal.
Los tres muchachos habían dispuesto los manjares sobre la mesa, y dejando en el centro el cuenco bautismal, se habían refugiado en la puerta ventana, deseando poder echar a correr, correr como nunca habían corrido, hacia el sol y más allá de las praderas y los riachuelos y los campos, hasta encontrarse lejos, muy lejos de aquella blanca presencia con unas febriles marcas rojas en la cara.
El chef, con todo su odio concentrado en la persona de Excorio, se había olvidado de los pinches y no descargó su bilis contra ellos. No era éste un odio pasajero como una tormenta, que tan pronto viene como se va. Era, una vez pasada la impresión inicial de cólera y de dolor, algo calculado que crecía a sangre fría. Que tres pinches hubieran visto que el temido jefe padecía una indignidad, no tenía en este momento ninguna importancia para Vulturno, pues apreciaba la situación en su justa medida, y estos muchachos no tenían nada que ver.
Sin decir palabra, se acercó al centro de la habitación. Las gordas manos ordenaron diestramente algunos platos sobre la mesa. Luego se acercó a un espejo que colgaba sobre un jarrón de flores y se examinó las heridas con ojo crítico. Le dolían. Al mover la cabeza para mirarse más de cerca, pues no alcanzaba a verse de una sola vez más que una parte de la cara, descubrió a los tres pinches y les indicó que se largasen. Los siguió poco después, y fue hacia su habitación, encima de las tahonas.
Para entonces, casi era la hora de la ceremonia, y los invitados ya salían de los cuartos respectivos. Hombres y mujeres, cada uno con su peculiar manera de andar. Con ojos, narices, boca, pelos, pensamientos y pasiones peculiares. Completos en sí mismos, transportándose a sí mismos al moverse, como una vasija que contiene un vino distintivo, amargo o dulce. Los siete en cuestión cerraron las puertas detrás de ellos, terriblemente ellos, y echaron a caminar hacia la Sala Fresca.
En el castillo había dos damas que aunque apenas se las veía eran de sangre Groan, y en consecuencia, cuando había una ceremonia familiar como en este caso, estaban naturalmente invitadas. Se trataba de sus señorías Cora y Clarice, cuñadas de Gertrude, hermanas de Sepulcravo, y mellizas por derecho propio. Vivían en una serie de habitaciones en el ala sur, y compartían una obsesionante pasión: meditar sobre la ironía de un destino que decretaba que no tuvieran ni voz ni voto en los asuntos de Gormenghast. Estas dos, junto con los otros, iban también camino de la Sala Fresca.
La implacable tradición había obligado a Excorio y a Vulturno a volver a la Sala Fresca y esperar allí a los primeros invitados, pero por suerte, alguien les había precedido: Agrimoho, enfundado en arpillera grana. Estaba de pie detrás de la mesa, con un libro abierto enfrente, y de cara al cuenco bautismal y las muestras del arte de Vulturno, dispuestas en bandejas y copas doradas que destellaban a la luz reflejada del sol.
Vulturno, que había conseguido disimular las lastimaduras de la cara con una mezcla de harina y miel blanca, se colocó a la izquierda del anciano bibliotecario, descollando sobre él como un galeón sobre un arrecife. Lucía en el cuello una cadena ceremonial parecida a la de Excorio, quien apareció unos instantes más tarde. Entró con paso airado, sin ni siquiera mirar al chef, y se puso al otro lado de Agrimoho, restableciendo así, si no desde el punto de vista del racionalista sí por lo menos del artista, la simetría del cuadro.
Todo estaba dispuesto. Los participantes en la ceremonia llegarían uno a uno; el de menor importancia entraría primero, hasta que la penúltima entrada de la condesa anunciara la necesaria aparición de un mueble andante, Tata Ganga, que llevaría en brazos un chal cargado de destino: el futuro de la estirpe. Un peso minúsculo que era Gormenghast, un Groan del verdadero linaje, Titus el septuagésimo séptimo.