POLVO Y YEDRA
TODO ESTE TIEMPO había estado buscando una sola y única cosa: una manera de entrar en el castillo. Había emprendido cientos de viajes imaginarios, teniendo en cuenta que le menguaban las fuerzas, pero uno tras otro lo habían conducido a paredes imposibles de escalar o al borde de un tejado. Escogió como objetivo ventana tras ventana, sólo para encontrar una lamentable frustración. Al cabo de casi una hora, el viaje que hacía con los ojos culminó en una ventana alta del ala oeste. Desde el lugar donde estaba sentado, reprodujo mentalmente todo el trayecto, hasta la diminuta ventana de la lejana pared, y comprendió que el plan era posible si lo acompañaba la suerte y las fuerzas no lo abandonaban.
Eran ya las dos de la tarde, y el sol brillaba implacable. Se quitó la chaqueta, y dejándola detrás de él, se puso nerviosamente en camino.
Las tres horas siguientes hicieron que se arrepintiera de haber dejado alguna vez las cocinas. Se sentía tan débil que si le hubieran propuesto transportarlo con un conjuro junto al descomunal regazo de Vulturno, hubiera aceptado de buen grado. Cuando la luz empezó a declinar, veinticuatro horas después de haber descansado en el inclinado tejado de pizarra encima del cuarto-calabozo, llegó a la base de la elevada pared, cerca de la cima donde estaba la ventana que había visto tres horas antes. Allí se tomó un descanso. Estaba a medio camino entre el suelo y la ventana, a unos doscientos pies de altura. Había estado acertado cuando consideró que la pared estaba totalmente cubierta por una yedra espesa y centenaria. Al sentarse contra la pared, la espalda apoyada en el tallo velludo de la trepadora, grueso como el tronco de un árbol, las hojas de yedra colgaban muy por encima de él, y levantando la cabeza, se encontró mirando un profundo y polvoriento laberinto. Sabía que tendría que trepar entre sombras oscuras, tal era el espesor de la monótona maraña de hojas, pero los zarcillos de la enredadera eran gruesos y resistentes, de modo que a veces podía detenerse a descansar. Advirtiendo que se sentía cada vez más débil, esperó hasta recuperar el aliento, y luego, crispando la boca, se obligó a acercarse todo lo posible a la pared, e inmerso en la polvorienta oscuridad de la yedra, comenzó otra vez a subir.
El tiempo en que Pirañavelo estuvo trepando entre las acres tinieblas, el tiempo en que estuvo respirando el aire polvoriento, seco y pútrido, no tenía importancia comparado con la interminable pesadilla que le atormentaba el cerebro. Ésta era la realidad que contaba, y a medida que iba subiendo, lo único que sabía era que no recordaba haber estado alguna vez en otro sitio que entre estas hojas negras, que los tallos de la yedra eran secos, ásperos y velludos al tacto, y que las hojas amargas exudaban un olor acerbo e insidioso.
A ratos llegaba a vislumbrar entre las hojas los reflejos de la tarde cálida, pero la mayor parte del tiempo se debatía en las tinieblas, con las rodillas y los nudillos sangrando y los brazos exangües a fuerza de abrirse paso entre la maraña de fibras y quitarse los zarcillos de la cara y la ropa.
No podía saber que se estaba acercando a la ventana. La distancia, más aún que el tiempo, había dejado de tener significado para él, pero de pronto notó que el follaje era menos denso y que estaba tamizado de luz. Recordó que desde abajo la yedra le había parecido menos profusa y más pegada a la pared en las cercanías de la ventana. Las ramas hirsutas eran ahora menos seguras, y se quebraban bajo el peso de Pirañavelo, por lo que se vio obligado a seguir el curso de uno de los tallos principales, que se agarraban polvorientos a la pared. Con un espesor de sólo uno o dos pies, la yedra le cubría la espalda protegiéndolo en parte del sol. Un momento más tarde salió a la luz. Buscó en vano con los dedos un punto de apoyo. Tratando de introducir las manos entre las ramas y la pared, trepó pulgada a pulgada. Tenía la impresión de que se había pasado la vida escalando. Se había pasado la vida enfermo, torturado. Aterrorizado. Unas formas rojas rodaron ante él. Unos martillos le golpetearon la cabeza y el sudor le cubrió los ojos.
Los cuestionables dioses que desde el tejado del cuarto-calabozo le habían tendido aquella rama de yedra cuando se encontraba en un trance parecido, acudieron de nuevo a socorrerlo, pues mientras tanteaba hacia arriba con la mano, topó de pronto con un saliente de piedra. Era la base de un alféizar, toscamente tallado. Pirañavelo gimió y, enderezando el cuerpo, soltó la yedra y alzó las manos hasta el hueco de la ventana. Allí quedó suspendido, con los brazos extendidos y tiesos como una figura de madera, y las piernas colgando. Luego, retorciéndose débilmente, rodó sobre la losa de piedra, perdió el equilibrio, y en un remolino de oscuridad cayó ruidosamente en el piso de madera del desván secreto de Fucsia.