LAS PIÑAS

EL VIENTO HABÍA AMAINADO, pero el aire era amargamente frío y Pirañavelo estaba contento de tener la capa. Se había subido el cuello, que se le sostenía rígidamente por encima de las orejas. Parecía ir a algún sitio preciso, y no estar dando un simple paseo nocturno. Marchaba todo el tiempo con ese paso que lo distinguía y que no era un andar pausado ni una carrera. Parecía que estuviese cumpliendo una misión secreta por toda la eternidad, lo que desde su punto de vista era generalmente cierto.

Desapareció en las profundas sombras de la arcada, y luego, como si fuera un pedazo de esa oscuridad entintada que hubiera cobrado vida, escapando del cuerpo principal, reapareció a la media luz, al otro lado de la arcada.

Durante un buen rato se mantuvo cerca de las paredes del castillo, avanzando siempre hacia el este. La idea inicial de dar un rodeo por el prado y las terrazas en donde la condesa solía pasear antes del desayuno había sido desechada, pues en cuanto empezó a moverse sintió la alegría de andar solo, absolutamente solo bajo la luz de las estrellas. Los Prunescualo se habrían acostado ya sin esperarlo. Tenía su propia llave de la puerta principal, y como otras muchas noches, al volver de su caminata nocturna se serviría una última copa de coñac y quizás también disfrutaría de un poco del tabaco del doctor en la pipa pequeña y roma, antes de retirarse.

O quizás, como en noches anteriores, acudiría a la farmacia y se divertiría preparando pociones con posibilidades letales. En cuanto entraba, iba siempre hacia los estantes de los venenos y los polvos peligrosos.

Había llenado cuatro tubos de ensayo con la más virulenta de esas mezclas, y los había llevado a su habitación.

Había aprendido pronto todo lo que el doctor, cuyo conocimiento era considerable, le había divulgado sobre el tema. En un principio, bajo la dirección del doctor, había destilado a partir de plantas venenosas encontradas en la vecindad un cierto número de pociones inéditas y mortíferas. El doctor consideraba estos experimentos como diversiones académicas.

Podría tomar también, al llegar a casa de los Prunescualo, uno de los numerosos libros del doctor y ponerse a leer, pues lo consumía la pasión de acumular conocimientos de cualquier tipo; aunque sólo como medio para alcanzar un fin determinado. Tenía que saber de todo, pues sólo así podría, cuando en el futuro se presentaran situaciones críticas, contar con un buen mazo de cartas. Se había imaginado en ocasiones una conversación de alguien de quien hubiera podido sacar algún provecho y que giraba hacia la astronomía, metafísica, química o literatura, y en la que él era capaz de dejar caer en la discusión una idea lúcida y exacta, una opinión que hiciera pensar que era el fruto de una vida dedicada al estudio; eso le hubiera sido mucho más útil que una hora de palabrería o tener que esperar a que la conversación tocara un tema conocido.

Se veía a sí mismo gobernando hombres. Tenía, junto a la facultad de tomar decisiones atrevidas y rápidas, una paciencia sin fin. Mientras leía por las noches, después de que el doctor e Irma se retiraban, pulía la larga y estrecha hoja de acero del bastón-espada que había visto una vez, y que una semana más tarde había rescatado de entre el montón de armas antiguas de la gélida armería. Cuando Pirañavelo lo sacó del montón, estaba muy sucio y deslustrado, pero con la habilidad y paciencia con que él se aplicaba a cualquier empresa, lo había convertido en una fina hoja de acero brillante. Tuvo que inspeccionar durante una hora antes de descubrir el bastón hueco, que se enroscaba en la aparentemente inocente empuñadura con un simple giro de la muñeca.

No sabía aún lo que haría al volver a la casa, si se dedicaría al acero del bastón-espada y al libro de heráldica que estaba a punto de acabar, o si iría a la farmacia a mezclar en el mortero aceite rojo y ese polvo verde tan ligero como una pluma con el que estaba experimentando, o si estaría demasiado fatigado para hacer otra cosa que servirse una copa de coñac antes de subir a acostarse; no lo sabía, y en realidad tampoco le interesaba el futuro tan inmediato. Mientras andaba con paso vivo, daba vueltas y vueltas no sólo a todos los comentarios que las mellizas habían dejado caer en el transcurso de la velada, sino también al tipo de preguntas que se proponía hacerles dentro de dos noches.

Con la mente funcionando como una máquina eficiente, imaginaba posibles ataques y defensas, aun a sabiendas de que en cualquier trato con las tías, la disparatada condición de sus cerebros hacía extraordinariamente difícil cualquier conjetura o maquinación que él pudiera imaginar. Tenía que vérselas con un material de bajo calibre, pero que sin embargo tenía un elemento que no se daba en naturalezas más sutiles: lo imprevisible.

Había llegado ahora al extremo más oriental del cuerpo central del castillo. A la izquierda podía ver las altas paredes del ala oeste que emergían del pétreo precipicio cubierto de yedra negra y que orientado al sol poniente impedía que la luz del anochecer se filtrara hasta las salas septentrionales de Gormenghast. La Torre de los Pedernales se destacaba apenas como una estrecha sección de sombra, como una regla vertical, larga y negra, puesta de punta, y con un cielo estrellado alrededor.

Al ver la Torre, se le ocurrió que nunca había explorado los edificios que, le habían dicho, se prolongaban por el otro lado. Ahora era demasiado tarde para tal expedición, y estaba pensando en dar simplemente una vuelta por la hierba marchita que ayudaba a caminar en este rincón del castillo, cuando vio una tenue luz que se acercaba. Mirando alrededor, descubrió a unos pocos metros las siluetas negras de unos matorrales achaparrados. Se agazapó detrás de uno de ellos y observó la luz, que según pudo ver ahora, provenía de una linterna que se iba aproximando y que probablemente pasaría muy cerca de donde él estaba. Mirando por encima del hombro para ver en qué dirección iba la linterna, se dio cuenta de que su escondite estaba justamente entre la luz y la Torre de los Pedernales. ¿Qué diablos iba a hacer, quienquiera que fuera, en la Torre de los Pedernales en una noche tan fría? Pirañavelo estaba intrigado. Se arrebujó en la capa, de modo que sólo los ojos le quedaron expuestos al aire de la noche. Luego, inmóvil como un gato al acecho, escuchó los pasos que se acercaban.

El cuerpo de quien sostenía la linterna no había salido aún de la oscuridad, pero Pirañavelo, escuchando atentamente, alcanzó a oír no sólo las largas pisadas, sino también el crujido regular de una rama seca. —Excorio—, se dijo a sí mismo. Mas, ¿qué era ese otro ruido? Entre los sonidos regulares de los pasos y el crac de las articulaciones de las rodillas había un tercer sonido, menos preciso, más rápido.

Reconoció entonces el andar precipitado de unos pequeños pies y casi al mismo tiempo vio emerger de la noche las inequívocas siluetas de Excorio y de Tata Ganga.

Los crujientes pasos de Excorio no tardaron en llegar hasta Pirañavelo, que inmóvil como el matorral tras el que estaba agazapado, vio pasar rápidamente por encima de él la alta y desgalichada figura del criado de lord Sepulcravo, y en ese mismo instante se oyó un grito. Pirañavelo sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda, pues si de algo tenía miedo era de lo sobrenatural. El grito podía provenir de un pájaro, tal vez de una gaviota, pero su proximidad parecía descartar tal conjetura. No había pájaros aquella noche, ni tampoco se oían a esa hora; con cierto alivio oyó a Tata Ganga susurrar nerviosamente en la oscuridad:

—Ea, ea, ya nos falta poco…, mi pequeño conde…, enseguida llegaremos. ¡Oh, mi pobre corazón! ¿Por qué tiene que ser de noche?

Pareció levantar los ojos del pequeño bulto que sostenía en brazos, y mirar la alta figura que andaba mecánicamente junto a ella; pero no hubo respuesta.

—Las cosas se ponen interesantes —se dijo Pirañavelo—. Señorías, Excorios y Gangas, todos en camino hacia la Torre de los Pedernales.

Cuando la oscuridad empezaba otra vez a engullirlos, Pirañavelo se puso de pie y flexionó las piernas amortajadas en la capa, desentumeciéndolas. Luego, guiándose por el sonido de las rodillas de Excorio, los siguió en silencio.

La pobre señora Ganga estaba completamente agotada cuando llegaron a la biblioteca, pues se había negado una y otra vez a que Excorio llevara a Titus, cuando aquél, aunque a regañadientes, se había ofrecido a hacerlo viendo que la anciana tropezaba continuamente en las irregularidades del terreno y se llevaba por delante las raíces de los pinos y las plantas rastreras.

El aire frío había despertado del todo a Titus, y aunque no lloraba, estaba desconcertado ante esta insólita aventura en la oscuridad. Cuando Excorio llamó a la puerta y entraron en la biblioteca, se puso a lloriquear y a debatirse en los brazos de la niñera.

Excorio se retiró a la oscuridad de un rincón, donde presumiblemente tenía una silla para sentarse. Todo cuanto dijo fue:

—Los he traído, señoría.

Siendo el primer criado de lord Sepulcravo, consideraba que no era necesario decir su señoría.

—Ya veo —comentó el conde Groan, avanzando hacia Tata—. Supongo que la he importunado, niñera. Fuera hace frío. Acabo de salir a buscar esto para él.

Condujo a Tata a un extremo de la mesa. Sobre la alfombra, a la luz de una lámpara, estaban esparcidas una veintena de piñas, cada uno de los pétalos leñosos marcado con la sombra del pétalo superior.

La señora Ganga volvió la cara fatigada hacia lord Sepulcravo. Por una vez dijo las palabras apropiadas.

—¿Son para el pequeño conde, mi señor? —inquirió—. ¡Oh! Le van a encantar. ¿Verdad que sí, preciosidad mía?

—Déjelo en medio de las piñas. Tengo que hablar con usted —dijo el conde—. Siéntese.

Tata Ganga buscó una silla con los ojos, y al no encontrar ninguna, echó una mirada patética a lord Sepulcravo, que ahora estaba señalando el suelo con aire de fatiga. Titus se entretenía con las piñas, haciéndolas girar con los dedos y llevándoselas a la boca.

—No pasa nada. Las he lavado con agua de lluvia —dijo lord Groan—. Siéntese en el suelo, niñera, siéntese en el suelo.

Sin esperar más, él mismo se sentó en el borde de la mesa, con las piernas cruzadas hacia adelante, y las manos a ambos lados sobre la superficie de mármol.

—En primer lugar —dijo—, la he hecho venir hasta la biblioteca para comunicarle que he decidido reunir aquí a la familia dentro de una semana. Quiero que informe a los implicados. Tendrán una sorpresa. No importa. Vendrán. Avisará a la condesa. Avisará a Fucsia. También informará a sus señorías Cora y Clarice.

Pirañavelo, que había abierto la puerta pulgada a pulgada, se deslizó por una escalera que encontró inmediatamente a mano izquierda. Cerró la puerta con cuidado detrás de él y subió de puntillas hasta una galería de piedra que daba la vuelta al edificio. Por suerte, estaba en la sombra más oscura, y apoyado contra los estantes de libros que tapizaban las paredes, observó lo que pasaba abajo, frotándose las manos en silencio.

Se preguntaba dónde se habría metido Excorio, pues no parecía haber otra salida que la puerta principal, cerrada y atrancada. Tenía que estar de pie como él, o bien tranquilamente sentado en la sombra, pero guardó silencio pues no sabía a qué parte del edificio podía haber ido.

—A las ocho de la noche los estaré esperando, a Titus y a los demás. Ha de decirles que estoy planeando un almuerzo en honor de mi hijo.

Al pronunciar estas palabras con voz sonora y melancólica, la señora Ganga, incapaz de soportar la profunda tristeza del conde, empezó a retorcerse las arrugadas manos. Incluso Titus parecía detectar la pesadumbre que emanaba de las palabras lentas y precisas de su padre. Se olvidó de las piñas, y se echó a llorar.

—Traerá a mi hijo Titus vestido con ropas de bautizo, y también la corona del heredero de Gormenghast. El castillo no tendría futuro sin Titus, cuando yo ya no esté. Puesto que usted es su niñera, he de encomendarle que desde un principio le instile amor en las venas, amor por su lugar de nacimiento y por su linaje, así como respeto por las leyes, escritas y no escritas, de la tierra patria…

»Les hablaré, aun en contra de la paz de mi espíritu: les hablaré de estas cosas y de otras muchas que tengo en la mente. Durante el almuerzo, cuyos detalles serán discutidos una noche dentro de una semana, Titus será honrado y festejado. Lo celebraremos en el Refectorio.

—Pero no tiene más que dos meses, la pobre criatura —interrumpió Tata con voz ahogada por las lágrimas.

—Sin embargo, no hay tiempo que perder —respondió el conde—. Y ahora, mi pobre anciana, ¿por qué llora con tanta amargura? Estamos en otoño. Las hojas caen de los árboles como lágrimas ardientes. El viento aúlla. ¿Por qué tiene que imitarlos?

Tata lo miró con sus viejos ojos velados. Le temblaba la boca.

—Estoy tan cansada, señor —dijo.

—Entonces, túmbese, buena mujer, túmbese —dijo lord Sepulcravo—. Ha hecho una larga caminata. Túmbese en el suelo.

Pero tumbarse de espaldas en el enorme suelo de la biblioteca, mientras el conde Groan le hablaba desde las alturas en frases que Tata apenas comprendía, no era para ella ningún alivio.

Acercó a Titus y miró el techo; las lágrimas le rodaron hasta la boca reseca. Titus estaba helado y había empezado a temblar.

—Ahora déjeme ver a mi hijo —dijo su señoría lentamente—. Mi hijo Titus. ¿Es verdad que es feo?

La señora Ganga se incorporó dificultosamente y tomó a Titus en brazos.

—No es feo, su señoría —dijo con voz temblorosa—. Mi criaturita es preciosa.

—Déjeme verlo. Levántelo, niñera, y acérquelo a la luz. ¡Ah!, así está mejor. Ha mejorado —dijo el conde—. ¿Qué edad tiene?

—Casi tres meses —dijo Tata Ganga—. ¡Oh, mi débil corazón! Tiene casi tres meses.

—Bien, bien, buena mujer, eso es todo. He hablado demasiado esta noche. Eso es todo lo que quería: ver a mi hijo y decirle que informe a la familia de mi deseo de tenerlos aquí a las ocho dentro de una semana. Será mejor que los Prunescualo vengan también. Yo mismo se lo diré a Agrimoho. ¿Ha comprendido?

—Sí, señor —dijo Tata, andando ya hacia la puerta—. Se lo comunicaré a todos, señor. ¡Oh, mi pobre corazón, qué cansada estoy!

—¡Excorio! —dijo lord Sepulcravo—, acompañe a la niñera. No vale la pena que vuelva esta noche. Me marcharé dentro de cuatro horas. Prepare mi habitación y encienda la lámpara de la mesita. Ya puede retirarse.

Excorio, que había emergido a la luz de la lámpara, asintió con la cabeza, volvió a encender la mecha de la linterna, y siguió a Tata Ganga por la puerta y los escalones hasta la noche estrellada. Esta vez no hizo caso de las protestas de la anciana, e instaló con cuidado a Titus en uno de los amplios bolsillos de la chaqueta, y luego, alzando a la diminuta y pataleante mujer en brazos, se encaminó solemnemente al castillo a través del bosque; Pirañavelo había salido detrás de ellos, con aire preocupado, y ni siquiera se molestó en no perderlos de vista.

Lord Sepulcravo, encendiendo una vela, subió la escalera que había junto a la entrada, y moviéndose a lo largo de la galería, se detuvo por fin ante una estantería de libros polvorientos. Con el dedo índice tiró de uno de los volúmenes, sopló el polen gris del lomo apergaminado, y luego, volviendo las primeras páginas, regresó a la galería y bajó otra vez.

Cuando llegó a la silla, se sentó y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Tenía aún el libro en la mano. Bajo el altivo arco de las cejas, su mirada triste vagó por la sala, deteniéndose finalmente en las piñas esparcidas.

Una repentina e indomable ráfaga de cólera se apoderó de él. ¡Qué infantil había sido recogerlas! A Titus no le habían parecido divertidas.

Es raro que aun en hombres de mucho conocimiento y sabiduría haya un elemento infantil. Probablemente no eran las piñas lo que lo irritaba, sino el hecho de que le recordaran sus fracasos. Arrojó lejos el libro, y volvió a recogerlo inmediatamente, alisando las páginas con manos temblorosas. Era demasiado orgulloso y demasiado melancólico para mostrarse cariñoso, para comportarse con el niño como un verdadero padre. Ya había hecho más de lo que esperaba de sí mismo. Durante el proyectado almuerzo, brindaría a la salud del heredero de Gormenghast. Bebería en honor del Futuro, de Titus, de su único hijo. Eso era todo.

Se hundió otra vez en la silla, pero no pudo leer.

Titus Groan
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